La luna se moría de las ganas de bajar a la tierra para probar las frutas y bañarse en algún río. Si no hubiera sido por las nubes, tal vez no habría podido darse el gusto. Pero desde la puesta del sol hasta que éste volvió a asomarse, las nubes cubrieron el cielo para que nadie se diera cuenta de la ausencia de la luna.
Esa noche en la tierra la disfrutó como ninguna otra. La luna paseó por la selva del alto Paraná, degustó exquisitos sabores y conoció misteriosos aromas. Pasó todo el tiempo que pudo nadando en el río. Hubiera sido más prolongado de no haber necesitado que un viejo labrador la salvara dos veces. Más tarde el mismo anciano degolló con su cuchillo a un jaguar que estaba por clavarle los dientes en el cuello. Y cuando la luna tuvo hambre, la llevó a su casa. «Te ofrecemos nuestra pobreza», le manifestó la mujer del labrador, y le sirvió unas tortillas de maíz.
La siguiente noche la luna se asomó desde el cielo a ver cómo se encontraban sus nuevos amigos. Era fácil localizar la choza porque el viejo labrador la había construido en un claro de la selva, lejos de las aldeas. Allí vivía como desterrado, sólo acompañado de su mujer y su hija. Pero esa noche la luna descubrió que no les quedaba nada que comer, pues aquellos humildes campesinos le habían ofrecido a ella las últimas tortillas de maíz. Así que iluminó el sitio con centenares de vatios y les pidió a las nubes que dejaran caer, alrededor de la choza, una llovizna muy especial.
Ya para el amanecer habían brotado en ese terreno unos árboles desconocidos. Las hojas de color verde oscuro no alcanzaban a ocultar sus hermosas flores blancas. La hija del viejo labrador se convirtió en su dueña y protectora. Por eso jamás murió, sino que anda por el mundo ofreciéndosela a los demás. La planta que les ofrece es la yerba mate, que despabila a los dormidos, reforma a los ociosos y solidariza a los extraños.1
Esa leyenda guaraní refuerza un consejo bíblico que muchos hemos dejado de acatar debido al peligro que representan los extraños. El consejo es éste: «Sigan amándose unos a otros fraternalmente. No se olviden de practicar la hospitalidad, pues gracias a ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles.»2 Con todo, lo que más debiera preocuparnos no es la posibilidad de hospedar a un ángel o a la luna legendaria, sino la posibilidad de alojar en el corazón al Señor Jesucristo, que es superior a los ángeles3 y es una lumbrera de miles de vatios de potencia. En el Apocalipsis, San Juan describe al Hijo de Dios como la lumbrera de la Nueva Jerusalén, ciudad que a pesar de medir casi cinco millones de metros cuadrados, «no necesita ni sol ni luna que la alumbren, porque la gloria de Dios la ilumina».4 Pero Juan también representa a Cristo como quien está a la puerta de nuestro corazón pidiendo entrada. Más vale que le abramos la puerta, para que se cumpla en nosotros lo que le prometió a la iglesia de Laodicea: «Si alguno oye mi voz y abre la puerta —afirma el Señor—, entraré, y cenaré con él, y él conmigo.»5
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*"Deja el amor del mundo y sus dulcedumbres, como sueños de los que uno despierta; arroja tus cuidados, abandona todo pensamiento vano, renuncia a tu cuerpo. Porque vivir de la oración no significa sino enajenarse del mundo visible e invisible. Nada. A no ser el unirme a Ti en la oración de recogimiento. Unos desean la gloria; otros las riquezas. Yo anhelo sólo a Dios y pongo en Ti solamente la esperanza de mi alma devastada por la pasión"
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