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lunes, 12 de septiembre de 2011

Origen de la Santa Misa





A. Nombre y definición

La misa es el conjunto de oraciones y ceremonias que conforman el ritual de la Eucaristía en los ritos latinos. Como es el caso en toda la terminología litúrgica, el nombre es menos antiguo que la cosa nombrada. Desde los albores de la primera predicación de la fe cristiana en Occidente, lo mismo que en otros lugares, la Santa Eucaristía ha sido celebrada tal como fue instituida por Cristo en la Última Cena, de acuerdo a su mandato, en memoria suya. Y no pasó mucho tiempo antes de que la palabra latina missa, usada en un sentido muy vago, se conviertiera en el nombre técnico y casi exclusivo de ese ritual.

En la primera época, cuando el griego aún era la lengua de los cristianos en Roma, encontramos los nombres comúnes griegos que estaban en uso allí, al igual que en Oriente, para referirse al ritual de la Cena. El más ordinario era Eucharistia, usado tanto para refererirse al pan consagrado como a todo el ritual. Clemente de Roma (+ alrededor de 101 d.C.) usa en ocasiones la forma verbal, que aún conservaba su significado de “dar gracias”, pero también en relación con la liturgia (I Clem., Ad Cor., XXXVIII, 4: kata panta eucharistein auto). Entre otros testigos principales de la primitiva liturgia romana, Justino Mártir (+ circa 167), habla reiterativamente de eucharistia en ambos sentidos (Apol., I, LXV, 3, 5; LXVI, 1; LXVII, 5). La palabra comenzó a ser usada siempre desde entonces, y pasó sin modificaciones al latín (eucharistia) desde los inicios de la literatura cristiana latina [Tertuliano (+ c. 220), "De pr scr.", XXXVI, en P.L., II, 50; San Cipriano (+. 258), Ep., liv, etc.]. Y continúa siendo el nombre normal para el sacramento a lo largo del desarrollo la teología católica, pero poco a poco fue superado por Missa para todo el ritual. Clemente llama leitourgia a todo el ceremonial (I Cor 40, 2, 5; 41, 1) y prosphora (ibid. 2, 4), con cierta diferencia de matiz (“rito”, “oblación”). Esos y otros nombres griegos ordinarios (klasis artou en las catacumbas; koinonia, synaxis, syneleusis en Justino, “I Apol., 67, 3), cuya connotación aún no era tan estrictamente restringida en lo técnico, fueron usados durante los dos primeros siglos en Oriente y Occidente. Con el inicio del uso del latín en el siglo III aparecieron las primeras traducciones de términos griegos. Aunque eucharistia es muy común, también encontramos gratiarum actio (Tertuliano, “Adversus Marcionem, I, XXIII, en P.L. II, 274). Benedictio (=eulogia) aparece también (Ibid., III, XXII; “De idolol.”, XXII). Sacrificium, generalmente acompañado de un adjetivo (divina sacrificia, novum sacrificium, sacrificia Dei), es una de la expresiones favoritas de San Cipriano (Ep. LIV, 3; “De Oratione dominica”, IV; “Test. Adv. Iud.”, I, XVI; Ep. XXXIV, 3; LXIII, 15, et.). También encontramos solemnia (Cipriano, “De lapsis”, XXV), “dominica solemnia” (Tertuliano, “De fuga”, XIV), prex, oblatio, coena Domini (Tertuliano, “Ad uxor.”, II, IV, en P.L. I, 1294), Spirituale ac coeleste sacramentum (Cypr., Ep., lxiii, 13), Dominicum (Cypr., "De opere et eleem.", XV; Ep. LXIII, 16), Officium (Tert., De orat.", XIV), incluso Passio (Cypr., Ep. XLII), y otras expresiones que más que nombres técnicos constituyen descripciones.

Todas las anteriores palabras estaban destinadas a ser substituidas en el Occidente por el nombre clásico Missa. El primer uso cierto de esa palabra se encuentra en San Ambrosio (+397). Él escribe a su hermana Marcelina para describirle los problemas con los arrianos en los años 385 y 386, cuando los soldados fueron enviados a su iglesia para desbaratar una ceremonia: “El día siguiente (un domingo), después de las lecturas y el tracto, habiendo despedido a los catecúmenos, expliqué el credo (symbolum tradebam) a algunos de los competentes [personas aceptadas para recibir el bautismo] en el bautisterio de la basílica. Ahí fui inesperadamente informado que ellos habían enviado soldados a la basílica Porciana...pero permanecí en mi sitio y comencé a decir la misa [missam facere coepi]. Mientras ofrezco [dum offero], escucho que un tal Cástulo ha sido aprendido por la gente” (Ep. I, XX, 4-5). Debe notarse que aquí missa significa la ceremonia eucarística propiamente dicha, la liturgia de los fieles exclusivamente, sin incluir la de los catecúmenos. Ambrosio usa la palabra sabiendo que es usual y bien conocida. Hay una mención anterior de la palabra, en una carta del Papa Pio I (entre los años 142 y 157), pero quizás no puede considerarse auténtica: “Euprepia ha cedido el uso de su casa a los pobres, donde... celebramos misas con nuestros pobres (cum pauperibus nostris...missas agimus”, Pio I, Ep. I en Galland, “Bibliotheca veterum Patrum”, Venecia, 1765, I, 672). La razón por la que la autenticidad de la carta ha sido puesta en duda es que si Missa realmente hubiese sido usada en el sentido que tiene actualmente en el siglo II, resulta extraño que nunca aparece en el siglo III. Podemos considerar, por tanto, que San Ambrosio es la primera autoridad certificada que la utiliza.

A partir del siglo IV el término se hace cada vez más común. Durante un tiempo casi siempre aparece con el sentido de despedida. San Agustín (+430) dice: “Luego del sermón tiene lugar la despedida de los catecúmenos” (post sermonem fit missa catechumenorum -- Serm., xlix, 8, in P.L., XXXVIII, 324). El Sínodo de Lérida, en España (524), declara que las personas culpables de incesto pueden ser admitidas a la iglesia “usque ad missam cathecumenorum”, o sea, hasta que los catecúmenos sean despedidos (Can., IV, Hefele-Leclercq, "Hist. des Conciles", II, 1064). La misma expresión aparece en el Sínodo de Valencia, por el mismo tiempo (Can I, ibid, 1067=, en Hincmar de Reims (+ 882) (“Opusc. LV capitul.”, XXIV, en P.L. CXXVI, 380), etc. Etheria (siglo IV) se refiere continuamente a todo el ritual, a la Liturgia de los Fieles, como missa ("Peregr. Silviæ", e.g., xxiv, 11, Benedicit fideles et fit missa, etc.). Igualmente Inocencio I (401-417) en Ep., XVII, 5, P.L., XX, 535, y León I (440-461), en Ep., IX, 2, P.L., LIV, 627. Si bien desde el comienzo la palabra Missa usualmente describe el rito eucarístico, o alguna parte de él, también la encontramos utilizada en ocasiones refiriéndose a otros ritos eclesiásticos. En la Regla de san Benito (+ 543), fiant missae indica la despedida al final de la recitación de las horas canónicas (capítulo XVII, passim). A lo largo de todo el Sacramentario Leoniano (siglo VI. Cfr. LIBROS LITÚRGICOS), se presupone el sentido actual de la palabra. El título “Item alia”, al inicio de cada misa, significa “Item alia missa”. El Libro Gelasiano (siglos VI o VII. Cf. Ibid) propone las palabras “Item alia missa”, “Missa Chrismatis”, “Orationes ad missa [sic] in natale sanctorum”, etc. Desde ese entonces dicha palabra se convirtió en el nombre más usual, prácticamente exclusivo, de la santa liturgia en los rituales romano y gálico.

Aunque durante algún tiempo fue objeto de muchas discusiones, ahora no hay duda sobre el origen y significado original de la palabra. Podemos rechazar, de entrada, algunas explicaciones fantasiosas tales como que missa es la latinización de la palabra hebrea missah (oblación, según Reuchlin y Lutero), o del griego myesis (iniciación), o del alemán Mess (asamblea, mercado). Tampoco es el participio femenino de mittere (enviar), con un sustantivo sobreentendido (“oblatio missa ad Deum”, “congregatio missa, i.e. dimissa- como explican Diez, “Etymol. Wörterbuch der Roman Sprachen”, 212, y otros). Es un sustantivo correspondiente a una forma tardía de missio (envío). Existen muchos paralelos en el latín medieval: collecta, ingressa, confessa, accessa, ascensa. Todas son formas en “io”. No significa un ofrecimiento (mittere, en el sentido de entregar a Dios), sino la despedida de la gente, como en la frase “Ite, missa est” (“Marchaos, es la despedida”). Parece raro que un detalle tan aparentemente insignificante haya dado su nombre a todo el ritual. Pero hay varios casos semejantes en el lenguaje litúrgico. Las palabras comunión, confesión, breviario, por ejemplo, no significan el carácter esencial de lo que ellas denotan. En el caso de la palabra missa podemos rastrear paso a paso el desarrollo de su significado. La hemos visto utilizada por san Agustín, sínodos del siglo VI e Hincmar de Reims para significar “despedida”. Missa cathecumenorum significa la despedida de los catecúmenos. Parece ser que missa fit o missa est era la forma normal de despedir a las personas al final de un proceso legal o un juicio. Avito de Viena (+ 523) dice: “En los templos y en los palacios o tribunales la despedida se proclama [missa pronuntiantur] para despedir a la gente que participa” (Ep. I). Cosa parecida comenta san Isidoro de Sevilla: “La despedida al momento del sacrifico [missa tempore sacrificii est] se lleva a cabo cuando los catecúmenos son enviados fuera, con las palabras del diácono: “Si queda dentro algún catecúmeno, salga por favor”. Y esa es la despedida [et inde missa]” (Etymol.” VI, XIX, en P.L. LXXXII, 252). Del mismo modo como se despedía a los catecúmenos al final de la primera parte del ritual, también había una despedida de los fieles bautizados después de la comunión. Había, pues, una missa cathecumenorum y una missa fidelium, ambas entendidas como despedidas. Por ello Floro Diácono (+ 860): “Missa se entiende exclusivamente como dimissio, o sea, absolutio, que el diácono pronuncia al despedir a la gente de la ceremonia solemne. El diácono pronunciaba las palabras y los fieles eran enviados [mittebantur], eran despedidos fuera [o sea, dimittebantur foras]. La missa cathecumenorum se realizaba antes de la acción sacramental (i.e. antes del canon actionis), la missa fidelium se realiza- adviertase la diferencia del tiempo verbal; en la época de Floro ya no se usaba la despedida de los catecúmenos- después de la consagración y de la comunión” [post confectionem et participationem] (P.L. CXIX, 72). No es difícil entender cómo cambió la palabra su significado original de “despedida” para indicar el ritual completo, incluyendo la despedida misma. Ya se puede notar el fundamento de tal cambio en los textos que hemos citado. Permanecer en la iglesia hasta la missa cathecumenorum sencillamente se transformó en permanecer durante, la missa cathecumenorum. Vemos que estas dos missae se referían a las dos mitades de la liturgia. Ivo de Chartres (+ 1116) olvida el significado original y escribe: “Quienes oyen la missa cathecumenorum evitan la missa sacramentorum” (Ep. CCXIX, en P.L: CLXII, 224). Las dos partes comienzan a conocerse con esos dos nombres. A medida que la disciplina de los catecúmenos paulatinamente era olvidada, y sólo quedaba un único ritual continuado, a éste se le comenzó a llamar con el nombre que ya se había hecho familiar, missa, sin ningún calificativo. Sin embargo, a través de la Edad Media se pueden encontrar las formas de plural missarum solemnia, missae sacramentum, y otras parecidas. En ocasiones la palabra se traslada a la fiesta del día. La fiesta de san Martín, por ejemplo, se llama Missa Sancti Martini. De esta costumbre nacen las formas germánicas Mess, Messtag y sus derivaciones. La fecha y el lugar de la fiesta local era un momento ideal para el mercado (sobre esto Cfr. Rottmanner, op. Cit. En la bibliografía abajo). Kirmess (flamenco, Kermis; francés, kermesse) viene de Kirch-mess, el aniversario de la dedicación de una iglesia, la ocasión de una feria. La palabra latina missa se adaptó a todos los idiomas occidentales (italiano: messa; español: misa; francés: messe; alemán: Messe, etc.). La forma inglesa anterior a la conquista era maesse; en inglés medio: messe, masse. “It nedith not to speke of the masse ne the seruise that thei hadde that day" (No hace falta hablar de la misa y de la ceremonia que ellos tuvieron ese día. "Merlin" in the Early Engl. Text Soc., II, 375) --"And whan our parish masse was done" (Y cuando terminó la misa de nuestra parroquia. "Sir Cauline", Child's Ballads, III, 175). También existía en forma verbal: “to mass” significaba “decir misa”; “massing-priest” (literalmente: sacerdote dice-misas; en la expresión castiza: cura de misa y olla) era una expresión peyorativa en tiempos de la Reforma.

Debe ponerse atención al hecho de que la palabra misa (missa) se refiere a la celebración eucarística de los ritos latinos solamente. Nunca ha sido aplicada a los ritos orientales en griego o latín. En éstos, la palabra correspondiente es “liturgia”. Referirse a la liturgia oriental con la palabra “misa” es un error que causa confusión, o por lo menos inexactitud científica.

B. El origen de la Misa

La misa occidental, como todas las liturgias, comienza, claro, con la Última Cena del Señor. Lo que Él hizo, reiterado en memoria suya según su mandato, es el núcleo de la misa. Tan pronto como llegó la fe a Occidente se comenzó a celebrar la Eucaristía, al igual que en Oriente. Al inicio, el lenguaje usado era el griego. De esa liturgia original, y habiendo cambiado la lengua al latín, nacieron los dos grandes ritos occidentales: el latino y el gálico (Cfr. LITURGIA). De esos dos, la misa gálica puede ser rastreada más fácilmente. Es tan antioquena en su estructura y en el texto de muchas de sus oraciones, que podemos estar seguros al afirmar que constituye una forma traducida de la liturgia de Jerusalén-Antioquía, llevada a Occidente casi al mismo tiempo que la más o menos flexible liturgia universal de los primeros tres siglos daba origen a los diferentes ritos fijos (Cfr. LITURGIA; RITO GALICO). El origen de la misa romana, por otra parte, es una cuestión más difícil de resolver. Tenemos aquí dos datos ciertos y establecidos: la liturgia griega descrita por san Justino Mártir (+ circa 165), que es la de la Iglesia Romana del siglo II y, en el otro extremo del desarrollo, la liturgia de los primeros sacramentarios romanos en latín, del siglo VI. Ambos son diferentes. La descripción de Justino nos muestra un ritual al que hoy llamaríamos del tipo oriental, que corresponde con notable exactitud al de las Constituciones Apostólicas (Cfr. LITURGIA). Los sacramentarios Leoniano y Gelasiano, por su parte, nos permiten conocer lo que hoy es prácticamente nuestra actual misa romana. ¿Cómo pasó la celebración de uno a otro rito?. Esta es precisamente una de las dificultades principales en la historia de la liturgia. Durante los últimos años, sobre todo, se han propuesto toda clase de soluciones y combinaciones. Empezaremos por observar algunos puntos ciertos que pueden servirnos de referencia en una investigación.

Justino Mártir, Clemente de Roma, Hipólito (+ 235) y Novaciano (+ 250), todos están de acuerdo en las liturgias que describen, si bien la evidencia de los últimos dos es muy débil (Probst, "Liturgie der drei ersten christl. Jahrhdte"; Drews, "Untersuchungen über die sogen. Clement. Liturgie"). De entre los Padres de los primeros tres siglos, Justino es quien nos ofrece la descripción más completa de la liturgia (Apol. I, LXV, LXVI, citado y disutido en LITURGIA). Nos describe cómo se celebraba la Sagrada Eucaristía en la Roma del siglo II. Su narración es un punto de partida necesario, un extremo de la cadena cuyos eslabones intermedios andan extraviados. Apenas tenemos datos sobre los diferentes pasos que siguió el desarrollo del rito romano en los siglos III y IV. Es un tiempo de misterio en el que abundan las conjeturas. Pero volvemos a tomar piso firme al inicio del siglo V, luego de un cambio radical. Son de este tiempo el fragmento del Pseudo-Ambrosio, “De sacramentis” (alrededor del año 400. Cf. P.L. XVI, 443), y la carta del Papa Inocencio I (401-417) a Decencio de Eugubio (P.L. XX, 553). En esos documentos vemos que la liturgia romana ya se decía en latín y que ya su rito era en esencia el que aún usamos nosotros. Algunas indicaciones del fin del siglo IV confirman eso. Poco después llegamos a los primeros sacramentarios (Leoniano, del siglo V o VI; Gelasiano, del siglo VI o VII) y de ahí en adelante se clarifica bastante la historia de la misa romana. Los siglos V y VI son, así, el otro extremo de la cadena. Respecto al intervalo entre el siglo II y el V, durante el cual tuvo lugar el gran cambio, aunque poco conocemos a través de la misma Roma, tenemos datos valiosos que llegan de Africa. Hay muchas razones para pensar que en asuntos litúrgicos la Iglesia de Africa seguía muy de cerca a la romana. Podemos saber mucho acerca de Roma a través de los Padres africanos del siglo III: Tertuliano (+ circa 220), san Cipriano (+ 258), las Actas de las santas Perpetua y Felícitas (+ 203), san Agustín (+ 430) (cfr. Cabrol “Dictionnaire d’archéologie”, I, 591-657). La cuestión referente al cambio del griego al latín es menos importante de lo que pudiera parecer. Simplemente ocurrió cuando el griego dejó de ser la lengua usual de los cristianos romanos. El Papa Víctor I, un africano, parece haber haber sido el primero en utilizar latín en Roma. Novaciano escribe en latín. Hay señales que nos hacen pensar que la costumbre litúrgica de la segunda mitad del siglo III en Roma ya utilizaba el latín (Kattenbusch, “Symbolik”, II, 331), aunque durante muchos siglos se conservaron también fragmentos de griego. Otros escritores piensan que el latín no fue adoptado sino hasta el fin del siglo IV (Probst, "Die abendländ. Messe", 5; Rietschel, "Lehrbuch der Liturgik", I, 337). Sin duda, durante algún tiempo, ambos lenguajes fueron usados a la par. Este asunto ha sido discutido a fondo en la obra de C.P.Caspari "Quellen zur Gesch. des Taufsymbols u. der Glaubensregel" (Christiania, 1879), III, 267 ss. En ocasiones el Credo se rezaba en griego; algunos salmos también. Hasta el siglo VIII, las lecturas del Sábado Santo se proclamaban en griego y latín (Ordo Rom., I, P.L., LXXVIII, 966-68, 955). Aún quedan fragmentos de griego en la misa romana: “Kyrie eleison”, “Hagios O Theos”. El cambio de lengua, empero, no necesariamente implica un cambio de rito. Las alusiones que hace Novaciano en latín acerca de la oración eucarística concuerdan casi totalmente con las que hace Clemente Romano en griego y con las formas griegas de las Constituciones Apostólicas, VIII (Drews, op. Cit. 107-122). Los africanos, Tertuliano, san Cipriano, etc., quienes escribían en latín, describen un ritual my cercano al de Justino y de las Constituciones Apostólicas (Probst, op. cit., 183-206; 215-30). El rito gálico, como muestra Germano de París (Duchesne, "Origines du Culte", 180-217), demuestra qué tan oriental- o sea, griega- puede ser la liturgia latina. Consecuentemente, debemos percibir el cambio de idioma como un detalle que no afectó gran cosa el desarrollo del ritual. Mas indudablemente que el uso del latín sí fue un factor que influyó en la tendencia romana de abreviar las oraciones, de dejar fuera de las fórmulas lo que pareciese redundante, y de simplificar toda la ceremonia. El latín es naturalmente terso, comparado con la retórica abundancia del griego. Esta diferencia es una de las más obvias entre el rito romano y los ritos orientales. (A raíz de la promulgación de la Constitución Apostólica “Sacrosanctum Concilium” del Concilio Vaticano II, en 1963, el latín dejó de ser la lengua universal de la misa. Cada país celebra la Eucaristía en su lengua vernácula, N.T.)

Si pudiésemos suponer que durante los primeros tres siglos existió una liturgia común a lo largo de toda la cristiandad, cuyas diferencias eran simples variaciones de detalles, pero que era uniforme en sus puntos principales, y que esa liturgia común está representada por el capítulo octavo de las Constituciones Apostólicas, en él encontraríamos el origen de la misa romana y de todas las demás liturgias (Cfr. LITURGIA). Hay, claro, razones especiales para asumir que este tipo de liturgia era el que se utilizaba en Roma. Nuestras más grandes autoridades al respecto (Clemente, Junstino, Hipólito, Novaciano) son todos romanos. A pesar de ello, incluso el actual rito romano, que pasó por varias modificaciones posteriores, guarda algunos elementos que se asemejan notablemente a los de la liturgia de las Constituciones Apostólicas. Por ejemplo, nunca ha habido una oración pública para el ofertorio. El “oremus” que se dice antes del ofertorio formaba parte de algo muy distinto: de las antiguas oraciones de los fieles, de las que aún conservamos un ejemplo en la serie de “colectas” del Viernes Santo. El ofertorio se hace en silencio mientras que el coro canta parte de un salmo. Mientras tanto, el celebrante dice algunas oraciones privadas del ofertorio que en la forma antigua de la misa son solamente las “secretas”. Las antiguas secretas son verdaderas oraciones de ofertorio. En el rito bizantino, por otro lado, las ofrendas son preparadas de antemano y se llevan al altar mientras se canta el Cherubikon, y luego ofrecidas sobre el altar por un Synapte público de diáconos y fieles, y la oración es cantada una vez en voz alta por el celebrante (hoy día sólo la Ekphonesis se canta en voz alta). La costumbre romana de un ofertorio silencioso con oraciones privadas se corresponde con el de las Constituciones Apostólicas. También en ellas la rúbrica indica: “Los diáconos llevan las ofrendas al obispo en el altar” (VIII, XII, 3) y “El obispo, orando en silencio [kath heauton, “silenciosamente”] con los presbíteros...” (VIII, XII, 4). Ni duda cabe que en este caso también se cantaba un salmo simultáneamente, que servía de único contraste para la oración callada. Las Constituciones Apostólicas ordenaban que en este punto los diáconos deberían agitar unos abanicos sobre las ofrendas (precaución práctica para ahuyentar los insectos, VIII, XII, 3). Tal cosa se conservó también en Roma hasta el siglo XIV (Martène, "De antiquis eccl. ritibus", Antwerp, 1763, I, 145). La misa romana, al igual que las Constituciones Apostólicas (VIII, XI, 12), tenían un lavatorio de manos directamente antes del ofertorio. Y alguna vez tuvo el ósculo de paz antes del prefacio. El Papa Inocencio I, en su carta a Decencio de Eugubio (416), comenta sobre esta antigua costumbre de ubicarlo ante confecta mysteria (antes de la oración eucarística. P.L. XX, 553). Ahí lo colocan las Constituciones Apostólicas (VIII, XI, 9). En Roma, durante la fracción del pan, y después del Padre Nuestro, el celebrante entonaba: “Pax Domini sit semper vobiscum”. Parece ser que fue a este punto al que se movió primeramente el beso de la paz (tal como lo dice la carta de Inocencio I). Este saludo (he eirene tou theou meta panton hymon: la paz de Dios esté con todos ustedes), único en el rito romano, aparece de nueva cuenta en las Constituciones Apostólicas. En éstas aparece dos veces: después de la intercesión (VIII, XIII, 1) y durante el ósculo de paz (VIII, XI, 8). Las dos oraciones romanas después de la comunión, la post-comunión y la Oratio super populum (ad populum, según el sacramentario Gelasiano) corresponden a las dos oraciones de las Constituciones Apostólicas (VIII, XV, 1-5 y 7-9): una de acción de gracias y una sobre el pueblo.

Algo interesante se puede deducir del actual prefacio romano. Algunos prefacios comienzan sus referencias a los ángeles (quienes cantan el sanctus) con la forma et ideo (y por tanto). En algunos de esos casos no queda claro a qué se refiere ese ideo. Al igual que el igitur al inicio del canon, no parece que lo justifiquen las palabras que lo anteceden. ¿Podría ser que nos estemos olvidando de algo?. El comienzo de la oración eucarística en las Constituciones Apostólicas, VIII, XII, 6-27 (nuestro prefacio, la parte anterior al Sanctus, se encuentra en Brightman, “Liturgies, Eastern and Western”, I, Oxford, 1896, 14- 18), es mucho más largo y enumera puntualmente los beneficios de la creación y de varios eventos del Antiguo Testamento. A los ángeles se les menciona dos veces, al inicio, como primeras creaturas, y después al fin, de improviso, sin conexión con lo que antecede, para introducir el Sanctus. La brevedad de los prefacios romanos nos hace pensar que fueron abreviados. Todos los otros ritos inician la oración eucarística (luego de la fórmula “Demos gracias”) con una larga acción de gracias por los diferentes beneficios de Dios, los cuales enumeran. Sabemos también qué cantidad del desarrollo de la misa romana es debida a la tendencia a simplificar las antiguas oraciones. Si, de esa misma manera, suponemos que el prefacio romano es una simplificación del de las Constituciones Apostólicas, dejando de lado los detalles de la creación y de la historia del Antiguo Testamento, podremos dar razón del ideo. Las dos referencias a los ángeles de la oración antigua se han fundido en una. El ideo se refiere a la lista de beneficios que ha sido omitida y en la cual los ángeles también tenían parte. El paralelo entre los diferentes órdenes de ángeles en ambas liturgias es exacto:

Misal romano
Constituciones Apostólicas
. . . . cum Angelis
et Archangelis, cum Thronis
et Dominationibus, cumque
omni militia cælestis exercitus
. . . sine fine dicentes.
. . stratiai aggelon,
archallelon, . . . . thronon,
kyrioteton, . . . .
. . . . stration
aionion, . . . .
legonta akatapaustos.

Otro paralelo se halla en las formas antiguas del “Hanc igitur”. Baumstark ("Liturgia romana", 102-07) ha encontrado dos formas romanas primitivas de esta oración en los sacramentarios de Vauclair y de Ruán, impresos por Martène (“Voyage littéraire”, Paris, 1724, 40). En ellas la oración es mucho más larga y tiene un carácter definido de intercesión, como lo encontramos en los ritos orientales al fin de la anáfora. La forma es: “Hanc igitur oblationem servitutis nostrae sed et cunctae familiae tuae, quaesumus Domine placatus accipias, quam tibi devoto offerimus corde pro pace et caritate et unitate sanctae ecclesiae, pro fide catholica... pro sacerdotibus et omni gradu ecclesiae, pro regibus...” (Por tanto te pedimos, Señor, que te dignes recibir esta oblación de nosotros tus siervos y de toda tu familia, la cual ofrecemos de corazón por la paz y la caridad y la unidad de la santa Iglesia, por la fe católica...por los sacerdotes y todos los grados eclesiásticos, por los gobernantes...”), etc., y enumera una lista de personas por las que se ofrece la oración. Baumstark ha colocado estas cláusulas en forma paralela con las de las intercesiones de varios ritos orientales. La mayoría de ellos pueden ser encontrados en las Constituciones Apostólicas (VIII, XII, 40-50 y XIII, 3-9). Esto nos da luz sobre otro elemento perdido de la misa. En algún momento fueron suprimidas las cláusulas que enumeraban las peticiones, quizás porque constituían una reiteración innecesaria de las oraciones “Te igitur”, “Communicantes” y de los dos mementos (Baumstark, op.cit. 107). Y la introducción de esa intercesión (Hanc igitur... placatus accipias) se fusionó con lo que alguna vez debió ser una oración por los difuntos (diesque nostros in tua pace disponas, etc: y dispón nuestros días en tu paz, etc).

Aún conservamos un débil eco de la antigua intercesión en la cláusula acerca de los recién bautizados, interpolada en el “Hanc igitur” de Pascua y en Pentecostés. El inicio de la oración tiene un paralelo en las Constituciones Apostólicas, VIII, XIII, 3 (el comienzo de la letanía de intercesión que debe ser recitada por el diácono). Drews piensa que la forma citada por Baumstark, cuyas cláusulas comienzan con pro, era recitada por el diácono en forma de letanía, como las cláusulas de las Constituciones Apostólicas que comienzan con hyper (Untersuchungen über die sog. clem. Lit., 139). La oración que contiene las palabras de la institución en la misa romana (Qui pridie . . in mei memoriam facietis) tiene las mismas construcciones y epítetos de su contraparte en las Constituciones Apostólicas VIII, XII, 36-37. Este y otros paralelos entre la misa y la liturgia de las Constituciones Apostólicas pueden ser estudiados en Drews (op. Cit.). No hay duda de que también se pueden encontrar paralelos en otras liturgias, sobre todo en la de Jerusalén (Santiago). Hay varias formas que corresponden a las del rito egipcio, como por ejemplo la forma romana “de tuis donis ac datis” en el “Unde et memores” (San Marcos: ek ton son doron; Brightman, “Eastern Liturgies”, p. 133, 1, 30); “offerimus praeclare maiestatis tuae de tuis donis ac datis”, corresponde excatamente a la forma del rito copto (“ante tu santa gloria ofrecemos estos dones que son tuyos”, ibid. P. 178, 1, 15). Mas todo ello no simplemente significa que existen pasajes paralelos entre dos ritos distintos. Las semejanzas de las Constituciones Apostólicas son más obvias que las de cualquier otro. La misa romana, incluso sin el testimonio de Justino Mártir, Clemente, Hipólito y Novaciano, aún conserva señales de su desarrollo a partir de un tipo de liturgia cuyo único especimen sobreviviente son las Constituciones Apostólicas (Cfr. LITURGIA). Es más, hay razones para creer que nuestra misa ha sido influenciada desde Jerusalén-Antioquía y Alejandría, si bien muchas de las formas comunes a ella y a estas dos últimas pueden ser remanentes de aquel rito flexible, universal y original que no ha sido conservado en las Constituciones Apostólicas. Debe tenerse en mente que nadie ha afirmado que la liturgia de las Constituciones Apostólicas corresponde letra por letra a la primera liturgia universal. La tesis propuesta por Probst, Drews, Kattenbusch, Baumstark y otros dice que lo que conservan las Constituciones Apostólicas es simplemente una muestra de lo que fue un rito comparativamente indefinido y flexible. Pero entre ese rito romano original (que podemos estudiar exclusivamente en las Constituciones Apostólicas) y la misa que va emergiendo en los primeros sacramentarios (siglos VI y VII) hay un cambio muy profundo. Gran parte de ese cambio puede ser explicado a partir de la tendencia romana a abreviar. Las Constituciones Apostólicas tienen cinco lecturas; en general, Roma tiene sólo dos o tres. En Roma han desaparecido las oraciones de los fieles que se acostumbraban después de la salida de los catecúmenos, así como la intercesión al final del canon. Sin duda ambas fueron consideradas superfluas dado que también hay una serie de peticiones semejantes en el canon. Pero, también, ambas han dejado su huella. Aún decimos oremus antes del ofertorio, ahí donde alguna vez estuvieron las oraciones de los fieles. Aún tenemos esas oraciones en las colectas del Viernes Santo. Y el “hanc igitur” es un trozo de la intercesión. El primer gran cambio que separa a Roma de todos los ritos orientales es la influencia del año eclesiástico. Las liturgias orientales siempre permanecen iguales excepto por las lecturas, el Prokeimenon (versículo gradual) y una o dos modificaciones menores. Por su parte, la misa romana sufre enormes cambios según la época o la fiesta en la que se celebra. La teoría de Probst decía que este cambio es obra del Papa Dámaso (366-384, “Liturgie des vierten Jahrh”, p 448-472). Esta idea, sin embargo, ya fue abandonada (Funk, en “Tübinger Quartalschrift”, 1894, p. 683 ss.). Contamos con la autoridad del Papa Virgilio (540-555) acerca del hecho que en el siglo VI el calendario todavía no afectaba gran cosa el orden de la misa (“Ep. Ad Eutherium”, en P.L. LXIX, 18). Parece que la influencia del calendario fue gradual. Por supuesto que las lecturas siempre fueron muy variadas y cada vez crecía más la tendencia a hacer referencia a los tiempos o las fiestas en las oraciones, en los prefacios e incluso en el canon. Esto culminó en el estado actual del ritual, que de hecho ya estaba siendo puesto en práctica en el Sacramentario Leoniano. Es un hecho que el Papa Dámaso fue uno de los pontífices que modificaron los antiguos ritos. San Gregorio I (590-604) dice que él llevó a Europa desde Jerusalén el uso del Alleluya (“Ep. Ad Ioh. Syracus” en P.L. LXXVII, 956). Fue en el pontificado de Dámaso que la Vulgata se convirtió en la versión oficial romana de la Biblia que se utilizaba en la liturgia, y una larga tradición atribuye al amigo de Dámaso, san Jerónimo (+ 420), el ordenamiento del leccionario romano. Mons. Duchesne piensa que el canon fue fijado por este Papa (Origins du culte, 168-169). Un error curioso de algún teólogo del tiempo de Dámaso, que identificó a Melquisedec con el Espíritu Santo, involuntariamente nos muestra que una oración de nuestra misa ya existía en su tiempo, a saber, “Supra quae”, con su alusión al “summus sacerdos tuus Melchisedech” (“Quaest V. et N. Test. En P.L. XXXV, 2329).

C. La Misa entre los siglos V y VII

Las cosas se empiezan a ver más claras al entrar el siglo V. Hay dos documentos de este período que nos aportan trozos bastante extensos de la misa romana. Inocencio I (401-417), en su carta a Decencio de Eugubio (alrededor del año 416; P.L. XX, 553), hace alusión a muchos detalles de la misa. Nos damos cuenta que ya se han hecho diversos cambios importantes: el beso de la paz se ha trasladado del inicio de la misa de los Fieles a un momento posterior a la consagración, la conmemoración de vivos y muertos se realiza en el canon, y ya no existen oraciones de los fieles antes del ofertorio (Cfr. CANON DE LA MISA). Retschel (Lehrbuch der Liturgik, I, 340-1) cree que la invocación del Espíritu Santo ya ha desaparecido de la misa. Inocencio no lo menciona, pero tenemos evidencia de ello posteriormente, bajo el pontificado de Gelasio I (492-496; Cfr. CANON DE LA MISA, especialmente Supplices te rogamus y EPICLESIS). Rietschel también piensa que había una razón dogmática detrás de esos cambios, para enfatizar el concepto de sacrificio. Sobre todo nos percatamos que en tiempos de Inocencio la oración de intercesión seguía a la consagración (Cfr. CANON DE LA MISA). El autor del tratado “De sacramentis” (equivocadamente atribuido a san Ambrosio, en P.L. XVI, 418 ss.) comienza diciendo que va a explicar la costumbre romana y para ello describe una gran parte del canon (el texto correspondiente aparece en CANON DE LA MISA, II).A partir de ese documento podemos reconstruir el siguiente esquema: la misa de los catecúmenos continúa siendo distinta de la de los fieles, al menos en teoría. El pueblo canta “Introibo ad altare Dei” al tiempo que el celebrante y sus ayudantes se acercan al altar (introito). Luego siguen lecturas de la Escritura, cantos (graduales) y el sermón (misa de los catecúmenos). La gente aún hacía ofrendas de pan y vino. Continúa el prefacio, el sanctus (laus Deo defertur: se hace alabanza a Dios), la oración de intercesión (oratione petitur pro populo, pro regibus, pro ceteris: se hace oración por el pueblo, por los gobernantes, por los demás ) y la consagración con las palabras de la institución (ut conficitur venerabilis sacramentum... utitur sermonibus Christi: para realizar el venerable sacramento su usan las palabras de Cristo). Desde ese momento se cita el texto del canon. Luego sigue la anamnesis (Ergo memores...) y, anexa a ella, la oración de oblación (offerimus tibi hanc immaculatam hostiam...), o sea, prácticamente nuestra oración de “Supra quae..” y la comunión bajo la forma “Corpus Christi” y su respuesta “Amen”, durante la cual se entona el salmo 22. Al final se recita la oración del Padre Nuestro.

En el “De sacramentis”, pues, la intercesión aparece antes de la consagración, mientras que en la carta de Inocencio es descrita como posterior a ella. Esta transposición puede considerarse como una de las características más importantes del desarrollo de la misa. El “Liber pontificalis” (ed. Duchesne, Paris, 1886-92) contiene varias afirmaciones acerca de los cambios y adiciones que algunos papas hicieron en la misa. Por ejemplo, León I (440-461) añadió las palabras “sanctum sacrificium, immaculatam hostiam” a la oración “Supra quae”; Sergio I (687-701) introdujo el Agnus Dei, etc. Tales afirmaciones, sin embargo, deben aceptarse con cautela, pues el libro aún requiere un examen crítico. En el caso del Agnus Dei la afirmación provoca suspicacias porque también se encuentra en el sacramentario Gregoriano (cuya fecha también está en duda). Una tradición muy antigua parece reconocer gran influencia de Gelasio I (492- 496) en la misa. Genadio (De Viribus Illustribus, XCIV) dice de él que escribió un sacramentario, el Liber Pontificalis habla de su trabajo litúrgico y debe haber una poderosa razón para explicar que su nombre se vincule con el famoso sacramentario Gelasiano. Pero aún falta saber exactamente qué fue lo que hizo Gelasio.

Llegamos al fin de una época con el pontificado de san Gregorio I (590-604). Gregorio prácticamente conoció la misa que conocemos ahora. De entonces para acá, ha habido, claro, modificaciones y adiciones, pero nada comparable a la casi total reestructura del canon que fue realizada antes de él. En lo que concierne al canon, al menos, se puede afirmar que Gregorio le dio los últimos toques. Su biógrafo, el Diácono Juan, dice que él “reunió el sacramentario de Gelasio en un solo libro, dejando fuera muchas cosas, haciendo pocos cambios, añadiendo algunas cosas a la exposición de los Evangelios” (Vita Sancti Gregorii, II, XVII). Reubicó el Padre Nuestro del fin de la misa a su lugar actual antes de la comunión, como él mismo confiesa en su carta a Juan de Siracusa: “Decimos la Oración del Señor. Inmediatamente después del canon [max post precem]... Me parecía inconveniente que sobre la oblación tuvieramos que decir el canon [prex], compuesto por algún estudioso desconocido [quem scholasticus compusuerat], y que sobre su cuerpo y sangre no dijeramos la oración que nos fue dejada por nuestro mismísimo Redentor “ (P.L. LXXVII, 956). A él también se le atribuye la adición: “diesque nostros”, etc. al “Hanc igitur” (Ibid. ; Cfr. CANON DE LA MISA). Benedicto XIV dice que “ningún papa ha modificado el canon desde san Gregorio” (De S. Missae sacrificio, p. 162). Ha habido un cambio importante desde entonces: el amalgamamiento del antiguo rito romano con las características gálicas, pero eso apenas afecta al canon. Se puede afirmar que si un católico moderno de rito latino fuese transportado a la Roma de los albores del siglo VII- aunque definitivamente sí percibiría la ausencia de algunos detalles a los que está acostumbrado- se sentiría como en casa con el rito que allí vería.

Esto nos conduce a la siguiente pregunta: ¿Cuándo y cómo se dio el cambio de la liturgia romana de tiempos de Justino Mártir a la de los tiempos de Gregorio I? El cambio es radical, especialmente en lo concerniente a la parte más importante de la misa, el canon. Las modificaciones de la parte primera, el menor número de lecturas, la omisión de algunas oraciones a favor de los catecúmenos y la despedida de éstos, de las oraciones de los fieles antes del ofertorio y algunas cosas más, pueden ser fácilmente explicadas como resultado de la característica tendencia romana a abreviar el ritos y excluir lo superfluo. También se ha hablado ya de la influencia del calendario. Pero queda por solucionar la gran cuestión del orden del canon. Todos admiten que las oraciones que configuran el canon son una dificultad cardinal. Los intentos anteriores por justificar el actual orden de cosas a base de razones simbólicas o místicas han tenido que ser abandonados por irrelevantes. El canon romano actual reviste características que lo hacen un problema difícil. Difiere fundamentalmente de las anáforas de todos los ritos orientales y del canon gálico. Mientras que en la familia antioquena de liturgias (incluyendo la gala) la gran intercesión sigue a la consagración, la cual a su vez sigue al sanctus, y en la categoría alejandrina la intercesión se recita durante lo que podríamos llamar el prefacio anterior al sanctus, en el rito romano la intercesión está dispersa a lo largo del canon; parte antes y parte después de la consagración. Podemos añadir aún otra dificultad: la omisión en Roma de cualquier tipo de invocación al Espíritu Santo (Epiklesis). Paul Drews ha tratado de resolver esa cuestión. Su teoría consiste en que la misa romana, comenzando con el rito primitivo, más indefinido (prácticamente, el de las Constituciones Apostólicas), al principio siguió el desarrollo de Jerusalén-Antioquía, y durante cierto tiempo fue semejante a la liturgia de Santiago. Posteriormente fue reconstruido y asemejado al de Alejandría. Tal cambio se debió probablemente a Gelasio I bajo la influencia de su huésped, Juan Talaia de Alejandría. Esta teoría está detalladamente explicada en el artículo CANON DE LA MISA. Sólo podemos añadir a lo dicho hasta aquí que dicha teoría ha recibido el apoyo de F.X. Funck (quien, al principio, se opuso a ella. Cfr. “Histor. Jahrbuch der Görresgesellschaft", 1903, pp. 62, 283, pero también "Kirchengesch. Abhandlungen", III, Paderborn, 1907, pp. 85-134, en la que él no admite abiertamente que ha cambiado de opinión). Consúltese las obras de A. Baumstark ("Liturgia romana e Liturgia dell' Esarcato", Roma, 1904), y G. Rauschen ("Eucharistie und Bussakrament", Friburgo, 1908, p. 86). También se han planteado otras teorías. Baumstark no está de acuerdo con Drews en los detalles. Él concibe el canon original (op. cit.) como consistiendo de un prefacio en el que se dan gracias a Dios por los beneficios de la creación; el sanctus interrumpe las oraciones, que se reinician de inmediato (Vere sanctus) con otra oración (ahora desaparecida) que agradece a Dios la redención y con ello se llega a la institución (Pridie autem quam pateretur...). Enseguida están la Anamnesis (Unde et memores...), el “Supra quae”, el “Te igitur”, al que se une una Epiklesis después de las palabras “haec sancta sacrificia illibata”. Sigue la intercesión (In primis quae tibi offerimus...), “Memento vivorum”, “Communicantes”, “Memento defunctorum”, (Nos quoque peccatores...intra sanctorum tuorum consortium non aestimator meriti sed veniae quaesumus largitor admitte, per Christum Dominum nostrum).

Según Baumstark, ese orden fue trastocado con la inserción de nuevos elementos como “Hanc igitur”, “Quam oblationem”, “Supra quae” y “Supplices” y la lista de santos en el “Nobis quoque”. Todas esas oraciones son hasta cierto punto duplicados de lo que ya estaba contenido en el canon. Representan una influencia combinada de Antioquía y Alejandría, que arribó a Roma a través de Aquilea y Rávena, donde alguna vez hubo un rito del tipo alejandrino. San León I fue quien comenzó a hacer esos cambios. Gregorio I le dio fin al proceso y le dio al canon la forma que aún tiene. Se verá que la teoría de Baumstark concuerda con la de Drews en lo principal: que en Roma toda la intercesión seguía al canon. Dom Cagin (Paléographie musicale, V, 80 ss.) propone un teoría totalmente distinta. Hasta aquí se ha reconocido que los ritos romano y gálico pertenecen a dos clases distintas: el gálico se acerca mucho al antioqueno, mientras que no se conoce bien el origen del romano. La idea de Cagin es que todo debe ser invertido; que el rito gálico no tiene relación alguna con el de Antioquía o con la liturgia oriental; que su origen también está en Roma. Fue la misma Roma la que modificó esta forma más primitiva en algún momento entre los siglos VI y VII. Antes de eso, el orden romano era: secretas, prefacio, sanctus, “Te igitur”. Después, “Hanc igitur”, “Quam oblationem”, “Qui pridie” (estas tres oraciones corresponden al post-sanctus gálico). Luego seguía un grupo como el “Post Pridie” gálico: “Unde et memores”, “Offerimus praeclarae”, “Supra quae”, “Supplices”, “Per eundem Christum”, “Per quem omnia” y la fracción. Enseguida venía el Padre Nuestro con su embolismo, del que formaba parte el “Nobis quoque”. Los dos mementos tenían lugar antes del prefacio. Dom Cagin definitivamente ha señalado varios puntos en los que Roma y la Galia (los ritos occidentales) forman la contraparte de los orientales. Dichos puntos son los cambios causados por el calendario, la introducción de la institución con las palabras “Qui pridie (el cual, la víspera)”, que en las liturgias orientales toman la forma “En la noche en que iba a ser entregado”. Además, el momento del ósculo de paz (en la Galia era antes del prefacio) no puede ser considerado como una diferencia entre esa región y Roma, pues en Roma también se situaba allí originalmente. Los dípticos gálicos van antes del prefacio, pero nadie sabe a ciencia cierta en qué momento se recitaban originalmente en Roma. Cagin los ubica en el mismo lugar de la primitiva misa romana. Su teoría puede ser estudiada a detalle en “Origines liturgiques” (pp 253-264), de Dom Cabrol. Monseñor Duchesne ha atacado dicha teoría con vigor, y con algún efecto, en la “Revue d’histoire el de literarture ecclésiatiques” (pp. 31 ss., 1900). Edmund Bishop critica las hipótesis alemanas (Drews, Baumstark, etc.) e insinúa en términos generales que el agrupar las liturgias debe ser reconsiderado sobre una nueva base, la de la forma de las palabras de la institución (Appendice de "Liturgical Homilies of Narsai" de Dom R. Connolly en "Cambridge Texts and Studies", VIII, I, 1909). Lamentablemente, ese autor nunca dejó en claro cuál era su posición; se contentó con criticar negativamente. El otro gran asunto, el de la desaparición de la epiklesis romana, no puede ser examinado aquí (Cfr. CANON DE LA MISA y EPICLESIS). A lo dicho hasta aquí sólo añadiremos que cada vez se afirma más la posición de que existía una invocación a la Segunda Persona de la Trinidad, una epiklesis del Logos, antes que hubiera una del Espíritu santo. La anáfora de Serapión (Egipto, siglo IV) exclusivamente contiene una epíclesis del Logos (en Funk, "Didascalia", II, Paderborn, 1905, pp. 174-6). Bishop, en el apéndice citado renglones arriba, piensa que la invocación al Espíritu Santo no surgió hasta mucho después- Cirilo de Jerusalén, alrededor del año 350, es el primer testigo de ello- y que Roma nunca lo tuvo; que su única eplíclesis era el “Quam oblationem” antes de las palabras de la institución. Una vez más, esto parece ser lo que evidencia la carta de Gelasio I (citada en CANON DE LA MISA, “Supplices te rogamus”).

La conclusión del presente párrafo es que la oración eucarística de Roma fue modificada y reconstruida substancialmente en algún momento entre los siglos IV, VI y VII. En ese mismo período desaparecieron las oraciones de los fieles antes del ofertorio, el ósculo de paz fue reubicado después de la consagración y la epíclesis fue omitida o recortada en lo que ahora tenemos como la oración del “Supplices”. De las varias teorías utilizadas para explicar eso sólo parece razonable afirmar con Rauschen: “Si bien no hay una decisión final al respecto, todo parece favorecer la teoría de Drews por contener tantos argumentos de peso. Debemos admitir que entre los años 400 y 500 el canon romano sufrió una gran transformación”. (Euch. U. Bussakar., 86)

D. Del siglo VII a los tiempos modernos.

Es comparativamente fácil seguirle los pasos a la historia de la misa de rito romano después de Gregorio el Grande (590-604). Tenemos ahora como documentos, en primer lugar, los tres famosos sacramentarios. El más antiguo, llamado Leoniano, existe en un manuscrito del siglo VII, pero su composición se adjudica variadamente al siglo V, VI y VII (Cfr. LIBROS LITURGICOS). Se trata de un fragmento, en el que falta el canon, pero en lo que se puede apreciar representa la misa como la conocemos (sin las adiciones gálicas posteriores). Aún están en uso muchas de sus colectas, secretas, postcomuniones y prefacios. El libro Gelasiano fue escrito entre los siglos VI a VIII. Está parcialmente galicizado y fue compuesto en el reino franco. En él sí aparece nuestro canon, palabra por palabra. El tercer sacramentario es el Gregoriano, que fue el que aparentemente fue enviado por el Papa Adrián I a Carlomagno entre 781 y 791. Contiene diversas misas creadas desde tiempos de Gregorio y algunos suplementos que fueron incorporados gradualmente al libro original resultando en añadidos francos (i.e. antiguos romanos y gálicos). Dom Suitbert Bäumer ("Ueber das sogen. Sacram. Gelasianum" en the "Histor. Jahrbuch", 1893, pp. 241-301) y Edmund Bishop ("The Earliest Roman Massbook" en "Dublin Review", 1894, pp. 245-78) explican el desarrollo del rito romano del siglo IX a XI de la siguiente manera: el sacramentario romano (puro) enviado por Adrián a Carlomagno fue ordenado por el rey para ser utilizado en el reino de los francos. Pero la gente estaba apegada a sus antiguas costumbres, que eran en parte romanas (Gelasiano) y parte gálicas. Como resultado, cuando el libro Gregoriano fue copiado, ellos (en especial Alcuino, + 804) le insertaron los suplementos francos. Dichos suplementos fueron gradualmente incorporados al libro original y, así modificado, regresó a Roma (por la influencia de los emperadores carolingios) y se convirtió en la “costumbre de la Iglesia Romana”. El “Missale Romano Lateranense” del siglo XI (Ed. Azevedo, Roma, 1752) muestra completo este rito fusionado y afirma que era el único en uso en Roma. La misa romana había sufrido, así, su última modificación desde la época de Gregorio el Grande: una fusión parcial con elementos gálicos. Según Bäumer y Bishop la influencia gálica es más notable en las variaciones para el curso del año. Su teoría es que Gregorio le dio a la misa mayor uniformidad (desde los tiempos del sacramentario Leoniano) y la acercó un poco al modelo inmutable de las liturgias orientales. La variedad que apreciamos hoy día para los diferentes días y tiempos retornó posteriormente con los libros mixtos. También se aprecia cierta influencia gálica en muchas ceremonias dramáticas y simbólicas, ajenas al estilo purista del rito romano (Cfr. Bishop, “The Genius of the Roman Rite”). Tales ceremonias son la bendición de las velas, las cenizas, las palmas, gran parte del ritual de Semana Santa, etc.

Los “Ordines” romanos, de los cuales doce fueron publicados por Mabillon en su “Museum Italicum” (y luego otros, por De Rossi y Duchesne), son fuentes valiosas que complementan los sacramentarios. Se trata de descripciones del ceremonial, sin las oraciones (como el “Caeremoniale Episcoporum”) y van desde el siglo VIII al XIV o XV. El primero (siglo VIII) y segundo (basado en el anterior, con añadidos francos) son los más importantes (Cfr. LIBROS LITÚRGICOS). A partir de ellos y de los sacramentarios podemos reconstruir la misa de Roma de los siglos VIII y IX. Aún no se acostumbraba recitar oraciones preparatorias al pie del altar. El Papa, acompañado de gran número de acólitos, cantores, diáconos y subdiáconos, entraba al templo mientras se cantaba el salmo del introito. Después de una postración se cantaba el Kyrie eleison, con nueve invocaciones (como hoy día) (Cfr. KYRIE ELEISON). En las fiestas, enseguida se cantaba el Gloria (Cfr. GLORIA IN EXCELSIS). El Papa entonaba la oración del día (Cfr. COLECTA), a la que seguían dos o tres lecturas (Cfr. LECTURAS EN LA LITURGIA), entre las que se cantaban salmos (Cfr. GRADUAL). Habían desaparecido las oraciones de los fieles, dejando tras de si únicamente las palabras Oremus, como un fragmento de recuerdo. Mientras se cantaba el salmo del ofertorio la gente llevaba al altar sus ofrendas, donde eran recibidas y acomodadas por los diáconos. Se recitaba la secreta (la única oración de ofertorio en aquel entonces) una vez que el Papa se hubiese lavado sus manos. Seguían, como actualmente, el prefacio, el sanctus y el canon. Una referencia a los frutos de la tierra llevó a las palabras “per quem haec omnia”, etc. Luego venían la oración del Padre Nuestro, la fracción, acompañada de una ceremonia muy complicada, el beso de paz, el Agnus Dei (a partir del Papa Sergio, 687- 701), la comunión bajo las dos especies, durante la que se entonaba el salmo de comunión (Cfr. ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN), la oración de la post-comunión, la despedida (Cfr. ITE, MISSA EST) y la procesión de regreso a la sacristía (para una descripción más detallada, cfr. C. Atchley, "Ordo Romanus Primus", Londres, 1905; Duchesne, "Origines du Culte chrétien", VI).

Ya se ha explicado cómo este rito romano “mixto” gradualmente tomó el lugar del gálico (Cfr. LITURGIA). Por los siglos X y XI ya prácticamente la única misa en uso en Occidente era la romana. Posteriormente y en algunos momentos se hicieron algunas modificaciones a la misa, ninguna de ellas de trascendencia. La recitación del Credo de Nicea fue importada de Constantinopla. Se dice que en 1014 el emperador Enrique II (1002- 1024) convenció al Papa Benedicto VIII (1012- 1024) de incluir dicha acción depués del Evangelio (Berno of Reichenau, "De quibusdam rebus ad Missæ offic,pertin.", II). Ya se había estado usando así en España, Galia y Alemania. La totalidad del actual ritual y las oraciones que recita el celebrante en el ofertorio fueron importados de Francia alrededor del siglo XIII ("Ordo Rom. XIV", LIII, es el primer testimonio de ello. P. L., LXXVIII, 1163-4). Antes, las únicas oraciones del ofertorio eran las secretas (“Micrologus”, XI, en P.L. CLI, 984). Surgió una abundante variedad de ellas a lo largo de la Edad Media y hasta la revisión del misal en tiempos del Papa Pio V (1570). La costumbre de incensar a personas y objetos también es de origen gálico. Roma no adoptó tal costumbre hasta el siglo XI o XII (Micrologus, IX). Anteriormente el incienso se utilizaba exclusivamente durante las procesiones (la entrada y la procesión del Evangelio; cfr. C. Atchley, “Ordo Romanus Primus”, 17-18). Las tres oraciones que dice el sacerdote antes de su comunión son devociones privadas que fueron introduciéndose gradualmente en el texto oficial. Durando (siglo XIII, “Rationale”, IV, LIII) menciona la primera (por la paz); el Rito Sarum tiene, a su vez, oraciones dirigida a Dios Padre (“Deus Pater fons et origo totius bonitatis”: Dios Padre, fuente y origen de toda bondad. Ed. Bumtisland, 625). El Micrologus menciona solamente la segunda (Domine Iesu Christe, qui ex voluntate Patris: Señor Jesucristo, quien por la voluntad del Padre), pero añade que en este momento se recitaban también muchas otras oraciones privadas. También en ello hubo gran variedad durante la Edad Media hasta la publicación del misal de Pio V. Las últimas adiciones a la misa son sus actuales inicio y final. El salmo “Iudica me”, la confesión de los pecados y las otras oraciones que se dicen al pie del altar son parte de la preparación del celebrante, y antiguamente se recitaban en la sacristía junto con muchos otros salmos y oraciones. Tales oraciones constityen la “Preparatio ad Missam” del misal actual. Pero hasta que Pio V estableció la regla moderna que rige lo que se debe decir ante el altar, hubo gran variedad de formas. Todo lo que sigue al “Ite Missa est” también es agregado, parte de la acción de gracias, y no fue oficialmente admitido sino hasta Pio V.

Ya hemos dado cuenta, hasta aquí, de todos los elementos de la misa. El siguiente paso en el estudio de su desarrollo es observar el crecimiento de numerosas variedades del rito romano en el Medioevo. Estos rituales medievales (Paris, Ruán, Triers, Sarum y otros en Europa Occidental) pueden ser considerados como simples exuberancias locales del viejo rito romano. Lo mismo se aplica a las costumbres de varias órdenes religiosas (cartujos, dominicos, carmelitas, etc.). Ninguna de ellas merece siquiera ser entendida como rito derivado. Sus cambios no pasan de ser simples adiciones y amplificaciones adornadas, aunque en algunos casos, como la preparación dominica de las ofrendas antes de la misa, señalan hacia alguna influencia gálica. Las liturgias milanesa y mozárabe son asunto aparte. Ellas descienden de un rito genuinamente distinto- el gálico original- a pesar de haber sido ellas también romanizadas considerablemente (Cfr. LITURGIA).

Mientras tanto, la misa iba sufriendo otro tipo de cambios. Durante los primeros siglos era costumbre que varios sacerdotes concelebraran. De pie alrededor de su obispo, ellos se unían a sus oraciones y consagraban las ofrendas con él. Esto aún se usa en los ritos orientales. En Occidente dicha costumbre había casi desaparecido en el siglo XIII. Santo Tomás de Aquino (+ 1274) discute la cuestión “si varios sacerdotes pueden consagrar la misma hostia” (Summa Theologica, III, Q. LXXXII, a. 2). Su respuesta es, claro, que sí pueden, pero sólo menciona el caso de la misa de ordenación. Y de hecho (hasta el Concilio Vaticano II y la reforma litúrgica que lo acompañó, N.T.) sólo se concelebraba en esas ocasiones. Durante la ordenación de sacerdotes y obispos todos los orenados concelebran con el ordenante. En los demás casos, la concelebración fue reemplazada en la Edad Media con varias celebraciones privadas separadas y simultáneas. Indudablemente que la costumbre de ofrecer cada misa por una intención especial fue lo que propició ese cambio. La celebración separada y simultánea llevó a la construcción de muchos altares en cada templo y a la reducción del ritual a su mínima forma posible. Se evitó la participación del diácono y el subdiácono; el celebrante asumió las funciones de ellos junto con las suyas propias. Un acólito tomó la parte del coro y de todos los demás auxiliares; todo pasó a ser recitado en vez de cantado; se omitió la incensación y el ósculo de paz. Y con ello llegamos al conocido ritual de la Missa privata. Y esto, a su vez, influyó en la Missa solemnis, durante la cual el celebrante también comenzó a recitar todas las oraciones, aunque también pudiesen ser cantadas por el coro, el diácono o el subdiácono.

La costumbre de ofrecer cada misa por una intención especial llevó a los sacerdotes a celebrar diariamente. Claro que esto no se ha constituido en una norma constante. Por una parte, se escucha hablar de sacerdotes que decían varias misas al día, en contra de prohibiciones expresas de los concilios medievales. En el otro extremo, algunos sacerdotes demasiado piadosos no se atrevían a celebrar diariamente. Bossuet (+ 1704), por ejemplo, únicamente celebraba misa los domingos, las fiestas y todos los días de la Cuaresma o en aquellas ocasiones en que el misal indicara una misa especial. No existe ninguna obligación para que los sacerdotes celebren diariamente, aunque hoy es común que así lo hagan. El Concilio de Trento deseaba que los sacerdotes celebraran al menos los domingos y en las fiestas solemnes (Ses. XXIII, cap. XIV). (Las Nuevas Instituciones Generales del Misal Romano, del año 2000, indican que de ser posible los sacerdotes deben celebrar diariamente la misa, N.T.). La celebración sin asistencia de acólitos (Missa solitaria) ha sido continuamente prohibida, como por ejemplo, por el Concilio de Mainz en 813. Otro abuso era la missa bifaciata o trifaciata, en la cual el celebrante repetía varias veces la primera parte de la misa, del introito al prefacio, y después reunía todo en un solo canon, para dar satisfacción a varias solicitudes de intenciones. Tal práctica también fue prohibida por los concilios medievales (Durandus, “Rationale”, IV, I, 22). La missa sicca (misa seca) constituía una forma común de devoción en funerales o esponsales vespertinos, cuando no se podía celebrar una misa real. En ella, se seguía en todo el ritual excepto el ofertorio, la consagración y la comunión (Ibid. 23). La missa nautica y la missa venatoria también eran formas de misa seca, celebradas en alta mar durante alguna tormenta o en cacerías, cuando no se tenía suficiente tiempo. En algunos monasterios cada sacerdote estaba obligado a decir una misa seca después de la celebración de la misa real (la conventual). El Cardenal Bona (Rerum Liturg. Libro duo, I, XV) argumenta en contra de las misas secas. Afortunadamente desaparecieron después de la reforma de Pio V. La misa de los presantificados (missa praesantificatorum; leitourgia ton proegiasmenon) es una antigua costumbre descrita por el Segundo Concilio de Trulle, 692. Se trata de una celebración- no es una misa en sentido estricto- de comunión con hostias consagradas y reservadas en alguna misa anterior. Se acostumbra en la Iglesia Bizantina en los días de las semanas de Cuaresma (excepto sábados) y, en el rito romano, el Viernes santo.

Finalmente, llegó la uniformidad del rito romano y con ella la abolición de casi todas las variantes medievales. El Concilio de Trento consideró el asunto y nombró una comisión especial que preparara un misal uniforme. Ese misal fue publicado por Pio V por medio de la bula “Quo primum” el 14 de julio de 1570. Esa fue una de las últimas fases de la historia de la misa romana (El Concilio Vaticano II, con la promulgación el 4 de diciembre de 1963 del documento “Sacrosanctum Concilium”, originó una revisión del misal de Pio V, a la que siguió una serie de reformas al mismo que cristalizaron en el asi llamado “Misal de Paulo VI”, de 1969, y en sus últimas revisiones- a través de las “Institutio Generalis Missalis Romani” en 1975, todavía bajo Paulo VI, y en 2000, bajo el pontificado de Juan Pablo II, N.T.). El misal de Pio V fue utilizado en toda la Iglesia Latina, a excepción de los casos en los que él mismo autorizó alguna modificación, con prescripción en dos siglos. Estas excepciones salvaron las variantes utilizadas por algunas órdenes religiosas y algunos ritos locales y las liturgia mozárabe y milanesa. Clemente VIII (1604), Urbano VIII (1634) y León XIII (1884) revisaron ligeramente las rúbricas y la lecturas contenidas en el libro (Cfr. LIBROS LITÚRGICOS). Pio X revisó el canto litúrgico (1908). Pero dichas revisiones dejaron vigente el misal de Pio V. Desde la Edad Media ha habido un cambio incesante en el sentido de adiciones de misas propias de fiestas nuevas, y el misal cuenta ahora con un suplemento que no deja de crecer, si bien dichas adiciones no constituyen un cambio litúrgico propiamente dicho. Las nuevas misas se crean siguiendo estrictamente las líneas de las antiguas.

Veamos ahora la misa romana (según el Misal de Pio V, y al cual las reformas del Concilio Vaticano II sólo afectaron en aquello que se orienta más directamente al fomento de la participación comunitaria y activa de los fieles en la misa y a destacar la centralidad del Misterio Pascual,N.T.), que es sin comparación la más extendida e importante, y sin duda constituye, en muchos sentidos, la celebración eucarística más antigua de la cristiandad.

E. La actual misa romana

No intentaremos explicar aquí cómo se celebra la misa romana. Todas las diversas reglas y rúbricas pormenorizadas a las que deben sujetarse el celebrante y sus ministros, así como los detalles de coincidencia y conmemoración, y que deben ser aprendidas por los seminaristas antes de su ordenación, deben buscarse en un libro de ceremonial (Le Vavasseur, citado en la bibliografía del presente artículo, es quizás el mejor). En esta misma ENCICLOPEDIA CATÓLICA se pueden encontrar también artículos acerca de las partes principales de la misa, la descripción de cómo se desarrollan éstas, los ornamentos, la música, etc. Bastará, entonces, dar una breve descripción general. El ritual de la misa se ve afectado por (1) la persona que celebra, (2) el día o la ocasión que se celebra, y (3) el tipo de misa de que se trate (solemne o simple). Pero el esquema general es siempre el mismo. Se puede pensar que el prototipo de ritual es el de la misa solemne, cantada por un sacerdote en domingo o en una fiesta que no contenga características especiales.

Normalmente la misa debe celebrarse en un templo consagrado o bendecido (los oratorios privados o salones pueden ser utilizados con permiso en ocasiones especiales. Cfr. Le vavasseur, I, 200-204) y sobre un altar consagrado (o por lo menos sobre un ara consagrada, aunque esta condición dejó de entrar en vigor después del Concilio Vaticano II, cfr. Institución General del Misal Romano, N.T.). Puede celebrarse a cualquier hora entre el alba y medio día, cualquier día del año, excepto el Viernes Santo (hay restricciones para la celebración privada en Sábado Santo o en oratorios privados en ciertas fiestas). (Las restricciones de horario han variado significativamente después del Concilio Vaticano II. Ya es posible celebrar a cualquier hora del día, N.T.). Un sacerdote únicamente puede celebrar una misa cada día, excepción hecha de la festividad de Navidad, cuando puede hacerlo tres veces, con la condición de que la primera la celebre inmediatamente después de medianoche (norma que ya no vige tampoco, dadas las condiciones pastorales de muchas parroquias. N.T.). En algunos países (España y Portugal) los sacerdotes también pueden celebrar tres veces en la festividad de los fieles difuntos (2 de noviembre). En el caso de que sea necesario para que los fieles cumplan su obligación de asistir a misa, el obispo local puede permitir a algunos sacerdotes que celebren dos veces en domingos o días festivos. En las catedrales y colegiatas, al igual que en las iglesias de las órdenes religiosas obligadas a recitar públicamente las Horas canónicas, debe celebrarse una misa que se vincule con esa liturgia y forme con ella el círculo completo del culto a Dios. Dicha misa oficial es conocida como misa conventual. De ser posible, debe celebrarse solemnemente, pero aún cuando ello no pueda llevarse a cabo, deben conservarse algunas características de la misa solemne. En las festividades y domingos, la hora de la la celebración de esa misa es después del rezo coral de la hora tercia. En las ferias (días normales), es después de la sexta. En las ferias de Adviento, Cuaresma y en las vigilias, es después de nona. Las misas votivas y de requiem de la conmemoración de los fieles difuntos, también se celebran después de Nona, aunque los requiem ordinarios se dicen después de prima. El celebrante debe estar en estado de gracia, libre de irregularidad o censura y haber ayunado desde la media noche anterior (aunque esto último ya no está en vigor el día de hoy, N.T.). Debe observar todas las rúbricas (normas) y leyes respectivas a la materia (pan ázimo y vino puro), a los ornamentos, vasos sagrados y ceremonial.

El esquema de la misa solemne (conviene, por lo menos, para conocer los rasgos generales de la misa actual, ver los números 1348-1355 del Catecismo de la Iglesia Católica, de 1992, N.T.) es como sigue: la procesión se acerca al altar. Consta de turiferario, acólitos, maestro de ceremonias (ceremoniero), subdiácono (este grado ministerial ya no existe en la Iglesia Católica, N.T.), diácono y celebrante. Todos llevan los ornamentos indicados por las rúbricas (Cfr. VESTIDURAS SAGRADAS, ORNAMENTOS). Primero, se recitan las oraciones preparatorias al pie del altar; se inciensa el altar; el celebrante lee el introito y el Kyrie al lado sur del altar, lado de la Epístola (actualmente ya no hay diferencia en los lados del altar, construido éste de modo que el sacerdote celebre de frente al pueblo, y las lecturas son proclamadas desde un único ambón, colocado, generalmente, en lo que antes se llamaba “lado del Evangelio”. Cfr. Institución General del Misal Romano # 272. N.T.). Los días en los que en el Oficio (actualmente, Liturgia de las Horas, N.T.) se reza el “Te Deum”, el celebrante entona el “Gloria in excelsis”, que debe ser continuado por el coro. Mientras eso sucede, el celebrante, el diácono y el subdiácono lo recitan individualmente, hecho lo cual se sientan hasta la terminación del coro. Después del saludo “Dominus vobiscum”, y de su respuesta: “Et cum spiritu tuo”, el celebrante canta la colecta del día y todas las que sean necesarias para conmemorar otras fiestas u ocasiones, o las que hayan sido ordenadas por el obispo. En días sin fiesta especial el celebrante puede escoger alguna de su predilección de entre las que ofrece el misal y de acuerdo a las rúbricas. El subdiácono lee la Epístola y el coro canta el gradual. Ambos elementos son seguidos por el celebrante en el misal desde el altar. De acuerdo a las normas vigentes- antes del Concilio Vaticano II- el celebrante debe recitar individualmente todo lo que los demás canten. Bendice el incienso, recita la oración “Munda cor meum” y lee el Evangelio en el lado norte (lado del Evangelio) del templo. Mientras tanto el diácono se prepara para cantar el Evangelio. Para ello, él avanza en procesión con el subdiácono, turiferario y acólitos a un sitio al norte del coro, donde procede a cantarlo, con el subdiácono sosteniendo el libro ahí donde no hubiera ambón. Si hay sermón, debe ser pronunciado inmediatamente después del Evangelio. El lugar tradicional de la homilía es después de las lecturas (Justino Mártir, I Apolog.” LXVII, 4). Enseguida se canta el Credo, si se trata de domingo o ciertas fiestas, como es el caso para el “Gloria”. Es en este punto, antes o después del Credo (que, como vimos, es de introducción posterior), donde termina en teoría la misa de los catecúmenos. De pie en medio del altar, el celebrante canta “Dominus vobiscum” y “Oremus”- el último vestigio de la antiguas oraciones de los fieles (que ya han sido reincorporadas en el rito de la misa posterior al Concilio Vaticano II y colocadas al final del Credo, N.T.). Sigue el ofertorio. Se ofrece el pan a Dios con la oración “Suscipe sancte Pater”; el diácono pone vino en el cáliz y el subdiácono añade un poco de agua. El celebrante ofrece el cáliz del mismo modo que ofreció el pan (Offerimus tibi, Domine), después de lo cual se inciensa todo: las ofrendas, el altar, el celebrante, los ministros y la asamblea. En tanto, el coro canta el ofertorio. Enseguida, el celebrante lava sus manos mientras recita la oración “Lavabo”. Posterior a otra oración de ofrenda (Suscipe Sancta Trinitas) y a una invitación a la asamblea (Orate, fratres) a la que esta responde sin cantar (se trata de una adición posterior), el celebrante recita la secreta, que corresponden a la colecta. La última secreta termina con una Ekphonesis: “Per omnia saecula saeculorum”. Esto constituye una advertencia de lo que está por llegar. Cuando las oraciones comenzaron a ser recitadas en silencio, se buscó una manera de señalar su términación, para que los fieles supieran qué estaba pasando. Así que se comenzó a cantar las palabras finales. En los ritos orientales se desarrollaron mucho estas ekphonesis. En la misa romana hay tres ejemplos de ellas, siempre con las palabras “Per omnia saecula saeculorum” a las que el coro responde “Amen”. Luego de la ekphonesis de la secreta se abre el diálogo “Sursum corda”, etc., que se usa en todos los ritos con algunas variaciones. De ese modo el inicio de la oración eucarística al que llamamos prefacio dejó de formar parte del canon. El coro canta y el celebrante recita el sanctus. A ello sigue el canon, a partir de las palabras “Te igitur” y terminando con una ekphonesis antes del Padre Nuestro. Todas estas partes están descritas en el artículo CANON DE LA MISA. A continuación está el Padre Nuestro, antecedido por unas breves palabras (Praeceptis salutaribus moniti) y seguido de un embolismo (Cfr. LIBERA NOS), que se recita silenciosamente y se termina con la tercera ekphonesis. Se inicia la fracción del pan con el versículo “Pax Domini sit semper vobiscum”, que busca introducir el beso de paz. El coro canta el “Agnus Dei” mientras el sacerdote lo recita también unido a la primera oración de comunión, antes de dar al diácono el beso de la paz. Después recita las otras dos oraciones de comunión y comulga bajo las dos especies. La comunión de la asamblea (poco frecuente en las misas solemnes) es la siguiente parte del rito y durante su celebración el coro canta la comunión (Cfr. ANTIFONA DE LA COMUNION). Mientras el cáliz es purificado se canta la postcomunión, que corresponde a las colectas y secretas. Al igual que las colectas, la postcomunión empieza con el saludo “Dominus vobiscum” y su correspondiente respuesta; el sacerdote se encuentra en el lado sur del altar. Luego de que el celebrante expresa otro saludo más, el diácono canta la despedida (Cfr. ITE MISSA EST). Sin embargo, aún no es el fin. Hay tres adiciones posteriores (de las cuales las dos últimas ya fueron eliminadas del misal en la revisión posterior al Concilio Vaticano II, N.T.): la bendición del celebrante, una breve oración pidiendo a Dios que acepte el sacrificio (Placeat tibi) y el “Último Evangelio”, que en realidad era el inicio del Evangelio de San Juan (Cfr. EL EVANGELIO EN LA LITURGIA). La procesión retorna a la sacristía.

La norma es la misa solemne. Solamente se puede entender la ceremonia cuando los ritos se celebran en totalidad, con presencia de diácono y subdiácono. Es por ello que el Ordinario (Ritual) de la misa siempre supone que se trata de misa solemne. La misa simple, celebrada por un sacerdote solo, con un acólito, es una forma abreviada y simplificada de la solemne; su ritual únicamente puede ser explicado haciendo referencia al de aquella. Por ejemplo, el celebrante se dirige al lado norte del altar para leer el Evangelio porque ese es el lado a donde el diácono va en procesión durante la misa solemne; siempre gira hacia la derecha porque en la misa solemne no debe dar la espalda al diácono, etc. La misa cantada (missa cantata) es un arreglo intermedio moderno. En realidad es una misa simple, si se toma en cuenta que la esencia de la misa solemne no es la música sino la presencia del diácono y del subdiácono. Solamente en aquellos templos donde no hay persona ordenada fuera de un sacerdote, y con lo que se imposibilita la misa solemne, se permite que se celebre la misa (en domingos y fiestas) utilizando los elementos ornamentales de la misa solemne, con cantos y (generalmente) con incienso. La Sagrada Congregación de Ritos en varias ocasiones (9 de junio de 1884; 7 de diciembre de 1888) ha prohibido el uso de incienso en la Missa Cantata, sin embargo, se han hecho excepciones en algunas diócesis y generalmente se tolera la costumbre de usarlo (La Vavasseur, op. cit. I, 514-515). También en este caso el celebrante adopta las partes del diácono y del subdiácono. No hay beso de paz..

Otra cosa que también afecta el ritual de la misa es la dignidad del celebrante, según que se trate de un presbítero o un obispo. Debemos decir algo también a este respecto, porque así como se dijo que la misa simple es una versión simplificada de la misa solemne, también se debe decir que la misa celebrada por un presbítero es una versión simplificada de la que celebra el obispo (misa pontifical). Pero no se trata de un paralelo perfecto. Algunas de las partes del complicado ceremonial pontifical constituyen adornos añadidos posteriormente. El rasgo principal de la pontifical (además de algunos ornamentos peculiares) es que el obispo permanece en su trono (excepción hecha de las oraciones al pie del altar y la incensación al altar) hasta el ofertorio, recalcando con ella la división entre la misa de los catecúmenos y la de los fieles. Del mismo modo, el obispo no se pone el manípulo (una pieza de tela adornada, del mismo color que el resto del ornamento, que el celebrante colocaba sobre su brazo izquierdo; su uso ha sido descontinuado, N.T.) hasta después de las oraciones preparatorias, lo cual también es un toque arcaico que subraya el hecho de que dichas oraciones no formaban originalmente parte de la ceremonia. En la misa simple, el rango episcopal se indica con algunos detalles poco importantes y por la ultilización tardía del manípulo. Algunos prelados no obispos utilizan algunas ceremonias pontificales en la misa. La misa papal también tiene ciertas acciones peculiares. Algunas de ellas son vestigios de antiguas costumbres. Un ejemplo de ello es que el Papa comulga sentado en su trono y bebe del cáliz consagrado a través de un tubito llamado fistula (costumbre, también ésta, ya fuera de uso en la liturgia contemporánea, N.T.).

Durandus (Rationale, IV, 1) y todos los autores simbólicos, de acuerdo a principios místicos distinguen varias partes de la misa. Esta tendría cuatro partes que corresponderían a la cuatro clases de oración enumeradas en I Tim 2, 1. Del introito al ofertorio es una obsecratio; una oratio del ofertorio al Pater Noster; una postulatio en la comunión; una gratiarum actio, de ahí hasta el final (Durandus, ibid.; cfr. MISA, SACRIFICIO DE LA, Vol. X). En forma especial es el canon la parte que más divisiones ha sufrido, de acuerdo a los sistemas más ingeniosos. Pero las distinciones que realmente interesan al estudioso de la liturgia son, en primer lugar, aquellas de tipo histórico entre la misa de los catecúmenos y la de los fieles, que ya fueron explicadas y, en segundo lugar, las de tipo práctico entre las partes variables e invariables. La misa consiste de un cuadro inmutable de referencia en el cual, en puntos fijos, se van colocando los elementos variables como las oraciones, las lecturas y los cantos. Esos dos elementos se conocen como el común y el propio del día (el cual, a su vez, puede ser tomado de una misa común utilizable en varias ocasiones como, por ejemplo, el común de varias clases de santos). El común es el ordinario de la misa (Ordinarium Missae), que en el misal de Pio V fue insertado entre el Sábado Santo y el día de Pascua. Toda misa se apega a ese esquema; para seguirla, primero hay que encontrar el “ordinario”. En él aparecen las diferentes rúbricas (así llamadas porque están escritas en color rojo) que indican que algo, que no aparece impreso en este lugar, se debe decir o cantar. La primera rúbrica de ese tipo ocurre luego de la incensación inicial: “Enseguida el celebrante hace la señal de la cruz sobre si mismo y comienza el introito”. Pero en el “ordinario” no aparece el texto de ningún introito. El sacerdote debe saber qué misa corresponde y buscar el introito correspondiente a ella, así como las demás partes propias, bajo el título apropiado, entre la larga lista de misas que se ofrecen en el libro. Estas partes variables, o “propias”, son, en primer lugar los cuatro cantos del coro: el introito, el gradual (o tracto, aleluya y, a veces, luego de éste, una secuencia), el ofertorio y la comunión. En segundo lugar, las lecturas (epístola, Evangelio y en ocasiones, lecturas del Antiguo Testamento). Siguen las oraciones que debe recitar el celebrante (colecta, secreta, postcomunión; frecuentemente son varias de cada tipo para conmemorar otras fiestas o días). La misa se construye colocando cada uno de estos elementos propios en el lugar que les corresponde en el “ordinario”. Hay, sin embargo, otros dos elementos que ocupan un sitio intermedio entre el ordinario y el propio. Estos son el prefacio y parte del canon. Tenemos once prefacios: diez propios y uno común. Ellos no cambian con tanta frecuencia como para justificar su impresión entre las misas propias, de modo que están todos incluidos en el ordinario. Y de entre ellos se debe elegir el apropiado según las rúbricas. Del mismo modo, hay cinco grandes fiestas que llevan una cláusula especial dentro de la oración Communicantes del canon. Hay dos (Pascua y Pentecostés) que tienen un “Hanc igitur” propio; el Jueves Santo tiene una forma modificada del “Quam pridie”. Tales excepciones están impresas luego de los prefacios correspondientes. Pero la correspondiente al Jueves Santo, como éste es una fiesta única en el año, se debe buscar en el propio de ese día (Cfr. CANON DE LA MISA).

Son estas partes de la misa las que van variando y es a causa de ellas que podemos hablar de la misa de este día o de aquella fiesta. Para poder encontrar la misa propia de cierto día hay que conocer una complicada serie de reglas. Esta aparecen en las rúbricas al inicio del misal. A grandes rasgos el sistema es como se explica enseguida. Primero, hay una misa para cada día del año, siguiendo el calendario de la Iglesia. Los días ordinarios entre semana (feriae) tienen la misa del domingo que les antecede con algunas modificaciones regulares. Pero las “feriae” de Cuaresma, de la semana anterior a la Ascención, los días de ayuno y las vigilias tienen misas especiales. Todo ello ocupa la primera parte del misal, llamado Proprium de tempore. El año está sobrecargado de una gran cantidad de fiestas de santos o de eventos especiales determinados por el día del mes (esto forma el Proprium Sanctorum). Casi cada día es una fiesta. A veces, incluso, hay varias en un mismo día. Se dan entonces las coincidencias (concurrentia) de varias misas posibles el mismo día. Se dan casos en los que se dicen dos o más misas conventuales, una por cada uno de los oficios que coinciden. De ese modo, en las ferias que tienen oficio especial, si concurre una fiesta, la misa de esta última se dice después de la Tercia y la de la feria después de Nona. Si la fiesta cae en la víspera de la Ascención entonces se dicen tres misas conventuales: la de la fiesta, después de Tercia; la de la Vigilia, después de Sexta y la de la víspera de la fiesta, después de Nona. Pero en las iglesias donde no hay misa conventual oficial, y en los casos en que el sacerdote dice la misa por su propia devoción, sólo se celebra una de las misas coincidentes, y las otras son simplemente recordadas a base de recitar las colectas, secretas y postcomuniones correspondientes después de las propias de la misa seleccionada. Para saber qué misa escoger uno debe conocer los diversos grados de dignidad. Todos los días o fiestas siguen la siguiente escala: feria, simple, semidoble doble, doble mayor, doble de segunda clase, doble de primera clase. Se selecciona la misa que tenga mayor rango. Para evitar que coincidan dos fiestas del mismo rango se transfiere una de ellas al siguiente día libre. Algunas fechas importantes gozan de ciertos privilegios, de modo que ni siquiera una fiesta de mayor rango pueda desplazarlas. Nada puede, por ejemplo, desplazar el primer domingo de Adviento y Cuaresma, ni los domingos de Pasión y Ramos. Ellos constituyen los así llamados “domingos de primera clase”. Nada puede tampoco desplazar el Miércoles de Ceniza ni ninguno de los días de la Semana Santa. Otros días (por ejemplo, los así llamados domingos de segunda clase, o sea, los demás de Adviento y Cuaresma, Septuaginta, Sexagesima y Quinquagesima) únicamente pueden ser substituidos por dobles de primera clase. Los domingos ordinarios cuentan como semidobles, pero tienen precedencia sobre otros semidobles. Los días de una octava son semidobles; el octavo día es doble. Las octavas de Epifanía, Pascua y Pentecostés (las tres fiestas mayores originales) son superiores a cualquier otra fiesta. La fiesta desplazada simplemente se conmemora, excepto si coincide alguna fiesta de grado muy inferior. Las reglas para estos casos están enumeradas en las “Rubricae generales” del misal (VII: De commemorationibus). En fiestas semidobles o días de rango inferior al semidoble siempre se añaden otras colectas a la de ese día para formar un número impar. Algunas están ya indicadas en el misal; el celebrante puede añadir otras según su criterio. El obispo puede ordenar que se digan otras colectas por motivos especiales (los así llamados Orationes imperat). Como regla general, la misa debe corresponder al oficio del día, incluyendo las conmemoraciones. Pero el misal contiene una colección de misas votivas que pueden ser celebradas en días donde la propia no pasa del rango de semidoble. El obispo o el Papa puede ordenar la celebración de una misa votiva por algun motivo público mientras la misa propia del día no sea una del primer rango. Le Vavasseur explica todas estas normas en detalle (op. cit. I, 216-231) y lo mismo hacen las rúbricas del misal (Rubricae generales, IV). Hay otras dos misas que, por no corresponder al oficio, pueden ser llamadas misas votivas: la misa de esponsales (missa pro sponso et sponsa), que se celebra en las bodas, y la de requiem, celebrada a favor de los fieles difuntos. Ellas tienen características especiales (Cfr. MISA DE ESPONSALES y MISA DE REQUIEM). El calendario (Ordo) que se publica anualmente en cada diócesis o provincia señala el oficio y la misa para cada día. Para lo relacionado a los estipendios de la misa, cfr. SACRIFICIO DE LA MISA, Vol. X.

No hace falta recalcar que la misa, alrededor de la cual se ha elaborado un reglamento tan complicado, constituye el centro de la religión católica. La misa siempre ha sido el punto de conflicto, tanto durante la Reforma como en otros tiempos. Los reformadores ya lo dijeron con toda claridad: “La misa es lo que importa”. Los insurgentes de Cornish en 1549 se levantaron en contra de la nueva religión y así expresaron sus peticiones de que se retirara el rito de comunión regido por el libro de oraciones y se restaurara la antigua misa. La prolongada persecución de los católicos en Inglaterra adoptó su forma más estridente en la elaboración de leyes que prohibían la celebración de la misa. Durante siglos se obligó al ocupante del trono británico a declarar abiertamente su protestantismo no a base de rechazar el sistema general de la doctrina católica sino de repudiar formalmente la doctrina de la transubstanciación y de la misa. Así como la unión con Roma es el lazo que enlaza a los católicos entre si, se puede decir que, éste, el más venerado de los rituales en la cristiandad es el testigo y la salvaguarda de ese lazo. Es precisamente a través de participar en la misa a través de la comunión que el católico proclama su unión con la Iglesia universal. La excomunión es la pérdida de ese vínculo; la comunión y la misa son el lazo entre fieles, sacerdotes y obispo, que forman un cuerpo que participa de un único pan.

I. HISTORIA DE LA MISA . DUCHESNE, Origines du Culte chrétien (2a. ed., París, 1898); GIHR, Das heilige Messopfer (6a ed., Friburgo, 1897); RIETSCHEL, Lehrbuch der Liturgik, I (Berlín, 1900); PROBST, Liturgie der drei ersten christlichen Jahrhunderte (Tubinga, 1870); IDEM, Liturgie des vierten Jahrhunderts u. deren Reform (Münster, 1893); IDEM, Die ältesten römischen Sacramentarien u. Ordines (Münster, 1892); CABROL, Les Origines liturgiques (París, 1906); IDEM, Le Livre de la prière antique (París, 1900); BISHOP, The Genius of the Roman Rite en STALEY, Essays on Ceremonial (Londres, 1904), 283-307; SEMERIA, La Messa (Roma, 1907); RAUSCHEN, Eucharistie u. Bussakrament (Friburgo, 1908); DREWS, Zur Entstehungsgesch. des Kanons (Tubinga, 1902); IDEM, Untersuchungen über die sogen. clementinische Liturgie (Tubinga, 1906); BAUMSTARK, Liturgia Romana e liturgia dell' Esarcato (Roma, 1904); ALSTON Y TOURTON, Origines Eucharistic (Londres, 1908); WARREN, Liturgy of the Ante-Nicene Church (Londres, 1907); ROTTMANNER, Ueber neuere und ältere Deutungen des Wortes Missa in Tübinger Quartalschr. (1889), pp. 532 ss.; DURANDUS (Bishop of Mende, d. 1296), Rationale divinorum officiorum Libri VIII, es el clásico ejemplo del comentario medieval; cfr. otros en CANON DE LA MISA. BENEDICTO XIV (1740-1758), De SS. Sacrificio Miss , la mejor edición por SCHNEIDER (Mainz, 1879), es también una obra estandar de su clase.
II. TEXTOS: CABROL Y LECLERCQ, Monumenta ecclesiae liturgica, I, 1 (París, 1900-2); RAUSCHEN, Florilegium Patristicum: VII, Monumenta eucharistica et liturgica vetustissima (Bonn, 1909); FELTOE, Sacramentarium Leonianum (Cambridge, 1896); WILS0N, The Gelasian Sacramentary (Oxford, 1894); Gregorian Sacramentary and the Roman Ordines en P.L., LXXVIII; ATCHLEY, Ordo Romanus Primus (Londres, 1905); DANIEL, Codex Liturgicus Ecclesiae universae I (Leipzig, 1847); MASKELL, The Ancient Liturgy of the Church of England (Londres, 1846); DICKENSON, Missale Sarum (Burntisland, 1861-83).
III. USO ACTUAL. Además de las Rúbricas en los misales, el de Pio V y el de Pablo VI, y de las revisiones de Juan Pablo II, consulte DE HERDT, Sacr Liturgic Praxis (3 vols., 9ª. ed., Luvaina, 1894); LE VAVASSEUR, Manuel de Liturgie (2 vols., 10ª. ed., Paris, 1910); MANY, Pr lectiones de Missa (París, 1903). Vea más bibliografía en CABROL, Introduction aux études liturgiques (París, 1907), en CANON DE LA MISA y otros artículos sobre las diversas partes de la misa. Además, JOSEF ANDREAS JUNGMANN, Eucharist, en Sacramentum Mundi, 267-273, 1968. Idem, The Mass of the Roman Rite, 1951; Idem, “The most Sacred Mystery of the Eucharist”, en H. Vorglimer “Commentary on the Documents of Vatican II, vol I 31-45, 1967. Constitución Apostólica “Sacrosanctum Concilium” del Concilio Vaticano II. . CONGREGACIÓN DE RITOS . Eucharisticum Mysterium, 25 de mayo de 1967


Origen de la Santa Misa

El pueblo del A.T. se reunía cada año delante del Arca de la Alianza que contenía las tablas de la Ley, palabra permanente del Señor y el vaso del maná, comida de salvación para el pueblo (Ex. 25, 10.16 y Dt. 10, 1.5), pan ácimo que evocaba la huída de Egipto con el pan a medio hacer sin levadura. Se sacrificaba el cordero y su sangre lanzada al aire por los sacerdotes, borraba los pecados del pueblo.

JELatorre

Pero semanalmente, el sábado era el día establecido por Dios para que su pueblo le diera culto público y su total dedicación era una obligación grave.

El descanso sabático era de naturaleza estrictamente religiosa y por eso culminaba y manifestaba en la oblación de un sacrificio. Este día era para los judíos un signo de la Alianza Divina, por lo que lo celebraban con una fiesta que contenía la promesa de una realidad que aún no había tenido lugar.

Nuestro Salvador, en la última cena, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, como memorial de su muerte y resurrección, ordenando a sus apóstoles celebrarla "hasta que vuelva" (1C 11,26) y constituyéndoles en sacerdotes del Nuevo Testamento, de forma que a través de la Santa Misa se le reciba a El mismo, como alimento.

El mandamiento de Jesús de repetir sus gestos y sus palabras, requiere la celebración litúrgica por los apóstoles y sus sucesores del memorial de Cristo, de su vida, de su muerte, de su resurrección y de su intercesión junto al Padre, o sea, no solamente acordarse de El y de lo que hizo.

Aunque los primeros cristianos se reunían diariamente en el templo y escuchaban los sermones de los Apóstoles, es más bien con la Resurrección de Cristo, ocurrida el primer día de la semana, cuando definitivamente el sábado da paso a la realidad que se anunciaba, la fiesta cristiana que se verificaba ese primer día, el Día del Señor –Doménica Dies–. Por eso nuestros antecesores en la fe cristiana tenían el Domingo sus reuniones litúrgicas para escuchar la Escritura, que consistía en lecturas del A.T. y así poco a poco, se iban juntando en casas particulares para oficiar la Santa Eucaristía (Liturgia) con el fin de comulgar los Santos Cuerpo y Sangre de Jesucristo. Mientras tanto, los cristianos helenistas –o sea, los que habían adoptado la cultura griega– se irán apartando de la sinagoga judía para reunirse en Asamblea, alrededor de las mesas en sus casas privadas, para compartir también el pan de vida de la Palabra y conmemorar la fracción inolvidable del pan, recordando aquel primer día, el de la Resurrección, cuando camino de Emaús, Jesús encuentra a dos de discípulos, Cleofás y otro que no sabemos su nombre (y que podía ser incluso su propia mujer, María) y accede a la invitación de ellos para permanecer aquella noche y compartir la comida, procediendo a bendecir el pan, partiéndolo en trozos y dándoselos, signo claro de la presencia del Maestro con ellos.

La liturgia de las dos mesas

El encuentro en el camino de Emaús marcó, por así decirlo, el orden litúrgico a seguir en nuestra Iglesia (Lc 24, 13.35)

Sus palabras: "El que me ama guarda mi palabra" (Jn. 14,15) y aquellas de "Haced esto en memoria mía" de la Cena Pascual, aún resonaban vivas y fueron incorporadas prontamente a la Iglesia primitiva de los primeros siglos.

Y de este modo, la misma realidad transformada por Cristo, sella una nueva alianza con el Verbo o Palabra encarnada y su nuevo maná eucarístico que da vida eterna y en abundancia.

El Apóstol Santiago compuso la primera Liturgia cristiana, de la cual derivan las actuales de San Juan Crisóstomo y San Basilio El Grande.

Nunca este pueblo de Dios (o sea, nuestra Iglesia) debiera olvidar los eventos salvíficos realizados por Nuestro Señor Jesucristo, que dieron vida a nuestra liturgia, siendo nuestra Iglesia Católica una Iglesia de Memoria.

Por eso y a causa de nuestras debilidades, necesitamos repasar y recordar las Escrituras que –leídas desde la mesa del ambón– nos recrean los pasajes mesiánicos y de los profetas que hablan de El, como lo hacemos en las Lecturas Sagradas durante la Liturgia de la Palabra.

Luego tras reafirmar esa fe recitando el Credo, nos movemos de la mesa del ambón a la mesa del altar para la Liturgia de la Eucaristía y procedemos como en Emaús, a dar gracias y a la fracción del pan, donde ya lo reconocemos presente, para recibirlo luego como alimento en la Sagrada Comunión.

En esencia

En cuanto a las lecturas, estas fueron incorporando las cartas o epístolas –que con tanta especial veneración conservaban los primeros cristianos– escritas por San Pablo a los Romanos, a los Corintios, a los Gálatas, a los Efesios, a los Filipenses, a los Colosenses, a las comunidades en Tesalónica, a Timoteo, a Filemón, la carta o disertación a los Hebreos, la carta de Santiago que termina como un sermón dirigido a todos los creyentes esparcidos en el mundo, las cartas de San Pedro a las diversas comunidades y las de San Juan. De igual modo, posteriormente fueron incorporando los Evangelios y el Libro del Apocalipsis. En los siglos IV y V, todos estos escritos fueron declarados por la Iglesia como inspirados por el Espíritu Santo e incluidos en el canon, formando los libros del A.T. –escritos en griego– los que componen hasta el día de hoy nuestra Biblia de 73 libros (46 del A.T. y 27 del N.T.)

De la misa actual solo conservamos en griego el Kyrie, que es el Señor, siendo el Papa San Dámaso quien cambió en el siglo IV los textos de la misa del griego al latín, ya que todas las lecturas eucarísticas eran leídas en griego.

Si pensamos hoy en el profundo sentido de la Santa Misa, están estos dos momentos de Jesús:

1. En la Liturgia de la Palabra se nos revela el sentido de nuestra vida e historia, a veces oculto por nuestra falta de fe y de convicciones sólidas y
2. La liturgia eucarística nos permite acercarnos a lo central del misterio (consagración) y en la comunión compartir el pan sacramental y unirnos a los hermanos.


HISTORIA DE LA IGLESIA CATOLICA
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