Queridos hermanos y hermanas:
(...) Hoy podemos meditar en el profundo e indisoluble vínculo que une la celebración eucarística y el misterio de la cruz.
En efecto, toda santa misa actualiza el sacrificio redentor de
Cristo. Al Gólgota y a la "hora" de la muerte en la cruz ―escribió el
amado Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia― «vuelve
espiritualmente todo presbítero que celebra la santa misa, junto con la
comunidad cristiana que participa en ella» (n. 4).
Por tanto, la Eucaristía es el memorial de todo el misterio pascual:
pasión, muerte, descenso a los infiernos, resurrección y ascensión al
cielo, y la cruz es la conmovedora manifestación del acto de amor
infinito con el que el Hijo de Dios salvó al hombre y al mundo del
pecado y de la muerte. Por eso, la señal de la cruz es el gesto
fundamental de nuestra oración, de la oración del cristiano.
Hacer la señal de la cruz ―como hacemos con la bendición― es
pronunciar un sí visible y público a Aquel que murió por nosotros y
resucitó, al Dios que en la humildad y debilidad de su amor es el
Todopoderoso, más fuerte que todo el poder y la inteligencia del mundo.
Después de la consagración, la asamblea de los fieles, consciente de
estar en la presencia real de Cristo crucificado y resucitado, aclama:
"Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor
Jesús!". Con los ojos de la fe la comunidad reconoce a Jesús vivo con
los signos de su pasión y, como Tomás, llena de asombro, puede repetir:
"¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20, 28).
La Eucaristía es misterio de muerte y de gloria como la cruz, que no
es un accidente, sino el paso a través del cual Cristo entró en su
gloria (cf. Lc 24, 26) y reconcilió a la humanidad entera, derrotando
toda enemistad. Por eso, la liturgia nos invita a orar con confianza y
esperanza: Mane nobiscum, Domine! ¡Quédate con nosotros, Señor, que con
tu santa cruz redimiste al mundo!
María, presente en el Calvario junto a la cruz, está también
presente, con la Iglesia y como Madre de la Iglesia, en cada una de
nuestras celebraciones eucarísticas (cf. Ecclesia de Eucharistia, 57).
Por eso, nadie mejor que ella puede enseñarnos a comprender y vivir con
fe y amor la santa misa, uniéndonos al sacrificio redentor de Cristo.
Cuando recibimos la sagrada comunión también nosotros, como María y
unidos a ella, abrazamos el madero que Jesús con su amor transformó en
instrumento de salvación, y pronunciamos nuestro "amén", nuestro "sí" al
Amor crucificado y resucitado.
Castelgandolfo, domingo 11 de septiembre de 2005
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