Inocencia: rasgos fundamentales y acciones para un programa educativo que ayude a cultivarla
Por: Estanislao Martín Rincón
Por: Estanislao Martín Rincón
En la entrega anterior se dijo que la inocencia es un modo de estar en el mundo y es al mismo tiempo una manera de mirar la realidad. Procede ahora averiguar en qué consisten ese modo y esa manera. La tarea no es fácil porque nos topamos con la dificultad de las fuentes. ¿Cómo saber en qué consiste la vida inocente si no contamos con ejemplos de ese tipo de vida? Esta es la cuestión. Por una parte parece que los modelos de vida inocente son más bien escasos y por otra, los que tenemos no nos proporcionan demasiada información.
Iré por partes. La primera referencia que tenemos del estado de inocencia se remonta a Adán y Eva. Por la revelación divina sabemos que Adán y Eva, antes de la caída, vivieron en estado de inocencia. El problema está en que no tenemos noticia alguna de cómo era ese estado, no disponemos de más fuente que la revelación y esta es muy parca en información, apenas ofrece datos ni detalles. Independientemente de la naturaleza de ese gran tropiezo original, sí sabemos que la consecuencia inmediata y directa del pecado fue la pérdida de la inocencia recibida del Creador. Lo que podamos averiguar de la inocencia original habrá de ser por oposición al estado posterior al pecado primero. De este estado posterior sí tenemos información. La revelación sí nos muestra datos de cómo actuaron una vez perdida la santidad primera. Cabe, por tanto deducir algunos rasgos del estado contrario, el de inocencia, previo al primer pecado.
Otra fuente de inocencia está en la vida infantil. Antes de la pérdida de su inocencia, el niño también nos informa de lo que es la inocencia, si bien en en este caso nos encontramos ante una inocencia infantil, en estado incipiente, ligada al desconocimiento y por tanto, rudimentaria e inmadura.
La tercera y mejor fuente la encontramos en la Virgen María. Ella es la tota pulchra, la purísima, la única persona humana que ha vivido en plenitud su existencia en este mundo llevando una vida singular y sublime, sin tacha, sin mancha ni arruga. Ella nos abrió y nos sigue abriendo camino, aunque hay que decir que este camino excelso es camino de oscuridad y esa oscuridad ella no la suprime. La Virgen María, aun siendo madre amantísima y tierna, no nos puede despejar la oscuridad por una razón muy sencilla, porque el mismo camino, el camino de la vida, también fue oscuro para ella. A ella no se le ahorraron dificultades y el suyo fue sobre todo un itinerario de fe tachonado de momentos de intensa oscuridad y dureza.
La cuarta fuente está en Jesucristo. Es es el cordero inocente, Dios verdadero y Hombre verdadero. Él es, en un sentido radical y originario, la fuente primera de la inocencia, la fuente de donde brotan las tres fuentes anteriores (inocencia original, infantil y mariana) más una quinta a la que me referiré de inmediato. A pesar de que Jesucristo es el único que muestra al hombre quién es el hombre mismo y el único en donde se encuentra la respuesta a todos los interrogantes de la vida humana, hay que decir que tampoco se nos resolverá de manera inmediata el problema de la vida inocente porque Jesucristo, siendo la fuente primera de toda inocencia es fuente-misterio. A él no se le puede entender solo desde la razón natural, hacen falta la fe y la gracia, o sea la gracia, porque la fe ya es gracia. Por él tenemos acceso libre a Dios Padre, si bien nadie puede llegarse a Jesucristo si el Padre no lo envía. ¿Qué quiero decir con esto? Que sin la fe no hay manera de entender nada de Cristo, ni de su vida, ni de su muerte, ni se puede aceptar su resurrección ni se puede comprender su identificación con la Iglesia, su Esposa. ¿Se está diciendo, acaso, que no se puede saber qué es la inocencia si no hay fe en Jesucristo? La respuesta es sí. Sí, se está diciendo. No se puede hablar de vida inocente sin Jesucristo y no se puede pretender encontrarla fuera de él. Podría hacerse la excepción de la inocencia infantil, pero ya se ha dicho que la inocencia infantil es inocencia en ciernes. No es que sea despreciable y no nos sirva, al contrario, nos resultará muy útil y echaremos mano de ella para entender algunos rasgos de la inocencia, pero hablando con rigor, la inocencia infantil es inocencia irresponsable.
Aún hay una quinta fuente, menos excelsa que las dos anteriores, pero muy adecuada a nuestra a vida, valiosísima. Me refiero a la vida de los santos, canonizados o no. Los santos son hombres y mujeres que han tenido que recorrer el mismo camino que todos los demás, el camino de esta vida. Les ha tocado habitar el mismo mundo que a los demás, este mundo. Gracias a Dios, los tenemos de toda condición y de todos los lugares adonde la Iglesia ha llegado: niños y ancianos, pastores, religiosos y laicos, matrimonios y célibes, pobres y ricos, letrados e iletrados, hombres y mujeres de toda profesión, de toda lengua, de toda cultura y nación.
Digo que canonizados o no, porque de todo hay. Los canonizados tienen la santidad certificada por la potestad de la Iglesia; los no canonizados son aquellos hermanos ejemplares que no faltan en ninguna comunidad cristiana y que son guía y estímulo de los que vamos por detrás. Los primeros tienen el marchamo oficial de santidad y aunque no están lejanos, tal vez nos parezcan distantes; a los segundos les falta completar su carrera pero se nos presentan como más accesibles, digamos que están más a mano, más a nuestro nivel.
Atendiendo a estas cinco fuentes, se debe indagar si tienen algo en común, porque si lo hubiera, podríamos decir que eso es la inocencia. Pues bien, hay que decir que sí lo tienen y se llama santidad. Santidad en distinto orden y en distintos grados. En distinto orden porque en Jesucristo es la misma santidad de Dios, santidad fontal, y en todos los demás casos es recibida; y en distintos grados porque en Jesucristo es esencial e infinita y en las criaturas es participada y con distinta intensidad. Ahora bien, salvadas las distancias, santidad en todos los casos.
Vista así la inocencia, como santidad, hay que decir que la inocencia del hombre depende de Dios porque solo Dios es santo; solo Él puede darla y solo Él puede restaurarla. Al mismo tiempo hay que tener presente que Dios no actúa nunca contra la voluntad de la persona, de tal modo que la vida de cada cual es una obra cooperativa entre Dios y la propia persona; Dios pone su gracia -normalmente a través de múltiples mediadores- y el hombre sus fuerzas y capacidades, las que tenga, muchas o pocas. No nos olvidamos, por tanto, de la acción providente y amorosa de Dios, que cuida de cada uno de nosotros hasta en los más pequeños detalles, si bien lo que aquí interesa ahora es ver qué podemos poner nosotros desde nuestro ámbito, que es la educación.
Conviene, pues, volver a nuestro propósito, que es considerar la inocencia como el fin último de la educación, y si se prefiere concretar más aún, de la educación católica.Para ello es preciso caracterizar a la inocencia, determinar sus rasgos fundamentales y señalar las posibilidades que se presentan a la acción educadora. Después de examinar el asunto, me atrevo a señalar los cuatro rasgos siguientes y sus consiguientes acciones a cargo de la parte educadora, sea a nivel individual (un maestro en su aula, un catequista con su grupo) o a nivel institucional o colectivo (familia, colegio, parroquia, etc.).
1.- Realismo. Educación de la mirada: enseñar a mirar (y a mirarse).
2.- Desconocimiento del mal. Educar en las virtudes fundamentales.
3.- Aceptación del sufrimiento. Educar en la renuncia.
4.- Alegría. Educar en la gratitud.
Como verás, lector amigo, lo que aquí se nos abre es todo un programa educativo. Como no se trata de despachar la cuestión en unas cuantas líneas, sino de dedicarle reposadamente la atención que merece, me ha parecido conveniente ir desarrollando cada uno de esos apartados y temas en entregas sucesivas.
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