Páginas

viernes, 29 de mayo de 2015

CARTA QUINTA DE SAN BERNARDO

A Adan monge, el cual al dicho Abad de Morimundo se había juntado y le disuade el Santo para que no camine con él.

 El tener tan conocida tu humildad y la necesidad del peligro que insta, todo anima mi confianza, para que te hable con más acrimonia y para con más libertad te arguya. O insensato. Quien fascinó el entendimiento para que tan presto te apartases de aquel tan saludable consejo, en que ahora poco ha conviniste conmigo, siendo Dios el testigo solo? Atiende necio, a tus pasos y dirige tus pies por los caminos del Señor. No te acuerdas que primeramente en el Monasterio Mayor dedicaste los primeros indicios de convertido; y que habiéndote encomendado a mi providencia (sea ella cual fuese) pasaste lo segundo a vivir en en el Convento de Fusniaco: lo tercero tu estabilidad firmaste en el de Morimundo, lo cuarto conmigo habiendo tomado mi consejo; y habiéndote cambiado el Abad Arnoldo a que te fueses con él a peregrinar o a vagar por mejor decir tu ingenuamente le despediste, juzgando que si a él no le era lícito el hacer ausencia, también a ti te sería ilícito el ir en su compañía? Qué más? Por ventura tendrás por lícito el que otro retroceda y se aparte a su cargo cometidos, llorando su lamentable escándalo y sin haber guardado la licencia del Comisario?
Pero qué fin tienes en querer retractar lo que antes tenías determinado? Por lo cual te arguiré de inconstante y de ligero y de que tu no estás en ti, te probaré con evidencia: y de la misma manera en fin conociendo tu error, y avergonzado, aprenderás del Apóstol que nos dice: que no a todo espíritu se debe dar crédito. Aprende también de Salomón, que nos enseña: que los amigos han de ser muchos, pero que de  mil ha de ser uno el consejero. Toma ejemplo asimismo del Precursor de Cristo, que no solo con ropas delicadas de precio no andaba vestido, sino que ni tampoco era cual caña débil del viento agitada porque no se moía a todo espíritu y doctrina. Aprende del Evangelio a edificar tu casa sobre tierra firme, y con los discípulos aprende no a olvidar de la serpiente la prudencia, con la simplicidad de la paloma; y así de  estos, como de otros muchos testimonios de la Escritura, harás una suma y reconocerás con envidia que con mil modos y formas el engañador te procura dejar burlado; y ya que no pudo impedir tus buenos principios, de la perseverencia intenta estorbar los progresos. Esto juzga ciertamente que puede bastar a su malicia el quitar de ti la perseverenacia por ser esta de las virtudes de la corona. Ruégote por las entrañas de la misericordia de Nuestro Señor Jesucristo, que de ningún modo te vayas o por lo menos que no sea antes que en lugar oportuno vengas a hablar conmigo, veremos si por ventura hallamos remedio para tantos males como vuestra partida sentimos haber venido o que vendrán tenemos. Vale. 

CARTA CUARTA. A ARNOLDO, ABAD DE MORIMUNDO


CARTA CUARTA DE SAN BERNARDO. A ARNOLDO, ABAD DE MORIMUNDO


1.Primero quiero saber de ti, si el señor abad había vuelto de Flandes, donde había ido cuando su mensajero llegó a nosotros y pasado poco antes por el convento y por esta causa no he recibido las letras que tu le mandaste presentar. Dichoso al que le sea lícito ignorar por algún tiempo rumores tan tristes y melancólicos. Si supiera de cierto donde te encuentras, antes me fuera yo a tu presencia que no enviarte esta mi carta. Confías en que ninguna fuerza ni argumento pueda doblar tu confianza en ti mismo. Sin embargo, todas las cosas son posibles y todo lo puedo en aquel que me conforta. Aunque no ignore la fuerza de tu corazón de piedra, me gustaría estar a tu lado. 
2. Cuantas cosas que contra ti me mueven (o fueren de provecho o sin fruto no lo sé) te echara en la cara, dándote en el rostro con ellas no sólo con los ojos sino con las acciones y palabras. Demás de esto, siguiendo tus pasos, asido de tus pies y abrazado de tus rodillas, y todo pendiente de tu cuello, besara aquella dulcísima cabeza que conmigo, con un mismo propósito y debajo del suave yugo de Cristo, muchos años ha trillado. Llorara también cuanto pudiera y conjurara por Nuestro Señor Jesús y primeramente por su cruz, con la cual ciertamente redimió a los que tu matas en cuanto es de tu parte y a los que él juntó tu los divides. Divides así a los que llevas en tu compañía como a aquellos que dejas; también perdonarás a nosotros tus amigos, a los cuales aunque sin mérito otra cosa que llanto y lágrimas nos has dejado. Si me fuera lícito te blandeara por ventura y te atravesara con la voluntad, ya que no puedo con la razón. El pecho de hierro que no cede al temor de Cristo, pudiera ser que la piedad fraternal dejara blando. 
3. O columna grande de nuestra Orden, Oye, te ruego con paciencia al amigo, que impaciente del todo tu apartamiento de tu trabajo, y peligro queda en lo íntimo compadecido. O grande, vuelvo a decir, columna grande de nuestra Orden. No temes que tu  caído y postrado ha de ser inevitable la ruína de todo el edificio? Pero dirás, que tu no caes y que buena conciencia tienes. Bien. Damoste crédito porque de ti nada dudamos. Pero qué diremos de nosotros, ya que con tu partida gimiendo sentimos los escándalos y grandes esperamos los peligros?Tu también por ventura esto no lo ignoras, pero lo disimulas. Con qué razón tuno te presumes caído, si haces que otros muchos queden por ti arruinados, estando tu en ocupación, y presto en que te debes reconocer obligado a solicitar no tanto para ti como lo que es a otros útil y provechoso; no lo que cede en tu conciencia sino en el decoro y servicio de Jesucristo? De qué manera, digo, te puedes ir seguro, cuando el rebaño a ti sometido sin seguridad lo dejas y en un riesgo continuo? Quién ocurrirá a los lobos en sus acometimientos? Y quien a los Monjes atribulados ministrará el consuelo? Quien para las tentaciones dará providencia? Quien, finalmente, al león que ruge bufando a quién tragar le podrá resistir? Estarán patentes y descubiertas a las mordeduras de los malignos y a los que como si fueran bocados de pan, dejarán hechos pedazos el pueblo de Jesucristo. Ay de mi. Qué harán aquellas plantas nuevas de Cristo que por tus manos fueron ingeridas en sitios diversos y en lugares de incierta soledad y borrosos? Quién las cabará alrededor? Quien con la doctrina y ejemplo las hará crecer? Quién rondará la cerca? Quien cuidará de cortar las espigas que crecen mucho? O por ventura al correr el viento de las tentaciones, será fácil que las plantas muy tiernas echen raíces? O si con estas plantas nacen a un tiempo con ellas las malas yerbas, si no hay quien aparte éstas y deje aquellas en limpio, no será fuerza que agotadas no lleven fruto? Todo esto como sea cierto, ahora cúal es el bien tuyo y cómo podrá ser bien lo que es ocasión de tanto mal. De cualquier manera que tu estés confiado de que has de hacer frutos dignos de penitencia, acaso no quedan de este modo sofocadas con las espinas. Si bien ofreces y bien no divides, por ventura no pecas?
4.

CARTA TERCERA DE SAN BERNARDO


                         A UNOS CANÓNIGOS REGULARES

En esta carta agradece S. Bernardo las alabanzas recibidas hacia su Orden y que varios novicios ingresen allí durante un año. Afirma que si su estancia no cumple las espectativas pueden retornar a sus puntos de origen con entera libertad. 

SEGUNDA CARTA DE SAN BERNARDO


A Fulcon, mancebo, después arcediano de la catedral de Langres en Francia

Se trata de una carta extremadamente agria a Fulcon, por obtentar un cargo que era excesivo para él, pues había, según San Bernardo personas con más méritos. Critica a su tío por haberlo apartado de la Milicia de Cristo (templarios) y dedicado a acumular cargos y bienes materiales. Finalmente pide misericordia por el mismo. 

El término Arcediano puede hacer referencia a: Arcediano, nombre bajo el que se denominaba al diácono principal de una catedral.

CARTA PRIMERA DE SAN BERNARDO

Carta Primera que escribió San Bernardo a Roberto, pariente suyo, que dejando la Orden Cisterciense llamada en los Reinos de España de San Bernardo, se había mudado a la Congregación y Gran Monasterio de Cluni, Orden del Gran Patriarca y Padre San Benito.



Bastantemetnte, y más que bastantemente, hijo Roberto muy amado, he sufrido si por ventura la piedad y misericordia de Dios, se dignaba visitar tu alma como la mía, dándote a ti el dolor de compungido y a mi el dolor de tu salud, dejándote alegre y contentopero veo aquí frustrada mi esperanza y ya no puedo cubrir mi dolor y congoja ni reprimir y disimular puedo mi tristeza. De aquí viene el ve y revocar el orden que tiene establecido el derecho pues siendo yo el herido, al que me dió la herida ando buscando. Y siendo yo el despreciado, el que ha padecido la injuria, deseo satisfacer al autor de la ofensa y en fin el rogar me es preciso a quien tenía yo por rogado. No está para deliberar quien padece un grande y excesivo dolor, ni entra en consideración la razón quien el daño y menoscabo no siente de su dignidad. No obedece a la ley ni se sujeta a la razón el que ignora el orden y modo, revolviendo solo en su ánimo, que como podrá conocer del dolor quien del dolor la causa la busca y desea retener. Y si esto es imposible, este argumento te hago con corazón amante.  
 Dite tu a ti mismo, y aún en lo público harás tu sentir notorio, que tu a nadie has herido, ni despreciado, sino que antes tu has padecido el desprecio, y muchas veces has sido tu el agraviado, has escogido por medio conveniente la fuga por cuidar de tu malhechor la molestia. Yo (dirás) a quién agravié si ante los agravios he venido a huir. No es mejor ceder al que persigue, que procurar irritarle? Huir no es mejor al que hiere, que no con la defensa responder con otra herida. Si eso dices, dices bien y tienes razón, y yo vengo en eso, porque no  he tomado la pluma parar formar disputa, sino para calmar toda contienda. Huir, pues, de la persecución, no es culpa del que huye, sino del que persigue. No me opongo del todo a lo que haya hecho, ni quiero averiguar el porqué, ni el modo con que lo hizo: no examino culpas, como no hago memoria de injurias, siendo ellas las que fueren, pretendo mitigar las discordias y así os digo lo más entrañable de mi corazón.
 Ay de mi miserable, porque de ti carezco, y siendo yo el que no te veo, venga a ser yo el que sin ti vino. El morir por ti, viene a ser el vivir yo: y el vivir sin ti ofrece a ser para mi muerte cruel. No sufro porque te hayas ido sino porque no hayas vuelto. No sufro tu retiro sino tu dilación en volver. Ven, te ruego, ven y contigo vendrá la paz. Vuelve, y con tu vuelta la satisfacción se verá cumplida. Vuelve, repito otra vez, y yo empezaré a cantar. El que fuera muerto, ya ha revivido; y del que fe había perdido, ya se celebra el hallazgos. Culpa mía habrá sido. Dudo, el que tu te hayas apartado, pues con un mancebo delicado, me mostré demasiadamente fiero; y traté inhumanamente duro, a quien por su edad debiera tratar con cariño. De esto es (según me acuerdo) lo que sobre mi solías murmurar. Y también (según tengo noticia) no cesas de murmurar en mi ausencia. No se te imputa a ti esto, pues de esto no te hago cargo. Por ventura pudiera esforzarme decir que los movimientos desordenados de la puericia, debían atajarse de esta manera y a los indiscretos años de la juventud suelen ser corregidos por la disciplina y rigor; y añadir el dicho del sabio: hiere a tu hijo con la vara del poder, y librarás su alma de perdición. En otra parte: a los que ama el Señor, corrige; Y a todo aquel que recibe por hijo, le deja a sí mismo castigado. Y en otro lugar está escrito: más provechosos son los azotes del amigo que los abrazos del enemigo.
 Y ya que fuese culpa mía el haberte apartado, no será bien que se dilate la enmienda, mientras que se dispara y controvierte la culpa; porque si no perdonas al que se muestra arrepentido, y al que confiesa su pecado, tuya será sin duda, y a ti se te imputará la culpa y el delito; porque yo bien pude ser para ti, tal vez, en algunas cosas indiferente, pero no enemigo ni malévolo. Y si este indiferencia mía la temes, en el futuro advierte como lo habrás conocido que yo ya no soy el que fui, porque no imagino que el que fuiste serás tu. Mudado hallarás para el mudado, y al que antes temías como Maestro, como compañero podrás abrazarle muy seguro y así o sea mia la culpa (como tu piensas y yo no contradigo) o sea tuya (como muchos piensas, aunque yo no te acuso de ella) o bien sea de ambos, tuya y mía (y esta consideración la tengo por más ajustada) si de aquí adelante tu no das la vuelta sólo tu harás inestable esa culpa. ¿Te imaginas libre de toda culpa? Pues vuélvete y si ser tuya la conoces arrepentido, yo por tuya la desconozco. Desconóceme, pues, tu a mi pues mi culpa la conozco yo. Porque de otra manera o tu para ti osas de indulgencia y misericordia pues conociendo tu culpa, la disimulas conmigo, muestras nimio rigor. Si la satisfacción que doy no la quieres conocer. 
 Con esto si rehueas el volver, habrás de buscar otra ocasión donde puedas engañosamente alegar tu conciencia, porque no habrá después otra en que debas temer mi rigor, y estrechura. Porque no se puede temer con razón, que yo me muestre con el que tenga presente rígido y áspero, si cuando ausenté postrado en el cuerpo, llamándole estoy con entrañable afecto. Mi humildad represento, prometo tener caridad y tu aún conservas temor. Llega, pues, seguro, donde te espera prevenido el obsequio. Huiste del cruel y riguroso, vuélvete ahora al paciente y manso. Donde la humildad te llama, bien puedes llegar intrépido: y donde la caridad de exhorte, osténtate animoso. Atraígate mi blandura, si mi severidad ocasiono tu ausencia. Deseo seas guiado, no de espíritu servil y del temor, sino del amor y adopción filial, para que te represente la causa de mi dolor y sean agentes míos para contigo, no los rigores y las amenazas, sino los alagos y las caricias. Oiré por ventura fuera que quisiera más infundirte miedo y temor y no te avisaré del voto, intimandote la pena y el juicio. No te afectará la iobediencia y se indignará con la apostasía. ¿No te acusará el haber pasado de los hábitos remendados, raídos y groseros, a los delgados y preciosos? ¿ De las hiervas a las comidas delicadas; y en fin de la pobreza y abstienencia, haber pasado al estado de la abundancia? Pero yo que conozco tu inclinación y ánimo, reconozco que más facilmente has de ser por amor llenado que no de la fuerza del temor compelido. Y finalmente ¿de qué sirve herir y punzar al que no recalcitra? Para qué puede ser necesario espantar más al que está muy tímido, si la misma verguenza le tiene confuso. Para qué la reprobación y para qué la doctrino de quien la misma razón es la nuestra, su propia conciencia, el azote y la vara y su natural verguenza es ley y disciplina. 
 Y si es admirable a alguno, que como un mancebo vegonzoso, simple y timirato, contra la voluntad de sus hermanos, sin la licencia de su Maestro, y sin la de su Superior el mandato, se atrevió a dejar el jugar, y atrás pasar el voto; quien de ello se admirase, admírese también de ue un David Santo se vió arrebatado, y cautivo, un Salomón con toda la sabiduría quedó iluso y desmembrado; y un Sansón él fuerte por antonomasia, quedó hahabilitado y sin fuerzas. Si nuestro primer Padre Adán a la fuerza de un engaño fue desterrado de aquella Patria, y ameno pensil, como puede causar admiración, de que un muchacho tierno fuese arrebatado de un lugar horroroso, y de una inculta soledad? Llegase a esto el que no nació su engaño de aquella especie que cegó a los viejos babilonios; no el amor del dinero, como a Giezi le arrebató codicioso; ni menos ambición de honra, y preeminencia, como arrebató a Juliano el Apóstata; no le engañó, pues, sino la santidad, engañole el pretexto de Religión, y de los ancianos la autoridad. Y si quieres saber cómo fue esto: primeramente fue enviado un Prior grande por el Príncipe de los Priores, en cuyo exterior vestido de la piel de un cordero manso, pero en lo interior, y en las entrañas era un lobo carcicero,; con que engañadas las guardas, y pastores (ay, ay!) entendiendo que era oveja, en compañía del lobo dejaron a la ovejuela sola. ¿Qué más? Atrajole, alagole y acariciole y hecho predicador de un nuevo Evangelio, combidándose con la bastura, le condenó la abstinencia, y a la pobreza voluntaria, le dijo ser una apretada miseria; y en fin a los ayunos, vigilias, silencio y labor de manos, los llamó ejercicios de insanos y locos.
 Por el contrario, a la contemplación llamó ociosidad: a la gula, locuacidad, curiosidad; y por último a toda intemperancia la dió nombre de discreción  buena economía. Cuanddo se deleita Dios en nuestros tormentos, donde la Escritura manda que los hombres se maten a sí mismos, qué religión es capaz de cabar la tierra, desmontar la selva y coger, y transportar las basuras? Por ventura no es sentencia verdadera la ue dice: no uiero el sacrificio, sino la misericordia? Y no dice en otro lugar: no quiero la muerte del pecador sino su vida y conversión quiero más? Y en fin, dejó dicho Cristo: que los misericordiosos son bienaventurados, porque la misericordia será para ellos mismos. Paa que, pues, crió Dios los manjares y alimentos, sino para ser gustados? Para qué, proseguía, concedió Dios a los hombres los cuerpos, si se les prohibe el sustentarlos? Quien, pues, enteramente sabio, tuvo a su carne propia aborrecimiento? Al fin con tales alegaciones y textos crédulos, quedó el miserable mancebo engañado, y siguió a su engañador en el camino.
 Llevole a Cluny, donde le rayeron, lavaron, y desnudaron de aquellos rústicos, groseros y despreciables vestidos vistiéndole otros más delgados y preciosos; y así fue recibido en el monasterio. ¿Pero con qué honra piensas? ¿Con qué triunfo? ¿Con cuánta reverencia? Pusiéronte en el grado y puesto superior a todos sus coetáneos: y como quien vuelve victorioso de una batalla, así el alma de aquel pobre mozo quedó gozoso con tal honra. Pusiéronle en alto y en grado no mediano colocado, quedó a muchos ancianos el mancebo preferido. Halagole y congratulose con él toda la fraternidad: todos se alegraron, asimismo los vencedores cogida la presa, dividen los despojos en la campaña. ¡O buen Jesús! ¡O cuantas cosas se vieron hechas, para la perdición de un alma!¿Qué pecho, aunque fuese fuerte y robusto, y como el bronce duro, con tales cosas y honras y fiestas no flaquearía blando?¿Qué interior en lo espiritual fortalecido no quedaría con tal novedad turbado? ¿A quién entre tales cosas les seria posible recurrir a la conciencia? ¿Quien, finalmente, en medio de tanta pompa y el aire de la vanidad que soplaría podía tener de la verdad conocimiento, ni dar podía de la humildad el menor indicio? Enviaron en el ínterin a Roma para impetrar la autoridad apostólica: y para que el papa no negara su consentemiento, le representaron el que el mancebo desde niño había sido ofrecido por sus padres al monasterio. No hubo quien resistiera, ni parte hubo que contradijese, ni citación hubo de partes que, en contrario, atestiguasen; con qué fin citación de partes, ni procuradores, fueron condenados los ausentes. Quedaron justificados los que el agravio habían cometido, y sin satisfacción quedó absuelto el reo. Quedó firmado con privilegio cruel, por ser nimiamente piadosa la sentencia de la absosución. Este fue el temor de las letras, el juicio este fue en suma y la definición de toda la causa funesta: para que que le tengan los que le llevaron y callen los que le perdieron. Entre estas cosas perezca el alma, por la cual fue Cristo muerto, y esto porque los cluniacenses lo han querido. Hízose profesión nueva sobre la ya hecha; prometiose lo que no se había de ver cumplido y quedó por él propuesto a lo que no estaba obligado. Y si por la segunda profesión el primer pacto quedó deshecho, la nulidad es doblada en el segundo; con que sobremanera el pecador aumentará el delito. Vendrá y vendrá el que a lo mal juzgado lo hará otra vez parecer un juicio, destruir lo ilícitamente jurado; y haciendo insidia de los que han padecido injuria, tomará de los ofensores venganza. Vendrá sin duda el que por su profeta nos tiene amenazado, diciendo: vendrá el tiempo que yo tengo dispuesto y con las mismas justicias entraré en juicio. ¿Qué hará pues, de los injustos juicios, si a las mis mas injusticias tomará residencia como juez supremo? Vendrá, digo, vendrá el día del juicio y entonces más valor tendrán los corazones puros, que no las palabras astutas y tratos engañosos; más valdrá una conciencia pura que no la bolsa de oro llena: cuando es cierto, que aquel juez ni puede ser engañado, ni con los dones puede ser de la justicia torcido.
 A ti mi buen Jesús, y a tu tribunal apelo, para tu juicio me guardo, y mi causa a ti te la concedo. Tu eres, Señor, Dios de Sabaoth, que juzgas instamente y sabes los pensamientos y corazones de los hombres; cuyos ojos así como no pueden engañar tampoco pueden ser engañados al poder: tu ves lo que es tuyo y ves también a los que no buscan lo que es tuyo, sino lo que suyo es con anhelo. Bien sabes tu Señor, con qué entrañas le asistías en todas sus tentaciones y con cuántos gemidos llamé a los oídos de tu piedad; y de qué manera era yo afligido y atormentado a cualquier perturbación, molestia y escándalo suyo; y ahora temo no haya sido en vano. Pienso, según tengo experimentado y visto del mancebo, que como ardiente, y vivo, y de sí altivo, y vano, ni las delicias ni los fomentos pueden dejar de ser dañosos al cuerpo, como ni las tentaciones de vanagloria pueden dejar de causar al alma detrimento mucho. De suerte, mi buen Jesús, que vos sois el árbitro mío, de vuestro rostro ha de ser el juicio, para que la equidad e injusticia la vean vuestros ojos.
 Vean, pues, y juzguen, cual debe tener más fuerza, y cual debía ser más estable en la perseverenacia; o el voto que hizo el padre al ofrecer al hijo o el voto que hizo a Dios al ofrecerse a sí mísmo: y mas cuando la ofrenda, y promesa que hizo el hijo, fue mucho mayor. Vea, Señor, vuesro Siervo, y Legislador nuestro Benito, cual fue acto más regular, y que para su cumplimiento refunda más obligación: o lo que le hizo del niño, no sabiendo él nada; ó lo que él hizo después, habiendo lleado a edad cumplida la discreción, sbiendo él lo que hacía, y diciendo él mismo en voz alta la promesa. No se duda de que el niño fuese prometido pero tampoco hay duda de que el niño no fue dado ni de la donación hay instrumento. Ni sus padres hicieron por él la petición que manda la Regla, ni la mano de él con la petición fue envuelta entre el palio del altar, para que delante de testigos se hiciese la ofrenda y tuviese la solemnidad que ordena la Regla Santa. Demás que las tierras y posesiones que con él recibieron están patentes y manifiestas: y como han retenido las tierras y heredades por él poseidas, como no retuvieron al sujeto por quien fueron heredadas? Por ventura desean más el fruto que el sujeto y aprecian más un poco de tierra que un alma con la Sangre de Cristo redimida? Porque de otra manera se hubiera ofrecido al Monasterio, qué era lo que buscaba en el siglo? El que ha sido para Dios criado, por qué se tenía que exponer a que actuase en él el demonio? Una oveja ha de quedar expuesta a ser modrdida del lobo? Roberto, tu mismo al Císter no viniste de Clunicaco sino que inmediatamente viniste del siglo. Tu llegaste al Císter, tu pediste, tu llamaste, y aunque se dilató por tu tierna edad dos años el darte el hábito, tu ansia y deseo de tenerle te manifestó violento todo aquel tiempo.
Este tiempo  cumplido, vistos tus ruegos, y vistas las muchas (si te acuerdas) que derramaste lágrimas; ya en fin alcanzaste tu deseada misericordia, y la entrada alcanzaste que tanto habías pretendido con eficacia tanta. Después de esto, según la Regla, ansiando sido probado por espacio de un año en toda paciencia y vista tu conversacion, y perseverancia, al año cumplido hiciste libre, y voluntariamente, profesión: y entonces renunciando del todo al vestido secular que habías traído, el de la religión vestiste ya como profeso. O mancebo incensato, quien te fascinó los ojos, y cegó tu entendimiento, para no cumplir los votos que tan clara y distintamente pronunciaron tus labios? Por ventura tu con tu boca te justificas, o tu con tu boca misma no te condenas? Para qué el estar tu del voto de tu padre solícito, si te miras tras el cuidado de tu propio voto? Has de ser acaso tu por lo que salió de la boca de tu padre, y no de la tuya juzgado? Pues en verdad que no has de se requerido con los votos que hizo tu padre sino con los votos que tu mismo hiciste. Quien te lisonjea en vano con la absolución apostólica, si tu conciencia la tiene ligada la sentencia divina. Nadie (dice Cristo) entrando la mano en el arado, y mirando atrás, es digno del Reino de Dios. Por ventura podrán persuadir de que no es volver atrás, los que trataban de que has hecho bien? Hijuelo, si te adularen los pecadores, no asientas a lo que te dijeren. Y por San Juan nos dice Dios: que a todo espíritu no se debe creer. Y  en otro lugar: sean para ti muchos los necesarios, pero uno sea entre mil para ti el consejero. Quita las ocasiones, rechaza las lisonjas, a las adulaciones cierra los oídos; pregúntate tu mismo a ti, por que a ti nadie te conoce mejor que tu. Atiende a tu corazón, consulta la verdad; respóndele a tu conciencia a la pregunta de por qué te has ido? Por qué tu Orden has dejado? Por qué a tus hermanos? Por qué a tu Convento? y por qué me has dejado a mi, que según la carne soy tu deudo cercano, y seg´n el espíriu aún estoy de ti más próximo? Si lo hiciste por vivir con más estrechez, con más rectitud y perfección, está seguro que no volviste los ojos a lo pasado; antes te puedes gloriar en el Apóstol, diciendo: de lo que dejo atrás me olvido, y sólo a lo que tengo delante de mi, ateno a la palma de la gloria, procuro ir caminando. Y si es otro el fin tuyo, no quieras saber, ni subier a lo alto, antes bien teme caer a lo profundo; porque, con venia tuya, digo lo siguiente: todo lo que añadieres más de regalo tuyo, así en la comida como en el vestido superfluo, en las palabras ociosas, en lo licencioso, fuera de aquello que prometiste, y lo que mientras estuviste con nosotros observabas: esto sin duda es volver atrás, es prevaricación y es apostatar.
 Estas cosas (hijo mío) que te digo, no es para confundirte, sino como amigo muy querido, amonestarte; porque aunque tengas en Cristo muchos maestros, es cierto que padres no tienes muchos. Porque si te dignas, con la palaba, y mi ejemplo, en la religión, yo te he engendrado. Más a más, te crié con la leche que podía alimentarte, cuando pequeñuelo y te daría el pan cuando fueras grando si me hubieras aguardado. Peo ay¡ Qué pronto e intempestivamente te destetaste. Te trato con recelo y con mucho temor que habiéndote halagos abrigado, con exhortaciones fortalecido y con oraciones hecho fuerte, y robusto, el que todo se desvanezca, el que todo falte y el que perezca todo: y no vendré a sentir tanto al ver mi trabajo perdido como considerar del hijo de mi crianza su ruina y fracaso. Gustas de verdad el que otro se glorie de ti, el cual contigo ninguna cosa trabajó. Lo mismo me está sucediendo a mi que a aquella meretriz que apareció ante Salomón, a quien otra mujer le burló un hijo suyo vivo, dejándole en su lugar, y en el propio lecho otro hijo que a ella se la había muerto. Tu también de mi seno y pecho has sido arrancado; la violencia gimo y con dolor mío repito el hurto. No puedo olvidar mis entrañas y habiéndome quitado una parte, y no pequeña, preciso es que la obra quede muy atormentada. 
Primero me dirás, por cual conveniencia tuya, o por qué necesidad o por qué remedio tuyo, han hecho eso nuestos amigos? Estos son los que tienen de sangre llenas las manos y esos los que tienen mi alma atravesada con cuchillos y cuyos dientes, saetas y lenguas son cuchillo penetrante y agudo. Porque de verdad, si yo en algo te hubiera ofendido (lo cual es cierto que lo ignoro) de mi cumplidamente se han vengado. Pero debe admirarse el que sea más mi castigo que la pena del ´Talión tiene firmado: pues no puedo yo haberlos ofendido tanto, como por ellos estoy padeciendo. Yo confieso que no me han quitado hueso de mis huesos, ni carne de me carne; pero me han quitado el gozo de mi corazón, el fruto de mi espíritu, de mi esperanza la corona; y en fin, me han quitado la mitad de mi alma. Y por que es todo esto? Por venura se han compadecido de ti, indignados de que un cieo guíe a otro ciego, y porque tu no te perdiste escuchándome a mi, ni tampoco te han tomado como guía. Tanto amaron tu salud que se armaron contra mi; No podìas salvarte tu sino pereciendo yo? Ojalá que a ti te salven, que yo muera y que tu vivas. Pero para qué? Consiste acaso la salud en el adorno de los vestidos, y en que sean más los manjares y alimentos? La salud no se conserva mejor con la templanza en el mantenimiento y con la moderación en el vestido? Si las pieles blandas y calientes, si las mangas largas y anchas las cogullas, si la cama de campo colgada, si los c olchones de lana que no es dura, si esto pues hace a los hombres santos, en qué me detengo yo que no te sigo? Pero todos estos son tormentos y no armas para los soldados. Dicho nos tiene: que los que se adornan con vestidos blandos y preciosos, que moran en las casas de los reyes y sus palacios, el vino generoso y el pan buenos pueden ser para el cuerpo pero para el espíritu no lo son de ningún modo. Con las comidas fritas y salsas no se lo come el alma, el cuerpo es el que engorda. 
 Muchos Padres en Egipto sin goces sirvieron a Dios mucho tiempo. La pimienta, el gengibre, el comino y mil géneros de especias a este modo, es cierto que deleitaban al paladar y al gusto; pero no será menos cierto, que sean de incentivo lujurioso. Y tu me pones en esas cosas la seguridad? Tu con ellas tendrás defensa en la juventud? Para el prudente, y templado, la sal con hambre es el mejor condimento. El que no aguarda, pues, a tener hambre, todo es desear bebidas extrañas y guisados exquisitos, que reparen el paladar y el gusto, que a la gula provoquen el apetito exciten. Pero dirás qué hará el que otra cosa no puede hacer? Yo bien sé que eres delicado y acostumbrado a este género de alimentos, no podrá abrazar tu estómago otros groseros y desabridos. Pero qué será si tu sólo puedes hacer el que se venza esta dificultad? Me preguntas el modo. Pues atiéndeme. Levántate, cíñete, sacude de ti el ocio, saca fuera las fuerzas, mueve los brazos, abre las manos y ejercítate en algo y verás cómo al instante sólo apetece aquello con que la hambre se quite, y no aquello con que el paladar se deleite. Da sabor a las cosas el ejercicio, a las cuales se le había quitado el ocio. Muchas cosas que rehusas cuando ocioso, después del trabajo las tomarás con deseo. Engéndrase el fastidio con el ocio y la hambre se cansa con el ejercicio. Es la hambre la que vuelve dulce y sabroso lo que antes el hastío desechaba por desabrido. Ya las hierbas, ya las habas, las puchas o poleadas, y el pan blanco con agua, fastidio causan al que está ocioso y quieto; pero regalo grande parece al que está trabajando con el ejercicio.
 Ya por ventura como no ejercitado a las túnicas de paño o estameña, las aborrecerás por no ser a propósito, tanto para el frío del invierno, como para el ardor del estío. Pero no has leído: que quien teme el hielo, a la nieve, tendrá sobre sí mismo? Temes las vigilias y los ayunos; y también temerás la labor de manos? Pues todo este le parece nada al que las llamas eternas considera. La memoria asimismo de las tinieblas exteriores, hace la soledad y desierto menos horribles. Si piensas que de las palabras ociosas has de estar afligido en lo ruturo, no te desagradará mucho el silencio. Aquel llanto eterno y temblor de dientes presente en los ojos de tu corazón, tan igualmente blanda te hará una estera por cama, como si colchones de lana tuviera. Finalmnte, si vigilaste y cuidadoso te levantares de noche a los maitines como lo mana la Regla, excesivamente dura será la cama enque tu muy quietamente no duermas. Y si tanto trabajares de día con las manos cuanto has profesado 
no habrá comida dura ni desabrida que tu no comas de buena gana. 
 Levántate, pues, Soldado de Cristo, levántate, sacude el polvo, y vuelve a la guerra, de donde hiciste la fuga: y después de la fuga has de guerrear más fuerte, y alentado, para que hagas el triunfo más glorioso. Muchos soldados tiene Cristo que fortísimamente comenzaron pero siguieron y vencieron; pero poco que de la fuga vuelvan otra vez al peligro, se entraron de donde habían huído: pero como todo lo raro es precioso, alegrome con la esperanza de que tu puedas ser uno de aquellos, que cuanto más singulares, tanto de gloria serán más merecedores. Y si acaso estás muy tímido, de que temes donde no hay causa para temer. Y por qué no temes donde es inevitable el dolor? Por ventura, porque fuiste del ejército, piensas que te escapaste del enemigo. Pues adviértote, que de mejor gana te seguirá el contrario cuando huído, que cuando valiente le esperas en el campo; pues es más atrevido que cuando le vuelven las espaldas, que cuando cara a cara le acometen con valentía. 
 Ahora que hs arrojado las armas, al tiempo de los maitines te entegas seguro al funesto, siendo ella la hora en que Cristo resucitó triunfante y glorioso; y estás persuadido, que cuando estás desarmado y temeroso te hace no estar para los enemigos menos tímido. Multitud de hombres armados han sitiado el conventro; y tu duermes descuidado? Mira que empiezan a batir la casa, qu derriban la muralla, y que ya entran por la brecha abierta. Y te parece que estarás más seguro y te hallan solo, que no de otros acompañado? Será mejor que te hallen desnudo en el lecho, que armado en el campo? Despierta, pues, y vuélvete para tus soldados compañeros, a los cuales habías dejado; para que el mismo temor que te junte de nuevo. Para qué rebajas el peso de las armas, soldado bisoño y delicado? El enemigo que te acomete y las lanzas que te rodean, harán que el escudo no sea pesado; y que la cota y malla todo se te haga ligero. Y es cierto que pasar de repente de la sombra al sol claro, del ocio al trabajo, que se mira como grave y pesado al principio; pero la costumbre hace fácil lo difícultoso y muy ligero lo que se tenía por muy pesado. Suelen también los soldados muy fuertes, al oír la trompeta temer antes de entrar en batalla, pero trabada la escaramuza, a los tímidos hace intrépidos la esperanza de la victoria. Qué es pues lo que tu puedes temer? Una concordia uniforme de hermanos armados te defiende, los Ángeles te asisten y lo que mas es, el Capitán de la gerra Cristo va delante: y animando a los suyos a la victoria, juntamente les dice que tengan confianza, pues él, siendo cordero manso deja como le ha vencido el mundo. Si Cristo está por nosotros, quién contra nosotros puede venir? Seguro puedes pelear donde es seguro el vencer. O verdaderamente segura por Cristo, y con Cristo la batalla. En la cual ni al herido, ni al postrado, ni al soldado (si es posible que lo sea) muerto, no le pueden faltar el triunfo: con que todo con que de tu parte no huyas, contarás el triunfo de la victoria; porque huyendo puedes perderla, y muriendo no podrás dejar de gozarla; y bienaventurado tu si murieses peleando, pues como vencedor serás coronado después de muerto. Pero ay! Si huyendo la batalla pierdes la victoria y la corona también pierdes. Aparte de ti (hijo muy amado) todo temor vano el mismo Cristo, el cual en el juicio de estas mis letras, mayor te atribuirá la culpa, si ellas recibidas no te halla en ti ninguna enmienda.

LOS GRADOS DE HUMILDAD Y DEL ORGULLO

Los Grados de la Humildad y del Orgullo

SAN BERNARDO

RETRACTACIÓN

Ya había redactado casi la mitad de este tratado cuando se me ocurrió confirmar y corroborar una afirmación, citando aquel pasaje del Evangelio en el que el Señor confiesa su ignorancia sobre el día del juicio. Y cometí una imprudencia; pues luego caí en la cuenta de que el Evangelio no se expresa así. El texto dice tan sólo: ni el Hijo lo sabe. Yo, en cambio, autosugestionado y sin intención de presionar, no recordaba la expresión exacta, sino sólo el sentido; por eso escribí: ni el Hijo del Hombre lo sabe.
Al comenzar la siguiente discusión, traté de probar su autenticidad, partiendo de una afirmación en contra de la verdad. Pero, como no me dí cuenta de este error hasta mucho después de haber dado el libro a publicidad y de haber sido transcrito por muchas personas, no he encontrado más solución que hacer esta retractación; dado que, por estar esparcido en tantos manuscritos, no me ha sido posible atajar dicho error.
En otra ocasión manifesté una opinión sobre los serafines, que nunca he oído ni leído. Advierta el lector la prudencia del autor, que se expresa diciendo: "pienso". No quería proponer más que una simple opinión de aquello cuya veracidad no he podido demostrar en la Escritura.
En fin, incluso puede discutirse la oportunidad del título "Sobre los grados de humildad" dado que describo más los grados de soberbia. Aquí cargarán las tintas los menos inteligentes o los que hacen caso omiso a los motivos del título. Al final del tratado intento justificarlo muy escuetamente.

PREFACIO

Me pediste, hermano Godofredo, que te pusiese por escrito y con relativa extensión lo que prediqué a los hermanos sobre los grados de humildad. He intentado satisfacer tu ruego como se merece, aunque con temor de no poder realizarlo. Te confieso que nunca se apartaba de mi mente el consejo del Evangelio. No me atrevía a comenzar sin detenerme a pensar si contaba con medios para llevarlo a cabo.

Y cuando la caridad ya había arrojado lejos este temor de no poder rematar la obra, me invadió otro de signo contrario. En caso de terminar, me acecharía el peligro de la vanagloria, peligro mucho más grave que el mismo desprecio de no acabarlo. Por eso, entre el temor y la caridad, como perplejo ante dos caminos, estuve dudando largo tiempo sobre cuál de ellos debería tomar. Me temía que, si hablaba útilmente de humildad, podría dar la sensación de no ser humilde; y que, si callaba por humildad, podría ser tachado de inútil.
No me fiaba de ninguno de estos dos caminos, pero me veía obligado a tomar uno. Me pareció mejor compartir contigo el fruto de mis palabras que permanecer seguro, yo solo, en el puerto de mi silencio. Confío que, si por casualidad digo algo que te agrade, tu oración conseguirá que no me envanezca de ello. Y si, por el contrario -lo que parece más normal-, no llego a redactar algo digno de tu talento, entonces ya no tendré motivo alguno para ensoberbecerme.


VENTAJAS QUE REPORTAN LOS GRADOS ASCENDENTES

CAPÍTULO  I

Antes de empezar a hablar de los grados de humildad que propone San Benito, no para enumerarlos, sino para subirlos, quiero mostrarte, si puedo, adónde nos llevan. Así, conocido de antemano el fruto que nos espera a la llegada, no nos abrumará el trabajo de la subida.
Cuando el Señor dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida, nos declara el esfuerzo del camino y el premio al esfuerzo. A la humildad se le llama camino que lleva a la verdad. La humildad es el esfuerzo; la verdad, el premio al esfuerzo. ¿Por qué sabes?, dirás tú, que este pasaje se refiere a la humildad, siendo así que dijo de un modo indefinido: Yo soy el camino? Escúchalo más concretamente: aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón.
Se propone como ejemplo de humildad y como modelo de mansedumbre. Si lo imitas, no andas en tinieblas, sino que tendrás la luz de la vida. Y ¿qué es la luz de la vida sino la verdad? La verdad ilumina a todo hombre que viene a este mundo; indica dónde está la vida verdadera. Por eso, al decir: Yo soy el camino y la verdad, añadió: y la vida. Como si dijera: Yo soy el camino, que llevo a la verdad; yo soy la verdad, que prometo la vida; yo soy la vida, y la doy; pues dice él mismo: esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo.
Mas si tú dices: "Veo perfectamente el camino, la humildad; deseo el fruto, la verdad; mas, ¿qué haré si el esfuerzo del camino es tan pesado que no puedo llegar al premio deseado?" El te responde: yo soy la vida, el viático de donde sacarás energías para el camino.
El Señor grita a los extraviados y a quienes ignoran el camino: Yo soy el camino; a los que dudan y a quines no creen: yo soy la verdad; y a los que ya suben arrastrando su cansancio: yo soy la vida. Me parece que en el pasaje propuesto queda suficientemente claro que el conocimiento de la verdad es fruto de la humildad.
Fíjate además en estos textos: yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas -sin duda haciendo referencia a los secretos de la verdad- a los sabios y prudentes, esto es, a los soberbios, y se los has revelado a los pequeños, es decir, a los humildes. También aquí se inculca que la verdad se esconde a los soberbios y se revela a los humildes.

CAPÍTULO II

La humildad podría definirse así: es una virtud que incita al hombre a menospreciarse ante la clara luz de su propio conocimiento. Esta definición es muy adecuada para quienes se han decidido a progresar en el fondo del corazón. Avanzan de vrtud en virtud, de grado en grado, hasta llegar a la cima de la humildad. Allí, en actitud contemplativa, como en Sión, se embelesan en la verdad; porque se dice que el legislador dará su bendición. El que promulgó la ley, dará también la bendición; el que ha exigido la humildad, llevará a la verdad.
¿Quién es este legislador? Es el Señor amable y recto que ha promulgado su ley para los que pierden el camino. Se descaminan todos los que abandonan la verdad. Y ¿van a quedar desamparados por un Señor tan amable? No. Precisamente es a éstos a los que el Señor, amable y recto, ofrece como ley el camino de la humildad. De esta forma podrán volver al conocimiento de la verdad. Les brinda la ocasión de reconquistar al salvación, porque es amable. Pero, ¡Atención!, sin menoscabar la disciplina de la ley, porque es recto. Es amable, porque no se resigna a que se pierdan; es recto, porque no se le pasa el castigo merecido.


CAPÍTULO III


Esta ley, que nos orienta hacia la verdad, la promulgó San Benito en doce grados. Y como mediante los diez mandamientos de la ley y de la doble circuncisión, que en total suman doce, se llega a Cristo, subidos estos doce grados se alcanzan la verdad.
El mismo hecho de la aparición del Señor en lo más alto del aquella rampa que, como tipo de la humildad, se le presentó a Jacob, ¿no indica acaso que el conocimiento de la verdad se sitúa en lo alto de la humildad? El Señor es la verdad, que no puede engañarse ni engañar. Desde lo más alto de la rampa estaba mirando a los hijos de los hombres para ver si había alguno sensato que buscase a Dios. Y ¿no te parece a ti que el Señor, conocedor de todos los suyos, desde lo alto está clamoreando a los que le buscan: venid a mí todos los que me deseáis saciaos de mis frutos; y también: venid a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré respiro?
  Venid, dice. ¿Adónde? A mí, la verdad. ¿Por dónde? Por la humildad. ¿Provecho? Yo os daré respiro. ¿Qué respiro promete la verdad al que sube, y lo otorga al que llega? ¿La caridad, quizá? Sí, pues, según San Benito, una vez subidos todos los grados de la humildad, se llega en seguida a la caridad. La caridad es un alimento dulce y agradable que reanima a los cansados, robustece a los débiles, alegra a los tristes y hace soportable el yugo y ligera la carga de la verdad.

CAPÍTULO IV

La caridad es un manjar excelente. Es el plato principal en la mesa de rey Salomón. Exhala el aroma de las distintas virtudes, semejante a la fragancia de las especias más sorprendentes. Sacia a los hambrientos, alegra a los comensales. Con ella se sirven también la paz, la paciencia, la bondad, la entereza de ánimo, el gozo en el Espíritu Santo y todos los demás frutos y virtudes que tienen por raíz la verdad o la sabiduría.
La humildad tiene también sus complementos en esta misma mesa. El pan del dolor y el vino de la compunción es lo primero que la verdad ofrece a los incipientes, y les dice: los que coméis el pan del dolor, levantaos después de haberos sentado.
Tampoco a la contemplación le falta el sólido alimento de la sabiduría, amasado con flor de harina, y el vino que alegra el corazón del hombre; con él, la verdad obsequia a los perfectos, y les dice: comed, amigos míos, bebed y embriagaos, carísimos. La caridad, nos dice, es el plato principal de las hijas de Jerusalén; las almas imperfectas, por ser todavía incapaces de digerir aquel sólido manjar, tienen que alimentarse de leche en vez de pan, y de aceite en lugar de vino. Y con toda razón se sirve hacia la mitad del banquete, pues su suavidad no aprovecha a los incipientes, que viven en el temor; ni es suficiente a los perfectos, que gustan la intensa dulzura de la contemplación.
Los incipientes, mientras no se curen de las malas pasiones de los deleites carnales con la purga amarga de temor, no pueden experimentar la dulzura de la leche. Los perfectos ya han sido destetados; ahora, eufóricos, se alegran de comer ese otro manjar, anticipo de la gloria. Sólo aprovecha a los que están en el centro, a los proficientes, quienes ya han experimentado su agradable paladar en algunos sorbos y se quedan contentos sin más, por causa de su tierna edad.

CAPÍTULO V


El primer plato es, pues, el de la humildad, una purga amarga. Luego, el plato de la caridad, todo un consuelo apetitoso. Sigue el de la contemplación, el plato fuerte. ¡Pobre de mí! ¿hasta cuándo, Señor, vas a estar siempre enojado contra tu siervo que te suplica? ¿Hasta cuándo me vas a estar alimentando con el pan del llanto y ofreciéndome como bebida las lágrimas a tragos? ¡Quién me invitará a comer de aquel último plato, o al menos del sabroso manjar de la caridad, que se sirve a mitad del banquete! Los justos los comen en presencia de Dios rebosando de alegría. Entonces ya no debería  pedir a Dios con amargura del alma: ¡no me condenes! Todo lo contrario, al celebrar el convite con los ázimos de la pureza y de la verdad, cantaría alegre en los caminos del Señor porque la gloria del Señor es grande.
Bueno es, por tanto, el camino de la humildad; en  el se busca la verdad, se encuentra la caridad y se comparten los frutos de la sabiduría. El fin de la ley es Cristo; y la perfección de la humildad, el conocimiento de la verdad. Cristo, cuando vino al mundo, trajo la gracia. La. verdad, cuan se revela ofrece la caridad. Pero siempre se manifiesta a los humildes. Por ello, la gracia se da a los humildes.

CAPÍTULO VI


 Como el conocimiento de la verdad tiene a su vez tres grados, voy a tratar de explicarlos brevemente. Así se vera  con mayor claridad a qué grado de verdad corresponde el duodécimo grado de humildad. Buscamos la verdad en nosotros, en el prójimo y en sí misma. En nosotros, por la autocrítica; en el prójimo, por la compasión en sus desgracias; y en sí misma, por la contemplación de un corazón puro.
Te he indicado el número de los grados; ahora observa su orden. En primer lugar quisiera que la misma verdad te enseñara por qué debe buscarse antes en los prójimos que en sí misma. Después entenderás por qué debes buscarla en ti antes que en el prójimo. Al predicar las bienaventuranzas, el Señor antepuso los misericordiosos a los limpios de corazón. Y es que los misericordiosos descubren en seguida la verdad en sus prójimos. Proyectan hacia ellos sus afectos y se adaptan de tal manera, que sienten como propios los bienes y los males de los demás. Con los enfermos, enferman; se abrasan con los que sufren escándalo; se alegran con los que están alegres, y lloran con los que lloran. Purificados ya en lo íntimo de sus corazones con esta misma caridad fraterna, se deleitan en contemplar la verdad en sí misma; por cuyo amor sufren las desgracias de los demás.
En cambio, los que no sintonizan así con sus hermanos, sino que ofenden a los que lloran, menosprecian a los que se alegran, o no sienten en sí mismos lo que hay en los demás por no sintonizar con sus sentimientos, jamás podrán descubrir en sus prójimos la verdad.
A todos éstos les viene bien aquel dicho tan conocido: ni el sano siente lo que siente el enfermo, ni el harto lo que siente el hambriento. El enfermo y el hambriento son los que mejor se compadecen de los enfermos y de los hambrientos, porque lo viven. La verdad pura únicamente la comprende el corazón puro; y nadie siente tan al vivo la miseria del hermano como el corazón que asume su propia miseria. Para que sientas tu propio corazón de miseria en la miseria de tu hermano, necesitas conocer primero tu propia miseria. Así podrás vivir en ti sus problemas, y se te despertaran iniciativas de ayuda fraterna. Este fue el programa de acción de nuestro Salvador. Quiso sufrir para saber compadecerse; se hizo miserable para aprender a tener misericordia. Por eso se ha escrito de él : Aprendió por sus padecimientos la obediencia. De este modo supo lo que era la misericordia. No quiere decir que Aquel cuya misericordia es eterna ignorara la práctica de la misericordia, sino que aprendió en el tiempo por la experiencia lo que sabía desde la eternidad por su naturaleza.


Capítulo VII


Quizá te parezca exagerado lo que acabo de afirmar que Cristo, Sabiduría de Dios, haya tenido que aprender a ser misericordioso, como si Aquel por quien fueron hechas todas las cosas  hubiese ignorado algún tiempo algo de lo que fue hecho; sobre todo teniendo  en cuenta que esas citas de la carta a los Hebreos pueden entenderse en otro sentido. No es absurdo que el término aprendió no haga referencia a la Cabeza, la persona de Cristo, sino a su cuerpo, la Iglesia. En tal caso, el sentido completo de la frase aprendió por sus padecimientos la obediencia, sería éste: Aprendió en su cuerpo la obediencia por lo que padeció en la cabeza.
De todo lo que él padeció por nosotros, puros hombres, aprendemos cuánto nos conviene padecer por la obediencia; ya que él, siendo Dios, no dudó en morir. Según esta interpretación, dices tú, ya no hay inconveniente alguno en decir que Cristo aprendió en su cuerpo la obediencia, la misericordia o cualquier otra cosa; con tal que no se crea que el Señor en su persona pudiese aprender en el transcurso de su vida temporal algo que antes ignorase. Y así, él mismo aprende, enseña a la vez la misericordia y la obediencia; porque la cabeza y el cuerpo son un mismo Cristo.

Capítulo VIII

No niego que esta interpretación pueda ser aceptable. Sin embargo, existe otro pasaje de la misma carta que parece apoyar la anterior. No es a los ángeles a quienes tiende la  mano, sino a los hijos de Abrahán. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos  para ser misericordioso. Creo que este debe referirse exclusivamente a la cabeza, no al cuerpo. Se dice de la Palabra de Dios que no tiende la mano a los ángeles, es decir, que no se unió personalmente a ellos, sino a la descendencia de Abrahán. Tampoco hemos leído: la Palabra se hizo  ángel; sino la Palabra se hizo carne, y carne de Abrahán, se cumplió la promesa que se le hizo. De aquí, es decir, por hacerse hijo de Abrahán, tuvo que parecerse en todo a sus hermanos. Esto es, convino y fue necesario que, débil como nosotros  pasara por todas nuestras miserias, excluido el pecado.
 Preguntas: ¿Por qué fue necesario? Ahí mismo tienes la respuesta: Para ser misericordioso. Y sí insistes: ¿Por qué  esto no puede referirse al cuerpo? Escucha lo que sigue: En cuanto que pasó la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora la están pasando. No veo interpretación mejor de estas palabras que la referencia a una voluntad de sufrir, de ser probado y de pasar por todas las miserias humanas, excluido el pecado. Es la única forma de parecerse en todo a sus hermanos. Así aprendió por propia experiencia a tener misericordia    compadecerse de los que sufren y de los que son probados.

CAPÍTULO IX

 No quiero decir que mediante esta experiencia se haya vuelto más sabio. Lo importante es que ahora está mucho más cerca de nosotros, débiles hijos de Adán. Tampoco tuvo reparo en llamarnos y hacernos hermanos suyos; y todo para no dudar más en confiarle las flaquezas que, como Dios, puede curar; y que, como cercano, quiere curar. Ya las conoce, porque sufrió. Con razón lo llama Isaías hombre de dolores acostumbrado a sufrimientos. El Apóstol añade: no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades. E indica a continuación el motivo de su compasión: Probado en todo, igual que nosotros, excluido el pecado.
Dios es dichoso. El Hijo de Dios también es dichoso en aquella condición por la que no se aferró a su categoría de ser igual al Padre. El era impasible antes de despojarse de su rango y de tomar la condición de esclavo. Hasta entonces no entendía de miseria y de sumisión; tampoco conocía por experiencia la misericordia y la obediencia. Sabía por su naturaleza, no por propia experiencia. Pero se achicó a sí mismo, haciéndose poco inferior a los ángeles, que son impasibles por gracia, no por naturaleza; y se rebajó hasta aquella condición en la que podía sufrir y someterse. Esto, como ya se dijo, le era imposible en su categoría divina. Por eso aprendió la misericordia en el sufrimiento, y la obediencia en la sumisión. Sin embargo, como dije antes, por esta experiencia no aumentó su caudal de ciencia, sino que aumentó nuestra confianza, ya que por medio de este triste modo de conocer se acercó más a nosotros Aquel de quien tan lejos estábamos.
¿Cuándo nos hubiéramos atrevido a acercarnos a él si hubiese permanecido en su imposibilidad? Ahora, sin embargo, el Apóstol nos persuade a acercarnos confiadamente ante el tribunal de la gracia de Aquel que, como está escrito en otro lugar, soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores.  Tenemos la absoluta certeza de que puede compadecerse de nosotros porque el mismo ha sufrido.

CAPÍTULO X


No deben parecernos absurdas las expresiones de que Cristo conocía la misericordia desde siempre, por su divinidad, pero de manera distinta de como la conoció en el tiempo por la encarnación. No queremos decir que Cristo hubiese comenzado a saber algo que anteriormente no supiese. Fíjate que el Señor usó una expresión parecida cuando respondió a la pregunta de sus discípulos acerca del último día. Les confesó su ignorancia. ¿Es que él, en quien estân escondidos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, no podía conocer la inminencia del último día?; ¿cómo, pues, negó que lo sabía, siendo clarísimo que no podía ignorarlo? ; ¿acaso mintió para ocultarles lo que no era conveniente descubrirles? De ninguna manera. Si por ser la sabiduría no puede ignorar cosa alguna, por ser la verdad tampoco puede mentir. No quiso dar pábulo a la curiosidad inútil; por eso negó saber lo que le preguntaban. No lo negó, sin embargo, de un modo absoluto, sino con una especie de restricción mental. Pues si con la mirada de su divinidad veía todas las cosas, las pasadas, las presentes y las venideras. conocía perfectamente aquel día; pero no por experiencia de los sentidos corporales. De haber sido así, ya habría aniquilado al anticristo con el aliento de su boca; ya habría resonado en sus oídos el alarido del arcángel y el fragor de la trompeta, a cuyo estrépito los muertos van a resucitar; ya habría visto también con los ojos corporales a las ovejas a las cabras, que deberán estar separadas entre sí.

CAPÍTULO XI



En fin, vas a comprender mejor ahora que, cuando expresaba su ignorancia sobre el último día, se refería sólo a su conocimiento humano, analizando la fina discreción de su respuesta. No dijo: Yo no lo sé; sino: ni el Hijo del hombre lo sabe. ¿Qué quiere indicar la expresión Hijo del hombre sino la naturaleza humana que había asumido? Con este nombre se da a entender que cuando dice no saber cosa alguna, no habla como Dios, sino como hombre. En otras ocasiones, hablando de sí mismo en cuanto Dios, no emplea la expresión "Hijo", o "Hijo del hombre", sino "yo", o "a mí". Ejemplos: En verdad, en verdad os digo; antes que Abrahán naciese, ya existía yo. Dice: ya existía yo; y no: "ya existía el Hijo del hombre". Sin duda alguna que habla de aquella esencia por la que existe antes de Abrahán, desde la eternidad; y no de aquella otra por la que nació después de Abrahán, y que procede de Abrahán mismo.

También en aquella ocasión en que deseaba saber por boca de los discípulos la opinión que los hombres tenían de él, les pregunta: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Y no: "¿Quién dicen los hombres que soy yo?" Pero al preguntarles a continuación su opinión sobre él, les dice: y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Y no: ¿Quién decís que es el Hijo del hombre? Queriendo saber lo que pensaba el pueblo carnal acerca de su naturaleza humana, se impuso un nombre carnal, que es el significado propiamente dicho de la expresión Hijo del hombre. Pero al preguntar a sus discípulos, que eran espirituales, acerca de su divinidad, no aludió a sí mismo como Hijo del hombre, sino directamente a su mismo "yo". Pedro comprendió lo que les había querido preguntar al decir: y acertó bien en su respuesta: Tú eres el Cristo, el Hijo e Dios. No dijo: "tú eres Jesús, el hijo de la Virgen". Si hubiese respondido así, sin duda alguna habría dicho la verdad. Pero cayendo en la cuenta, con agudeza, del sentido en que se le proponía la pregunta, respondió acertada y competentemente diciendo: tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.

CAPÍTULO XII


Sabes que Cristo es una sola persona en dos naturalezas; una, por la que siempre existió; la otra, por la que empezó a vivir en el tiempo. Por su ser eterno conoce siempre todas las cosas; por su realidad histórica, aprendió muchas cosas en el tiempo. ¿Por qué dudas en admitir que, así como históricamente empezó a vivir en el cuerpo, del mismo modo empezó a conocer las miserias de los hombres con ese género de conocimiento propio de la debilidad humana?

¡Cuánto más sabios y felices habrían sido nuestros primeros padres ignorando este género de ciencia, que no podían lograr sin hacerse necios y desdichados! Pero Dios, su Creador, buscando lo que se había perdido, continuó, compasivo su obra; y descendió misericordiosamente adonde ellos se habían abismado en su desgracia. Quiso experimentar en sí lo que nuestros padres sufrían con toda justicia por haber obrado contra él; pero se sintió movido, no por una curiosidad semejante a la de ellos, sino por una admirable caridad; y no para ser un desdichado más entre los desdichados, sino para librar a los miserables haciéndose misericordioso. Se hizo misericordioso, pero no con aquella misericordia que, permaneciendo feliz, tuvo desde siempre; sino con la que encontró, al hacerse uno como nosotros envuelto en la miseria.Así, la obra que había comenzado con la misericordia eterna, la culminó por la misericordia temporal; no porque no pudiese llevarla a cabo solamente con la eterna, sino porque, respecto a nosotros, la eterna sin la temporal no nos pudo bastar. Una y otra fueron necesarias, pero para nosotros fue más apropiada la segunda
¡Oh invención inefable de la piedad! ¿Podríamos habernos imaginado incluso aquella maravillosa misericordia eterna si antes no la hubiese precedido la miseria, que nos la hace concebir? ¿Cuándo habríamos descubierto aquella compasión, desconocida para nosotros, que sin la existencia de la Pasión habría perdurado en la imposibilidad?Sin embargo, si esa misericordia, que no conoce la miseria no hubiese existido anteriormente, tampoco se habría seguido esta otra misericordia, cuya madre es la miseria. Si no se hubiese seguido, tampoco nos habría atraído; si no nos hubiese atraído, no nos habría extraído. ¿Extraído?, ¿de dónde? De la fosa de la miseria y de la charca fangosa.
Pero el Señor no se despojó de la misericordia eterna; la añadió a la temporal. No la cambió; la multiplicó, según está escrito: tú socorres a hombres y animales, ¡cómo has multiplicado tu misericordia, oh Dios!

CAPÍTULO XIII


Volvamos ya a nuestro asunto. Si el que no era miserable se hizo miseria para experimentar lo que ya previamente sabía, ¿cuánto más debes tu, no digo hacerte lo que no eres, sino reflexionar sobre lo que eres, porque eres miserable? Así aprenderás a tener misericordia. Sólo así lo puedes aprender.

Porque si consideras el mal de tu prójimo y no atiendes al tuyo, te sentirás arrebatado por la indignación, nunca movido por la compasión; tendemos a juzgar, no a ayudar; a destruir con violencia, no a corregir con suavidad. Vosotros los espirituales, dice el Apóstol, corred e id con toda suavidad. El consejo o por mejor decir, el mandato del Apóstol consiste en que ayudes a tu hermano enfermo con la misma suavidad con la que tú quieres te ayuden a ti cuando enfermas. También consiste en que comprendas cuánta dulzura de trato debes tener con el pecador; caer en la cuenta, como dice el mismo Apóstol, de que también tú puedes ser tentado.

CAPÍTULO XIV


Conviene considerar con qué perfección sigue el discípulo de la verdad el orden establecido por el Maestro. En las bienaventuranzas a que me refería antes, preceden los misericordiosos a los limpios de corazón; y los mansos a los misericordiosos. El Apóstol exhorta a los espirituales que corrijan a los carnales; y añade: con toda suavidad. La corrección de los hermanos corresponde, sin duda, a los misericordiosos; hacerlo con suavidad, a los mansos. Como si dijera: no puede ser contado entre los misericordiosos el que no es manso en sí mismo. Mira cómo indica claramente el Apóstol lo que antes prometí yo demostrar. La verdad hemos de buscarla antes en nosotros que en el prójimo. Cayendo en la cuenta de ti mismo, es decir, siendo consciente de la facilidad con que eres tentado y de lo propenso que eres para pecar; por esta toma de conciencia, te harás manso y podrás acercarte a los demás para socorrerles con toda suavidad. Si no eres capaz de escuchar al Discípulo que te aconseja, teme al Maestro que te acusa. Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar a brizna del ojo de tu hermano.

La soberbia de la mente es esa viga enorme y gruesa en el ojo, que por su cariz de enormidad vana e hinchada, no real ni sólida, oscurece el ojo de la mente y oscurece la verdad. Si llega a acaparar tu mente, ya no podrás verte ni sentir de ti tal como eres o puedes ser, sino tal como te quieres, tal como piensas que eres  o tal como esperas llegar a ser. ¿Qué otra cosa es la soberbia sino, como la define un santo, el amor del propio prestigio? Moviéndonos en el polo opuesto, podemos afirmar que la humildad es el desprecio del propio prestigio.
Ni el amor ni el odio conocen el dictamen de la verdad. ¿Quieres oír el dictamen de la verdad? Escucha: yo juzgo según oigo; no según odio, ni según amo, ni según temo. Un dictamen del odio sería: nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir; el del temor sería: si le dejamos que siga así, vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo; y un dictamen según el amor podría ser el de David con su hijo parricida: tratad bien al joven Absalón.
Hay  un convenio definido por las leyes humanas; se observa tanto en las causas eclesiásticas como en las civiles; está legislado que los amigos íntimos de los litigantes nunca deben ser convocados a juicio; no sea que, llevados del amor a sus amigos, engañen o se dejen engañar. Y si el amor que profesas a tu amigo influye en tu criterio como atenuante o inexistencia de culpa, ¿cuánto más el amor que a ti mismo te profesas te engañara cuando vas a emitir un Juicio contra ti?

CAPÍTULO XV


El que sinceramente desee conocer la verdad propia de sí mismo, debe sacarse la viga de su soberbia, porque le impide que sus ojos conecten con la luz. E inmediatamente tendrá que disponerse a ascender dentro de su corazón, observándose a sí mismo en sí mismo, hasta alcanzar con el duodécimo grado de humildad el primero de la verdad.

Cuando haya encontrado la verdad en sí mismo o, mejor dicho, cuando se haya encontrado a sí mismo en la verdad pueda decir: yo me fiaba, y por eso hablaba; pero ¡qué humillado me encuentro!, entonces penetre el hombre más íntimamente en su corazón, para que la verdad quede enaltecida, llegando así al segundo grado y exclame: todos los hombres son unos mentirosos. Crees que David no siguió este mismo orden? ¿crees que el profeta no se dio cuenta de lo que el Señor, el Apóstol y yo hemos comprendido siguiendo su ejemplo? Y dice: Yo me fié de la Verdad, que decía en este mundo: el que me sigue no anda en tiniebla. Me fié, siguiéndola, por eso hablé, confesando. ¿Qué confesé? La verdad que conocía en la fe. Después de que me fié para la justicia y hablé para la salvación, ¡qué humillado me encuentro hasta el límite de la impotencia. Como si dijera: ya que no me avergoncé de confesar contra mí mismo la verdad que en mí conocí, he llegado al colmo de la humildad. Ese limite puede entenderse por colmo; como puede verse en el pasaje de este salmo: se complace hasta el colmo en sus mandatos; es decir, se complace plenamente. Pero si alguien sostiene que colmo quiere significar aquí "mucho" y no basta el límite, por ser ése el significado que le dan los comentaristas, tal traducción coincidiría con el pensamiento del profeta.
Por esto, cuando todavía desconocía la verdad, me tenía por algo, no siendo en realidad nada. Pero desde que me fié de Cristo, esto es, desde que imité su humildad, empecé a conocer la verdad; ella ha sido enaltecida en mí, por causa de mi propia confesión. Pero yo me siento en él colmo de la humillación, es decir, que la propia consideración de mí mismo me ha suscitado mucho desprecio.

CAPÍTULO XVI


 Humillado el profeta en este primer grado de la verdad, como dice en otro salmo: Me has humillado en tu verdad, se observa a sí mismo; y, consciente de su propia miseria, considera la de los demás. De este modo pasa al segundo grado y dice en su abatimiento: todos los hombres son unos mentirosos. ¿En qué abatimiento? En aquel por el que sale de sí mismo y, adhiriéndose a la verdad, se juzga. Proclama en este abatimiento, no irritado ni insultante, sino con toda misericordia y compasión: todos los hombres son unos mentirosos. ¿Qué quiere decir: Todos los hombres son unos mentirosos? Quiere decir que todo hombre es débil; que todo hombre es miserable e impotente, y que no puede salvarse a sí mismo ni salvar a otro. Lo mismo que se dice: engañoso es el caballo para la victoria. No porque el caballo engañe a nadie, sino porque se engaña a sí mismo quien confía en su fortaleza. De la misma manera se dice que todos los hombres son unos mentirosos.  Es decir, frágiles e inconstantes; de ellos nada se puede esperar, ni su salvación, ni la ajena, sin incurrir en la maldición del que pone sus esperanzas en otro hombre. De esta manera, el profeta, humilde y avezado en el camino de la verdad, cuando descubre en los otros las miserias que ha llorado en sí mismo, a la vez que acumula experiencia, agudiza también su dolor. Y, de un modo muy genérico, pero auténtico, exclama : Todos los hombres son unos mentirosos.


CAPÍTULO XVII


Fíjate de qué manera tan distinta sentía de sí mismo aquel fariseo soberbio. ¿Qué fue lo que espontáneamente brotó de su desvarío? Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás. Se complace en sí mismo como si sólo él existiera, al mismo tiempo insulta a los demás con arrogancia. Muy distintos eran los sentimientos de David. Si afirma que todos los hombres son unos mentirosos, no excluye ninguno para no engañar a nadie. Sabe que todos pecaron, y que todos están privados de la gloria de Dios.

 El fariseo, en cambio, condenando a los demás, sólo a sí mismo se engaña, ya que se excluye a sí solo. El profeta no se excluye de la miseria común para no quedar eliminado de la misericordia. El fariseo, al ocultar su miseria, aleja de sí la misericordia. El profeta afirma de sí y de los demás : todos los hombres son unos mentirosos. El fariseo lo afirma también de todos, menos de sí mismo: No soy, dice, como los demás. Y da gracias, no porque es bueno, sino porque se siente único; y no tanto por los bienes que tiene cuanto por los males que ve en los demás. Todavía no ha sacado la viga de su ojo y da cuenta las briznas que hay en los ojos de sus hermanos, pues añade: injustos, ladrones.
Me parece útil esta digresión. Te habrá servido para comprender la diferencia que existe entre la humillación del profeta y el desvarío del fariseo.

CAPÍTULO XVIII

Reanudemos nuestra exposición. A todos los que la verdad les ha obligado a conocerse y, por eso mismo, a menospreciarse, necesitan que todo lo que venían amando, incluso el amor a sus propias personas, se les vuelva amargo. El enfrentamiento consigo mismos les obliga a verse tales como son y les provoca vergüenza. Les desagrada lo que son, suspiran por lo que no son, conscientes de que nunca lo alcanzarán por sus propias fuerzas, y lloran amargamente su mísera situación; ya no encuentran otro consuelo que constituirse en Jueces severos de sí mismos; por amor a la verdad, sienten hambre y sed de justicia. Así llegan al desprecio de sí mismos, se exigen una severísima satisfacción y quieren cambiar de vida. Pero ven claramente que son incapaces de llevar a cabo sus propósitos, porque cuando ya han realizado todo lo que se les ha mandado, se confiesan siervos inútiles. De esta manera, huyen de la justicia y se refugian en la misericordia. Y para alcanzar misericordia, siguen el consejo de la verdad: dichosos los misericordiosos, porque van a recibir misericordia.

Este es el segundo grado de la verdad. Los que llegan a él buscan la verdad en sus prójimos; adivinan las indigencias de los demás en las suyas propias; y por lo que sufren, aprenden a compadecerse de  los que sufren.

CAPÍTULO XIX


 Si perseveran en los tres aspectos planteados: en el llanto de la penitencia, en el deseo de la justicia y en las obras de misericordia, purificarán la mirada de su corazón de los tres impedimentos que contrajeron por ignorancia, por debilidad y por deseo. Así, mediante la contemplación, pasarán al tercer grado de la verdad.

Hay caminos que parecen buenos sólo a los hombres que se gozan haciendo el mal y se alegran de sus acciones perversas. Luego recurren a la debilidad o a la ignorancia para excusar sus pecados. Pero en vano se lisonjean de su debilidad o ignorancia los que, para pecar con mayor libertad, se instalan en la ignorancia o impotencia. ¿Crees tú que al primer hombre, aunque no pecase muy a gusto, le sirvió de algo echar la culpa a su mujer, es decir, a la debilidad de la carne? ¿Crees que la ignorancia podrá excusar a los que apedrearon al primer mártir porque se taparon los oídos
Están en el mismo caso todos los que por el deseo o el amor al pecado se sienten alejados de la verdad y apresados en la debilidad y en la ignorancia; conviertan éstos su deseo en llanto y su amor en aflicción; rechacen la debilidad de la carne con el fervor de la justicia y la ignorancia con la liberalidad. No vaya a ocurrirles que, por no reconocer ahora a la verdad pobre, sencilla y débil, la conozcan demasiado tarde, cuando venga con gran poder y majestad, aterrando y acusando. Entonces será inútil que le pregunten: ¿Cuándo te vimos necesitado y no te socorrimos? Los que en esta vida no conocieron al Señor cuando deseaba tratarles con misericordia, le reconocerán cuando aparezca para rendirle cuentas. Por eso mirarán al que traspasaron; y los codiciosos, al que despreciaron
 El ojo del corazón, al que la Verdad prometió su plena manifestación: dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios, se purifica de toda mancha, debilidad, ignorancia o mal deseo adquirido, por medio del llanto, del hambre y la sed de ser justo, y por la perseverancia en las obras de misericordia. Los grados o estados de la verdad son tres. Al primero se sube por el trabajo de la humildad; al segundo por el afecto de la compasión; y al tercero, por el vuelo de la contemplación. En el primer grado, la verdad se nos muestra severa; en el segundo, piadosa; y en el tercero, pura. Al primero nos lleva la razón con la que nos examinamos a nosotros mismos; al segundo, el afecto con el que nos compadecemos de los demás; al tercero, la pureza que nos arrebata y nos levanta hacia las realidades invisibles.

CAPÍTULO XX


Al llegar a este punto, aparece con toda nitidez ante mis ojos una obra maravillosa de la inseparable Trinidad que se realiza por separado en cada una de las personas. Si es que un hombre que vive en tinieblas, de algún modo puede llegar a comprender aquella separación de las tres personas que obran de común acuerdo. Así, en el primer grado parece ver la obra del Hijo; en el segundo, la del Espíritu Santo; y en el tercero, la del Padre.¿Quieres ver cómo obra el Hijo? Escucha: Si yo soy el Señor y el maestro, y os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Con estas palabras, el maestro de la verdad da a sus discípulos la regla de la humildad; y la verdad se da a conocer en su primer grado. Fíjate ahora en la obra del Espíritu Santo: la caridad inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. La caridad es un don del Espíritu Santo. Por ella, todos los que han seguido las enseñanzas del Hijo y se han iniciado en el primer grado de la verdad mediante la humildad, comienzan a progresar y llegan, aplicándose en la verdad del Espíritu Santo, al segundo gradose llega por medio de la compasión al prójimo. Escucha también lo que hace referencia al Padre: Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne hueso, sino mi Padre, que está en el cielo. Y aquello otro: el Padre enseña a los hijos tu verdad. Y también: Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y se las has revelado a la gente sencilla.

¿Te das cuenta de cómo a los que primero hace humildes el Hijo con su palabra y ejemplo, después el Espíritu derrama sobre ellos la caridad, y el Padre los recibe en la gloria? El Hijo forma discípulos. El Paráclito consuela a los amigos. El Padre enaltece a los hijos.  Por eso, respetada la propiedad de cada una de las personas, una es la verdad que obra estas tres realidades en los tres grados. En el primero, enseña como maestro; en el segundo, consuela como amigo y hermano; en el tercero, abraza como un padre a sus hijos.

CAPÍTULO XXI


Primero el Hijo, la Palabra y la sabiduría de Dios Padre, cuando ve esa potencia de nuestra alma llamada razón abatida por la carne, prisionera del pecado, cegada por la ignorancia y entregada a las cosas exteriores, la toma con clemencia, la levanta con fortaleza, la instruye con prudencia y la hace entrar dentro de sí misma. Y revistiéndola con sus mismos poderes de forma maravillosa, la constituye juez de sí misma. La razón es a la vez acusadora, testigo y tribunal; desempeña frente a sí misma la función de la verdad

De esta primera unión entre la Palabra y la razón nace la humildad. Luego el Espíritu Santo se digna visitar ia otra potencia llamada voluntad, todavía influenciada  por el veneno de la carne, pero  ya ilustrada por la razón. El Espíritu la purifica con suavidad, la sella con su fuego volviéndola misericordiosa. Lo mismo que una piel, empapada por un líquido, se estira, la voluntad, bañada por la unción celestial, se despliega por el amor hasta sus mismos enemigos. De esta segunda unión del Espíritu Santo con la voluntad humana nace la caridad. Fijémonos todavía en estas dos potencias, la razón y la voluntad. La razón se siente instruida por la palabra de la verdad ; la voluntad, por el Espíritu de la verdad. La razón es rociada por el hisopo de la humildad; la voluntad, abrasada con el fuego de la caridad. Ambas Juntas son el alma perfecta, sin mancha, a causa de la humildad; y sin arruga, por causa de la caridad. Cuando la voluntad ya no resista a la razón ni la razón encubra a la verdad, el Padre se unirá a ellas como a una gloriosa esposa. Entonces la razón ya no podrá pensar de sí misma, ni la voluntad juzgar al prójimo, pues ese alma dichosa sólo encuentra consuelo repitiendo: El rey me ha introducido en su cámara .
Ya ha sido digna de superar la escuela de la humildad. Aquí, enseñada por el Hijo, aprendió a entrar en sí misma, según aquella advertencia que le habían insinuado: si no te conoces, vete y apacienta tus cabritos. Ha sido digna, repito, de pasar de la escuela de la humildad a las despensas de la caridad, que son los corazones de los prójimos. El Espíritu Santo la ha guiado e introducido a través del sello del amor. Se alimenta con pasas y se robustece con manzanas, las buenas costumbres y las santas virtudes. Por fin, se le abre la cámara del rey, por cuyo amor desfallece.
 Allí, en medio de un gran silencio que reina en el cielo por espacio de media hora, descansa dulcemente entre los deseados abrazos, y se duerme; pero su corazón vigila. Allí ve realidades invisibles, oye cosas inefables que el hombre no puede ni balbucir  que excede a toda la ciencia que la noche susurra a la noche. Sin embargo, el día a día le pasa su mensaje; y por eso es lícito comunicarse la sabiduría entre los sabios y compartir lo espiritual con los espirituales.

CAPÍTULO XXII


 Pablo confiesa que había sido arrebatado hasta el tercer cielo; ¿piensas que no había superado estos grados? Pero ¿por qué dice arrebatado y no más bien llevado? Para que yo, que soy menos que Pablo, cuando me diga tan gran apóstol que fue arrebatado a donde ni el sabio supo, ni el que fue así levantado pudo llegar, no presuma pensando que con mis fuerzas o mi tesón pueda lograr esa meta. Así no confiaré en mi virtud ni me agotaré en esfuerzos vanos. El que es enseñado o guiado, por el mero hecho de seguir al que le enseña o le guía, se ve obligado a trabajar y a poner algo de su parte para ser llevado hasta el lugar de su destino. Entonces podrá decir: No soy yo, sino el favor de Dios.

 Sin embargo, el que es arrebatado se porta como una persona ignorante, y no se apoya en sus fuerzas, sino en las de otro. No puede gloriarse de sí mismo en nada absolutamente, pues lo que se ha realizado en él no ha sido hecho por él ni cooperando con otro. El Apóstol pudo subir al primer cielo o al segundo, guiado y llevado de la mano. Pero para llegar al tercer cielo tuvo que ser arrebatado. Está escrito que el Hijo bajó para ayudar a los que habían de subir al primer cielo. Que el Espíritu Santo fue enviado para llevarnos  hasta el segundo. Sin embargo, en ninguna parte se dice que el Padre, aunque siempre obra con el Hijo y el Espíritu Santo, haya bajado del cielo o fuese enviado a la tierra.
 Es verdad que leo lo siguiente: La misericordia del Señor llena la tierra. Y también : llenos están el cielo y la tierra de tu gloria, y muchas otras cosas por el estilo. Con relación al Hijo leo también: cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo. Y el mismo Hijo dice de sí: el Espíritu del Señor me ha enviado. Y se expresa por el mismo profeta: Y ahora me han enviado el Señor y su Espíritu. Acerca del Espíritu Santo leo: el Espíritu Santo consolador, que enviará mi Padre en mi nombre; y también : Cuando me vaya, os lo enviaré, que sin duda se refiere al Espíritu Santo. En cambio, en ninguna parte leo que el Padre, aun cuando esté en todas partes, se halle personalmente en otro lugar que no sea el cielo. Así lo dice el Evangelio: Y mi Padre, que está en el cielo; y en la oración: Padre nuestro, que estás en los cielos.

CAPÍTULO XXIII


De todo esto deduzco que, si el Padre no descendió, el Apóstol no pudo subir al tercer cielo para verlo; por eso recordó que había sido arrebatado. Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo. Y no pienses que habla del primer o del segundo cielo, ya que te dice David : Su salida es desde lo más alto del cielo. A este mismo lugar volvió Cristo, pero no fue arrebatado súbitamente ni trasladado a escondidas; lo vieron subir los apóstoles. No fue el caso de Elías, quien no tuvo más que un testigo; ni el de Pablo, que no tuvo ninguno; pues apenas él mismo pudo ser testigo o Juez, ya que dice: yo no lo sé; Dios lo sabe. Cristo, como todopoderoso que era, bajó cuando quiso, subió cuando le plugo tuvo a bien esperar a que hubiese testigos y espectadores; eligió un lugar, un tiempo, un día y una hora concretos : le vieron subir aquellos a los que quiso honrar con ese espectáculo.

 Pablo y Elías fueron arrebatados; Enoc fue trasladado. De nuestro Redentor se dice que subió, es decir, que ascendió sin ayuda alguna. Sin ayuda  de carros o de ángeles. Una nube lo ocultó a sus ojos. ¿Qué sentido tiene la nube? ¿Estaba cansado y necesitaba su ayuda? ¿Tal vez se sentía apático y la nube lo empujó? ¿Acaso se caía y la nube le sirvió de apoyo? Nada de eso. Lo que ocurrió fue que la nube lo ocultó a los ojos carnales de sus discípulos. Hasta entonces habían conocido a Cristo según la carne; en adelante, no deberán conocerle de esa forma. Por tanto, a los que el Hijo llama por la humildad al primer cielo, el Espíritu los reúne en el segundo por la caridad; y el Padre los exalta al tercer cielo por la contemplación.
 Primero se humillan en la verdad, y dicen: me humillaste en tu verdad. Después se alegran de la verdad, y cantan: ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos; pues de la caridad se ha escrito: simpatiza con la verdad. En tercer lugar son arrebatados hasta los arcanos de la verdad, y dicen: Mi secreto para mí, mi secreto para mí.

CAPÍTULO XXIV


Y ¿cómo yo, miserable, presumo atravesar los dos cielos superiores y decir palabras vanas que ni yo mismo entiendo? Todavía voy arrastrándome por el más inferior de los tres. Para subir a este cielo inferior he levantado una escalera con la ayuda de Dios, que allí me llama. Ese es el camino que me lleva a la salvación eterna. Levanto los ojos hacia el Señor, que está en lo más alto. Exulto al oír la voz de la Verdad. El me ha llamado, y yo le he respondido: Extiendes tu mano derecha hacia la obra de tus manos.   

Tú, Señor, cuentas mis pasos. Yo subo lentamente; camino jadeante; busco otro sendero. ¡Desgraciado de mí si me sorprenden las tinieblas, si mi huida es en invierno o en sábado! Ahora es el tiempo favorable y el día de la salvación, y evito caminar hacia la luz. ¿Por qué me retraso? Ruega por mí, hijo, hermano, amigo mío, y suplica al Todopoderoso, para que afiance el pie indolente y no me alcancen los pasos de la soberbia. Si el paso indolente no es apto para subir a la verdad, es, con todo, más soportable que el  paso de la soberbia, como está escrito: Derribados, no se pueden levantar.

CAPÍTULO XXV


Esto se ha dicho de los soberbios. Pero ¿qué diremos del jefe de todos ellos, es decir, de aquel que es llamado rey de todos los hijos de la soberbia? El mismo Señor dice: no aguantó en la verdad; y en otro lugar: yo veía a Satanás caer del cielo. Y ¿por qué, sino por la soberbia? Desgraciado de mí si el Señor, que de lejos conoce al soberbio, advierte que me he ensoberbecido; me lanzará aquellas terribles palabras : tú eras hijo del Altísimo, pero morirás como uno de tantos, caerás como todos los principies.¿Quién no temblará ante el fragor de este trueno? ¿Cuánto más provechoso fue que el ángel tocase la articulación del muslo de Jacob y se la dejase tiesa, frente a la hinchazón, la  perdición y la caída del ángel soberbio! ¡Ojalá que el ángel toque también mi articulación y la ponga rígida! A ver si yo, que con mi fortaleza lo único que puedo hacer es caer, empiezo a aprovecharme de esta debilidad. Leo en efecto: la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres.

El Apóstol se lamentaba de la rigidez de su articulación. La razón era que el mismo Satanás le abofeteaba, y no un ángel del Señor. Pero Pablo escuchó esta respuesta: Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad. ¿Qué tipo de fuerza? Que nos lo diga el mismo Apóstol: Con muchísimo gusto presumiré de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Tal vez aún no entiendes bien de qué fuerza habla en concreto, ya que Cristo las tuvo todas. A pesar de ello, en su expresión aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, nos recomendó una sobre todas: la humildad.

CAPÍTULO XXVI


Señor Jesús, también yo, con muchísimo gusto, me gloriaré, si lo permite mi debilidad, en la rigidez de mi articulación, para que tu fuerza, la humildad, llegue en mí a su perfección; pues cuando mi fuerza desfallece, me basta tu gracia. Apoyando con fuerza el pie de la gracia y retirando con suavidad el mío, que es débil, subiré seguro por los grados de la humildad; hasta que, adhiriéndome a la verdad, pase a los llanos de la caridad. Entonces cantaré con acción de gracias y diré: has puesto mis pies en un camino ancho. Así se avanza con mucha precaución; se sube peldaño a peldaño la difícil escalera, hasta que, incluso arrastrándose o cojeando en la misma seguridad, se logra la verdad. Pero ¡desgraciado de mí! Mi destierro se ha prolongado. ¿Quién me diera alas de paloma para volar raudamente hacia la verdad y hallar el reposo en la caridad? Pero como no las tengo, enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad; y la verdad me hará libre. ¡Pobre de mi, que he bajado desde esa altura! Si por ligereza y dejadez no hubiese bajado, no tendría ahora que afanarme con tanto tesón para subir, y tan lento.

Y ¿por qué digo que he bajado? Sería mucho más acertado decir que caí. Es cierto que, así como nadie sube a lo más alto de repente, sino que avanza paso a paso, del mismo modo nadie se hace un malvado de la noche al día. Se va bajando poco a poco. Si en la vida se procediera de otra forma, ¿cómo podría afirmarse que el malvado se ensoberbece todos los días de su vida, y que hay caminos que parecen derechos, pero llevan a la perdición?

CAPÍTULO XXVII


Hay un camino hacia arriba y otro hacia abajo. Un camino que lleva al bien; y otro, al mal. Guárdate del mal camino y elige el bueno. Si te sientes incapaz, suplica con el profeta y di: apártame del camino falso. ¿De qué manera? Y dame la gracia de tu ley; de aquella ley que diste a los que pecan en el camino, a los que abandonan la verdad. Uno de ellos soy yo, que he caído  de la verdad. Entonces, el que cae, ¿no podrá levantarse? Por eso escogí el camino de la verdad para subir hasta la cima desde donde caí por mi soberbia.

Subiré y cantaré: me estuvo bien la humillación. Más prefiero yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata. Puede parecerte que David propone dos caminos , pero fíjate y verás que es uno sólo con nombres distintos. Se llama iniquidad para los que bajan, y verdad  para los que suben. Los peldaños son idénticos para los que suben al trono y para los que bajan. Uno es él camino para los que se acercan a la ciudad y para los que la abandonan. Y una es la puerta para las que entran en la casa y para los que de ella salen. Jacob vio en sueños que por una misma rampa subían y bajaban ángeles. ¿Qué quiere decir todo esto? Si quieres volver a la verdad, no necesitas buscar un camino nuevo, desconocido. Te basta el mismo por el que has bajado. Ya lo conoces. Desandando el mismo camino, sube, humillado, los mismos peldaños que has bajado ensoberbecido. Así, el que es duodécimo escalón de soberbia para el que baja, debe ser el  primero de humildad  para el que sube; el undécimo, el segundo; el décimo, el tercero; el noveno, el cuarto; el octavo, el quinto; el séptimo, el sexto;  el séptimo; el quinto, el octavo; el cuarto, el noveno; el tercero, el décimo; el segundo, el undécimo, y el primero, el duodécimo.
Cuando hayas encontrado, aún más, reconocido en ti estos grados de soberbia, ya no tendrás que afanarte por encontrar el camino de la humildad.

CAPÍTULO XXVIII



 El primer grado de soberbia es la curiosidad. Puedes detectarla a través de una serie de indicios. Si ves a un monje que gozaba ante ti de excelente reputación, pero que ahora, en cualquier lugar donde se encuentra, en pie, andando o sentado, no hace más que mirar a todas partes con la cabeza siempre alzada, aplicando los oídos a cualquier rumor, puedes colegir, por estos gestos del hombre exterior, que interiormente este hombre ha sufrido un cambio. El hombre perverso y malvado guiña el ojo, mueve los pies y señala con el dedo. Por este inhabitual movimiento del cuerpo puedes descubrir la incipiente enfermedad del alma. Y el alma que, por su dejadez, se va entorpeciendo para cuidar de sí misma, se vuelve curiosa en los asuntos de los demás. Se desconoce a sí misma. Por eso es arrojada fuera para que apaciente a los cabritos. Con acierto llámanse cabritos, símbolos del pecado, a los ojos y a los oídos; porque, lo mismo que la muerte entró en el mundo por el pecado, así penetra por estas ventanas en el alma.


     El curioso se entretiene en apacentar a estos cabritos, mientras que no se preocupa de conocer su estado interior. Si cuidas con suma atención de ti mismo, difícil será que pienses en cualquier otra cosa. ¡Curioso!, escucha a Salomón. Escucha, necio, al sabio: por encima de todo guarda tu corazón; y todos tus sentidos vigilarán para guardar aquello de donde brota la vida. ¡Curioso!, ¿adónde vas cuando te alejas de ti?; ¿a quién te confías durante ese tiempo?; ¿cómo te atreves a levantar los ojos al cielo, tú que pecaste contra el cielo? Clava tus ojos en tierra para que te conozcas. La tierra te dará tu propia imagen; porque eres tierra y a la tierra has de volver.

CAPÍTULO XXIX

Sin embargo, por dos motivos se te permite levantar los ojos sin cometer la menor falta: para pedir auxilio y para ofrecerlo. David levantó los ojos a los montes para pedir auxilio. El Señor los levantó sobre las turbas para compadecerte. El uno lo hizo por su miseria; el otro, por su misericordia. En ninguno de los dos se halló rastro de falta. Si tú, considerando el lugar, el tiempo y la causa, levantas los ojos por tu propia necesidad o por la de tu hermano, no sólo no te considero culpable, sino que te alabo sobremanera; pues la miseria excusa lo primero, y la misericordia recomienda lo segundo. Si, en cambio, lo haces por otro motivo, pensaré de ti que eres imitador, no del profeta ni del Señor, sino de Dina o de Eva, e incluso del mismo Satanás.

Dina salió a apacentar los cabritos, fue raptada a su padre y perdió su virginidad. Dina, ¿por qué tuviste que ir a curiosear mujeres extranjeras?; ¿qué necesidad, qué utilidad se te imponía?; ¿fue por pura curiosidad? Tú miras con ingenuidad; otros te miran con malicia. Tú contemplas con curiosidad, pero otros te contemplan con otra curiosidad superior. ¿Quién iba a pensar entonces que aquella tu curiosa inocencia, o tu inocente curiosidad, iba a ser no sólo ociosa, sino muy perniciosa para ti, para los tuyos y para los enemigos?

CAPÍTULO XXX


Eva, tú vas a vivir en el paraíso, para cultivarlo y guardarlo en compañía de tu marido. Si cumples lo ordenado, pasarás a otro lugar mejor, donde ya no tendrás que ocuparte de trabajo alguno ni de preocuparte por cuidarlo. Se te permite comer de todos los árboles del paraíso, excepto del llamado de la ciencia del bien y del mal. Si los frutos de los demás árboles son buenos y saben bien, ¿qué te mueve a comer del árbol que sabe mal? No se debe saber más de lo que conviene. Probar el mal no es saborearlo, sino haber perdido el gusto. Guarda bien lo que se te ha confiado; espera lo prometido. Evita lo prohibido, no sea que pierdas lo que ya posees.

¿Por qué te obsesionas con tu propia muerte? ¿Por qué diriges con tanta frecuencia tus ojos inquietos hacia ese árbol? ¿Por qué te agrada mirar lo que no se puede comer? Tú me respondes: sólo me acerco con los ojos, no con las manos. No se me ha prohibido mirar, sino comer. ¿Es que no puedo levantar hacia donde quiera estos dos ojos que Dios ha dejado a mi libertad? El Apóstol responde: todo me está permitido, pero no todo me aprovecha. No es pecado; pero es síntoma de pecado. Si tu alma se mantiene alerta, la curiosidad no encontrará momentos ociosos. Esto tampoco es pecado, pero te hace propenso a faltar. Es indicio del pecado que se ha cometido y causa del que se va a cometer. 
Cuando miras con ansiedad hacia el árbol prohibido, la serpiente se introduce a hurtadillas en tu corazón y te habla con lisonjas; ahoga tu corazón con halagos y disipa con mentiras tu temor sugiriéndote este retintín: ¿Morir?, ¡en absoluto! Te excita la gula para que hiervas en ansiedad; agudiza la curiosidad con la sugestión  el deseo. Te ofrece lo prohibido y te arrebata lo que ya tienes. Te da una manzana y te roba el paraíso. Por tragarte el veneno, morirás y darás a luz a los que han de morir. Se perdió la salvación, pero los hombres siguen naciendo. Nacemos y morimos. Nacemos para morir, porque morimos antes de nacer Este es el yugo pesado que oprime a tus hijos hasta el día de hoy.

CAPÍTULO XXXI


Y tú, sello de la divina semejanza, que no has vivido en el paraíso, pero que has poseído las delicias del paraíso de Dios, ¿qué más puedes desear? Estás lleno de sabiduría y es perfecta tu belleza. No pretendas lo que te sobrepasa ni escudriñes lo que se te esconde. Acéptate a ti mismo. No pierdas lo que eres pretendiendo grandezas que superan tu capacidad. ¿Por qué miras de soslayo hacia el Aquilón? Veo que aspiras con demasiado empeño a cosas que te sobrepasan. Pondré mi trono, dice, hacia el Aquilón. Todos los demás habitantes del cielo se mantienen en pie, en sus puestos, mientras que sólo tú pretendes sentarte y perturbas la concordia de los hermanos, la paz de toda la patria celestial y, en cuanto depende de ti, hasta el reposo de la misma Trinidad. 

¿Adónde te lleva, miserable, tu ambición? Movido por una presunción sin igual, no tienes reparo en escandalizar a los ciudadanos y en injuriar al Rey. Miles y miles le sirven; millones están a sus órdenes; allí nadie aparece sentado, sino sólo el que se sienta sobre querubines y a quien todos le sirven. Pero tú, no sé qué ves que no ven los demás; lo examinas sin reparos, lo escudriñas sin la menor reverencia te levantas un trono en el cielo pretendiendo ser igual al Altísimo. Y ¿para qué lo haces?; ¿en quién confías? ¡Insensato!, mide tus fuerzas; sopesa el desenlace; piensa el modo de llevarlo a cabo. ¿Presumes tramar todo esto a sabiendas o a espaldas del Altísimo?; ¿con su beneplácito o sin él? Aquel cuya voluntad es insuperable y cuya ciencia es perfecta, ¿cómo va a ignorar todo e mal que estás maquinando? ¿Acaso estás convencido de que sabe, pero no quiere y que es incapaz de oponerse? Si todavía te aceptas como criatura, no te atrevas a dudar de la omnipotencia o de la ciencia y bondad infinita del Creador, que quiso, supo y pudo crearte de la nada, tal cual eres. ¿Cómo se te ocurre pensar que Dios va a consentir lo que no quiere y puede impedir?
Me parece que se está cumpliendo en ti, más aún, me parece que eres el pionero de lo que después de ti suelen decir quienes siguen tu ejemplo: ¿Acaso un señor cría pérfidos en su propia casa? ¿O es que tú ves con malos ojos el que él sea bueno? Al abusar temerariamente de su bondad te vuelves descarado contra su ciencia y osado contra su poder.

CAPÍTULO XXXII


Esto es, miserable, esto es lo que piensas. Este es el crimen que planeas en tu lecho, y dices: ¿Es que el Creador va a destruir la obra de sus manos? Sé muy bien que a Dios no se le oculta ninguno de mis pensamientos, porque es Dios. Sé que no le agrada este pensamiento mío, porque Dios es bueno. Sé también que, si El quiere, yo no puedo escapar de sus manos, porque es poderoso. Pero ¿tendré que temerlo? Si por ser bueno no puede agradarle mi mal, ¿cuánto menos el suyo? Mi mal consiste en querer algo contra su voluntad. Su mal, en vengarse. Por la misma razón de que ni quiere ni puede ser privado de su bondad, tampoco puede querer vengarse del mal. Te engañas, miserable, te engañas a ti mismo, no a Dios. Te engañas, repito; y la iniquidad miente contra sí misma, no contra Dios. Actúas dolosamente, y en su presencia. Por eso te engañas a ti mismo, no a Dios. Como correspondencia a un bien tan inmenso, maquinas un mal tan enorme contra Él. Con razón tu iniquidad te atrae el odio de Dios.

¿Se puede dar mayor perversidad que despreciar a Dios en aquello en lo que merece ser más amado? No dudas del poder de Dios, siempre capaz de crearte y destruirte; y, sin embargo qué actitud tan reprobable la tuya cuando abusas de su inmensa bondad, pensando que no se alzará en venganza si le devuelves mal por bien y odio por amor.

CAPÍTULO XXXIII


Tal perversidad merece no una ira momentánea, sino un odio eterno, porque deseas y pretendes equipararte a tu dulcísimo y altísimo Señor. Él tiene que aguantarte y no te despide de su vista, pudiendo hacerlo. Prefiere soportar lo que le desagrada a sufrir tu ruina. No le cuesta nada hundirte; pero tú piensas que su condescendencia no puede permitirlo. Si Dios es tal y como tú piensas, tu perversión y tu falta de amor son enormes. Y si Él prefiere sufrir algo contra sí mismo antes de ocasionarte algún mal, ¡qué malicia tan enorme la tuya y qué insensible eres con ese Señor que, al perdonarte, no se perdona a sí mismo!

A pesar de todo, su perfección no le impide ser bueno y justo a la vez; como si no pudiera ser al mismo tiempo bueno y justo. La bondad auténtica se apoya en la justicia, no en la debilidad. Aún más, la dulzura sin la Justicia no es virtud. Eres un ingrato, porque existes gracias a la bondad gratuita de Dios; en ella has sido creado gratuitamente. No temes la justicia que todavía no has experimentado; y te entregas apasionado a la maldad, de la que falsamente pretendes quedar impune. Ya llegará el momento en que experimentarás cuán justo es Aquel que has conocido como bueno. Entonces caerás en la fosa que preparaste para tu Creador. Tramas una ofensa. Él la podría esquivar si quisiera. Mas, según tus criterios, es incapaz de quererlo. Y su bondad le impide castigar.
El Dios justo, que ni puede ni debe permitir que su bondad sea impunemente ofendida, hará caer, con toda justicia, todo el peso  e tu maldad contra ti. Pero moderará de tal modo la sentencia dada en su propia defensa, que, si quieres enmendarte, no te negará el perdón. Sin embargo, dada tu obstinación y tu corazón impenitente, no podrás querer. Cargarás siempre con el castigo.

CAPÍTULO XXXIV


Escucha ahora este enorme embuste: El cielo es mi trono; la tierra, el estrado de mis pies. No dijo "el Oriente" o "el Occidente" o cualquiera otra parte del cielo, sino "mi trono es todo el cielo". No puedes sentarte en parte alguna del cielo. El lo eligió todo para sí. Tampoco puedes hacerlo en la tierra; es el estrado de sus pies. La tierra es un lugar sólido, donde se asienta la Iglesia fundada sobre la roca firme. ¿Qué vas a hacer? Has sido expulsado del cielo y no te puedes quedar en la tierra. Búscate un lugar en el aire, no para sentarte, sino para volar. Entonces sentirás el castigo de una incesante inestabilidad, tú, que has intentado turbar la quietud de la eternidad. Mientras andas fluctuando entre cielo y tierra, el Señor se sienta sobre un trono elevado y excelso; y toda la tierra está llena de su majestad. No encontrarás lugar más que en el aire.


 CAPÍTULO XXXV


Los serafines, con las alas de su contemplación, vuelan desde el trono al estrado,   desde el estrado al trono; con las alas restantes, cubren la cabeza y los pies del Señor. Pienso que se les ha asignado este lugar con un fin concreto. Como un querubín impedía al hombre entrar en el paraíso, un serafín cercena tu curiosidad. A partir de ahora no volverás a escudriñar, con tanto descaro y con tan poco recato, los secretos del cielo; ni tampoco podrás conocer los misterios de la Iglesia en la tierra. Tan sólo vas a sentirte satisfecho entre los corazones soberbios, que no se acomodan en la tierra como los demás ni vuelan hacia el cielo como los ángeles.

 Aunque en el cielo se te oculte la cabeza, y en la tierra los pies, se te permite ver algo de ese mundo medio para excitar tu envidia. Mientras te encuentras suspendido en el aire, ves a los ángeles bajar y subir por ti, pero nada sabes de lo que ellos oyen en el cielo y de lo que anuncian en la tierra.

Capítulo XXXVI


 ¡Oh Lucifer!, que despuntabas como el alba. Ahora ya no eres lucífero; eres noctífero y mortífero. Tu órbita fijada se extendía del Oriente al Mediodía. Pero tú, cambiando de dirección, ¿te diriges al Aquilón? Te apresuras en subir a las alturas; pero, vertiginoso, te hundes en las tinieblas del ocaso. 
 Curioso, yo quisiera con todo detalle sondear los motivos de tu curiosidad. Pondré, dices, mi trono hacia el Aquilón. Y como tú eres espíritu, no se me ocurre pensar que ese Aquilón y ese trono sean algo material. Pienso más bien que en el Aquilón están representados todos los hombres que han de ser condenados; y en el trono, el dominio sobre ellos. Si la cercanía de Dios te ocasionaba una perspicacia sin igual, y veías en la presencia divina que los réprobos no resplandecían con rayo alguno de sabiduría ni ardían en el amor del Espíritu, encontraste una especie de lugar vacío. Te propusiste dominar sobre ellos, cubrirlos con la claridad de tu astucia e inflamarlos en los ardores de tu maldad. Serías semejante al Altísimo, que, con su sabiduría y bondad, estaba al frente de todos los hijos de obediencia. Pero tú, proclamado rey de todos los hijos de la soberbia, pensabas gobernarlos con tu astuta malicia y con tu maliciosa astucia. No concibo cómo, habiendo adivinado tu principado en la presencia de Dios, no intuiste tu caída. Y si la intuiste, ¡qué locura la tuya!, ¿cómo se puede ambicionar un reino de tanta miseria y preferir una miserable realeza a una dichosa sumisión? ¿No es mejor participar en el esplendor de las galaxias que reinar en las tinieblas? Tal vez no calculaste bien, y probablemente por aquello a que acabo de referirme. Fijándote en la bondad de Dios, dijiste en tu corazón: no se entera. E irritaste a Dios,¡impío! O es posible que, al ver el Reino, se dilatara en tu ojo la viga de la soberbia y te impidió ver la ruina.

Capítulo XXXVII 

Hay circunstancias en que reciben manifestaciones agradables y que el espíritu humano no puede acogerlas sin dejar de cumplirse el mensaje revelado. Cualquier tipo de vanidad que se apoya en la sublimidad de la revelación o de la promesa no quedará impune. Fijémonos en el médico. No se sirve sólo del ungüento; usa también el fuego y el bisturí. Con ellos quema y corta las excrecencias de la herida que va a curar para no impedir  la terapia  que produce  el  ungüento.  Dios  es  el médico de las almas. Envía pruebas y tribulaciones al alma, que la afligen y humillan; convierte el gozo en llanto, y la verdad parece mera ilusión. Así se verá libre de la vanidad, y la verdad de la revelación no sufrirá menoscabo. 
  De esta forma, la vanagloria de Pablo se refrena con el aguijón de la carne; mientras que su persona es agraciada con frecuentes revelaciones. Lo mismo ocurre con la incredulidad de Zacarías. Fue castigado con la mudez; pero no por eso dejó de cumplirse la verdad del mensaje, que había de manifestarse a su tiempo. Así,  es como a través del honor y de la afrenta progresan los santos. Se sienten atraídos por la vanidad humana, y al mismo tiempo reciben gracias extraordinarias. No pueden olvidar lo que son cuando por el favor de Dios perciben algo que les sobrepasa.

CAPÍTULO XXXVIII

Pero ¿qué tienen que ver las revelaciones con la curiosidad? El motivo de intercalar aquí este asunto surgió cuando quise demostrar que el ángel réprobo, antes de su caída, pudo haber adivinado aquel señorío que luego recibió sobre los hombres reprobados; sin que por eso hubiese sabido con antelación su propia condena. Sobre este ángel hemos planteado algunas cuestiones sin importancia. No se han buscado tampoco soluciones.  Sea ésta la conclusión de las  últimas ideas: por la curiosidad salimos de la órbita de la verdad. Primero se mira con curiosidad lo que después se desea ilícitamente y se ansía con presunción. Con toda evidencia, la curiosidad reivindica para si el primero de los grados de soberbia, que, según el parecer de la gran mayoría, es fuente de todo pecado. Si no se reprime rápidamente, pronto se deslizará hacia la ligereza de espíritu, que es el segundo grado.  

CAPÍTULO XXXIX

 El monje que no cuida de sí mismo, controla curiosamente a los demás. A los que ve superiores a él, los estima un poco; pero a los que considera inferiores, los desprecia. En los primeros ve cosas por las que se come de envidia; en los segundos, actitudes que le provocan irrisión. De aquí se sigue que el espíritu, zarandeado por esa incesante movilidad de los ojos, y totalmente ajeno al cuidado de sí mismo unas veces quiere encumbrarse por la soberbia y otras queda abatido hasta lo más profundo por la envidia. Tan pronto está lleno de maldad y se consume de envidia, para después reírse como un niño ante su propia gloria. La primera actitud respira maldad; la segunda, vanidad ; y ambas, soberbia. Porque el amor de la propia gloria es lo que le hace sentir dolor por lo que le supera y alegría de sentirse superior.  
     Estos cambios de espíritu los manifiesta en el modo de hablar: unas veces es lacónico y mordaz; otras, locuaz y vano. Ahora revienta de risa, luego estalla en llanto, y siempre es un irreflexivo. Si quieres, compara estos dos grados de soberbia con los últimos de humildad fíjate cómo en el último se cercena la curiosidad; y en el penúltimo, la ligereza. Lo mismo observarás en los restantes grados si los comparas entre sí. Pero pasemos ya a explicar el  tercer grado sin caer en él.

CAPÍTULO XL

 Es característico de los soberbios suspirar siempre por los acontecimientos bullangueros y ahuyentar los tristes, según aquello de que el corazón del tonto está donde hay jolgorio. El monje, una vez bajados los dos primeros grados de soberbia, llega, por la curiosidad, a la ligereza de espíritu. Se siente incapaz de soportar la humillante experiencia de un gozo que tanto anhela, pero siempre bañado en tristeza, cuando constata el bien de los demás. Busca entonces el subterfugio de un falso consuelo. Reprime la curiosidad para rehusar la evidencia de su bajeza y la nobleza de los otros. Se inclina hacia el lado opuesto. Pone de relieve aquello en que cree sobresalir y atenúa con disimulo las excelentes cualidades de los demás. Así pretende cegar lo que considera fuente de su tristeza y vivir en una incesante alegría fingida. Fluctuando entre el gozo la tristeza, cae al fin en el cebo de la alegría tonta. Aquí planto yo el tercer grado de soberbia. 
     Con esto tienes ya suficientes indicios para saber si este grado se da en ti o en otros. A estos tales nunca les verás gimiendo o llorando. Si te fijas un momento, pensarás que se han olvidado de sí mismos, o que se han lavado de sus pecados. Pero sus gestos reflejan ligereza; su semblante, esta alegría tonta; y su forma de andar, vanidad. Son propensos a las chanzas; fáciles e inclinados a la risa. Como han borrado de su memoria todo cuanto les puede humillar y entristecer, sueñan y se representan todos los valores que se imaginan tener. No piensan más que en lo que les agrada, y son incapaces de contener la risa y de disimular la alegría tonta. 
     Se parecen a una vejiga llena de aire; si la pinchas con un alfiler y la aprietas, hace ruido mientras se desinfla. El aire, a su paso por ese invisible agujero, produce frecuentes y originales sonidos. Esto mismo ocurre al monje que ha inflado su corazón de pensamientos vanos jactanciosos. La disciplina del silencio no les deja expulsar libremente el aire de la vanidad. Por eso lo arroja forzado y entre carcajadas por su boca. Muchas veces, avergonzado, esconde el rostro, comprime los labios, aprieta los dientes, ríe constreñido y suelta risotadas como a la fuerza. Aunque cierra la boca con sus puños, todavía deja escapar algunos estallidos de nariz.

CAPÍTULO XLI

Si a la vanidad le da por tomar cuerpo y sigue inflándose la vejiga, se llega a un grado de dilatación tal que se precisa un orificio mayor. De lo contrario, podría reventar. Esto ocurre en el monje que rebasa la vana alegría. Ya no le basta el simple agujero de la risa o de los gestos; y prorrumpe con la exclamación de Eliú: mi seno es como vino sin escape que hace reventar los odres nuevos. Si no habla, revienta. Está cargado de verborrea, y el aire de su vientre le constriñe. Anda hambriento y sediento de un auditorio al que pueda lanzar sus vanidades, arrojar todo lo que siente y darse a conocer en lo que es y vale. A la primera ocasión, si la temática versa sobre ciencias, saca a colación sentencias antiguas y nuevas, ensarta una perorata con el eco de palabras ampulosas. Se adelanta a las preguntas; responde incluso a quien no le pregunta. Propone cuestiones; las resuelve él mismo, y corta a su interlocutor, sin dejarle terminar lo que había empezado a decir. Cuando suena la señal y se precisa interrumpir la conversación, la hora larga transcurrida le parece un instante. Pide permiso para volver a sus historias fuera del tiempo señalado. Claro que no lo hace para edificar a nadie, sino para cantar su ciencia. Podría edificar, pero eso ni lo pretende. No trata de enseñarte o aprovecharse de tus conocimientos, sino de demostrarte que sabe algo.       Si la conversación declina en mera diversión, entonces se muestra como un fenómeno de locuacidad que domina la materia a las mil maravillas. Si le oyes, dirás que su boca es todo un torrente de vanidad, un alud de chocarrerías, hasta el punto de provocar la ligereza incluso en las personas más sensatas v recatadas. Resumiendo en breve todo lo dicho: en el mucho hablar se descubre la jactancia. A lo largo de estas líneas tienes descrito y enumerado el cuarto grado. Huye de él, pero recuerda su contenido. Con esta advertencia pasemos ya al quinto; lo titulo "la singularidad".

CAPÍTULO XLII 

 LA SINGULARIDAD 

   Sería bochornoso, para los que presumen ser superiores a los demás, no sobresalir en algo por encima de lo ordinario y no llamar la atención con su propia superioridad. Ya no les basta la regla común del monasterio ni los ejemplos de los mayores. No procuran ser mejores, sino parecerlo. No desean vivir mejor, sino aparentar el triunfo para poder decir: no soy como los demás. Se lisonjea más de ayunar un solo día en que los demás comen que si hubiese ayunado siete días con toda la comunidad. Le parece más provechosa una breve oración particular que toda la salmodia de una noche. Durante la comida, rastrea su mirada por las otras mesas. Si ve que alguien come menos, se duele de haber sufrido una derrota. Entonces empieza a privarse sin miramiento alguno de lo que creía antes que debía comer, temiendo más el detrimento de la propia estima que el tormento del hambre. Si encuentra a alguien más demacrado y pálido, se condena a sí mismo por vil, ya no vive tranquilo. Como no puede verse el rostro ni conocer el impacto de su semblante ante los demás, mira sus manos y sus brazos, se tienta las costillas, palpa las clavículas y las paletillas. De esta manera pretende comprobar lo que puede delatar su rostro según el estado de sus miembros, más o menos descarnados.
En fin, vive siempre al acecho de sus propios intereses y es indolente en los asuntos comunes. Vela en cama y duerme en el coro. Se pasa adormilado toda la noche durante el canto de las vigilias. Después, mientras los demás respiran el sosiego del claustro, él se queda solo en el oratorio; carraspea y tose; y desde el rincón donde se encuentra aturde con sus gemidos y suspiros a los que están fuera sentados. Con todas estas rarezas carentes de mérito, se acredita un excelente prestigio ante los más ingenuos, que tienen por cierto lo que ven y no se paran a pensar de dónde procede tal rumor santo, aplicado a ese individuo; e incurren en engaño.

CAPÍTULO XLIII


 El arrogante cree cuanto de positivo se dice de él. Elogia todo lo que hace y no le preocupa lo que pretende. Se olvida de las motivaciones de su obrar. Se deja arrastrar por la opinión de los demás. En cualquier otra cosa se fía más de sí mismo que de los demás; sólo cuando se trata de su persona cree más a los otros que a sí mismo. Aunque su vida es pura palabrería y ostentación, se considera como la encarnación misma de la vida monástica, y en lo íntimo de su corazón se tiene por el más santo de todos. Cuando alaban algún aspecto de su persona, no lo atribuye a la ignorancia o benevolencia del que le encomia, sino arrogantemente a sus propios méritos. Así, después de la singularidad, la arrogancia reclama para sí el sexto grado. Sigue la presunción, que es el séptimo.


SÉPTIMO GRADO: LA PRESUNCION


Capítulo XLIV


 El que está convencido de aventajar a los demás, ¿cómo no va a presumir más de sí mismo que de los otros? En las reuniones se sienta el primero. En las deliberaciones se adelanta a dar su opinión y parecer. Se presenta donde no le llaman. Se mete en o que no le importa. Reordena lo que ya está ordenado y rehace lo que ya está hecho. Lo que sus manos no han tocado, no está bien ni en su sitio. Juzga a los tribunales y prejuzga a los que van a ser juzgados. Si al reestructurar los cargos no le nombran prior, piensa que su abad es un envidioso o un iluso. Si le confían algún cargo insignificante, monta en cólera, hace ascos de todo, pensando que uno tan capaz para grandes empresas no debe ocuparse de asuntos tan triviales.

     Es imposible acertar siempre, especialmente el que con tanta temeridad mete sus narices en todo, más por temeridad que por espontaneidad. Compete al superior corregir al que falta; pero ¿cómo va a confesar su culpa uno que ni piensa que es culpable ni tolera que le tengan por tal? Por eso, cuando se le culpa de algo, no se libera de ello, lo agrava. Si al ser corregido ves que su corazón reacciona con expresiones zahirientes, caerás en la cuenta de que ha incurrido en el octavo grado, denominado "la excusa de los pecados".

OCTAVO GRADO: LA EXCUSA DE LOS PECADOS


Capítulo XLV


     De muchas maneras se buscan paliativos para los pecados. El que se excusa dice: "Yo no lo hice"; o "sí lo hice, pero lo hice como es debido". Si ha hecho algo mal, dice: "No lo hice mal del todo". Si lo ha hecho muy mal, entonces dice: "No hubo mala intención". Si le convences de su mala intención, como a Adán y a Eva, se esfuerza por excusarse diciendo que otros le persuadieron. El que excusa con descaro las cosas evidentes, ¿cómo podrá descubrir con humildad a su abad los pensamientos ocultos y malos que llegan, hasta su corazón?


NOVENO GRADO:


LA CONFESION FINGIDA 


Capítulo XLVI


     Aunque todos estos tipos de excusa son malos y el profeta los llama palabras malévolas, sin embargo la engañosa y soberbia confesión es mucho más peligrosa que la atrevida y porfiada excusa. Hay algunos que, al ser reprendidos de faltas evidentes, saben que, si se defienden, no se les cree. Y encuentran, los muy ladinos, un argumento en defensa propia. Responden palabras que simulan una verdadera confesión. Como está escrito, hay quien se humilla con malicia, mientras dentro está lleno de engaños. El rostro se abate, el cuerpo se inclina. Se esfuerzan por derramar algunas lagrimillas. Suspiran y sollozan. Van más allá de la simple excusa. Se confiesan culpables hasta la exageración. Al oír tú de sus mismos labios datos imposibles e increíbles que agravan su falta, comienzas a dudar de los que tenías por ciertos. Aflora en sus labios una confesión por la que merecía alabanza, mas la iniquidad anida oculta en el corazón. Quien lo oye, piensa que se acusa más por humildad que por veracidad; y le aplica aquello de la Escritura: El justo, al empezar a habla, se acusa a sí mismo.

  Ante la reputación de los hombres prefiere naufragar en la verdad antes que en la humildad; pero ante Dios naufraga en las dos. Si la culpa es tan clara que no puede taparse con estratagema alguna, entonces hace suya la voz del penitente, pero no el corazón; con esta voz borra la mancha, pero no la culpa. Así, la ignorancia de una clarísima transgresión queda contrarrestada con el noble gesto de una confesión pública.

CAPÍTULO XLVII
  
  ¡Qué preciosa es la humildad! La misma soberbia procura revestirse de ella para no envilecerse. Pero ese subterfugio es descubierto muy pronto por el superior si no se ablanda fácilmente ante esa soberbia humildad, disimulando la culpa o difiriendo el castigo. El horno prueba los vasos del alfarero; la tribulación selecciona a los auténticos penitentes. El que hace penitencia de verdad, no aborrece el trabajo de la penitencia; acepta con paciencia y sin la menor queja cualquier orden que le impongan para reparar una culpa que detesta. Y si en la misma obediencia surgen conflictos duros y contrarios, si tropieza con cualquier clase de injurias, aguanta sin desmayo. Así manifiesta que vive en el cuarto grado de humildad. 
     En cambio, el que se acusa con fingimiento, puesto a prueba por una injuria incluso insignificante, o por un minúsculo castigo, se siente incapaz de aparentar humildad y disimular el fingimiento. Murmura, brama de furor, le invade la ira y no da señal alguna de encontrarse en el cuarto grado de humildad. Más bien pone de manifiesto su situación en el noveno grado de soberbia, que, según lo descrito, puede ser llamado, en sentido pleno, confesión fingida. ¡Qué confusión tan enorme bulle en el corazón del soberbio! Cuando se descubre el fraude pierde la paz, se va marchitando la reputación y, mientras, queda intacta la culpa. En fin, todos le señalan con el dedo; todos le condenan, y la indignación sube de tono cuanto más descubren el engaño del que hasta ahora eran víctimas. El superior debe mantenerse firme; y piense que, si le perdona, ofendería a todos los demás.

CAPÍTULO LXVIII


LA REBELIÓN


 El farsante ya no tiene remedio, a menos que la misericordia divina le tienda su mano compasiva. Es casi imposible que acepte las acusaciones de los demás. Lo normal es que se vuelva más recalcitrante cuando constata que su situación llega a ser desesperadamente agobiante. Así incurre en el décimo grado, y se alza en rebelión: De ahora en adelante ya no habrá más arrogancias personales ni desprecios fraternos solapados. Las desobediencias y vilipendios al maestro mismo son tan claros como la luz del día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario