Queridos amigos y hermanos del Blog: en la progresión de la Semana Santa y ya promediándola nos encontramos en la Liturgia con el siguiente texto: “Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar” (Jn 13, 21; Mt 26, 21); las mismas palabras referidas por Juan, las relata Mateo, el cual añade otros detalles. No sólo era Pedro quien deseaba saber quién sería el traidor, sino también los demás estaban ansiosos por saberlo, y “consternados se pusieron a preguntarle uno tras otro: ¿Soy yo acaso, Señor?” (Mt 26, 22). Hasta Judas se atreve a hacer la misma pregunta. Jesús se lo había indicado veladamente a Juan: “Aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado” (Jn 13, 26). Y a la pregunta de todos había contestado de un modo indirecto: “El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar” (Mt 26, 23).
Pero Judas, que con cínica desenvoltura se sienta a la mesa como amigo mientras trama la traición y acepta sin temblar el revelador trozo de pan untado, no consigue permanecer encubierto; él mismo provoca la denuncia: “¿Soy yo acaso, Maestro?”; Jesús le responde: “Así es” (ibid 25). El Maestro se ve ahora obligado a decir abiertamente lo que hasta entonces había callado con piadosa delicadeza. Aun conociendo las intenciones de Judas, Jesús le había escogido y amado como a los demás, y le había advertido también. Las palabras pronunciadas cerca de un año antes: “No he elegido yo a los doce? Y uno de vosotros es un diablo” (Jn 6, 70), habían sido dichas por él, para ponerle sobre aviso.
Durante la cena, para designarlo, el Señor recurrió a un gesto de amistad -el trozo de pan untado y ofrecido- que quería ser un tácito llamamiento; y en el huerto de los olivos hará una última tentativa para apartarlo del abismo, no rechazando, antes más bien aceptando el beso del traidor. Pero Judas está poseído por el Maligno al que se ha entregado por treinta monedas de plata. Y Jesús se ve obligado a declarar: “El Hijo del Hombre se va…, pero ¡ay del que va entregar al Hijo del Hombre! (Mt 26, 24).
Palabras graves, que revelan la tremenda responsabilidad del traidor. Judas ha seguido al Maestro, no por amor, sino por egoísmo, con la mira puesta en intereses materiales; la codicia le ha vuelto ladrón: comenzó robando algunas monedas y luego por algunas monedas traicionó a quien no le interesaba ya porque no le daba esperanza alguna de ventajas terrenas. Así se hacían verdad las palabras del salmo: “Aun el que tenia paz conmigo, aquél en quien me confiaba y comía mi pan, alzó contra mi su calcañal” (Sal 41, 10).
“Por ti he aguantado afrentas, la vergüenza cubrió mi rostro… La afrenta me destroza el corazón, y desfallezco. Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no los encuentro” (Sal 69, 8-21). En los días consagrados al misterio de la Pasión, las palabras del salmista resuenan como un lamento de Cristo expuesto a la infamia, calumniado y torturado, abandonado por todos, traicionado por los amigos. “Esta es vuestra hora, la del poder de las tinieblas” (Lc 22, 53), dijo el Señor en el momento de su captura. La hora en la que la traición se hace entrega a los tribunales, condena a muerte, crucifixión. Pero es también la hora fijada por el Padre para la consumación de su sacrificio, y por lo tanto la hora esperada por Cristo con vivo deseo: “Tengo que pasar por un bautismo (el bautismo de sangre de su pasión), ¡y qué angustia hasta que se cumpla!” (Lc 12, 50). Y también: “He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer” (ibid 22, 15), y se trataba de la Pascua que anticipaba en la Cena eucarística su sacrificio.
El sacrificio de Cristo suponía un traidor. Esto estaba previsto por las Escrituras; éstas, sin embargo, no determinaron la traición, pero la anunciaron precisamente porque había de acaecer. Y aunque todo estaba preordenado por Dios, que tanto ha amado al mundo hasta entregar a su propio Hijo para salvarlo, no por eso está sin culpa el hombre que voluntariamente se hizo traidor. Dice san Agustín: “Qué puede aducir Judas sino el pecado?. Al poner a Cristo en manos de los judíos, él no pensó, ciertamente, en nuestra salvación, por la cual, sin embargo, Cristo se dejó entregar al poder de sus enemigos. Judas pensó en el dinero que ganaría, y halló en él la ruina de su alma” (In Joan 62, 4). Así el acto infame sirvió a los planes de Dios para conducir a Cristo a su pasión: “Judas entregó a Cristo, y Cristo se entregó por sí mismo: Judas para realizar su horrible tráfico, Cristo para realizar nuestra redención” (ibid).
La pasión de Cristo, aun en esta concurrencia de causas divinas y humanas, es un misterio inefable: es preciso contemplarlo de rodillas en la oración a considerarlo según la lógica humana. Y cada uno queda advertido, pues en todo hombre puede, de alguna manera, esconderse un traidor. Pero el perdón concedido a Pedro y al buen ladrón está ahí, para testimoniar que en el corazón destrozado de Cristo hay un amor infinito, capaz de destruir cualquier pecado confesado y llorado.
En cada hombre puede esconderse un traidor… pero también, en cada hombre puede esconderse un gran santo. El Señor pone ante nosotros el agua y el fuego, nosotros elegimos, y esa elección tendrá un fruto eterno. Y no nos olvidemos de algo esencial por encima de cualquier pecado, de todo pecado, está la Misericordia de Dios que es infinita y eterna. A la luz de la pasión del Señor Jesús, nosotros, ¿de qué lado estamos?
Pero Judas, que con cínica desenvoltura se sienta a la mesa como amigo mientras trama la traición y acepta sin temblar el revelador trozo de pan untado, no consigue permanecer encubierto; él mismo provoca la denuncia: “¿Soy yo acaso, Maestro?”; Jesús le responde: “Así es” (ibid 25). El Maestro se ve ahora obligado a decir abiertamente lo que hasta entonces había callado con piadosa delicadeza. Aun conociendo las intenciones de Judas, Jesús le había escogido y amado como a los demás, y le había advertido también. Las palabras pronunciadas cerca de un año antes: “No he elegido yo a los doce? Y uno de vosotros es un diablo” (Jn 6, 70), habían sido dichas por él, para ponerle sobre aviso.
Durante la cena, para designarlo, el Señor recurrió a un gesto de amistad -el trozo de pan untado y ofrecido- que quería ser un tácito llamamiento; y en el huerto de los olivos hará una última tentativa para apartarlo del abismo, no rechazando, antes más bien aceptando el beso del traidor. Pero Judas está poseído por el Maligno al que se ha entregado por treinta monedas de plata. Y Jesús se ve obligado a declarar: “El Hijo del Hombre se va…, pero ¡ay del que va entregar al Hijo del Hombre! (Mt 26, 24).
Palabras graves, que revelan la tremenda responsabilidad del traidor. Judas ha seguido al Maestro, no por amor, sino por egoísmo, con la mira puesta en intereses materiales; la codicia le ha vuelto ladrón: comenzó robando algunas monedas y luego por algunas monedas traicionó a quien no le interesaba ya porque no le daba esperanza alguna de ventajas terrenas. Así se hacían verdad las palabras del salmo: “Aun el que tenia paz conmigo, aquél en quien me confiaba y comía mi pan, alzó contra mi su calcañal” (Sal 41, 10).
“Por ti he aguantado afrentas, la vergüenza cubrió mi rostro… La afrenta me destroza el corazón, y desfallezco. Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no los encuentro” (Sal 69, 8-21). En los días consagrados al misterio de la Pasión, las palabras del salmista resuenan como un lamento de Cristo expuesto a la infamia, calumniado y torturado, abandonado por todos, traicionado por los amigos. “Esta es vuestra hora, la del poder de las tinieblas” (Lc 22, 53), dijo el Señor en el momento de su captura. La hora en la que la traición se hace entrega a los tribunales, condena a muerte, crucifixión. Pero es también la hora fijada por el Padre para la consumación de su sacrificio, y por lo tanto la hora esperada por Cristo con vivo deseo: “Tengo que pasar por un bautismo (el bautismo de sangre de su pasión), ¡y qué angustia hasta que se cumpla!” (Lc 12, 50). Y también: “He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer” (ibid 22, 15), y se trataba de la Pascua que anticipaba en la Cena eucarística su sacrificio.
El sacrificio de Cristo suponía un traidor. Esto estaba previsto por las Escrituras; éstas, sin embargo, no determinaron la traición, pero la anunciaron precisamente porque había de acaecer. Y aunque todo estaba preordenado por Dios, que tanto ha amado al mundo hasta entregar a su propio Hijo para salvarlo, no por eso está sin culpa el hombre que voluntariamente se hizo traidor. Dice san Agustín: “Qué puede aducir Judas sino el pecado?. Al poner a Cristo en manos de los judíos, él no pensó, ciertamente, en nuestra salvación, por la cual, sin embargo, Cristo se dejó entregar al poder de sus enemigos. Judas pensó en el dinero que ganaría, y halló en él la ruina de su alma” (In Joan 62, 4). Así el acto infame sirvió a los planes de Dios para conducir a Cristo a su pasión: “Judas entregó a Cristo, y Cristo se entregó por sí mismo: Judas para realizar su horrible tráfico, Cristo para realizar nuestra redención” (ibid).
La pasión de Cristo, aun en esta concurrencia de causas divinas y humanas, es un misterio inefable: es preciso contemplarlo de rodillas en la oración a considerarlo según la lógica humana. Y cada uno queda advertido, pues en todo hombre puede, de alguna manera, esconderse un traidor. Pero el perdón concedido a Pedro y al buen ladrón está ahí, para testimoniar que en el corazón destrozado de Cristo hay un amor infinito, capaz de destruir cualquier pecado confesado y llorado.
En cada hombre puede esconderse un traidor… pero también, en cada hombre puede esconderse un gran santo. El Señor pone ante nosotros el agua y el fuego, nosotros elegimos, y esa elección tendrá un fruto eterno. Y no nos olvidemos de algo esencial por encima de cualquier pecado, de todo pecado, está la Misericordia de Dios que es infinita y eterna. A la luz de la pasión del Señor Jesús, nosotros, ¿de qué lado estamos?
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