Hoy la comunidad de Taizé reúne a unos cien hermanos, católicos y de diversos orígenes evangélicos, procedentes de más de veinticinco naciones
Por: Taizé | Fuente: www.taize.fr/es
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Los comienzos
Todo comenzó en 1940 cuando, a la edad de veinticinco años, el hermano Roger deja su país natal, Suiza, para ir a vivir a Francia, el país de su madre. Había estado inmovilizado durante años por una tuberculosis pulmonar. Durante esta enfermedad había madurado en él la llamada a crear una comunidad donde la sencillez y la bondad del corazón serían vividas como realidades esenciales del Evangelio.
En el momento en que comienza la Segunda Guerra Mundial, tuvo la certeza de que, al igual que su abuela la tuvo durante la Primera Guerra Mundial, tenía que ir en ayuda a personas que atravesaban pruebas. La pequeña aldea de Taizé donde se estableció se encontraba muy cerca de la línea de demarcación que dividía a Francia en dos: la aldea se encontraba bien situada para acoger a refugiados que escapaban de la guerra. Algunos amigos de Lyón agradecieron el que se pudiera dar la dirección de Taizé a aquellos que necesitaban refugio.
En Taizé, gracias a un módico préstamo, el hermano Roger había comprado una casa abandonada desde hacía años y sus dependencias. Propuso a una de sus hermanas, Geneviève, que viniera a ayudarle a acoger. Entre los refugiados que alojaban había judíos. Los medios materiales eran pobres. Sin agua corriente, iban a buscar el agua potable a un pozo de la aldea. La comida era modesta, sobre todo sopas hechas con harina de maíz comprada a bajo costo en el molino vecino.
Por discreción hacia aquellos que acogían el hermano Roger rezaba solo, a menudo salía a cantar lejos de la casa, en el bosque. Con el fin de que algunos refugiados, judíos o agnósticos, no se sintieran incómodos, Geneviève explicaba a cada uno que era mejor que aquellos que quisieran rezar lo hicieran solos en su habitación.
Los padres del hermano Roger, sabiendo que su hijo y su hija se encontraban expuestos, pidieron a un amigo de la familia, un oficial francés retirado, que velara por ellos, lo que hizo concienzudamente. En el otoño de 1942 les advirtió que habían sido descubiertos y que tenían que partir sin demora. El hermano Roger pudo regresar en 1944. Pero ya no estaba solo, entretanto se le unieron los primeros hermanos y comenzaron juntos una vida común que prosiguió en Taizé.
Una «parábola de comunidad»
En 1945 un hombre joven de la región inició una asociación para encargarse de niños que la guerra había privado de familia. Propuso a los hermanos acoger a algunos de ellos en Taizé. Una comunidad de hombres no podía recibir niños. Entonces el hermano Roger pidió a su hermana que regresara a Taizé para ocuparse de los niños y ser una madre para ellos. Los hermanos acogieron también los domingos a los prisioneros de guerra alemanes internos en un campo cerca de Taizé. Poco a poco algunos hombres jóvenes vinieron a unirse a los primeros hermanos y, el día de Pascua de 1949, se comprometieron juntos para toda la vida en el celibato, la vida común y con una gran sencillez de vida.
Hoy la comunidad de Taizé reúne a unos cien hermanos, católicos y de diversos orígenes evangélicos, procedentes de más de veinticinco naciones. Por su existencia misma, la comunidad es un signo concreto de reconciliación entre cristianos divididos y pueblos separados.
Los hermanos viven de su propio trabajo. No aceptan ningún donativo, ningún regalo. Tampoco aceptan para sí mismos sus propias herencias, sino que la comunidad hace donación de ellas a los más pobres.
Desde los años 1950 algunos hermanos han ido a vivir a lugares desfavorecidos del mundo para ser allí testigos de paz y para estar al lado de los que sufren. Hoy algunos hermanos viven en pequeñas fraternidades en barrios desheredados en Asia, en África y en América Latina. Intentan compartir las condiciones de vida de aquellos que les rodean, esforzándose enser una presencia de amor al lado de los más pobres, de los niños de la calle, de los prisioneros, de los moribundos, de aquellos que han sido heridos hasta en lo más profundo por causa de rupturas de afecto, por los abandonos humanos.
Hombres de Iglesia visitan también Taizé, y la comunidad acogió así al papa Juan Pablo II, a tres arzobispos de Cantorbery, a metropolitas ortodoxos, a los catorce obispos luteranos de Suecia y a numerosos pastores del mundo entero.
A través de los años ha ido aumentando el número de personas que visita Taizé. Desde finales de los años 1950 jóvenes comienzan a venir cada vez en mayor número. En 1966 las hermanas de San Andrés, una comunidad católica internacional fundada hace más de siete siglos, vinieron a vivir a la aldea vecina y comenzaron a asumir una parte de las tareas de la acogida. Mucho más tarde algunas hermanas ursulinas polacas vinieron también para apoyar la acogida de los jóvenes.
A partir de 1962, hermanos y jóvenes enviados por Taizé no dejaron de ir y venir a los países de Europa del Este, con la mayor discreción, para visitar a quienes se encontraban acantonados en el interior de sus fronteras. Ahora que han caídos los muros y que resulta más fácil viajar entre Europa oriental y occidental los contactos con los cristianos de Oriente, que habían sido siempre muy importantes, se han incrementado de manera significativa.
Encuentros intercontinentales de jóvenes
Desde principios de primavera hasta finales de otoño cada semana jóvenes de diversos continentes llegan a la colina de Taizé. Están en búsqueda de un sentido para su vida, en comunión con muchos otros. Yendo a las fuentes de la confianza en Dios, emprenden una peregrinación interior que les anima a construir relaciones de confianza entre los humanos.
Algunas semanas de verano puede haber más de 5000 jóvenes de 75 países asociados a una aventura común. Y dicha aventura continúa cuando regresan a casa: se concretiza a través de su preocupación por profundizar en una vida interior y por su disponibilidad a asumir responsabilidades en vistas a hacer de la tierra un lugar más habitable.
En Taizé los jóvenes son acogidos por una comunidad de hermanos que se comprometen a través de un sí para toda su vida siguiendo a Cristo. Dos comunidades de hermanas participan también en la acogida. En el corazón de estos encuentros está la oración común que reúne tres veces al día a todos los que se en la colina en una misma alabanza a Dios a través del canto y el silencio.
Cada día algunos hermanos de la comunidad dan introducciones bíblicas; son seguidas por tiempos de reflexión, de intercambio y de participación en las tareas prácticas. También es posible pasar la semana en silencio para dejar que el Evangelio ilumine la propia vida con profundidad.
Por la tarde hay talleres sobre temas más específicos y que permiten ver la relación entre las fuentes de la fe y la realidad pluralista del mundo contemporáneo: «¿Es posible el perdón?», «El desafío de la globalización», «¿Cómo responder a la llamada de Dios?», «¿Qué Europa queremos?»... También hay temas que tratan del arte y de la música.
Una semana en Taizé permite comprender la relación entre una experiencia de comunión con Dios en la oración y en la reflexión personal por un lado, y una experiencia de comunión y de solidaridad entre los pueblos por otro.
Encontrándose en una escucha mutua, los jóvenes del mundo entero se descubre que pueden abrirse caminos de unidad dentro de la diversidad de las tradiciones cristianas y de las culturas. Ello ofrece sólidos fundamentos para ser creadores de confianza y fermentos de paz en un mundo herido por las divisiones, la violencia y el aislamiento.
Prosiguiendo una «peregrinación de confianza a través de la tierra», Taizé no organiza un movimiento en torno a la comunidad. Cada uno está invitado después de su estancia en Taizé a vivir en su propio lugar lo que ha comprendido, con mayor conciencia de la vida interior que le habita, y de su relación con muchos otros comprometidos en una misma búsqueda de lo esencial.
Todo comenzó en 1940 cuando, a la edad de veinticinco años, el hermano Roger deja su país natal, Suiza, para ir a vivir a Francia, el país de su madre. Había estado inmovilizado durante años por una tuberculosis pulmonar. Durante esta enfermedad había madurado en él la llamada a crear una comunidad donde la sencillez y la bondad del corazón serían vividas como realidades esenciales del Evangelio.
En el momento en que comienza la Segunda Guerra Mundial, tuvo la certeza de que, al igual que su abuela la tuvo durante la Primera Guerra Mundial, tenía que ir en ayuda a personas que atravesaban pruebas. La pequeña aldea de Taizé donde se estableció se encontraba muy cerca de la línea de demarcación que dividía a Francia en dos: la aldea se encontraba bien situada para acoger a refugiados que escapaban de la guerra. Algunos amigos de Lyón agradecieron el que se pudiera dar la dirección de Taizé a aquellos que necesitaban refugio.
En Taizé, gracias a un módico préstamo, el hermano Roger había comprado una casa abandonada desde hacía años y sus dependencias. Propuso a una de sus hermanas, Geneviève, que viniera a ayudarle a acoger. Entre los refugiados que alojaban había judíos. Los medios materiales eran pobres. Sin agua corriente, iban a buscar el agua potable a un pozo de la aldea. La comida era modesta, sobre todo sopas hechas con harina de maíz comprada a bajo costo en el molino vecino.
Por discreción hacia aquellos que acogían el hermano Roger rezaba solo, a menudo salía a cantar lejos de la casa, en el bosque. Con el fin de que algunos refugiados, judíos o agnósticos, no se sintieran incómodos, Geneviève explicaba a cada uno que era mejor que aquellos que quisieran rezar lo hicieran solos en su habitación.
Los padres del hermano Roger, sabiendo que su hijo y su hija se encontraban expuestos, pidieron a un amigo de la familia, un oficial francés retirado, que velara por ellos, lo que hizo concienzudamente. En el otoño de 1942 les advirtió que habían sido descubiertos y que tenían que partir sin demora. El hermano Roger pudo regresar en 1944. Pero ya no estaba solo, entretanto se le unieron los primeros hermanos y comenzaron juntos una vida común que prosiguió en Taizé.
Una «parábola de comunidad»
En 1945 un hombre joven de la región inició una asociación para encargarse de niños que la guerra había privado de familia. Propuso a los hermanos acoger a algunos de ellos en Taizé. Una comunidad de hombres no podía recibir niños. Entonces el hermano Roger pidió a su hermana que regresara a Taizé para ocuparse de los niños y ser una madre para ellos. Los hermanos acogieron también los domingos a los prisioneros de guerra alemanes internos en un campo cerca de Taizé. Poco a poco algunos hombres jóvenes vinieron a unirse a los primeros hermanos y, el día de Pascua de 1949, se comprometieron juntos para toda la vida en el celibato, la vida común y con una gran sencillez de vida.
Hoy la comunidad de Taizé reúne a unos cien hermanos, católicos y de diversos orígenes evangélicos, procedentes de más de veinticinco naciones. Por su existencia misma, la comunidad es un signo concreto de reconciliación entre cristianos divididos y pueblos separados.
Los hermanos viven de su propio trabajo. No aceptan ningún donativo, ningún regalo. Tampoco aceptan para sí mismos sus propias herencias, sino que la comunidad hace donación de ellas a los más pobres.
Desde los años 1950 algunos hermanos han ido a vivir a lugares desfavorecidos del mundo para ser allí testigos de paz y para estar al lado de los que sufren. Hoy algunos hermanos viven en pequeñas fraternidades en barrios desheredados en Asia, en África y en América Latina. Intentan compartir las condiciones de vida de aquellos que les rodean, esforzándose enser una presencia de amor al lado de los más pobres, de los niños de la calle, de los prisioneros, de los moribundos, de aquellos que han sido heridos hasta en lo más profundo por causa de rupturas de afecto, por los abandonos humanos.
Hombres de Iglesia visitan también Taizé, y la comunidad acogió así al papa Juan Pablo II, a tres arzobispos de Cantorbery, a metropolitas ortodoxos, a los catorce obispos luteranos de Suecia y a numerosos pastores del mundo entero.
A través de los años ha ido aumentando el número de personas que visita Taizé. Desde finales de los años 1950 jóvenes comienzan a venir cada vez en mayor número. En 1966 las hermanas de San Andrés, una comunidad católica internacional fundada hace más de siete siglos, vinieron a vivir a la aldea vecina y comenzaron a asumir una parte de las tareas de la acogida. Mucho más tarde algunas hermanas ursulinas polacas vinieron también para apoyar la acogida de los jóvenes.
A partir de 1962, hermanos y jóvenes enviados por Taizé no dejaron de ir y venir a los países de Europa del Este, con la mayor discreción, para visitar a quienes se encontraban acantonados en el interior de sus fronteras. Ahora que han caídos los muros y que resulta más fácil viajar entre Europa oriental y occidental los contactos con los cristianos de Oriente, que habían sido siempre muy importantes, se han incrementado de manera significativa.
Encuentros intercontinentales de jóvenes
Desde principios de primavera hasta finales de otoño cada semana jóvenes de diversos continentes llegan a la colina de Taizé. Están en búsqueda de un sentido para su vida, en comunión con muchos otros. Yendo a las fuentes de la confianza en Dios, emprenden una peregrinación interior que les anima a construir relaciones de confianza entre los humanos.
Algunas semanas de verano puede haber más de 5000 jóvenes de 75 países asociados a una aventura común. Y dicha aventura continúa cuando regresan a casa: se concretiza a través de su preocupación por profundizar en una vida interior y por su disponibilidad a asumir responsabilidades en vistas a hacer de la tierra un lugar más habitable.
En Taizé los jóvenes son acogidos por una comunidad de hermanos que se comprometen a través de un sí para toda su vida siguiendo a Cristo. Dos comunidades de hermanas participan también en la acogida. En el corazón de estos encuentros está la oración común que reúne tres veces al día a todos los que se en la colina en una misma alabanza a Dios a través del canto y el silencio.
Cada día algunos hermanos de la comunidad dan introducciones bíblicas; son seguidas por tiempos de reflexión, de intercambio y de participación en las tareas prácticas. También es posible pasar la semana en silencio para dejar que el Evangelio ilumine la propia vida con profundidad.
Por la tarde hay talleres sobre temas más específicos y que permiten ver la relación entre las fuentes de la fe y la realidad pluralista del mundo contemporáneo: «¿Es posible el perdón?», «El desafío de la globalización», «¿Cómo responder a la llamada de Dios?», «¿Qué Europa queremos?»... También hay temas que tratan del arte y de la música.
Una semana en Taizé permite comprender la relación entre una experiencia de comunión con Dios en la oración y en la reflexión personal por un lado, y una experiencia de comunión y de solidaridad entre los pueblos por otro.
Encontrándose en una escucha mutua, los jóvenes del mundo entero se descubre que pueden abrirse caminos de unidad dentro de la diversidad de las tradiciones cristianas y de las culturas. Ello ofrece sólidos fundamentos para ser creadores de confianza y fermentos de paz en un mundo herido por las divisiones, la violencia y el aislamiento.
Prosiguiendo una «peregrinación de confianza a través de la tierra», Taizé no organiza un movimiento en torno a la comunidad. Cada uno está invitado después de su estancia en Taizé a vivir en su propio lugar lo que ha comprendido, con mayor conciencia de la vida interior que le habita, y de su relación con muchos otros comprometidos en una misma búsqueda de lo esencial.
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