Se instituyó la fiesta de la Santa Cruz para celebrar la memoria de aquel día en que el sagrado madero, sobre el cual Jesucristo, el Salvador del mundo, consumó la grande obra de la redención, fue solemnemente restituido por el emperador Heraclio a Jerusalén, de donde catorce años antes le había sacado Cosroas, rey de Persia.
Atenta siempre la Iglesia, y siempre solícita en rendir a este precioso instrumento todo el culto que por tantos títulos se le debe, instituyó esta fiesta en reverencia de la santa cruz, celebrando todos los años las maravillas que obró en semejante día, que con razón se puede llamar el día de su triunfo.
Cosroas II, hijo de Hormisdas, rey de Persia, subió al trono el año 591, y fue tan inhumano, que mandó a quitar la vida a su propio padre a garrotazos, para que fuese más cruel y más ignominioso el género de muerte. Este detestable parricidio le hizo tan odioso a sus vasallos, que se vio precisado a buscar su seguridad en la fuga. Se refugió a Constantinopla bajo la protección del emperador Mauricio, que le recibió con excesiva bondad, y le restableció en su trono. Pero Focas, que de simple centurión había ascendido a los primeros empleos del ejército, se hizo proclamar emperador el año de 601; y persiguiendo a Mauricio hasta las cercanías de Calcedonia, primero mandó quitar la vida a cuatro hijos suyos delante del desgraciado padre, y después hizo cortar la cabeza al mismo Mauricio. Resuelto Cosroas a vengar la muerte de su insigne bienhechor, declaró la guerra a Focas, entró en la Siria, se apoderó de la Palestina, de la Armenia y de la Capadocia, talando a fuego y sangre todo el Oriente, hasta las mismas puertas de Constantinopla. Heraclio, hijo del gobernador de África, animado con los clamores de los pueblos, que ya no podían sufrir las violencias del tirano, dio fondo con una escuadra naval en el puerto de Constantinopla, y derrotadas las tropas de Focas, le hizo prisionero y le mandó cortar la cabeza. Fue Heraclio proclamado emperador el año 610, y no perdonó diligencia alguna para hacer la paz con el Rey de Persia; pero orgulloso este con la prosperidad de sus primeras conquistas, despreció todas las proposiciones del Emperador, y volvió a comenzar sus irrupciones en las tierras del imperio. Entro en la Palestina, puso sitio a Jerusalén el año 615, la tomó, y se llevó a Persia el tesoro más precioso que los Cristianos tenían en el Oriente; es decir, la cruz en que había muerto Jesucristo por la salvación de todos los hombres; y apoderándose también de todos los vasos sagrados, se llevó igualmente a Persia un gran número de cristianos esclavos, entre los cuales fue el Patriarca de Jerusalén Zacarías, que nunca perdió de vista el sagrado madero de la cruz. La llevaron como en triunfo los infieles a la ciudad de Cresifon sobre el Tigris, intentado erigir en ella un trofeo a su idolatría; pero la cruz, aunque al parecer cautiva en medio de sus enemigos, se hizo respetar de ellos, no de otra manera que en otros tiempos el arca del Señor en medio de los filisteos. Ningún persa tuvo atrevimiento para tocar aquella preciosa prenda de nuestra redención, conservándose siempre dentro de la caja o del estuche de plata en que la había mandado cerrar santa Elena, sin que toda la codicia de Cosroas se atreviese nunca a aprovecharse de ella por respeto a aquella inestimable reliquia. Segunda vez Heraclio le pidió la paz, sujetándose a las más indecentes condiciones; pero el soberbio persa, hinchado con sus victorias, especialmente desde que el general Sarbazara, uno de los más acreditados de sus tropas, se había apoderado de Calcedonia, cuya plaza se consideraba como arrabal de Constantinopla, respondió a los embajadores de Heraclio que le concedería la paz, con la precisa condición de que el Emperador y todos sus vasallos cristianos habían de renunciar a Jesucristo, y no habían de reconocer ni adorar otro dios que al sol, único dios de los persas.
Se horrorizaron los Cristianos al oír tan impía proposición, y el emperador Heraclio, animado de una justa indignación, declaró a presencia de todos sus oficiales que estaba pronto a derramar hasta la última gota de su sangre para vengar tan sacrílega como bárbara insolencia. El clero secular, los monasterios religiosos y todos los Cristianos ofrecieron bizarramente al Emperador para una guerra tan justa, considerándola ya como guerra de religión; y ajustando Heraclio la paz con el Can de los avaros, que le atacaba por un lado de la Tracia, se puso a la frente de sus tropas y marchó derecho a Persia. Estando ya a vista del ejército enemigo, tomó en la mano una milagrosa imagen del Hijo de Dios, corrió con ella las líneas, acordando a sus soldados que iban a pelear por Jesucristo, y que así debían poner su confianza en el poderoso auxilio del Señor Dios de los ejércitos. No les engañó esta confianza: se dio la batalla; y los persas, aunque muy superiores en número, y tan acostumbrados a vencer, fueron enteramente derrotados. La campaña siguiente aun fue mucho más gloriosa a los Cristianos; el Emperador batió a los persas en muchas ocasiones, y obligó a Cosroas a abandonar la ciudad de Gazac, donde estaba el célebre templo del fuego. Habiendo entrado Heraclio en la ciudad, halló en el palacio la estatua de Cosroas sentada debajo de una especie de media naranja que representaba el cielo. Alrededor de la estatua se descubrían el sol, la luna y las estrellas, como también algunos ángeles que estaban en pie con cetros de oro en las manos. Mandó el Emperador poner fuego a este palacio, a este templo y a toda la ciudad; de donde prosiguiendo en sus conquistas entró en la Albania, y allí, movido de compasión, dio libertad a cincuenta mil prisioneros que llevaba consigo, y en breve tiempo se apoderó de muchas provincias.
La batalla del emperador Heraclio contra el rey de Persia, Cosroas II
Mientras Heraclio adelantaba sus conquistas en el país enemigo, estaba sitiada Constantinopla por los avaros que habían roto la paz, y por los persas que se mantenían en Calcedonia; pero acudiendo los situados en aquella extremidad a la Santísima Virgen, fueron oídas sus oraciones. El ejército de los bárbaros pereció, introduciéndose en él una especie de contagio; y fatigados por otra parte con las continuas y vigorosas salidas de la guarnición, levantaron el sitio. Viendo el Emperador que el cielo se declaraba visiblemente en su favor, marchó a buscar a Cosroas aunque fuese en el mismo centro de la Persia. Tardó muy poco en encontrarle: al principio como que los Cristianos se acobardaron a vista de la superioridad del ejército enemigo; pero Heraclio los animó llevando siempre en la mano la imagen de Jesucristo. Ea, hijos, les dijo en breves razones, por Dios combatimos, cada uno de vosotros vencerá a mil. Con efecto, vinieron a las manos los dos ejércitos, Cosroas fue enteramente derrotado, sus tropas hechas pedazos, todos sus oficiales prisioneros, y él mismo a salvar la vida con la fuga. Se hizo tan odioso el bárbaro Rey a todos sus vasallos, que le abandonaron; y aunque había intentado desheredar a Syroes, su hijo primogénito, para colocar en el trono al segundo, aquel fue proclamado rey, y mandó quitar la vida inhumanamente a su padre dentro de la prisión, disponiendo que le hiciesen morir a saetazos por espacio de cinco días, para que fuese más cruel y más prolongada su muerte. Pidió después la paz a Heraclio, dejando a su arbitrio las condiciones, y siendo la principal que restituiría la preciosa cruz del Salvador que había catorce años estaba en poder de los persas dentro de la ciudad de Cresifon, y que pondría en libertad al patriarca Zacarías con todos los demás cautivos cristianos. Aceptó Syroes todas estas condiciones, y el sagrado tesoro fue llevado primero en triunfo a Constantinopla, saliendo a recibirle todo el pueblo con ramos de olivas y velas encendidas, entonando himnos y cánticos. La cruz del Salvador salió del poder de los persas el año 628.
El emperador de Constantinopla, Heraclio, cargando la Santa Cruz en Jerusalén
El siguiente 629 se embarcó el emperador Heraclio para restituirla a Jerusalén, y dar gracias al Señor por sus victorias. Fácilmente se puede imaginar el concurso y el gozo de los fieles cuando vieron que volvía a Jerusalén aquel sagrado madero, trono adorable de las misericordias del Salvador del mundo. Concurrieron a la santa ciudad de todas partes. El clero y el pueblo le salieron al camino, ansiosos y apresurados todos por honrar el triunfo de la verdadera cruz, que, por decirlo así, acababa de triunfar de los más mortales enemigos del Cristianismo. Quiso el mismo Emperador llevar hasta el Calvario aquella sagrada carga, vestido de las más ricas y más magnificas galas imperiales. Precedido del clero, acompañado del patriarca, rodeado de los grandes de su corte, y en medio de una inmensa multitud de pueblo, cargó sobre sus hombros la sagrada cruz; pero llegando a la puerta que sale al Calvario, quedó extrañamente atónito, sintiéndose inmoble; y viendo que no podía dar un paso, se asombraron todos a vista de aquel portento; pero el patriarca descubrió luego la verdadera causa. Considerad, señor, dijo con respeto al emperador, si quizá esa púrpura imperial y esas pomposas galas que os adornan son menos conformes al pobre y abatido traje con que Jesucristo llevó esa misma cruz, y salió por esta misma puerta para subir al monte Calvario. Penetró inmediatamente el Emperador el verdadero significado de aquellas palabras, y movido de su peso, se desnudó al punto de sus vestidos imperiales, descalzó los pies, y cubierto de una humilde túnica, descubierta la cabeza y despojado de toda insignia imperial, caminó sin dificultad hasta el Calvario, colocó en su lugar el sagrado madero, y rogó al patriarca que sacándole de la caja o del estuche, se lo mostrase a todo el pueblo. Reconoció el patriarca los sellos, que estaban intactos y enteros; abrió el estuche de plata con la llave que se guardaba en el tesoro; y habiéndola adorado, dio con ella la bendición a los fieles; la volvió a cerrar y a colocar en el mismo sitio de donde catorce años antes la habían sacado los persas. Quiso Dios exaltar la gloria de este precioso instrumento de nuestra redención con pompa tan augusta, acompañada de muchos milagros, en el día 14 de septiembre del año 629. Después el Emperador regaló a la Iglesia de Jerusalén con dones preciosísimos para borrar hasta la memoria de las calamidades pasadas; reparó los Santos Lugares; restituyó en sus dignidades al patriarca y a los demás ministros de la Iglesia, dejando en todas partes ilustres monumentos de su insigne piedad.
Con el tiempo se ordenó que todos los años se celebrase una solemne fiesta en memoria de esta gloriosa restitución, la que fue muy célebre, con especialidad en el Oriente, y aquel día concurrían peregrinos a Jerusalén de todas partes del mundo.
Pero se debe advertir que mucho tiempo antes de este suceso, así en la Iglesia griega como en la latina se celebrara una fiesta con nombre de la Exaltación de la santa Cruz en el mismo día 14 de septiembre, y era en memoria de aquellas palabras de Cristo hablando de su muerte: Cuando sea exaltado de la tierra atraeré a mi todas las cosas: Cum exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum (Juan 12). Luego que levantareis al Hijo del Hombre conoceréis quién soy Yo: Cum exaltaveritis Filium hominis, tunc cognoscetis quia ego sum (Juan 8). El cardenal Baronio dice que fue exaltada la cruz en tiempo del emperador Constantino el Grande cuando se dio libertad a los Cristianos para predicar el Evangelio y para erigir iglesias públicas. También se llamó la Exaltación de la santa Cruz aquella solemnidad que con tanta magnificencia y con tanto aparato se celebró en Jerusalén cuando la emperatriz santa Elena encontró el verdadero leño de nuestra redención, y le mandó colocar en la magnífica Iglesia que a su costa se edificó en el Calvario, celebrando desde entonces la Iglesia griega y latina una solemne fiesta en el día 14 de septiembre con el título de Exaltación de la Cruz. Hace mención de esta fiesta el Sacramentario de San Gregorio; el P. Canisio cita las palabras con lo que anuncia el Menelogio de los griegos: exaltatio pretiosa et vivifica crucis sub imperatore Constantino Magno; la exaltación de la preciosa y vivífica cruz en tiempo del emperador Constantino el Grande. El autor de la vida de San Eutiques, patriarca de Constantinopla, que fue su contemporáneo, refiere que mucho tiempo antes del emperador Heraclio, volviendo el santo Patriarca de su destierro por orden de los emperadores Justino y Tiberio, pasó por un monasterio donde el día 14 de septiembre celebró con mucha solemnidad la fiesta de la Exaltación de la santa Cruz: Postquam salutiferam crucis memoriam die quartadecima mensis septembris splendide celebravimus, monasterio benedixit. Leoncio, obispo de Nápoles, en la isla de Chipre, escribiendo la vida de San Simeón, por sobrenombre Salus, habla de la fiesta de la Exaltación de la santa Cruz, la cual se celebraba con grande solemnidad y mucho concurso de fieles como cosa establecida largo tiempo antes del imperio de Heraclio. Tempore Justiniani, dice, cum accederent ii qui Christi erant amantes, et pro more sancta Christi loca cupiebant adorare, quae sunt in sancta civitate, in Exaltatione pretiosa et vivifica Crucis: norunt autem omnes, qui illic adesse consuevere in hoc sancto, et ómnibus laudibus celebrando festo, quod ex universo orbe terrarum multitudo populorum, quae crucem et Christum diligit, etc. Así, pues, parece muy probable que el emperador Heraclio muy de intento escogió el día 14 de septiembre para restituir la santa cruz al mismo lugar de donde catorce años antes la habían sacado los persas, como día consagrado ya muy de antemano a la exaltación de la santa cruz; y que por la devoción y por la grande confianza que siempre tuvo en ella el emperador Constantino, se determinaron los Sumos Pontífices a instituir esta fiesta particular.
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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