martes, 21 de octubre de 2014

La Iglesia es de Cristo; y los demás, solo servidores.

 
La Iglesia es de Cristo; y los demás, solo servidores.
Permitirán nuestros lectores que los invitemos a releer, junto al Editorial de hoy, los dos editoriales que también acerca del Sínodo Extraordinario de los Obispos sobre la Familia ofrecimos las dos pasadas semanas. Cursamos esta invitación en aras a una mejor y mayor compresión de lo que han sido y han supuesto, desde las ideas de fondo y las verdaderas expectativas, estas dos últimas y trepidantes semanas de la vida de la Iglesia. Asimismo encaremos la lectura más que obligatoria –y, sobre todo, reconfortante, gozosa y esperanzadora- del discurso con el Papa Francisco cerró en la tarde del sábado 18 de octubre los trabajos de este Sínodo (páginas 35 y 36) y su homilía en la misa de clausura de la asamblea sinodal y de la beatificación del Papa Pablo VI (páginas 37 y 38). Con todo ello, obtendremos una visión serena y precisa sobre lo que ha acontecido en el Vaticano del 5 al 19 de octubre.
Además, así, prescindiremos de la marea de intoxicaciones con que, desde derechas e izquierdas militantes, interesadas y recalcitrantes, se ha pretendido condicionar al Sínodo, a la opinión pública y al pueblo fiel. Ya el mismo Francisco nos ha prevenido de ello en su discurso del sábado 18: “Tantos comentaristas han imaginado ver una Iglesia en litigio donde una parte está contra la otra, dudando hasta del Espíritu Santo, el verdadero promotor y garante de la unidad y de la armonía en la Iglesia. El Espíritu Santo que a lo largo de la historia ha conducido siempre la barca, a través de sus ministros, también cuando el mar era contrario y agitado y los ministros, infieles y pecadores”.
Y es que el Sínodo solo es Sínodo –ya lo escribimos hace dos semanas- si es aula y cenáculo del Espíritu Santo. Y, con palabras de Francisco, ahora en la misa del domingo 19,  en este Sínodo, se ha experimentado “la fuerza del Espíritu Santo que guía y renueva sin cesar a la Iglesia, llamada, con premura, a hacerse cargo de las heridas abiertas y a devolver la esperanza a tantas personas que la han perdido”. Y es más, la Iglesia solo es Iglesia cuando reconoce,  sobre todo en la práctica, que su único Señor es Jesucristo y que todos los demás, empezando por el Papa y siguiendo con los obispos -y estos “cum Petro et sub Petro”-, no somos sino custodios, servidores y transmisores de su misión desde la fidelidad al Evangelio. Una fidelidad, fidelidad de la Iglesia en sus ministros y en sus fieles, que no teme a las “sorpresas” y “novedades” de Dios, que no desdeña “remangarse las manos para derramar el aceite y el vino sobre las heridas de los hombres”, ni “mira a la humanidad desde un castillo de vidrio para juzgar y clasificar a las personas”, que sabe que “en la variedad de sus carismas, expresada en comunión, no puede equivocarse”.
El Sínodo Extraordinario de la Familia ha realizado un trabajo, manifestado a veces de modo apasionado, y ha abierto caminos y subrayado desafíos, sí, pero que no es el final de ninguno de ellos, ni la revolución o el cerrojazo que unos u otros esperaban y suspiraban.  Y ahora tenemos otro “año para madurar con verdadero discernimiento espiritual, las ideas propuestas y encontrar soluciones concretas a las tantas dificultades e innumerables desafíos que las familias deben afrontar; para dar respuesta a tantos desánimos que circundan y sofocan a las familias”. Un año que desembocará en un nuevo Sínodo, ya convocado y sobre el mismo tema, que, en cualquier caso, realizará su trabajo y dejará al Papa ser Papa, dejará a Pedro ser Pedro.
Y es desde esta última afirmación nuestra, donde ha emergido con especial y renovada fuerza y grandeza la clara conciencia que Francisco tiene de su misión. Él sabe mejor que nadie que, prescindiendo todo albedrío personal, “no es el señor supremo, sino el supremo servidor, el garante de la obediencia y de la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, al Evangelio de Cristo y la Tradición de la Iglesia”, el custodio, pues, por excelencia de la fe. Como lo fue el ya beato Pablo VI, quien pronto descubrió que su misión –lo recordó Francisco en su beatificación- era servir y sufrir por la Iglesia para que así quedara claro que “Él, y no otros, es quien la guía y la salva”.

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