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miércoles, 29 de octubre de 2014

ECLESIOLOGÍA JOÁNICA



La comunidad, o comunidades en torno al cuarto evangelio constituían un movimiento nacido en la parte más oriental del imperio, independiente de lo que luego se llamaría “la gran Iglesia”. No eran el único movimiento de este tipo: pues, como escribe Rafa Aguirre, en los comienzos del cristianismo “hubo grupos de discípulos de Jesús que no se vincularon a esta gran corriente que se afirma con claridad y que es muy plural y de un perfil aún relativamente imprecis” (González, 2002). Pero fueron sin duda el más numeroso y más importante de esos grupos desligados de la gran corriente. Así lo muestran los llamados “escritos joánicos” (cuarto evangelio y cartas). Fueron además un movimiento que se distinguía por un fervor y un amor muy particular a la figura de Jesús.

b.- Este fervor llevó a excesos típicos de la piedad popular; y un grupo de la comunidad que se creían más amantes del Señor, acabó poniendo en peligro la verdadera humanidad de Jesús por el afán de ensalzar su carácter divino. Contra este grupo fueron escritas las cartas de Juan, las cuales insisten en que Dios se nos ha dado en Jesús, pero “en la carne (en los aspectos frágiles y menos pretenciosos de nuestra humanidad). En esa “carne” de Jesús hemos conocido el amor de Dios y por eso amamos y veneramos al Maestro.

c.- En paralelismo con ese docetismo cristológico apunta también en los escritos joánicos una especie de docetismo eclesiológico: en sus textos no encontramos una sola palabra que aluda a los aspectos institucionales o de autoridad de aquellas iglesias: no aparecen ni maestros, ni profetas, ni supervisores, ni guías ni pastores (pese al relieve dado por el cuarto evangelio a la parábola del Buen Pastor)… Y si aparecen es para referirse a “los judíos” pero no a los cristianos. Ni siquiera aparecen a la hora de rogar por ellos, como hacen otros textos del Nuevo Testamento (vg. Heb 13,7)

d.- Y es que la única autoridad entre los seguidores de Jesús es la autoridad del discipulado. El discipulado es entendido de forma tan radical que constituye una verdadera unción por el Espíritu que lleva al conocimiento de la verdad y hace innecesarios los maestros (1 Jn 2,20.27), porque se ha conocido el Amor (1, Jn 4, 13.16), por eso, la figura cumbre del cuarto evangelio es el “discípulo amado” (Tuñí, 1990). Por eso también, la investigación histórica considera que no hay que ver al discípulo amado como una designación del apóstol Juan. Y, probablemente, tampoco de alguna figura concreta: pues en este caso se habría conservado su nombre, como era la tendencia más general en los escritos del cristianismo primitivo. El discípulo amado parece ser más bien una figura arquetípica que viene a decirnos simplemente esto: el discipulado pleno es lo que de veras ama Jesús y lo que confiere la verdadera autoridad entre aquellos que creen en Él. El discípulo amado es el que tiene más intimidad con Jesús y el que con más rapidez le descubre en sus misteriosos ocultamiento (.
  
Con estas cuatro esquinas podemos enmarcar unas intuiciones eclesiológicas que brotan del capítulo 21 del cuarto evangelio. Como es sabido, dicho capítulo fue añadido luego de concluido el evangelio (cf. Jn 20, fin), como fruto de la entrada de las comunidades joánicas en “la gran iglesia”. La dolorosa división que surgió en aquellas comunidades por las razones cristológicas antes expuestas, hizo comprender que así como el Mesías ha venido “en la carne”, también la comunidad de sus seguidores ha de aceptar “la carne” de lo institucional. O con palabras técnicas: así como no puede haber un docetismo cristológico, tampoco cabe un docetismo eclesiológico por los peligros que ahora mismo señalaremos.

Las comunidades del discípulo amado aceptaron entonces el papel supervisor de Pedro y, como fruto de esa aceptación, se añadió al cuarto evangelio el capítulo 21. Ese capítulo está, por eso, estructurado en torno a dos figuras que son como los dos focos de una elipse: Pedro y el discípulo amado. Y de la relación entre ellos brotan unas intuiciones eclesiológicas fundamentales que constituyen el cuerpo de estas reflexiones.

1.- La iglesia gira en torno a dos focos: la institución y el carisma. Su figura sería más la de una elipse que la de un círculo con un único centro. El carisma es intrínseco a la Iglesia porque el Espíritu es como el viento que sopla donde quiere (Jn 3,8), y no donde preferiría la autoridad. El carisma es la expresión de la libertad del Espíritu, que no debe ser apagado ni domesticado (1 Tes 5,19) porque es viento y es fuego pero precisamente así construye la armonía entre los diversos “lenguajes” humanos (ver Hchs 2, 2.3.11…). El carisma es la espontaneidad del espíritu humano cuando es movido por el Espíritu del Señor.

2.- Pero tampoco el carisma es el único centro de la Iglesia porque entonces caeríamos en el docetismo eclesiológico y, desde él, en la división y en el olvido de los débiles. Precisamente porque el Espíritu es, a la vez, libertad que sopla donde quiere y armonía de lo diverso, necesita el trabajo y el esfuerzo de la institución y de la ley, que se esfuerza en armonizar y unificar las diversidades,  como también había sugerido san Pablo con la imagen del cuerpo humano (1 Cor. 12, ss.). Hay -debe haber-, una cierta subordinación del carisma a la institución porque los carismas no se dan en beneficio propio sino en beneficio de toda la comunidad.

3.- Pero, establecido lo anterior, debe quedar claro en la Iglesia que el carisma es en algún sentido superior a la institución y, por tanto, a la autoridad: el discípulo auténtico es el primero en reconocer al Señor y le marca a Pedro lo que debe hacer (Jn 21,7). A Pedro se le confiará el ministerio de “apacentar” pero, para esto, se le pide que acepte “amar más” (21,15), sin que pretenda ser el más amado. Y se le insinúa cariñosamente que, si no procura amar al máximo al Señor,  le acecha el peligro de volver a negarlo por tres veces. Esta insinuación entristece a la autoridad (21,17), pero es la vacuna decisiva contra todos los autoritarismos que nunca debieron existir en la Iglesia de Jesucristo.

4.- Como consecuencia de esto, la institución no debe pretender en modo alguno controlar al carisma, o sentirse más cercana al Señor que él (21,21). La institución debe dejar tranquilo al carisma respetando la libertad del Señor y ocupándose más bien de seguirle (21,22). Porque, efectivamente, una Iglesia sin carisma, o con el carisma secuestrado, sería una iglesia enferma tal como (en mi pobre opinión) le ocurre hoy a la Iglesia. Y tal como proclamó Pío XII, en 1950,  hablando de la libertad de palabra y de la opinión pública en la Iglesia: una iglesia sin ella sería una iglesia “enferma”. Y la culpa de tal enfermedad recaería sobre las autoridades de ella tanto como sobre los fieles.

Y todavía insinúa el cuarto evangelio una razón para respetar al carisma: la institución envejece, la fuerza y la intuición iniciales se anquilosan con el tiempo y pierden libertad de movimientos y necesitan ayuda (21,18): porque la artritis del cuerpo institucional es tan normal como la artritis del cuerpo humano. Del carisma en cambio se nos insinúa que, si el Señor quiere que persista hasta su venida, no le cabe a la institución más que aceptarlo humildemente (Jn 21,22). Como le ocurrió a la iglesia primera con la aparición del carismático Pablo que no pertenecía al grupo de los Doce, que no había acompañado a Jesús durante sus caminos en la tierra tal como exigía la institución (Hchs 1, 21) y no tiene más título para reivindicar que el de haber visto al Señor. Y así fue aceptado por la institución, aunque no sin problemas. Pero así se salvó la propagación del cristianismo: gracias a la iniciativa del carisma y a la humildad de la institución.

5.- Para cerrar el círculo puede ser bueno volver a recordar que el carisma no es en modo alguno la espontaneidad del propio ego, por inteligente y líder que pueda ser, sino sólo la espontaneidad del Espíritu que actúa haciéndonos discípulos como en el “discípulo amado”. Esa es la fuente de su autoridad superior pero, precisamente por eso, su autoridad necesita ser confrontada y discernida con la prosa de lo institucional “para no correr en vano” (Gal 2,2): exactamente lo que hizo Pablo con las columnas de la Iglesia de Jerusalén, luego de que el Espíritu le derribara del caballo. Por eso se cierra este capítulo con la precisión de que el Señor no le dijo a Pedro que el discípulo amado no moriría, sino “si yo quiero que perdure hasta que yo vuelva ¿a ti qué?” (21,23)…

Hace años E. Schillebeckx, en su libro sobre Jesús, explicaba con agudeza que la tradición católica había cuajado unilateralmente en torno a una cristología casi exclusivamente joánica y una eclesiología casi exclusivamente de las Pastorales. Esta extraña mezcla es inestable y explica también las frecuentes necesidades de reforma, y los consiguientes clamores, que han ido surgiendo a lo largo de la historia eclesiástica. El Vaticano II supuso diáfanamente el fin de esas unilateralidades. Estas breves chispas de eclesiología joánica me parecen, por eso, muy necesarias hoy.

Después de Vaticano II se ha pretendido en la Iglesia “apagar al Espíritu” o apropiarse de él con mejor o peor voluntad. Ello ha conducido a la crisis de credibilidad en que se encuentra hoy nuestra Iglesia, y que no se reconducirá simplemente “dando coces contra el aguijón” (Hchs 26,14), ni con grandes espectáculos masivos pero momentáneos como la  espuma. Como rezan algunos títulos recientes “Otra Iglesia es posible”. Y esa sería una iglesia que se asemejara más a la que parece insinuarse en este capítulo añadido al evangelio de Juan. La pluralidad del Nuevo Testamento resulta aquí muy enriquecedora.

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