martes, 29 de noviembre de 2011

Setenta veces siete


Cuesta mucho perdonar a quienes nos hacen daño. Sería absurdo negar un sentimiento que todos hemos tenido alguna vez. Cuando consideramos que han obrado injustamente con nosotros nos sentimos mal, nuestro corazón engendra rencor y es cuando surge esa frase que tantas veces hemos oído: “Yo perdono, pero no olvido”.

Cuando se produce una ofensa, quien la realiza tiende también a pensar que no tiene porqué disculparse, que simplemente dio la respuesta que la otra persona se merecía. Autojustifica su comportamiento y su corazón engendra soberbia y orgullo: “Que se disculpe él primero”.

En un caso y en otro se ponen las barreras necesarias para que no pueda surgir el perdón. Estamos demasiado acostumbrados a “salirnos con la nuestra” y parece que decir “lo siento” es un síntoma de debilidad que no podemos permitirnos. ¿Cuántas veces hemos escuchado que dos personas han reñido por una tontería? ¿Cuántas veces hemos visto como una simple discusión por un tema intrascendente acaba rompiendo una amistad que existía desde hacía años? ¿Cuántos hermanos dejan de hablarse por una cuestión de herencia? ¿Cuántos vecinos se cruzan en la calle sin ni siquiera darse los buenos días?... Las disparidades de criterios pueden llevar a discutir a dos personas. Sin embargo, ¿estaríamos dispuestos a que esas diferencias de parecer acaben condicionando una relación o incluso una convivencia?... Lamentablemente, muchas veces ocurre así. Se antepone nuestro orgullo al perdón y de esto no están libres tampoco los seminarios y conventos. Incluso el propio apóstol Pedro preguntó al Señor, ¿pero cuántas veces he de perdonar a mi hermano? ¿acaso siete veces? Conocemos la teoría, sabemos la respuesta que dio Jesús, pero cuesta ponerla en práctica. Nos perdemos demasiado con las normas, los diurnales y ejercicios, las direcciones espirituales y ese curioso “sentido del deber” que nos hace actuar de determinadas maneras aunque seamos conscientes de que con ello hacemos daño. Nos desvivimos por cumplir todo eso pero no somos capaces de otorgarnos el verdadero perdón, el mismo que Cristo dio en la cruz a quienes lo ultrajaban.

¿Cómo es posible que personas que quieren consagrar su vida a Dios no aprendan antes a amar a sus hermanos como Cristo nos amó? Quizá sea ésta una de las asignaturas pendientes para quienes desean consagrarse. No consiste en ningún voto pero considero que está por encima de todos ellos. Se trata de la capacidad de amar, la misma que pasa necesariamente por la capacidad de perdonar y eso es algo que tenemos la oportunidad de hacerlo cada día, en ese “entrenamiento” particular que supone en hacerlo cada vez que tengamos que sustituir nuestro rencor por nuestro amor. Solamente será entonces cuando cumplamos con la voluntad del Señor estando dispuestos a perdonar “hasta setenta veces siete”.

No hay comentarios: