Paisaje otoñal: árboles melancólicos de color de bronce, cielo plomizo, suelo desnudo; junto al río, lamentos monótonos del aire, que recoge el último secreto de las hojas, y esas mismas hojas que caen lánguidamente y ruedan sin saber dónde van, sollozando y musitando no sé qué canción doliente, llamamiento tal vez de un corazón inconsolable a causa de un tiempo que fue—cantos y perfumes del abril lejano—, que se fue y que ya no volverá.
Y pensamos en la muerte. «El hombre, nacido de mujer, vive poco tiempo, lleno de muchas miserias.» Así decía Job, y continuaba: «Como una flor nace y es pisoteado; huye como una sombra y nunca permanece en el mismo estado.» Pensemos, pues, en la muerte, puesto que la naturaleza nos invita, y con la naturaleza ese tañido de la campana, bronco, seco, profundo, que parece la señal de la entronización de la muerte en todos los muros, en todas las iglesias, en todos los altares, en todos los corazones. Filosofar, decía Platón, es aprender a morir. Y, más bellamente, el poeta cristiano: El gran negocio del hombre es la vida, y el gran negocio de la vida es la muerte. Porque nacemos para morir y morimos para vivir. El que no ha sabido filosofar, tiembla y llora cuando ella se acerca, y tal vez, como el cardenal Mazarino, exclama con tristeza: «Pero ¿es que hay que dejar todas estas cosas?» El que la ha tenido cada día colgada delante de los ojos, según expresión de San Benito, sonríe al escuchar aquellas palabras de la liturgia de los agonizantes: «Suave y festiva sea para ti la visión de Cristo Jesús.» Esta es la fuente donde bebieron los santos su valor. «El que piensa siempre en la muerte—decía San Jerónimo—, desprecia todas las cosas.» Por eso San Francisco podía saludar alegremente a la descarnada visitante: «Bien venida sea mi hermana la muerte.» Y más apasionadamente exclamaba Santa Teresa: «¡Ah, Jesús mío! Ya es hora de que nos veamos.» Es el lado opuesto a la actitud del héroe pagano que decía: «Preferiría trabajar día tras día los campos de un hombre miserable y sin fortuna, antes que reinar abajo sobre el imperio de los muertos.»
Es que el cristiano tiene la certidumbre del más allá. Si el pagano presentaba sus obsequios a la muerte, él se los ofrece a la inmortalidad, y si celebra el día de los muertos, es porque esos muertos son inmortales. Sólo después que Cristo anunció que Él era la resurrección y la vida, se ha podido decir: «La muerte es el más bello momento del hombre, En ella se encuentran todas las virtudes que ha practicado, toda la fuerza y toda la paz que ha atesorado, todos los recuerdos, todas las imágenes queridas, todas las dulces añoranzas, y con todo esto, la hermosa perspectiva de Dios. Muy fuertes seríamos contra la muerte si tuviéramos fe viva.»
Es la fe la que ilumina el más allá, recordándonos las palabras del Apocalipsis: «Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor.» Ni sombras espesas, como creían los paganos, ni el abismo de la nada, como enseñan los materialistas. Una vida nueva, vida de amor o de odio, paraíso o infierno. Al que en este mundo escogió el amor, vida de amor; al que escogió el odio, el lugar del odio y de la maldición. «Del lado que cayere el árbol, así quedará eternamente.» Es una verdad que ya descubrió la filosofía antigua: «La muerte—leemos en La República, de Platón— no es otra cosa que la separación del alma y del cuerpo. Después de esa separación, el alma se presenta delante del supremo Juez, el cual la examina sin preocuparse de la dignidad que tuvo en la tierra; y si la encuentra manchada por los crímenes, aunque sea el alma del rey de los persas, o del hombre más poderoso, la envía ignominiosamente a la prisión, donde ha de sufrir los suplicios merecidos.» Aún va más lejos el gran ateniense, cuando nos dice a continuación: «Aquellos a quienes los dioses y los hombres castigan a fin de que saquen provecho del castigo, son los desgraciados culpables de pecados que se pueden curar. El dolor es para ellos un bien real, pues sólo por él pueden librarse de la injusticia.» Esta verdad—toda verdad se encuentra ya en el paganismo, aunque en estado de putrefacción—es en el cristianismo un dogma: el dogma del Purgatorio, la mansión temporal de las almas que murieron en gracia de Dios antes de haber satisfecho a la justicia divina; el noviciado de la visión del Santo de los santos, como le llama el Padre Fáber; el segundo reino donde el alma se purifica haciéndose digna de subir al Cielo, como cantaba Alighieri; el lugar en cuyos ámbitos resuena constantemente la palabra de Cristo: «En verdad os digo que no saldréis de aquí hasta que paguéis el último cuadrante.»
Dogma consolador, que amplía las fronteras de nuestra confianza, y permite a Dios perdonar sin que se quebranta aquel principio de que nos habla el Apocalipsis: Nada manchado puede entrar en el Cielo. «No hay nada que yo crea más firmemente—escribía José de Maistre—que el Purgatorio. ¿No iban a ser las penas proporcionadas a los crímenes? Para mí, los modernos razonadores que niegan las penas eternas, dan muestra de una extraña necesidad si no admiten expresamente la existencia del Purgatorio; porque, decidme: ¿a quién podrán hacer creer que el alma de Robespierre voló al seno de Dios como la de Luis XVI? ¿Quién jamás pensó fusilar un soldado por robar una vasija de loza? Y, sin embargo, es preciso que el robo no quede impune. Yo os digo que el Purgatorio es el dogma del sentido común.» Enraizada en lo más profundo de la conciencia humana, puede decirse que esta verdad no es más que la intuición del corazón hecha dogma.
El corazón humano le adivina, porque es el amor quien le crea, como una prolongación inesperada de la santidad para uso de las almas que guardan todavía las huellas de la contaminación terrestre. Modera la justicia y dilata la misericordia. Da al amor libertades y condescendencias. Ni con deudas ni con faltas se puede entrar en el Cielo. Y ¿quién es el que merece sin tener que purgar algún pecado venial? ¿Quién no lleva viejas deudas que liquidar y una multitud de sombras que velan, sin destruirla, la divina belleza de su alma? Afortunadamente, al otro lado está el Purgatorio, arsenal en que se acaban de pulimentar las piedras vivas con que se levanta la Jerusalén celestial; lazareto en que el pasajero contaminado se estaciona delante del puerto aguardando el instante en que, libre de su dolencia, pueda besar el suelo de la patria y abrazar a los suyos, que, impacientes, le aguardan cerca de allí. Por tanto, hay allí una gran alegría. Ya estamos salvos, pueden decir los que llegan; para nosotros se acabaron las tempestades y peligros del mar borrascoso de la vida. En la puerta del infierno leyó Dante este verso: «Dejad toda esperanza los que entráis.» En cambio, a la entrada del Purgatorio vio Santa Francisca Romana esta inscripción: «Aquí está la mansión de la esperanza.»
La esperanza en el dolor. Se espera sufriendo y se sufre esperando. Por grande que sea—dicen unos que no es inferior al del infierno, y otros que supera a todos los dolores de esta vida—este sufrimiento es un sufrimiento amoroso y un sufrimiento amado: amoroso, porque la mano que hace sufrir es la de Dios, el Bien supremo; amado, porque es purificador y embellece el alma y la hace digna de Aquel a quien ama, y acelera su unión con Él. Nunca la desposada encuentra demasiado largo el tiempo de engalanarse con los atavíos nupciales. Pero es un sufrimiento. Parece nuestro destino pasar de un valle de lágrimas a un valle de fuego, antes de entrar en nuestra verdadera patria. Desde que el pecado germinó en el mundo, nadie se salva, nadie se purifica si no es por el sufrimiento. Cristo nos dio el valor infinito del suyo, y, juntando el nuestro con él, compramos el Paraíso perdido.
Esa es también la moneda del Purgatorio. Hay un fuego material que atormenta al alma de una manera misteriosa. Es el caso del lingote de oro arrancado a las entrañas de la tierra y arrojado en el fuego para que bajo la acción de la llama desaparezcan las materias impuras que le impiden dar todo su brillo. El fuego le penetra, le abraza le envuelve; él gime, se retuerce, deja escapar gotas largas y ardorosas. ¿Es esto una crueldad? No, es el deseo de devolver al metal todo el esplendor de su naturaleza, y esto mismo es lo que se hace con el alma en el horno del Purgatorio. Hay que separar de ella las escorias, las imperfecciones, a fin de que sea como un vaso perfecto, digno de ser presentado en la mesa del rey. Tormento terrible, extraño, tratándose de una sustancia espiritual, pero que no puede compararse con aquel otro que los teólogos llaman pena de daño, y que consiste en la privación de la presencia de Dios. El que ha amado alguna vez, sabe que la presencia es, en cierto sentido, una de las necesidades del amor. Ver y poseer, ver y gozar: tal es la divisa del amor. La ausencia del objeto amado le causa un martirio intolerable. Tal es el tormento del alma en el Purgatorio. Al salir de este mundo ha llegado finalmente a comprender lo que Dios es en Sí mismo y lo que es para ella: en Sí mismo, verdad, belleza, bondad soberana, objeto de admiración y de amor infinito; para ella, el término, el bien soberano, la felicidad, que en sus años de desterrada buscó frenéticamente. Encerrados en la prisión de nuestra carne, atados con las cadenas de la materia, apenas podemos rastrear lo que puede ser ese anhelo de un espíritu que está ya libre del tiempo y de las contingencias. Vemos, sin embargo, a los santos que, heridos de esa flecha divina, desahogan los ímpetus de su amor en gritos terribles, reveladores de angustias mortales; a San Pablo, con el «¿quién me librará de este cuerpo de muerte?»; a Santa Teresa, con el «muero porque no muero»; a San Agustín, con aquella exclamación desgarradora que ilumina una de las más bellas páginas de las Confesiones: «¡Oh belleza infinita, qué tarde te he conocido, qué tarde te he amado! Hicístenos para Ti, oh Dios mío, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.»
El amor de las almas que sufren en el Purgatorio es mucho más libre y más puro, un amor que se derrama en deseos intolerables. Hambre, sed y fiebre de Dios. Son hambres vivas aquellas pobres almas que han visto el Bien supremo y no pueden acercarse a Él. Ya no existe la barrera de su cuerpo, pero queda la barrera de su indignidad. La pobre alma se siente culpable, y no osa acercarse a Aquel a quien ha ofendido; se lanza, se precipita hacia Dios, como a un centro de gravitación, como al objeto de todos sus deseos, y al mismo tiempo se da cuenta de todas las salpicaduras, recuerdo de su paso por la tierra que le impide caminar hacia el divino encuentro. Atraída y rechazada a la vez, se resigna a la violencia del martirio, aguardando el momento de la liberación. «¡Oh Dios!—exclamaba Bossuet—. Grande artificio de vuestra mano poderosa y de vuestra profunda sabiduría es encontrar estos extremos de dolor en un fondo donde existe vuestra paz y la certidumbre de poseeros. ¿Quién será el sabio que entienda esta maravilla? En cuanto a mí, apenas si puedo vislumbrarla.»
Y aquí nos sale al paso otra delicadeza del amor infinito. Es verdad que esas almas caídas de los dolores de la tierra en los dolores del Purgatorio no pueden ya merecer. El tiempo del merecimiento ha terminado para ellas. Pero Dios nos ha concedido a nosotros un poder maravilloso: el de aliviar sus penas, el de apagar sus llamas, el de abrirles las puertas del Cielo. Nos lo enseña el dogma de la comunión de los santos y la reversibilidad de los méritos, es decir, la unión que existe entre todos los fieles de Cristo, que estén en la tierra, en el Cielo o en el Purgatorio. Todos los que son de Cristo forman una sociedad, y en esta sociedad hay interdependencia, reciprocidad de servicios y de influencias, comunidad de bienes; en una palabra, unidad de vida. Este dogma es, por decirlo así, el que pone en nuestras manos la suerte de los muertos, y porque nuestros méritos son tan pequeños, viene Cristo en nuestra ayuda, poniendo a nuestra disposición sus méritos infinitos. Lo mismo que un jardinero riega las plantas consumidas por los ardores del sol, asi nosotros podemos derramar sobre sus dolores, como un rocío divino, la Sangre de Jesucristo. Es la creencia y la práctica de la Iglesia desde los primeros días de su existencia. Ya Tertuliano decía, dirigiéndose a la esposa cristiana: «Que rece por su marido difunto, que pida para él el descanso eterno, que anhele encontrarle en el día de la resurrección, que haga la ofrenda cada año al celebrar el aniversario de su muerte; si olvida estas cosas, ha renunciado a su marido en cuanto de ella depende.» Los paganos deshojaban rosas y tejían guirnaldas en honor de sus difuntos; «pero un cristiano—decía San Ambrosio al pueblo de Milán—tiene mejores presentes; cubrir de rosas, si queréis, los mausoleos, pero envolvedlos, sobre todo, en aromas de oraciones».
Esta doctrina es la que inspiró la pompa fúnebre de la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. La costumbre primitiva del aniversario familiar se transformó en un aniversario general, que comprende en la mente de la Iglesia a todos aquellos hijos suyos que, habiendo salido de este mundo, están todavía en camino hacia la patria. El primer pensamiento fue de San Odilón, abad de Cluny, que en 998 estableció esta conmemoración solemne en la Orden benedictina. El mundo aplaudió aquella iniciativa. Roma la adoptó, y no tardó en extenderse por toda la cristiandad. El día escogido fue este que sigue a la festividad de Todos los Santos, para de este modo ofrecer el homenaje de nuestro recuerdo a esas dos muchedumbres de hermanos nuestros que se llaman la Iglesia Triunfante y la Iglesia Purgante. Tal vez el sentido íntimo cristiano ha querido hacer coincidir este recuerdo dulce y triste con las melancolías del otoño. La misma naturaleza nos invita a recoger las lágrimas de las cosas y a repetir esas plegarias llenas de suave poesía y penetradas de un hálito incoercible de esperanza que la Iglesia pone en nuestros labios este día de la Conmemoración de los Fieles Difuntos.
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