Queridos amigos y hermanos del Blog: hoy iniciamos una serie de reflexiones para cada uno de los días de la Semana Santa, para ir juntos acompañando desde la oración y la reflexión personal al Señor Jesús que se encamina a vivir los sagrados misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección, misterios a través de los cuales nos dio la vida eterna.
La Semana Santa se abre con el recuerdo de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, que se verificó exactamente el domingo antes de la pasión. Jesús, que se había opuesto siempre a toda manifestación pública y que huyó cuando el pueblo quiso proclamarlo rey (cfr. Jn 6, 15), hoy se deja llevar en triunfo. Sólo ahora, que está para ser llevado a la muerte, acepta su aclamación pública como Mesías, precisamente porque muriendo en la cruz será, plenísimamente, el Mesías, el Redentor, el Rey y el Vencedor. Acepta ser reconocido como Rey, pero como un Rey con características inconfundibles: humilde y manso, que entra en la ciudad santa montado en un asnillo, que proclamará su realeza sólo ante los tribunales y aceptará que ponga la inscripción de su título de rey solamente en la cruz.
La entrada jubilosa en Jerusalén constituye el homenaje espontáneo del pueblo a Jesús, que se encamina, a través de la pasión y de la muerte a la plena manifestación de su Realeza divina. Aquella muchedumbre aclamante no podía abarcar todo el alcance de su gesto, pero la comunidad de los fieles que hoy lo repiten si pueden comprender su profundo sentido. “Tú eres el Rey de Israel y el noble hijo de David, tú, que vienes, Rey bendito, en nombre del Señor… Ellos te aclamaban jubilosamente cuando ibas a morir: nosotros celebramos tu gloria, ¡oh Rey eterno!” (Misal Romano).
La liturgia nos introduce plenamente en el tema de la Pasión. La profecía de Isaías y el Salmo responsorial anticipan con precisión impresionante algunos de los detalles: “Ofrecía la espalda a los que lo golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a los insultos y salivazos” (Is 50, 6). ¿Por qué tanta sumisión? Porque Cristo, bosquejado en el Siervo del Señor descrito por el profeta, está totalmente orientado hacia la voluntad del Padre y con él quiere el sacrificio de sí mismo por la salvación de los hombres: “El Señor me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he echado atrás” (Ibid 5). Por eso le vemos arrastrado a los tribunales y de éstos al Calvario, y allí tendido sobre la cruz: “Me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos” (Sal 22, 17-18). A esto se reduce el Hijo de Dios por un solo y único motivo: el amor; amor al Padre cuya gloria quiere resarcir, y amor a los hombres, a los que quiere reconciliar con el Padre.
Sólo un amor infinito puede explicar las desconcertantes humillaciones del Hijo de Dios. “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojo de su rango y tomó la condición de esclavo” (Flp 2, 6.7). Cristo lleva hasta el límite extremo la renuncia a hacer valer los derechos de su divinidad; no sólo los esconde bajo las apariencias de la naturaleza humana, sino que se despoja de ellos hasta someterse al suplicio de la cruz, hasta exponerse a los más amargos insultos. “A otros has salvado y él no se puede salvar. ¡El Mesías, el rey de Israel! Baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos” (Mc 15, 31-32).
Al igual que el Evangelista, la Iglesia no vacila en proponer a la consideración de los fieles la pasión de Cristo en toda su cruda realidad, para que quede claro que él, siendo verdadero Dios, es también verdadero hombre, y como tal sufrió; y anonadando en su humanidad todo vestigio de su naturaleza divina, se hizo hermano de los hombres hasta compartir con ellos la muerte para hacerles partícipes de su divinidad. “Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz. Por eso, Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre” (Misal Romano). Del máximo anonadamiento se deriva la máxima exaltación, hasta como hombre, Cristo es nombrado Señor de todas las criaturas y ejerce su señorío pacificándolas con Dios, rescatando a los hombres del pecado y comunicándoles su vida divina.
Hacemos nuestros los sentimientos que expresan la siguiente oración y con alma grande y generosidad acompañamos a Cristo en su dolor, sabedores de poder acompañarlo un día en su gloria: “Acrecienta, Señor, la fe de los que en ti esperan y escucha las plegarias de los que a ti acuden, para que quienes alzamos hoy los ramos en honor de Cristo victorioso, permanezcamos en él, dando frutos abundantes” (Bendición de las palmas del Misal Romano).
La Semana Santa se abre con el recuerdo de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, que se verificó exactamente el domingo antes de la pasión. Jesús, que se había opuesto siempre a toda manifestación pública y que huyó cuando el pueblo quiso proclamarlo rey (cfr. Jn 6, 15), hoy se deja llevar en triunfo. Sólo ahora, que está para ser llevado a la muerte, acepta su aclamación pública como Mesías, precisamente porque muriendo en la cruz será, plenísimamente, el Mesías, el Redentor, el Rey y el Vencedor. Acepta ser reconocido como Rey, pero como un Rey con características inconfundibles: humilde y manso, que entra en la ciudad santa montado en un asnillo, que proclamará su realeza sólo ante los tribunales y aceptará que ponga la inscripción de su título de rey solamente en la cruz.
La entrada jubilosa en Jerusalén constituye el homenaje espontáneo del pueblo a Jesús, que se encamina, a través de la pasión y de la muerte a la plena manifestación de su Realeza divina. Aquella muchedumbre aclamante no podía abarcar todo el alcance de su gesto, pero la comunidad de los fieles que hoy lo repiten si pueden comprender su profundo sentido. “Tú eres el Rey de Israel y el noble hijo de David, tú, que vienes, Rey bendito, en nombre del Señor… Ellos te aclamaban jubilosamente cuando ibas a morir: nosotros celebramos tu gloria, ¡oh Rey eterno!” (Misal Romano).
La liturgia nos introduce plenamente en el tema de la Pasión. La profecía de Isaías y el Salmo responsorial anticipan con precisión impresionante algunos de los detalles: “Ofrecía la espalda a los que lo golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a los insultos y salivazos” (Is 50, 6). ¿Por qué tanta sumisión? Porque Cristo, bosquejado en el Siervo del Señor descrito por el profeta, está totalmente orientado hacia la voluntad del Padre y con él quiere el sacrificio de sí mismo por la salvación de los hombres: “El Señor me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he echado atrás” (Ibid 5). Por eso le vemos arrastrado a los tribunales y de éstos al Calvario, y allí tendido sobre la cruz: “Me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos” (Sal 22, 17-18). A esto se reduce el Hijo de Dios por un solo y único motivo: el amor; amor al Padre cuya gloria quiere resarcir, y amor a los hombres, a los que quiere reconciliar con el Padre.
Sólo un amor infinito puede explicar las desconcertantes humillaciones del Hijo de Dios. “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojo de su rango y tomó la condición de esclavo” (Flp 2, 6.7). Cristo lleva hasta el límite extremo la renuncia a hacer valer los derechos de su divinidad; no sólo los esconde bajo las apariencias de la naturaleza humana, sino que se despoja de ellos hasta someterse al suplicio de la cruz, hasta exponerse a los más amargos insultos. “A otros has salvado y él no se puede salvar. ¡El Mesías, el rey de Israel! Baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos” (Mc 15, 31-32).
Al igual que el Evangelista, la Iglesia no vacila en proponer a la consideración de los fieles la pasión de Cristo en toda su cruda realidad, para que quede claro que él, siendo verdadero Dios, es también verdadero hombre, y como tal sufrió; y anonadando en su humanidad todo vestigio de su naturaleza divina, se hizo hermano de los hombres hasta compartir con ellos la muerte para hacerles partícipes de su divinidad. “Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz. Por eso, Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre” (Misal Romano). Del máximo anonadamiento se deriva la máxima exaltación, hasta como hombre, Cristo es nombrado Señor de todas las criaturas y ejerce su señorío pacificándolas con Dios, rescatando a los hombres del pecado y comunicándoles su vida divina.
Hacemos nuestros los sentimientos que expresan la siguiente oración y con alma grande y generosidad acompañamos a Cristo en su dolor, sabedores de poder acompañarlo un día en su gloria: “Acrecienta, Señor, la fe de los que en ti esperan y escucha las plegarias de los que a ti acuden, para que quienes alzamos hoy los ramos en honor de Cristo victorioso, permanezcamos en él, dando frutos abundantes” (Bendición de las palmas del Misal Romano).
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