Esta fiesta pone alas en nuestras almas para volar hasta el Cielo; nos coloca, con la fe, en la mansión dichosa de los escogidos, y nos hace asistir a la liturgia misteriosa de los palacios eternos. Y podemos repetir con San Juan: «Vi una gran muchedumbre que nadie podía contar, de todas las naciones y tribus y lenguas, que estaban junto al trono y delante del Cordero, revestida de un ropaje blanco, con palmas en sus manos, y exclamaban a grandes voces, diciendo: «Bendición y gloria y sabiduría y acción de gracias y honra y poder y fortaleza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén.»
Nuestros ojos se esfuerzan por penetrar en aquel mundo maravilloso de figuras recamadas de oro y sumergidas en un océano de felicidad: ojos que irradian alegría, frentes inundadas de luz, bocas llenas de alabanza y exentas de desdén, semblantes henchidos de dulzura, paz, gloria y bienaventuranza. Tal vez algunas son familiares para nosotras; las conocemos o las adivinamos; el hombre del arpa sonora y la cara inspirada; el que levanta con manos de hierro las tablas de la Ley; el profeta de la mirada de águila; la figura escuálida y pequeña del Apóstol, que sostiene la espada encendida y enrojecida en el fuego de su sangre... Moisés, David, Isaías, Pablo, y con ellos los príncipes y los magnates de aquel pueblo glorioso tienen para nosotros algún distintivo que nos permite reconocerlos y señalarlos con el dedo. Aquella joven de mirada extática, que sostiene una rueda con sus manos de color de lirio, es Catalina, la mártir; aquella otra que canta su dicha y mueve con dedos gráciles las cuerdas del arpa, es Cecilia, la virgen romana; aquel anciano de larga barba y amplia vestidura, rodeado de una multitud de hombres y mujeres, que llevan su misma cogulla, es Benito, el patriarca de los monjes de Occidente.... Pero ¿y el glorioso tropel que le circunda? ¿Y el ejército innumerable que llena los ámbitos del Cielo, sus templos, sus jardines, sus paisajes misteriosos e inefables? Ni sabemos sus nombres, ni conocemos su vida. Pero los admiramos y los amamos. Nuestro corazón se abre delante de ellos, ofrendando el incienso de la alabanza e implorando un latido del suyo o alguna de sus miradas compasivas. Con una santa envidia contemplamos aquellos rostros, donde ya no queda huella del dolor. Sus frentes llevan el sello aristocrático de los héroes, sus manos empuñan la palma que no se marchita, en sus sienes brillan las coronas del triunfo. Atletas valerosos, guerreros afortunados, lucharon y vencieron. Amaron la verdad con frenesí, cultivaron con paciencia la buena semilla en el campo de su alma, dejaron regueros de rosas en su camino, sembraron la alegría y la paz, levantaron fanales de luz en medio de sus hermanos, disiparon tinieblas, vencieron monstruos, mataron errores, destruyeron ídolos, aliviaron miserias, iluminaron la vida y lucharon con divino ardimiento para ensanchar las fronteras del reino de Cristo. Vencidos, acaso, un día, lograron levantarse de nuevo y arrebatar al enemigo la victoria. Y lo mismo los que se levantaron que los que nunca cayeron, todos gozan ahora de aquella vida para siempre bienaventurada que enajenaba su espíritu mientras vivieron en este mundo. Un río impetuoso alegra a estos habitantes de la ciudad de Dios; y sus aguas, no cabiendo ya en las riberas del Cielo, llegan hasta nosotros, hinchan nuestros corazones y nos obligan a exclamar: «Alegrémonos todos en el Señor, en este día de la fiesta que celebramos en honor de Todos los Santos, por cuya solemnidad se alegran los ángeles y alaban con ellos al Hijo de Dios.»
Así canta la Iglesia al ofrecer hoy la misa en honor de todos sus hijos trasladados de la muerte a la vida, del combate al descanso. Día tras día, a través del ciclo del año, va presentando a nuestra veneración y a nuestra imitación sus glorias más espléndidas; pero, Madre fecunda y amorosa, no puede olvidar a aquellos de sus hijos cuyos nombres desconocen los hombres, pero que están escritos en el libro de la vida. Cuando Roma acabó de conquistar el mundo, quiso levantar un monumento imperecedero al poder de todos los dioses. El Panteón debía ser el testimonio perenne de su gratitud. Pero ella misma fue vencida por Cristo, y desde entonces la morada de los dioses se convirtió en templo de los mártires. Ya no seria el refugio de vanas sombras y leyendas sin alma, sino la casa de los santos de Dios, que harían verdadero el título que le diera el paganismo: panteón, templo de todos los dioses. «Yo dije—clamaba el salmista—: vosotros sois dioses, y todos, hijos del Altísimo.»
En los primeros años del siglo VII, un Papa, Bonifacio IV, recorría las catacumbas, emocionado al recoger en aquellos subterráneos el palpitar generoso de los tiempos heroicos del cristianismo. Calixto, Ceferino, Sebastián, Cecilia, Inés, Valeriano..., nombres luminosos que hablaban de gestas inmortales. Pero, también, ¡cuántos sepulcros sin un verso, sin una letra, sin un indicio que dijese quién descansaba en el interior! ¡Cuántos huesos anónimos! Y, sin embargo, eran huesos consagrados por el martirio. Junto a ellos se veía la palma victoriosa, o el instrumento del suplicio, o la ampolla de cristal donde los cristianos recogieron su sangre. Tal vez podían distinguirse aún sus vestidos enrojecidos, sus cabezas segadas, sus miembros ahumados, mutilados o magullados. Y he aquí que llega el Pontífice, recoge tembloroso aquellas prendas sagradas, y, sacándolas de la oscuridad, las coloca en aquel templo que Agripa levantara seis siglos antes a la gloria de los dioses paganos. En sus vestidos pontificales brillan la púrpura y las piedras que llevaron antaño los perseguidores, veinticuatro carros le siguen llevando los venerables trofeos y los hijos de los quirites cantan el himno de la marcha triunfal: «Vuestra salida será dichosa y vuestro caminar lleno de alegría. Al veros, los montes saltan de gozo, y las colinas famosas de la ciudad de Rómulo os aguardan con impaciencia. Apareced ya, santos de Dios, dejad el puesto del combate, entrad en Roma, que es ya la Ciudad Santa; bendecid al pueblo romano, que os sigue al templo de las falsas divinidades, desde hoy iglesia vuestra, para adorar en él con vosotros la majestad del Señor.»
Este hecho fue el primer paso en el nacimiento de la fiesta de Todos los Santos. Pronto la solicitud de la Iglesia se extiende más lejos. A los mártires de Roma se asocian los de toda la cristiandad; y a los que derramaron su sangre para dar testimonio de su fe, vienen a juntarse todos los justos que se santificaron día tras día en el cumplimiento cotidiano del deber, martirio lento y oscuro, mas no por eso menos difícil y heroico que el de la sangre. Ya en el siglo VIII, Beda el Venerable escribía estas bellas palabras: «Hoy, dilectísimos, celebramos en la alegría una sola fiesta, la solemnidad de Todos los Santos, cuya sociedad hace que el Cielo tiemble de gozo, cuyo patrocinio alegra la tierra, cuyos triunfos son la corona de la Iglesia, cuya confesión, cuanto más varonil, más ilustre es en su gloria, porque al crecer la lucha, crece también la honra de los luchadores y a la fuerza de los tormentos corresponde la grandeza del premio.»
La fiesta se había completado abriendo a nuestra consideración los horizontes infinitos de la santidad creada e increada. Ante todo, la Trinidad Beatísima, el Rey de esos reyes que son los santos, el Dios de los dioses de Sión, Dios todo en todas las cosas. «Venid—canta la liturgia del día—, adoremos al Rey de los reyes, porque Él es la corona de todos los santos.» Después, María, canal de la gracia, que produce la santidad en los hombres, y tras Ella los nueve coros angélicos y todos los escogidos que nacieron de Adán; los patriarcas y los profetas, los apóstoles y los mártires, los confesores y las vírgenes; rosas de martirio y violetas de humildad, siemprevivas de caridad y lirios de pureza; los que dejaron su huella luminosa en la senda de la Humanidad, y los que se extinguieron en el silencio bajo la mirada bondadosa de Dios; los que fueron luminarias de su siglo, y los que vivieron con nosotros una vida ignorada y humilde; los ancianos de paso vacilante y manos temblorosas, pero de corazón juvenil para abrazarse con el deber; los niños que comenzaban a vivir y corrieron impacientes al manantial de una vida mejor; los jóvenes que despreciaron los encantos que el mundo les ofrecía y animosos dejaron ensueños por realidades; el rey que entre los esplendores del trono conservó puro su corazón y se sirvió de su poder para hacer felices a los pueblos; el poderoso que no puso su corazón en el brillo del oro, sino que siguió sencillamente la ley santa del Señor; el pobre sacerdote que en el rincón de su aldea, desterrado casi del mundo, repartió el pan de su mesa con el labriego y el mendigo; el honrado comerciante, el humilde labrador, la doncella dulce y recatada, la esposa virtuosa y solícita, la madre cuidadosa y amante, el criado fiel, el industrial laborioso, el pobre artesano, el mendigo que corre los caminos helados o los deseos, devorado acaso por el ardor de la fiebre y la tristeza de soledad. Todos los que en la riqueza o en la pobreza, en la obediencia o en el poder, supieron hacerse santos, imitando las virtudes del modelo de toda santidad, Jesucristo, son este día el objeto de nuestro culto. Con nuestra fe los vemos en aquella patria de todo contento como los veía el vidente de Patmos, vestidos con las cícladas de oro, ceñidas las sienes con brillantes coronas, cantando el cántico nuevo, que sólo ellos pueden cantar, y bebiendo la dicha perenne en la fuente maravillosa de la Sangre del Cordero. Tal vez, como Dante, atravesamos el empíreo escuchando aquel himno que no se acaba nunca: «Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.» Sus ecos alegran nuestro corazón, abren nuestros ojos a los misterios insondables, y tenemos que exclamar con el poeta: «Todo el universo me parecía una sonrisa. El reino de la alegría, con todo su pueblo, antiguo y nuevo, dirigiéndose hacia un solo punto, era todo una mirada, era todo un solo amor. ¡Oh triple luz, que, parpadeando en una sola estrella, sacias de esta manera aquellos ojos, míranos aquí abajo en nuestras tempestades!»
En nuestras tempestades.... Temblamos todavía en la incertidumbre, aún nos envuelven los miedos veladores de la noche; pero tenemos un áncora, que es la fe, y una luz, que es la esperanza, y un guía, que es el amor; y oímos esta palabra: «Bienaventurados los que lloran»; y esta otra: «Dichosos los que han sido convidados a las bodas del Cordero.» Nosotros hemos recibido esta invitación, y hay allí muchas sillas que nos aguardan. Iremos a la casa del Señor. Nuestros pies están aún en sus atrios; pero nuestros ojos contemplan con alborozo las tribus innumerables que llegan hasta ti, ¡oh Jerusalén! ciudad de paz, construida en la concordia y el amor.
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