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miércoles, 3 de octubre de 2012

De la muerte del deseo


Pequeña ermita en cueva
Pequeña ermita

No es libre quién luchando contra el deseo lo vence una y otra vez,

sino quién ya no desea”.

Esta verdad profunda dicha por nuestro Padre en una de sus tantas charlas de dirección espiritual, es la respuesta a muchos  planteos que  el buscador de Dios se ha hecho a lo largo de la historia de la redención.

Examinando el tema del deseo en nuestra experiencia personal, nos damos cuenta que, luego de saciados, el ansia desaparece. La saciedad ha ido creciendo y la carencia se ha ido retirando; mientras la una crecía, la otra disminuía en correspondiente proporción. Ese que está satisfecho, ya no desea.

Sin embargo, a medida que pasa el tiempo va aumentando nuevamente la carencia, quedando en la nada lo que fuera saciedad. Se reinicia nuevamente el devenir vicioso, en el cual corremos apresurados tras un objeto deseado, hasta que habiéndolo encontrado, fugazmente saciados, descansamos.

Pero el descanso es breve porque la saciedad no es profunda ni integral. Es una completitud aparente. Incluso a veces, apenas hartos en una determinada área, nos lanzamos ansiosos detrás de otros objetos, en otros ámbitos, para compensar otras ausencias.

Esta breve descripción del ir y venir incesante basta para reseñar los fundamentos básicos de la vida de la mayor parte de las personas. Nos encontraremos incluidos, si con verdad y con la humildad que la verdad trae, nos examinamos. Fijémonos sino en la lucha por la castidad, en la guerra contra los impulsos del vientre, en la necesidad de sentirnos importantes, en el ansia de riqueza; miremos simplemente nuestra propia historia.

Cuantas veces nos ha pasado, de festejar una victoria, de creernos ya poseedores de cierta virtud, solo para comprobar con pena y vergüenza que la caída se encontraba lista, apenas bajamos del podio en el cual festejábamos engreídos.

Queremos libertad para encontrar a Cristo en nuestros corazones y, a la vez, sabemos que no lo hallaremos sino somos en cierto modo libres. Si esclavos de los apetitos, no Lo reconocemos aunque toque a nuestra puerta. Si no toca a nuestra puerta no nos liberamos de la esclavitud de los sentidos. Y esta aparente paradoja que se manifiesta a través de la historia de la salvación, en el Cuerpo místico de Cristo, puede ser resuelta si apelamos con atención  a la enseñanza de los Padres del desierto, aquellos que en diversos grados de santidad nos marcan el camino.

¿Cómo hacemos para ya no desear? ¿Cómo podemos encontrar y quedarnos a vivir en la aldea de los impasibles? Porque el impasible es el que no puede ser conmovido por las pasiones. Pero ¿Cómo puede ser posible que alguien no sea movido de su sitial interior, de su centro de contemplación, de su núcleo de silencio? ¿Cómo puede hacerse posible que alguien no sea afectado  por los estímulos seductores del cuerpo o de la mente o de la corrupta sociedad?

Dice nuevamente nuestro padre: “No será alterado por las pasiones varias, quién permanezca poseído hasta el hueso por una pasión superior”.

Porque solo un gran amor, un total aniquilamiento en la pasión suprema, permite ignorar sin lucha constante cualquier otro brillo pasajero que intente encandilar.

Sólo un amor total, una pasión devoradora que sacie plenamente, permite permanecer fiel sin esfuerzos, sin guerra cruenta y lo que es mas importante, minimizando las posibilidades de caída.

Repito insistiendo…queremos no luchar contra el deseo sino ya no desear. ¿Pero cómo se hace para encontrar en nosotros semejante pasión por Dios? ¿Cómo nos enamoraremos de tal forma que arrebatados de continuo seamos fieles por gozo y gusto enaltecido?

Examinemos brevemente pero con paciencia este acontecer interior. ¿Cuándo ocurre que una persona se enamora de otra? Cuando habiendo conocido a alguien, siente una potente dulzura y atracción ante su vista, ante su cercanía…cuando habiendo sentido su aroma se ha visto transportado a un prado de delicias; ha sido la mirada o la sonrisa o el gesto de aquello que fue dicho… el enamoramiento es algo que se siente en uno debido a la presencia de aquella persona.

Es ese contacto inicial lo que me ha subyugado; es decir, lo que me ha sometido y lo que anhelo volver a sentir. Por eso andan los amantes persiguiéndose, queriendo recrear en cada encuentro lo sentido inicialmente. Porque aquello tan fuerte que lo conmovió se ha ido con ella, no ha quedado en él sino como recuerdo. Aquello ha dejado de estar presente sin la cercanía de quién lo producía. Y puede gozar el amante con el recuerdo, pero nunca como con la presencia viva.

Por todo esto es que San Juan de La Cruz, solo por citar un ejemplo luminoso, gime por la renovación de la presencia del amado, porque se le ha ido y lo ha dejado herido. Herido de gusto y ya nada lo puede saciar habiendo conocido tal manjar.

Es necesario contar con una fuerte experiencia personal de Dios y de su sagrado toque, para desearlo con intensidad. Habiendo probado la dulzura del Divino alimento, desearé el retorno de Aquél que me lo dio a probar.

Esta experiencia orientará los deseos, pero no bastará para librarse de caídas, porque si el Amado se demora, empezará mi anhelo a vagar y a detenerse en variadas concupiscencias que puedan hacerme olvidar la ausencia y el dolor que esta produce.

Dice en otra de sus cartas Hno. Valentín: “es necesario vivir con el objeto de nuestro amor, es necesaria la convivencia, la comunión permanente de Amado con amada para que no aparezca la nostalgia, para que no incurramos en olvido, para ser fieles por gozo y poseedores de una alegría sin lucha”.

¿Tengo una experiencia tal de Dios en mí, que orienta todos mis deseos? ¿Es esta experiencia la de mas fuerte impacto en mi vida? ¿O en realidad cuando mas fuertemente he sentido ha sido con aquella otra experiencia? Según la respuesta será la orientación espontánea del conjunto de los deseos.

Porque los deseos tienen una mecánica y una tendencia. Es la de buscar primero lo que mas placentero se recuerda o lo que, no siendo lo mas placentero, es lo de más fácil obtención. Y aún cuando mi experiencia personal de Dios no sea plena, por alguna razón estoy aquí dedicado a buscar a Dios; nunca es por lo que he escuchado sobre  Él, sino que debo haber vivido algo de Dios para andar indagando en estos ámbitos, en estas lecturas.

Debemos entonces acrecentar nuestra experiencia personal de Dios, para que todos nuestros deseos se unifiquen. Debemos tener la experiencia de que Su goce es mas excelso y que vale la pena persistir.

¿Cómo haremos para acercarnos a Cristo? Aumentando nuestra coherencia de vida. ¿Cómo haremos semejante esfuerzo si no tenemos una experiencia tal que nos sostenga? Vuelve a mostrarse lo paradojal. Hay que pedir la gracia y hay que seguir la orientación del Padre espiritual.

Porque si queremos ir a un pueblo del que ignoramos la ubicación, no tenemos mas que preguntar y entonces por esas indicaciones nos dirigiremos hacia el objetivo. Es preciso que el que nos orienta sepa donde se halla el destino y, en estas materias, no conviene seguir a quién no ha visitado el lugar por experiencia personal. Hay que seguir las indicaciones de quién vive en aquel paraje.

Hay que empezar por un acto de confianza, de fe, buscando incrementar la experiencia personal de Dios, que nos ha traído hasta este punto. Debemos aumentar en gran forma la coherencia en la propia vida, precisamos enderezar los caminos para que pueda manifestarse en nosotros la metanoia, la transformación profunda.

Si queremos conocer al Señor íntimamente, debemos darnos cuenta de lo que pretendemos, de su importancia y ponernos a vivir acorde a ello. Y, como carecemos de la experiencia suficiente, debemos seguir instrucciones de un Padre espiritual.

Sea que estemos ya enamorados de Dios o que solo nos envuelva una fuerte atracción, debemos dar un salto, hacer un fuerte cambio de vida y de actitud, debemos poner toda la fuerza personal que encontremos en nosotros mismos para colaborar con la gracia que rogamos…porque si llegara a producirse, si llegáramos a sentir el soplo de Su brisa, si fuéramos atentos y sintiéramos su toque delicado, habría ya sobrados motivos para no desear sino el incremento de ese sagrado contacto.

Cuando eso se ha vivido, uno deja de desear otra cosa, se ansía solo lo que vale la pena, lo que mas dicha brinda. Y si fuera el caso de que nuestra cooperación con la gracia se hiciera decidida en extremo, si estuviéramos hablando de una santa obsesión, de una férrea determinación a vivir por Cristo, con Él y en Él, si pusiéramos todo en ello…habremos llegado al punto del Encuentro en el que huelga toda palabra posterior.

El deseo solo muere con la saciedad completa y para siempre.

Esto es, Dios, nuestro Señor.

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