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domingo, 22 de diciembre de 2013

LITURGIA: LUNES SANTO, Unción en Betania


El primero de los célebres cantos del “Siervo del Señor” (Is 42, 1-7) nos lleva a considerar la actitud de Cristo en su pasión. Manso y silencioso, “no gritará… no voceará por las calles”, no protestará contra los insultos, las acusaciones, las condenas; manso en las relaciones con sus enemigos, “cañas cascadas” que el no quiebra, “pábilos vacilantes” que él no apaga, a los que perdona y hasta el último momento trata de iluminar y salvar.

La mansedumbre de Cristo hacia los hombres pecadores, a los que compadece y cuyas culpas se apronta a expiar, se transforma en fortaleza al cumplir su misión, al proclamar la verdad y la justicia hasta la muerte: “no vacilará ni se quebrará, hasta implantar el derecho en la tierra”. Jesús trabaja por el advenimiento del reino del Padre, por afirmar los derechos de Dios sobre los hombres, por restablecer a los hombres en la justicia y en la santidad. En esta tarea no se rinde; su misma muerte será el supremo acto de fortaleza en el cumplimiento de la obra que el Padre le confió. Y porque la fortaleza de Cristo es divina, no será vencida ni siquiera con la muerte, antes al contrario: Cristo vencerá a la muerte para dar a los hombres la vida.

Jesús es verdaderamente el “Siervo del Señor” preconizado por Isaías, llamado “con justicia” y “hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones”. En él todos los hombres hallan misericordia: “Salve, Rey nuestro: sólo tú has tenido compasión de nuestros pecados” (Misal Romano). Cristo luchó en contra del pecado, lo condenó; pero lo castigó solamente en sí mismo, mientras que a los culpables les concedió su perdón y les procuró el perdón del Padre.

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿Quién me hará temblar?” (Sal 27, 1). La liturgia reconoce en estas palabras la voz de Cristo, el cual, durante la pasión, invoca confiadamente el socorro del Padre; al mismo tiempo, el cristiano puede emplearlas para expresar al Salvador el propio reconocimiento y su propia inquebrantable confianza en él. En Cristo crucificado el cristiano encuentra, junto con el remedio de los propios pecados, el refugio en las dificultades de la vida y la fuerza para llevar la cruz.

Antes de adentrarse en lo más denso del misterio de la pasión, la liturgia presenta una escena delicada y suave: “Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos” (Jn 12, 1-12). El banquete en la casa hospitalaria, ofrecido por los amigos fieles al abrirse la semana que verá la muerte del Señor, tiene todo el aspecto de un último adiós, y como si fuera un anticipo de todo cuanto esta por acaecer.

Esto aparece de un modo particular en el gesto cariñoso de María, quien sin pasársele por la mente la idea de un derroche, unge los pies de Jesús con “una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso”. Es el último homenaje de un corazón fiel que parece querer compensar al Maestro de la traición que le espera y es, al mismo tiempo, un presagio de su muerte; según el uso hebreo, de hecho, sólo se ungían los pies de los cadáveres.

Por otra parte, en la presencia de Lázaro, el amigo a quien Jesús había resucitado, se halla también un presagio de la resurrección. No podía permanecer víctima de la muerte el que había llamado a la vida a un muerto de cuatro días y que había declarado: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). Y tampoco falta este presagio en el gesto de María, si, como dicen los Evangelios Sinópticos, el perfume fue derramado también en la cabeza del Señor (cfr. Mc 14, 3); la unción de la cabeza, reservada a los reyes, está significando el reconocimiento de la divina realeza de Cristo que la resurrección hará resplandecer con pleno fulgor.

Pero en el delicado episodio no faltan las sombras oscuras de la crítica malévola, preludio de la traición, “¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?”, La preocupación por los pobres es un pretexto en boca de Judas, que “era un ladrón”; y como tenía la bolsa llevaba lo que iban echando” (Jn 12, 5-6). Es la actitud de tantos que se escandalizan frente a valores consumados únicamente por amor a Dios. A sus ojos, la oración, la adoración, y más aún las vidas humanas gastadas en el amor y en la alabanza de Dios son un derroche inútil; el tiempo, el dinero, la vida misma sólo se emplean bien cuando se emplean directamente en servicio de los hombres.

Y se olvidan de que si el interés por los pobres es un gran deber, por nadie más inculcado que por el mismo Cristo, el amor y el culto a Dios son deberes todavía mayores. Por lo demás, los pobres no sólo tienen necesidad de pan, sino también de quien, consumándose en la oración, sostenga su fe y les recuerde que poco vale el bienestar material, si el hombre no busca a Dios por encima de todo.

Terminemos esta reflexión del Lunes Santo con estas hermosas palabras de Carlos de Foucauld en sus Meditaciones sobre el Evangelio: “Dios mío, en esa tarde… de amor y de dolor, dulce porque tú estás presente y dolorosa porque tan cerca estás de morir y padecer… María derrama perfumes sobre tus pies y sobre tu cabeza… Esparciendo perfumes y rompiendo el vaso, ella pone a tus pies y te da todo su ser, cuerpo y alma, corazón e inteligencia: te da todo lo que es, esparce el perfume y rompe el vaso… No se reserva nada, se da toda, da todo lo que es y todo lo que tiene… ¡Oh Jesús!, quiero darme todo a ti como aquella santa mujer se te dio a sí misma, sin conservar nada de sí ni para sí… Heme aquí que vengo a hacer tu voluntad. Haz, ¡oh Señor! Que mi don sea completo, que me dé a ti yo mismo y todo lo que me pertenece: el perfume y el vaso, el alma y el cuerpo, ¡todo!

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