¿Cómo rezar cuando has pecado?
Cuando has pecado la mejor oración es un espíritu contrito, humillado y confiado a los pies de Cristo crucificado
Señor, he pecado.
Con el corazón hecho pedazos vengo a pedirte perdón.
Sé que no hay maldad tan mala capaz de impedirte amarme.
Me da vergüenza verte crucificado y encima pedirte favores,
pero, te necesito, Señor:
por tu inmensa compasión ¡borra mi culpa!
Mírame, soy débil, vulnerable, pecador.
Yo, miseria. Tú, misericordia.
Tú que puedes sacar bien del mal, levántame, Señor.
Sáname. Restáurame. Hazme un hombre nuevo.
Desde la altura del cielo nos viste sufrir
y con el estandarte del amor
viniste al encuentro del hombre que sufre.
Una y otra vez he comprobado que lo que atrae tu mirada misericordiosa sobre mí es mi estado de miseria.
No son mis méritos los que me hacen agradable a tus ojos, sino la omnipotencia de tu misericordia.
La incomprensible gratuidad de tu amor.
No debe haber pecado capaz de tenerme alejado de ti.
Por más vergüenza y dolor que sienta,
siento también la confianza de venir a pedirte perdón
con la certeza de que siempre, siempre, encontraré la mirada del Buen Pastor.
Tus ojos están puestos en los que esperan en tu misericordia
(Sal 32)
Por eso estoy aquí, una vez más de rodillas ante ti,
Cristo crucificado.
Vengo a declararme débil, miserable, pecador.
Vengo a pedirte perdón.
(Guarda silencio, escucha que te absuelve y que te dice: Te sigo amando igual. Déjate amar.)
Gracias, Jesús.
Cuando hago oración contemplándote en la cruz
te me revelas como Misericordia.
Tu amor crucificado es una invitación a la confianza.
Te lo suplico, Señor, que hoy y cuando tenga la desgracia de perder la gracia, no olvide jamás que tú, Dios, moriste crucificado para salvarme; que no pierda nunca la esperanza de tu misericordia.
Como el ladrón que paga sus culpas en el Calvario,
también yo te suplico: acuérdate de mí a la hora de mi muerte
y consérvame a tu lado para siempre.
Y luego, con el espíritu bien dispuesto, acudir al sacramento del perdón.
Una buena práctica que aprendí al entrar a la vida religiosa es el rezo del Salmo 50 todas las noches, de rodillas junto a la cama, ante Cristo crucificado, tratando de adoptar las actitudes del Rey David:
Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado,
contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces.
En la sentencia tendrás razón, en el juicio resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre.
Te gusta un corazón sincero, y en mi interior me inculcas sabiduría.
Rocíame con hisopo: quedaré limpio, lávame, quedaré más blanco que la nieve.
Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados.
Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme, no me arrojes de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso; enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti.
Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios Salvador mío y cantará mi lengua tu justicia.
Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza.
Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias.
Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén; entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos, sobre tu altar se inmolarán novillos.
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