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jueves, 30 de octubre de 2014

Judas, el Iscariote


Un día Judas, el Iscariote, comparecerá ante el Señor en el juicio del Gran Trono Blanco (Ap 20.11-12). Allí estará el Juez Supremo. Allí se dictará la sentencia final. Allí el Universo contemplará las consecuencias de ignorar o subestimar los privilegios ofrecidos por el Señor.
Un abogado para Judas Iscariote

Muchas veces me he preguntado qué habría dicho si me hubieran nombrado abogado defensor de Judas Iscariote. El abogado que asume esa función tiene que buscar atenuantes, tiene que hallar argumentos, tiene que presentar pruebas que favorezcan al acusado, aunque crea o sepa que su defendido es culpable. A través de la historia gran parte de la humanidad ha condenado a Judas Iscariote. Padres y madres, creyentes o ateos, jamás eligen para sus hijos el nombre de Judas Iscariote. Ese nombre está asociado a ideas de traición, a la ignominia, al oprobio, al deshonor.
La palabra «Judas» se usa en los grupos políticos, o en la sociedad entera, para calificar a los desleales, los pérfidos, los infieles. Ni siquiera la existencia de otros personajes de la antigua historia cristiana, también llamados Judas (Judas, hermano del Señor; Judas Tadeo o Lebeo, hijo de Jacobo; Judas de Damasco; Judas Barsabás) ha despojado a ese nombre de su marco siniestro. Quizás muy pocos letrados hayan imaginado la posibilidad de defender a Judas Iscariote ante un tribunal humano. Hoy trataremos de hacer un juicio, no para declararlo inocente, sino para contemplarnos a nosotros mismos con la toga de los magistrados, de los fiscales, de los abogados, frente al protagonista de una gran tragedia.¿Podemos juzgar a Judas? ¿Es posible, que, como fiscales, levantemos contra él nuestro dedo acusador, sin ser conscientes de nuestras propias flaquezas?... Antecedentes

Recuerdo que años atrás, hallándome en los Estados Unidos, visité un museo de cera donde un artista plástico había reproducido en tamaño natural el encuentro de la última cena. Efectos luminosos y una suave brisa artificial daban al espectáculo una sensación de notable realismo. La obra de arte estaba en un escenario, y los visitantes la mirábamos en silencio desde nuestras butacas. Traté de identificar a Judas Iscariote. Todos los personajes eran jóvenes. Todos eran agradables. No había un solo rostro torvo. Ninguno tenía «cara de Judas». Entonces vino a mi memoria un diálogo contado en el evangelio de Mateo (26.21-22). «Y mientras comían (Jesús) dijo: De cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar. Y entristecidos en gran manera, comenzó cada uno de ellos a decirle: ¿soy yo, Señor?». A su vez, Lucas (22.23) relataba, «ellos comenzaron a discutir entre sí quién de ellos sería el que había de hacer esto». La misma escena se describe en el Evangelio de Marcos (14.18-19). En otras palabras, en vísperas de la crucifixión, ninguno de los discípulos suponía que Judas Iscariote sería el traidor.
Según dice el Evangelio de Juan (13.21-30), cuando Jesús señaló claramente a Judas, le dijo: «Lo que vas a hacer, hazlo más pronto». El relato agrega: «Pero ninguno de los que estaban a la mesa entendió por qué le dijo esto. Porque algunos pensaban, puesto que Judas tenía la bolsa, que Jesús le decía: Compra lo que necesitamos para la fiesta, o que diese algo a los pobres.» ¡Ellos no imaginaban que Judas Iscariote iba a ser el entregador!... ¡El Iscariote tenía cara de inocente! Hoy diríamos: «cara de buen cristiano». ¿Por qué? ¡Porque Judas Iscariote había estado junto a ellos, en estrecha amistad con ellos, todo el tiempo al lado de Jesús!
Sin embargo, alguien podría preguntarme: ¿No les había dicho Jesús: «uno de vosotros es diablo» (Jn 6.70–71)?... ¡Sí! La Biblia aclara que se trataba de Judas, pero en esa ocasión Jesús no lo identificó. Aguardó hasta el final. Otros tal vez digan: ¿Acaso los demás discípulos ignoraban que, como dice también el Evangelio de Juan (12.6), el Iscariote «era ladrón, y teniendo la bolsa, sustraía de lo que se echaba en ella»? ¡Era verdad, pero ellos no lo sabían en ese momento! ¡Tampoco prestaron atención cuando Judas preguntó: «¿Soy yo, Maestro?» y Jesús le contestó: «¡Tú lo has dicho!» (Mt 26.25). Los evangelios se escribieron mucho tiempo después, cuando los pecados secretos del Iscariote ya habían sido descubiertos, ¡pero no debemos olvidar que, en la última cena, ninguno los conocía!
Además, sin que intentemos justificarlo, hasta entonces Judas había practicado un «robo hormiga», minúsculo, porque Jesús nunca nadó en dinero, ¡su bolsa no era abundante! Para pagar el impuesto del templo, el Señor tuvo que recurrir a una moneda que estaba en la boca de un pez (Mt 17.24–27). Pienso que Judas Iscariote no es un caso aislado de alguien que trata de obtener «pequeñas» ganancias deshonestas en su ministerio religioso (y me refiero a lo que él hacía antes de traicionar a Jesús). Al juzgarlo por eso, cada uno debe revisar su propia conciencia. Tengamos en cuenta que, hasta la última hora, Judas Iscariote tuvo una «buena imagen».

El acusado

¿Qué sabemos sobre Judas Iscariote?... Su historia es una historia sombría. Iscariote es Ish-Querioth, hombre del pueblo de Queriot, en el extremo sur de Judea. Entre los doce discípulos, era el único de ese lugar. Los demás eran galileos. Jesús invitó a Judas. Lo llamó a seguirlo... ¡Le dio una oportunidad! Y el Iscariote aceptó. ¿Por qué? Porque Judas era joven, entusiasta, lleno de vida, y estaba dispuesto a involucrarse en la aventura de seguir a un rabino igualmente joven, caminando junto con él por los caminos polvorientos de Palestina. Jesús no le ofrecía comodidades. Jesús era un maestro que así como era popular, también era rechazado. Era pobre. Había declarado: «Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos, mas el Hijo del hombre no tiene donde recostar su cabeza» (Lc 9.58). ¿Qué atractivo podía ofrecer Jesús a aquel muchacho de una lejana región?... Judas debió sentirse fascinado por la personalidad de Jesús. El Iscariote era impulsivo. Quizás un fanático. Tal vez veía en Jesús al futuro Libertador de Israel, al hombre que desplazaría a Poncio Pilato, a Herodes y a todos los que ejercían el poder. Estaba dispuesto a compartir su destino, su lucha. Vio a Jesús como el revolucionario, el nuevo líder de una revuelta contra Roma, el que sacudiría las cadenas opresoras, el que los libraría del dominio del Imperio.
Por eso no vaciló en seguir a Jesús. Lo siguió veinticuatro horas por día, siete días por semana, cuatro semanas por mes, doce meses por año. Era difícil distinguirlo de los demás, como hoy pasa con los cristianos nominales. Estuvo en todos los sermones, en todos los estudios bíblicos, en todos los tiempos de oración, en todos los retiros espirituales, en todas las ceremonias religiosas. ¿Se parece en algo a nosotros?... Fue el único discípulo que ejerció un cargo, el de tesorero, porque gozaba de la confianza de los demás. Un día Jesús «llamó a los doce, y comenzó a enviarlos de dos en dos, y les dio autoridad sobre los espíritus inmundos... y saliendo, predicaban que los hombres se arrepintiesen. Y echaban fuera muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos, y los sanaban» (Mr 6.7-13). Iban de dos en dos. ¡Esto significa que Judas estaba entre ellos!... ¡Quiere decir que el Iscariote predicaba que los hombres se arrepintiesen, que él echaba fuera demonios, que él sanaba a los enfermos! Judas tenía la experiencia de la teoría y la práctica, de la doctrina y del ministerio. Cursó una carrera en el mejor Seminario Teológico de toda la historia. ¡Era el doctor Judas Iscariote! ¡Había estudiado! ¡Su profesor fue Jesús! ¡Nunca faltó a clase! ¡Podía haber sido el principal orador en un congreso espiritual! ¡Podía haber predicado en una cruzada unida! ¡Podía haber sido pastor de una gran iglesia! ¡Podía haber enseñado en un seminario! ¡Podía haber escrito un libro! Tengámoslo en cuenta.
¿Fue el Iscariote un hipócrita? No lo sé. Judas había dejado su pueblo, su hogar, sus amigos, su entorno familiar, sus bienes materiales, para seguir a Jesús todos los días, de sol a sol. ¿Quién de nosotros hace eso ahora? Los otros discípulos visitaban frecuentemente sus casas de Galilea, pero Queriot se hallaba lejos y no era fácil viajar hasta allí. Judas podía decir al Señor, igual que Pedro, «nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido» (Mt 10.28). Creo que Judas era un muchacho inmaduro, con algunas ambiciones personales, que no entendía la misión redentora del Hijo de Dios porque confiaba en sus propias vivencias. Tenía los mismos defectos de los demás discípulos, trabajaba a la par de ellos, pero su corazón y su cerebro no estaban gobernados por Jesús. Paradójicamente, Judas estaba al lado de Jesús y, sin embargo, se hallaba muy lejos de él.

¡Pensémoslo nosotros!

Cuando llegue el Día del Juicio habrá muchos religiosos que le dirán al Juez Supremo: «Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?» Y el Señor les responderá: «Nunca os conocí.» (Mt 7.21-23)

La tentación

Judas había oído o había sido testigo de la manera cómo Jesús se libraba de todo tipo de ataques. En Nazaret intentaron despeñarlo (Lc 4.28-30); en Jerusalén pretendieron apedrearlo (Jn 8.59); otras veces conspiraron contra él, pero Jesús siempre salió ileso. Era evidente que Jesús tenía recursos sobrenaturales. Había resucitado a Lázaro... y a otros. En base a esos antecedentes, el Iscariote fue tentado por Satanás a planear un pecado que, en su propia opinión, no tendría mayores consecuencias. Pensó en buscar secretamente una recompensa para entregar a Jesús en manos de sus verdugos. Creyó que no había peligro, porque Jesús todas las veces se había librado de sus enemigos, y ahora lo haría una vez más.
Treinta piezas de plata era una suma codiciable, fácil de ganar, sin riesgos, pues el Maestro tenía mucho poder y no podrían matarlo. Además, entregarlo a sus enemigos no era una cosa tan complicada. Toda la gente sabía dónde se hallaba Jesús, de modo que lo que Judas iba a hacer también lo podía hacer cualquier otro. Era público y notorio que Jesús solía estar en el huerto de Getsemaní. Judas estaba dispuesto a la traición, pero confiaba en la habilidad de su Maestro para salir del paso. En el aposento alto, Jesús había lavado los pies de Judas con sus propias manos. El Iscariote se había emocionado, pero la tentación era fuerte. Su corazón estaba dividido. Por cierto, Judas jamás imaginó las dimensiones de la terrible tragedia que su acción iba a desencadenar. En medio de la cena se retiró para cumplir su compromiso. Hay pecados que creemos intrascendentes, pero su fruto es fatal.

El máximo delito

«Vino Judas, uno de los doce... Y en seguida se acercó a Jesús y dijo: ¡Salve, Maestro! Y le besó.» (Mt 26.47-50) «Entonces Jesús le dijo: Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?» (Lc 22.47-48) La traición se consumaba ante la mirada atónita de los demás discípulos. «Aun el hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar.» (Sal 41.9) Cuando los soldados y alguaciles se marchaban llevando a Jesús, su infiel discípulo Judas Iscariote acariciaba las treinta piezas de plata. Pensaba: «De un momento a otro el Maestro saldrá en libertad. No es un pecado tan grave. Con este dinero podré volver a Queriot y empezar de nuevo».

La defensa

Al llegar la mañana, el Iscariote descubrió que Jesús no había salido en libertad. Supo que Jesús «era condenado» (Mt 27.3). Lo iban a matar. Sintió el tremendo peso de la culpa, la desesperación ante lo irreparable. Se había equivocado. Su pecado era gravísimo. En un instante pasaron por su mente los recuerdos de todas las experiencias vividas junto al Maestro, de todas las enseñanzas recibidas de los labios del Hijo de Dios. Sufrió el dolor de su propia traición. Había traicionado a Jesús, había traicionado a sus compañeros, había manchado sus manos con el vil precio de su felonía.
La desesperación devoró a Judas. Corrió alocadamente por las calles de Jerusalén y fue al templo. Allí, dice la Biblia, «devolvió arrepentido las treinta piezas de plata.» (Mt 27.3) Este es el primer punto de la defensa. «Se arrepintió.» Su actitud impresionaba como un genuino arrepentimiento. ¿Acaso alguien ignora que el arrepentimiento, si es verdadero, es uno de los pasos para la salvación? En el caso de Judas Iscariote, podríamos decir que su particular «arrepentimiento» fue el profundo pesar que le atormentó el corazón. Tuvo un gran remordimiento, que lo impulsó a abandonar dramáticamente el rumbo de su traición.
Devolvió las treinta piezas de plata. He aquí el segundo punto de la defensa. Hizo restitución. ¿No es otro paso para la salvación? En el Evangelio de Lucas (19.8) leemos que cuando un hombre llamado Zaqueo creyó en Cristo, dijo: «Si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado.» Judas Iscariote devolvió todo el dinero que había recibido. No guardó un solo centavo. No podemos acusarlo diciendo que retuvo todo o parte del precio de su traición. No quiso conservar consigo las huellas de su infidelidad.
También dijo: «Yo he pecado.» Estamos ante el tercer punto de la defensa. Confesó su pecado. ¿No es el confesar nuestro pecado un requisito para reconciliarnos con Dios? En la historia bíblica hay frecuentes casos de personajes que dicen: «He pecado», como Moisés, David y otros. Judas Iscariote reconoció su pecado y no se aferró al falso orgullo de los que pretenden justificarse con toda clase de excusas. Judas era en ese instante un joven abrumado por su tremenda maldad. No podemos acusarlo diciendo que no confesó su pecado. Lo hizo.
Además, testificó en cuanto a Jesús, declarando que había entregado «sangre inocente». Sus palabras fueron: «Yo he pecado entregando sangre inocente.» Tenemos el cuarto punto de la defensa. Mientras Pedro negaba su relación con el Hijo de Dios, Judas Iscariote afirmaba que el Maestro era inocente, ¡y lo declaraba frente a sus grandes enemigos! Así, en una hora crucial, se identificaba como discípulo de Jesús momentos antes de la crucifixión. ¿No es el hecho de testificar valientemente a favor de Jesús una actitud propia de los que creen en él?... Tampoco podríamos acusar a Judas Iscariote diciendo que no dio testimonio de la inocencia de Jesús.

La sentencia

«Salió, y fue y se ahorcó.» (Mt 27.5) Judas, el Iscariote, dictó su propia sentencia. Recordemos. Él estuvo más de tres años al lado de Jesús, predicó en Su nombre, echó demonios en Su nombre, sanó enfermos en Su nombre, lo traicionó, se arrepintió, devolvió totalmente el precio pactado por la traición, confesó su pecado, y fue el único discípulo que ese día declaró ante las autoridades que el Maestro era inocente. ¡Pero hoy está en el infierno!... ¿Por qué? ¡Porque no fue a Jesús! ¡Porque no se acercó a la cruz de Cristo con su confesión y con su arrepentimiento! ¡Porque quiso lavar su pecado con su propia sangre, en un suicidio cruento, antes que con la sangre inocente del Hijo de Dios, que fue derramada para limpiar nuestras culpas! Todos sus pasos fueron estériles. En vez de ir al Señor, fue al templo, a los líderes religiosos (Mt 27), para encontrar la cruel respuesta que tantas veces nos da este mundo: «¿Qué nos importa a nosotros?» Y se ahorcó.

Reflexión final

Aquel día hubo dos cuerpos en dos maderos. En uno estaba Judas, el Iscariote, derramando inútilmente su propia sangre, porque con ella no podía lavar sus propias culpas. En el otro se hallaba Jesús, cuya sangre limpia el pecado de todos los que lo aceptamos como Señor y Salvador. En uno estaba la evidencia del fracaso humano, la tristeza de la frustración, el dolor de haber errado el camino, la angustia de no haber hallado auxilio en la institución religiosa, la pena de no haber reconocido a tiempo la bondadosa mano que le tendió el Señor. En el otro estaba la más grande demostración del amor de Dios, llevando sobre sí mismo el castigo de nuestros pecados, ofreciendo su mano a todos los religiosos frustrados y desorientados, a todos los que tienen sed en el alma, a todos los que buscan nueva vida espiritual, a todos los que necesitan perdón y paz interior, y a todos los que desean Su compañía para cruzar un día el río de la muerte y llegar triunfantes al más allá celestial.
¿Podemos juzgar a Judas? ¿Es posible, que, como fiscales, levantemos contra él nuestro dedo acusador, sin ser conscientes de nuestras propias flaquezas?... Siento profunda compasión ante el drama del Iscariote. Sé que, según las Escrituras, él fue «el hijo de perdición» (Jn 17.12). Sé que «Satanás entró en él.» (Jn 13.27) Sé que fue impulsado por una fuerza demoníaca (Jn 13.2). Pero también sé que él quiso salir del lazo, a su manera, y no pudo. Su intento de lavar su honor fue desgraciado y fatal.
Un día Judas, el Iscariote, comparecerá ante el Señor en el juicio del Gran Trono Blanco (Ap 20.11-12). Allí estará el Juez Supremo. Allí se dictará la sentencia final. Allí el Universo contemplará las consecuencias de ignorar o subestimar los privilegios ofrecidos por el Señor.

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