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miércoles, 21 de junio de 2017

Medios de prepararse para la muerte

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Verdades olvidadas

CONSIDERACIÓN 10
Medios de prepararse para la muerte
Acuérdate de tus postrimerías
y no pecarás jamás.
Ecl. 7, 40
PUNTO 1
Todos confesamos que hemos de morir, que sólo una vez hemos de morir, y que no hay cosa más importante que ésta, porque del trance de la muerte dependen la eterna bienaventuranza o la eterna desdicha.
Todos sabemos también que de vivir bien o mal procede el tener buena o mala muerte. ¿Por qué acaece, pues, que la mayor parte de los cristianos viven como si nunca hubiesen de morir, o como si el morir bien o mal importase poco? Se vive mal porque no se piensa en la muerte: “Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás”.
Preciso es convencernos de que la hora de la muerte no es propia para arreglar cuentas y asegurar con ellas el gran negocio de la salvación. Los prudentes del mundo toman oportunamente en los asuntos temporales todas las precauciones necesarias para obtener la ganancia, el cargo, el enlace convenientes, y con el fin de conservar o restablecer la salud del cuerpo, no desdeñan usar de los remedios adecuados.
¿Qué se diría del que, teniendo que presentarse en público concurso para ganar una cátedra, no quisiese adquirir la indispensable instrucción hasta el momento de acudir a los ejercicios? ¿No sería un loco el jefe de una plaza que aguardase a verla sitiada para hacer los abastecimientos de vituallas, armas y municiones? ¿No sería insensato el navegante que esperase la tempestad para proveerse de áncoras y cables?...
Pues tal es el cristiano que difiere hasta la hora de la muerte el arreglo de su conciencia. “Cuando se echare encima la destrucción como una tempestad..., entonces me llamarán, y no iré...; comerán los frutos de su camino” (Pr. 1, 27, 28 y 31).
La hora de la muerte es tiempo de confusión y de tormenta. Entonces los pecadores pedirán el auxilio de Dios, pero sin conversión verdadera, sino sólo por el temor del infierno, que ya verán cercano, y por eso justamente no podrán gustar otros frutos que los de su mala vida. “Aquello que sembrare el hombre, eso también segará”. (Ga. 6, 8). No bastará recibir los sacramentos, sino que será preciso morir aborreciendo el pecado y amando a Dios sobre todas las cosas.
Mas, ¿cómo aborrecerá los placeres ilícitos quien hasta entonces los haya amado?... ¿Cómo habrá de amar a Dios sobre todas las cosas el que hasta aquel instante hubiere amado a las criaturas más que a Dios?
Necias llamó el Señor –y en verdad lo eran– a las vírgenes que iban a preparar las lámparas cuando ya llegaba el Esposo. Todos temen la muerte repentina, que impide ordenar las cuentas del alma. Todos confiesan que los Santos fueron verdaderos sabios, porque supieron prepararse a morir antes que llegase la muerte...
Y nosotros, ¿qué hacemos? ¿Queremos correr el peligro de no disponernos a bien morir hasta que la muerte se avecine?
Hagamos ahora lo que en ese trance quisiéramos haber hecho... ¡Oh, qué tormento traerá la memoria del tiempo perdido, y, sobre todo, del malamente empleado!... Tiempo de merecer que Dios nos concedió y que pasó para nunca volver.
¡Qué angustias nos dará el pensamiento de que ya no es posible hacer penitencia, ni frecuentar los sacramentos, ni oír la palabra de Dios, ni visitar en el templo a Jesús Sacramentado, ni hacer oración! Lo hecho, hecho está. Menester sería juicio sanísimo, quietud y serenidad para confesar bien, disipar graves escrúpulos y tranquilizar la conciencia..., ¡pero ya no es tiempo! (Ap. 10, 6).
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Oh Dios mío! Si yo hubiera muerto en aquella ocasión que sabéis, ¿dónde estaría ahora? Os doy gracias por haberme esperado y por todo ese tiempo en que debiera haberme hallado en el infierno, desde aquel instante en que os ofendí.
Dadme luz y conocimiento del gran mal que hice al perder voluntariamente vuestra gracia, que merecisteis para mí con vuestro sacrificio en la cruz... Perdonadme, pues, Jesús mío, que yo me arrepiento de todo corazón y sobre todos los males de haber menospreciado vuestra bondad infinita.
Espero que me habréis perdonado... Ayudadme, salvador mío, para que no vuelva a perderos jamás... ¡Ah Señor! Si volviese a ofenderos después de haber recibido de Vos tantas luces y gracias, ¿no sería digno de un infierno sólo creado para mí?... ¡No lo permitáis, por los merecimientos de la Sangre que por mí derramasteis!
Dadme la santa perseverancia; dadme vuestro amor... Os amo, Sumo Bien mío; no quiero dejar de amaros jamás. Tened, Dios mío, misericordia de mí, por el amor de Jesucristo.
Encomendadme a Dios, ¡oh Virgen María!, que vuestros ruegos nunca son desechados por aquel Señor que tanto os ama.
PUNTO 2
Puesto que es seguro, hermano mío, que has de morir, póstrate en seguida a los pies del Crucifijo; dale fervientes gracias por el tiempo que su misericordia te concede a fin de que arregles tu conciencia, y luego examina todos los pecados de la vida pasada, especialmente los de tu juventud.
Considera los mandamientos divinos; recuerda los cargos y ocupaciones que tuviste, las amistades que frecuentaste; anota tus faltas y haz –si no lo has hecho– una confesión general de toda tu vida... ¡Oh, cuánto ayuda la confesión general para poner en buen orden la vida de un cristiano! Piensa que esa cuenta sirve para la eternidad, y hazla como si estuvieres a punto de darla ante Jesucristo, juez. Arroja de tu corazón todo afecto al mal, y todo rencor u odio.
Quita cualquier motivo de escrúpulo acerca de los bienes ajenos, de la fama hurtada, de los escándalos dados, y resuelve firmemente huir de todas las ocasiones en que pudieras perder a Dios. Y considera que lo que ahora parece difícil, imposible te parecerá en el momento de la muerte.
Lo que más importa es que resuelvas poner por obra los medios de conservar la gracia de Dios. Esos medios son: oír misa diariamente; meditar en las verdades eternas; frecuentar, a lo menos una vez por semana, la confesión y comunión; visitar todos los días al Santísimo Sacramento y a la Virgen María; asistir a los ejercicios de las Congregaciones o Hermandades a que pertenezcas; tener lectura espiritual; hacer todas las noches examen de conciencia; practicar alguna especial devoción en obsequio de la Virgen, como ayunar todos los sábados, y, además, proponer el encomendarte con suma frecuencia a Dios y a su Madre Santísima, invocando a menudo, sobre todo en tiempo de tentación, los sagrados nombres de Jesús y María. Tales son los medios con que podemos alcanzar una buena muerte y la eterna salvación.
El hacer esto, gran señal será de nuestra predestinación. Y en cuanto a lo pasado, confiad en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, que os da estas luces porque quiere salvaros, y esperad en la intercesión de María, que os alcanzará las gracias necesarias. Con tal orden de vida y la esperanza puesta en Jesús y en la Virgen, ¡cuánto nos ayuda Dios y qué fuerza adquiere el alma!
Pronto, pues, lector mío, entrégate del todo a Dios, que te llama, y empieza a gozar de esa paz que hasta ahora, por culpa tuya, no tuviste. ¿Y qué mayor paz puede disfrutar el alma si cuando busques cada noche el preciso descanso te es dado decir: Aunque viniese esta noche la muerte, espero que moriré en gracia de Dios?
¡Qué consuelo si al oír el fragor del trueno, al sentir temblar la tierra, podemos esperar resignados la muerte, si Dios lo dispusiese así!
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Cuánto os agradezco, Señor, las luces que me comunicáis!... Aunque tantas veces os abandoné y me aparté de Vos, no me habéis abandonado. Si lo hubiereis hecho, ciego estaría yo aún, como quise estarlo en la vida pasada; obstinado en mis culpas me hallaría, y no tendría voluntad ni de dejarlas ni de amaros.
Ahora siento grandísimo dolor de haberos ofendido, vivo deseo de estar en vuestra gracia, y profundo aborrecimiento de aquellos malditos placeres que me hicieron perder vuestra amistad. Todos estos afectos gracias son que de Vos proceden y que me mueven a esperar que querréis perdonarme y salvarme...
Y pues Vos, Señor, a pesar de mis muchos pecados, no me abandonáis y deseáis mi salvación, me entrego totalmente, duélome de todo corazón de haberos ofendido y propongo querer antes mil veces perder la vida que vuestra gracia...
Os amo, Soberano Bien; os amo, Jesús mío, que por mí moristeis, y espero por vuestra preciosísima Sangre que jamás volveré a apartarme de Vos. No, Jesús mío; no quiero perderos otra vez, sino amaros eternamente. Conservad siempre y acrecentad mi amor a Vos, como os lo suplico por vuestros merecimientos...
¡María, mi esperanza, rogad por mí a Jesús!
PUNTO 3
Es preciso que procuremos hallarnos a todas horas como quisiéramos estar a la hora de la muerte. “Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor”. (Ap. 14, 15). Dice San Ambrosio que los que bien mueren son aquellos que al morir están ya muertos al mundo, o sea desprendidos de los bienes que por fuerza entonces dejarán.
Por eso es necesario que desde ahora aceptemos el abandono de nuestra hacienda, la separación de nuestros deudos y de todos los bienes terrenales. Si no lo hacemos así voluntariamente en la vida, forzosa y necesariamente lo haremos al morir; pero entonces no será sin gran dolor y grave peligro de nuestra salvación eterna.
Adviértenos, además, San Agustín que ayuda mucho para morir tranquilo arreglar en vida los intereses temporales, haciendo las disposiciones relativas a los bienes que hemos de dejar, a fin de que en la hora postrera sólo pensemos en unirnos a Dios. Convendrá entonces no ocuparse sino en las cosas de Dios y de la gloria, que son harto preciosos los últimos momentos de la vida para disiparlos en asuntos terrenos.
En el trance de la muerte se completa y perfecciona la corona de los justos, porque entonces se obtiene la mejor cosecha de méritos, abrazando los dolores y la misma muerte con resignación o amor.
Mas no podrá tener al morir estos buenos sentimientos quien no se hubiera en vida ejercitado en ellos. Para este fin, algunos fieles practican con gran aprovechamiento la devoción de renovar cada mes la protestación de muerte, con todos los actos en tal trance propios de un cristiano, y después de haber confesado y comulgado, imaginando que se hallan moribundos y a punto de salir de esta vida.
Lo que viviendo no se hace, difícil es hacerlo al morir. La gran sierva de Dios Sor Catalina de San Alberto, hija de Santa Teresa, suspiraba en la hora de la muerte, y exclamaba: “No suspiro, hermanas mías, por temor de la muerte, que desde hace veinticinco años la estoy esperando; suspiro al ver tantos engañados pecadores, que esperan para reconciliarse con Dios a que llegue esta hora de la muerte, en que apenas puedo pronunciar el nombre de Jesús”.
Examina, pues, hermano mío, si tu corazón tiene apego todavía a alguna cosa de la tierra, a determinadas personas, honras, hacienda, casa, conversación o diversiones, y considera que no has de vivir aquí eternamente. Algún día, muy pronto, lo dejarás todo; ¿por qué, pues, quieres mantener el afecto en esas cosas aceptando el riesgo de tener muerte sin paz?... Ofrécete, desde luego, por completo a Dios, que puede, cuando le plazca, privarte de esos bienes.
El que desee morir resignado ha de tener resignación desde ahora en cuantos accidentes contrarios puedan acaecerle, y ha de apartar de sí los afectos a las cosas del mundo. Figuraos que vais a morir –dice San Jerónimo–, y fácilmente lo despreciaréis todo.
Si aún no habéis hecho la elección de estado, elegid el que en la hora de la muerte querríais haber escogido, el que pudiera procuraros más dichoso tránsito a la eternidad. Si ya lo habéis elegido, haced lo que al morir quisierais haber hecho en vuestro estado.
Proceded como si cada día fuese el último de vuestra vida, cada acción la postrera que hiciereis; la última oración, la última confesión. Imagínate que estás moribundo, tendido en el lecho, y que oyes aquellas imperiosas palabras: Sal de este mundo. ¡Cuánto pueden ayudar estos pensamientos para dirigirnos bien y menospreciar las cosas mundanas!
“Bienaventurado el siervo a quien hallare su Señor así haciendo cuando viniere” (Mt. 24, 46). El que espera la muerte a todas horas, aun cuando muera de repente, no dejará de morir bien.
AFECTOS Y SÚPLICAS
Todo cristiano, cuando se le anuncia la hora de la muerte, debe hallarse preparado para decir: “Me quedan, Señor, pocas horas de vida; quiero emplearlas en amaros cuanto pueda, para seguiros amándoos en la eternidad. Poco me queda que ofreceros, pero os ofrezco estos dolores y el sacrificio de mi vida, en unión del que os ofreció por mí Jesucristo en la cruz. Pocas y breves son, Señor, las penas que padezco, en comparación de las que he merecido; mas tales como son, las abrazo en muestra del amor que os tengo. Resígnome a cuantos castigos queráis darme en esta y en la otra vida. Y con tal que pueda amaros eternamente, castigadme cuanto os plazca; pero no me privéis de vuestro amor. Reconozco que no merezco amaros por haber tantas veces despreciado vuestro amor; mas Vos no sabéis desechar a un alma arrepentida.
Duélome, ¡oh Suma Bondad!, de haberos ofendido. Os amo con todo mi corazón, y en Vos confío enteramente. Vuestra muerte es mi esperanza, ¡oh Redentor mío! Y en vuestras manos taladradas encomiendo mi alma...
¡Oh Jesús mío!, para salvarme disteis vuestra Sangre toda. No permitáis que me aparte de Vos. Os amo, Eterno Dios, y espero que os amaré en toda la eternidad...
¡Virgen y Madre mía, ayudadme en mi última hora! ¡Os entrego mi alma! ¡Pedid a vuestro Hijo que se apiade de mí! ¡A Vos me encomiendo; libradme de la eterna condenación!
(“Preparación para la muerte” – San Alfonso María de Ligorio)

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