|
Lorenzo Imbert y compañeros, Santos |
Presbíteros y Mártires
Martirologio Romano: En Sai-Nam-Hte, en Corea, pasión de
los santos mártires Lorenzo Imbert, obispo, Pedro Maubant y Jacobo
Chastan, presbíteros de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París,
los cuales, por salvar la vida de sus cristianos, se
ofrecieron a los soldados de guardia hasta ser asesinados a
espada (1839).
Fecha de canonización: Los tres forman parte de
103 mártires canonizados por S.S. Juan Pablo II el 6
de mayo de 1984, en Seúl, Corea.
Lorenzo José Mario Imbert. Su nombre es el
primero y el más destacado de la larga relación de
mártires cuya fiesta se celebra hoy. Había nacido en la
diócesis de Aix-en-Provence. Su familia residía en Calas, y era
harto pobre. Es conmovedor saber cómo aprendió a leer: un
día encontró un centimillo en la calle, con el compró
un alfabeto y rogó a una vecina que le enseñara
las letras. Así, a fuerza de perseverancia, consiguió la preparación
suficiente para poder ingresar, en 1818, en el seminario de
Misiones Extranjeras. Después de dos años de estudios se embarca
en Burdeos y marcha a trabajar a China.
En plena
tarea apostólica le sorprende el nombramiento de vicario apostólico de
Corea y su elevación al episcopado. En mayo de 1837
es consagrado en Seu-Tchouen, y al terminar el año llega
a Corea.
No era el primero en llegar. Le habían
precedido ya otros dos misioneros, llamados a compartir el martirio
con él. Los dos franceses: Pedro Filiberto Maubant, nacido en
la diócesis de Bayeux, y Santiago Honorato Castán, nacido en
la diócesis de Digne. El primero había venido directamente de
Francia. El segundo había trabajado anteriormente en Siam.
Inmediatamente pusieron
manos a la obra. Ante todo fue necesario aprender la
lengua coreana, tributaria del chino, pero con muchas analogías con
los dialectos siberianos. Después pudieron ya ponerse de lleno al
trabajo apostólico.
Escuchemos a monseñor Imbert lo que era su
vida: "No permanezco mas que dos días en cada casa
que reúno los cristianos, y antes de que amanezca el
tercer día paso a otra casa. Me toca sufrir mucha
hambre, porque después de haberme levantado a las dos y
media de la madrugada, esperar hasta el mediodía y recibir
entonces una comida mala y floja, bajo un clima bajo
y seco, no es cosa fácil. Después de comer reposo
un poco, y a continuación doy clase de teología a
mis seminaristas; después oigo confesiones hasta la noche. Me acuesto
a las nueve sobre la tierra cubierta de una lona
y un tapiz de lana de Tartaria, porque en Corea
no hay ni camas ni mantas. He tenido, siempre un
cuerpo débil y enfermizo, y a pesar de todo he
llevado adelante una vida laboriosa y bien ocupada; pero aquí
pienso haber llegado a lo superlativo y al nec plus
ultra de trabajo. Ya os imaginaréis que con una vida
tan penosa no tengamos miedo al golpe de sable que
debe terminarla."
Todo esto había que hacerlo con el mayor
secreto. Las quince o veinte personas a las que había
atendido cada día: confesiones, bautismos, confirmaciones, matrimonios, etcétera, tenían que
retirarse antes de la aurora. Aun así, aquella vida no
pudo prolongarse mucho tiempo. Dos años después de su llegada,
el 11 de agosto de 1839, monseñor Imbert era detenido
por los perseguidores.
Comprendió bien que había llegado el final
de su vida. Y creyó un deber, para evitar apostasías
a los fieles seguidores, invitar a sus dos compañeros a
entregarse. La tarjeta enviada por el obispo, que era una
invitación al martirio, llegó primero al padre Maubant, quien la
transmitió a su compañero el padre Castán. Ambos obedecieron sin
vacilar. Cada uno redactó una instrucción para uso de sus
fieles y luego en común unas líneas dirigidas a toda
la cristiandad coreana. Escribieron una breve memoria para el Cardenal
Prefecto de Propaganda Fide y una carta a sus hermanos
de las Misiones Extranjeras para encomendarles a sus neófitos. En
esta carta es donde alegremente, como si quisieran aliviarles la
pena, dicen que "el primer ministro Ni, actualmente gran perseguidor,
ha hecho fabricar tres grandes sables para cortar cabezas".
Todo
esto llevaba la fecha del 6 de septiembre. Y una
vez terminados los preparativos, los dos misioneros se unieron a
su obispo. Los tres europeos comparecieron ante el prefecto y
confesaron noblemente su fe: "Por salvar las almas de muchos,
no hemos vacilado ante una distancia de diez millares de
lys. Denunciar a nuestras gentes, y hacerles daño, olvidando los
diez mandamientos, no lo haremos jamás, preferimos morir." Aquel mismo
día 15 de septiembre recibieron la primera paliza, con bastones.
Otra nueva les esperaba, después de un interrogatorio similar, el
día 16. Por fin, el día 21 tuvo lugar el
suplicio final.
Les desnudaron hasta la cintura, y les asaetearon
cruelmente, de arriba a abajo, a través de las orejas,
les colmaron de heridas y, por fin, los rociaron de
cal viva. Después de obligarles a dar por tres veces
la vuelta a la plaza, mostrándose al público que se
burlaba de ellos, se les hizo arrodillarse. Los soldados empezaron
a correr en su derredor y al pasar les golpeaban
con su sable. El padre Castán se puso instintivamente de
pie al recibir el primer golpe. Después se arrodilló junto
a sus dos compañeros, que estaban inmóviles. Al poco tiempo,
los tres habían muerto.
Pero no eran ellos solos. Antes
y después iban a perecer en aquella misma persecución otros
muchos cristianos.
El primer lugar, un sacerdote nativo: el padre
Andrés Kim. De acuerdo con las mejores tradiciones del seminario
de Misiones Extranjeras, los misioneros se habían preocupado de ir
preparando, en lo posible, un clero nativo. Cuando ellos murieron,
el padre Kim se esforzó por conseguir que vinieran nuevos
misioneros. En estos afanes le sorprendieron los perseguidores. Después de
larga estancia en la cárcel, fue decapitado en 1846.
En
la misma persecución murieron también diez catequistas y una muchedumbre
de fieles. De entre ellos se escogieron unos cuantos, a
quienes hoy veneramos en los altares: setenta y cinco héroes
"nobles y plebeyos, jóvenes y viejos, mujeres ya maduras y
jóvenes en la más florida edad, que prefirieron las cárceles,
los tormentos, el fuego, el hierro, las cosas más extremas
a trueque de no apartarse de la religión santísima. Para
tentar su fe, los bárbaros verdugos recurrieron a los tormentos
más refinados. Unos fueron ahorcados, a otros les rompieron las
piernas, otros fueron azotados hasta la muerte, otros quemados con
planchas ardientes, otros enterrados vivos en nichos para que murieran
de hambre, y así todos cambiaron esta vida por otra
inmortal y feliz. Tantos y tan crueles suplicios los sufrieron
todos con invicta fortaleza". Tales son las palabras del Decreto
de beatificación expedido por el papa Pío XI. Porque, como
ya anteriormente se había escrito en el Decreto de tuto,
aquella muchedumbre, en la que había incluso niños de quince
y trece años, "mostró tanta constancia en profesar la fe,
que en manera alguna pudo la rabia de los perseguidores
llegar a vencerla. Ni las cárceles largas y horribles, ni
los tormentos crudelísimos, ni el hambre y la sed, con
la que ellos eran probados, ni otros horrendos suplicios, ni
el terror y los halagos de los jueces impíos, ni
la edad juvenil o provecta, ni el amor materno, ni
la piedad filial, ni el dulce yugo del matrimonio, fueron
capaces de superar la fortaleza y firmeza de aquellos mártires".
No es extraño que muy pronto se extendiera por todo
el mundo la fama de su admirable ejemplo. Por eso,
el papa Pío XI, superando las dificultades de tipo jurídico
que se oponían a su beatificación, pues resultaba muy difícil
recoger las pruebas exigidas con todo el rigor canónico, teniendo
en cuenta que había certeza absoluta de la realidad del
martirio, los beatificó solemnemente en 1925. Su sangre, como siempre
ha ocurrido, fue semilla de nuevos cristianos, y hoy Corea,
al menos en su parte Sur, libre del comunismo, es
una de las cristiandades más florecientes y esperanzadoras de todo
el Extremo Oriente.
¡Felicidades a quien lleve este nombre!
|
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario