domingo, 22 de diciembre de 2013

LITURGIA: MARTES SANTO, Gloria y traición


Queridos amigos y hermanos del Blog: tras el confortable descanso en Betania, Jesús vuelve a Jerusalén, donde afronta los últimos agudizantes debates con los fariseos y sigue instruyendo al pueblo. “Hizo de mi boca una espada afilada… me hizo flecha bruñida”; la presentación que el Siervo del Señor hace de sí mismo por medio de Isaías (Is 49, 1-6) puede aplicarse a Cristo altercando y contendiendo con sus adversarios, no porque él sea espada o flecha que quiera destruirlos, ¡él que ha venido a salvar, no a condenar! (jn 3, 17), sino porque con libertad divina denuncia sus errores y les reprocha su malicia. Sin embargo, siempre habrá criaturas que, como los fariseos, rechacen el mensaje y el amor de Cristo.

Esta es la causa de las angustias más amargas de su pasión, y en las palabras del profeta puede vislumbrarse una alusión a las mismas: “En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas” (Is 49, 4). Pero la angustia de Cristo va siempre acompañada de la confianza en el Padre, que lo escondió “en la sombra de su mano” y que en él manifestará su gloria (ibid 2-3), compensación infinita a todas las repulsas de los hombres. Dios, en efecto, no abandonará para siempre a las humillaciones o a la muerte a su Hijo amado, sino que lo librará con la resurrección, mostrando de esta manera al mundo la propia gloria y la de su Cristo.

Jesús mismo se expresará en este sentido en la noche de la última cena, inmediatamente después de haber declarado que estaba a punto de ser traicionado: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él” (Jn 13, 31). “Ahora” porque la traición introduce a Cristo en la pasión y ésta le introduce en la gloria que el Padre le ha preparado, la cual se convertirá en glorificación del Padre mismo y en salvación de los hombres. La pasión se presenta siempre como camino para la exaltación de Cristo y para la salvación del mundo. También el profeta la había vislumbrado bajo esta luz cuando concluía las alusiones a los padecimientos del Siervo del Señor con esta grandiosa declaración: “Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra” (Is 49, 6).

En el tramo del Evangelio de Juan que la Liturgia propone hoy a la consideración de los fieles, se dan las declaraciones más tristes que Jesús haya hecho a los suyos: “Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar… no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces” (Jn 13, 21. 38). Jesús sabe que le espera la traición, pero su presencia no le insensibiliza; al acercarse la hora, Juan atestigua que Jesús estaba “profundamente conmovido” (ibid 21). Es el estremecimiento de la humanidad del Redentor, que, aun siendo Dios, ama y sufre con corazón de hombre.

Aquella turbación de espíritu despierta un eco especial en Pedro, el apóstol ardiente e impetuoso, que quiere saber inmediatamente quien va a ser el traidor; tal vez para reprocharle su infame proyecto e impedírselo. Y no supone, ni siquiera remotamente, que también el puede quedar atrapado en el lazo de la tentación. Su amor al Maestro es grande y sincero, pero presuntuoso, demasiado seguro de sí mismo; Pedro necesita aprender que nadie puede considerarse mejor que los demás, ni siquiera mejor que los traidores. Y he aquí, que en esa misma noche, pocas horas después de haber declarado al Señor: “Daré mi vida por ti”, experimenta amargamente su debilidad.

La experimenta por vez primera en Getsemaní, donde, como los demás, se deja tomar por el sueño mientras Jesús agoniza; la segunda vez, cuando capturan a Jesús y él huye, hecho un puro miedo; la tercera, la más dolorosa, en el patio del palacio de Caifás. Una criada le reconoce como discípulo del Nazareno, y Pedro, vencido por el pánico, niega: “Ni sé ni entiendo lo que me quieres decir” (Mc 15, 68); así, por tres veces, es más, la última más expresamente, pues Marcos refiere que “se puso a echar maldiciones y a jurar: No conozco a ese hombre que decís” (ibid 71). Marcos es el evangelista que más minuciosamente describe la negación de Pedro; es la humilde confesión de la propia deslealtad que el Cabeza de los Apóstoles hace por boca de su discípulo, para que sirva de advertencia a todos los creyentes.

Nadie puede considerarse seguro de no caer. Tal vez al cantar el gallo, y, sobre todo al recibir la mirada de Jesús, que se volvió hacia él y le miró (Lc 22, 61), Pedro recapacitó y juntamente con la predicción del Maestro le volvieron al alma sus palabras: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Pedro no tiene ya necesidad de que el Maestro insista; ahora ha comprendido, y “saliendo afuera, lloró amargamente” (Lc 22, 62). ¡Benditas lágrimas de arrepentimiento que lavan y conviertan la presunción en humildad.

Ojalá que como Pedro, luego de su conversión, nos animemos a vivir en la verdadera humildad, que para nosotros es vivir en la Verdad, y esa Verdad, ayer, hoy y siempre, es Jesucristo, Aquél que amándonos nos amó hasta el fin.

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