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martes, 21 de marzo de 2017

VOCACIÓN MONÁSTICA




Vocación quiere decir “llamada”; viene del latín “vocare” que significa “llamar”.
La vocación es un misterio de amor de Dios que tomando la iniciativa, llama por amor a un hombre que debe responder por amor. Llamada que corresponde a una predilección amorosa de Dios que escoge a quienes quiere a ayudarle de manera especial en la misión de extender Su Reino hasta el último confín de la tierra.

Lo primero que debemos tener en cuenta, es que la vocación es un DON de Dios que no todos reciben; es un regalo, una gracia que se debe agradecer como que de un tesoro se trata. La vocación es un don vivo, que debo hacer vivir en mí, por tanto, la vocación se vive, la vive uno mismo, pues la vocación es diferente para cada uno, es un don que Dios hace de forma personal e intransferible.


Es una invitación que Dios hace, Él llama y lo hace con y por amor, pero no obliga a nadie a seguirle. Hay que estar a la escucha de la voz que dice: “Ven y sígueme”. Y es en la oración, en la relación íntima con el Señor a través de la oración silenciosa, donde podemos escuchar Su voz que habla al corazón y nos invita a seguirle. Debemos creer con todo nuestro ser que Dios es fiel y que nos dará todo aquello que necesitamos para llegar a ser la persona que Él desea que “sea”. Por tanto, la respuesta será una respuesta de amor fundada en una fe y una esperanza inquebrantables.

Jesús quiere darse a quien llama de una manera particular; cuando Jesús miró al joven rico, lo amó y después le invitó a Su seguimiento. Pero una llamada de amor como esa, merece una respuesta, ha de haber una aceptación, como la del Profeta Isaías: “Heme aquí, envíame”, o como la de la Virgen María: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
La vocación es un donación gozosa de sí mismo, pero en esta donación, se llega a la posesión de la Verdad y encontrar la Verdad es encontrarse con Jesús: “Yo soy la Verdad[1]. Este encuentro, esta posesión de la Verdad, constituye un gozo auténtico. El que escucha la llamada es porque ha descubierto un valor inestimable, perenne.

Vivir con plenitud la vocación, significa realizarse integralmente, es ser llamado a vivir en alegría, a ser testimonio de alegría que no es otra cosa que vivir en el amor. La vocación recibida como un don gratuito y amoroso de Dios, colma de de inmenso gozo  la vida.


VOCACIÓN MONÁSTICA


La vocación monástica es la maravillosa y hermosa aventura de la búsqueda y el encuentro de Dios en la soledad y silencio del corazón. Es asumida por aquellos hombres y mujeres que hacen de su vida una alabanza permanente a Dios, en el silencio de la oración.

Ya decía Evagrio Póntico en el siglo IV que “el monje es aquel que está separado de todos y unido a todos”. A pesar de que la vocación del monje le obliga a una cierta separación del mundo -Fuga Mundi-, se encuentra en el corazón mismo de aquello que es más íntimo a cada hombre, su hermano.

El que se adentra en la soledad del claustro, es quien aspira a alcanzar el fin último de su vida renunciando a todo aquello que sea innecesario para lograr tal fin, y por eso, es capaz de renunciar a cualquier otro fin secundario aunque lícito para centrarse en Dios sola y exclusivamente. Si atendemos a la Regla de San Benito, veremos que nos dice  sobre este aspecto:

No anteponer nada a Cristo[2]
Los que nada estiman tanto como a Cristo [3]
Nada absolutamente prefieran a Cristo[4]

         La vida monástica es una vida de fe. En nuestro mundo, cuando el acento se pone casi exclusivamente en la eficacia y la productividad, no es fácil comprender una vida centrada en estar “libre para Dios”. Una vida contemplativa puede llegar a ser monótona, por eso se debe estar seguro y convencido del valor de esta vida y de su importancia dentro de la Iglesia.

         Debe existir una atracción hacia la oración, no como evasión, sino como don de Dios. Para el monje, la oración será a lo largo de su vida el ejercicio de su busca y de su encuentro con Dios. 

Oración, a ser posible, sin palabras. 
Un estar humilde ante Dios. 
         Rendido a su voluntad. 
Buscando en la oración su voluntad. 
Pidiéndole a Dios que se haga su voluntad. Su voluntad en mí. Su voluntad en los demás, en el mundo entero. 

El hombre, el monje, se encuentra a sí mismo en la presencia de Dios. Descubre su propia intimidad. Se realiza. Se ve en su más completa realidad. 

En esta escala está el progreso de mi vida espiritual. Nada vale si no se traduce en mi diaria conversación a Dios.

 Tiene que haber una capacidad para aceptar el silencio y una verdadera soledad, como ya hemos apuntado anteriormente. El silencio dentro de una vida contemplativa debe servir para progresar en la intimidad con Dios, y esto debe manifestarse en la actitud para con los otros. Nuestra vida monástica benedictina-cisterciense es cenobítica. La vida fraterna en comunión es esencial en nuestra vida. Más que ermitaños, somos cenobitas en el desierto. No hay comunión ni comunidad sin comunicación, y por eso, la palabra y el silencio estarán al servicio de la comunicación con Dios y con los hermanos.

Una de las características de la vida monástica es la lectio divina. La lectio, mira a la profundidad más que a la extensión y busca comprometer el corazón lo mismo que el entendimiento, es un alimento del corazón.

Quisiera destacar someramente algunas características del monje/monja cisterciense:

1- El monje cisterciense pertenece a una Orden que tiene sus raíces en una larga tradición que encuentra su expresión en la Regla de San Benito como modo práctico de encarnar el Evangelio en la vida cotidiana.

2- La tradición se ha ido enriqueciendo hasta nuestros días, es decir, se trata de un volver a las fuentes y realizar una prudente adaptación a los tiempos.

3- El fin de la Orden es que el monje, bajo un Abad, pueda entregarse totalmente a Dios, alcanzar la pureza de corazón y vivir el recuerdo de Dios como forma de llegar a la contemplación. El monje debe estar convencido  de que su vida es fecunda dentro de la Iglesia y del mundo, misteriosamente fecunda.

4- Esta búsqueda se realiza en el monasterio donde vive en comunidad. El monje debe amar a su comunidad y sentirse unido por la caridad  a las demás comunidades que conforman la Orden.

5- El amor debe primar en la vida comunitaria y se manifiesta en la participación de los bienes, en la mesa común, en la oración litúrgica en común y en el respeto por los demás hermanos

6- El monje para realizar la búsqueda de Dios, se compromete por los votos a llevar un determinado Camino.

7- Debe existir un diálogo entre los monjes en todo lo que atañe a la comunidad aunque la decisión definitiva esté en manos del Abad.

8- La cima del monje es la Eucaristía por la cual recibe la gracia de vivir en comunión con sus hermanos  y expresa el culto que es el origen de su búsqueda de Dios. Las horas del Oficio Divino y el ciclo de las fiestas litúrgicas le ayudan a recordar de forma permanente lo que Dios ha hecho por él en Cristo.

9- La lectio divina, la oración personal, el silencio la ascesis del trabajo manual, la pobreza, el ayuno y la abstinencia, constituyen un medio para ayudar al monje en su vida de soledad y de separación del mundo. Si estas exigencias se cumplen, vienen a ser fuente de gozo y de fuerza.

10- Es nuclear la acogida de los huéspedes a quienes debemos servir como si de Cristo se tratara pero salvaguardando la naturaleza contemplativa de nuestra vida.

11- El monje realiza su camino bajo la dirección de un Abad que hace las veces de Cristo y que es ayudado por su Consejo.

12- La formación del monje es esencial y debe durar toda la vida, pues si la vocación es un don, este don debe ser cultivado.

13-El monje debe estar interesado por todo lo que atañe a la Orden y rezar frecuentemente por aquellos que tienen la tarea de vigilar para que las estructuras funcionen de manera flexible y eficaz.

Quiera el Señor que la tradición recibida pueda ser enriquecida antes de volver a ser entregada. Tengo la esperanza de que todo esto pueda ser un estímulo para el lector que quiera convertirse en actor.

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