Sabemos, por supuesto, que la Asunción de la Santísima Virgen no aparece relatada, ni mencionada en la Sagrada Escritura. ¿Por qué, entonces, titular así un capítulo?
Veamos lo que nos dice el Padre Joaquín Cardoso, s.j. en su estudio sobre la Asunción:“Son muchos los Teólogos -y de gran renombre, por cierto- que han afirmado y creen haberlo probado que, implícitamente, sí se encuentra, tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento la revelación de este hecho ... Pues, si no hay una revelación explícita en la Sagrada Escritura acerca del hecho de la Asunción de María, tampoco hay ni la más mínima afirmación o advertencia en contrario, y por consiguiente, si la razón humana, discurriendo sobre alguna otra verdad cierta y claramente revelada, deduce legítimamente este privilegio de Nuestra Señora, tendremos necesariamente que admitirlo como revelado en la misma Sagrada Escritura de modo implícito”.
Existe, por cierto, un precedente autorizado por la Iglesia, de una verdad considerada como revelada implícitamente. Se trata del misterio de la Inmaculada Concepción, el cual el Papa Pío XI declaró como dogma, a finales del siglo XIX y reconoció esta verdad como revelada implícitamente al comienzo de la Escritura, enGénesis 3, 15, cuando Dios anunció que la Mujer y su Descendencia aplastarían la cabeza de la serpiente infernal. Y esto no hubiera podido suceder si María no hubiera estado libre de pecado original, pues de no haber sido así, hubiera estado sujeta al yugo del demonio.
Esto mismo hizo el Papa Pío XII en la definición del Dogma de la Asunción. La Asunción de la Virgen María al Cielo, que ha sido aceptada como verdad desde los tiempos más remotos de la Iglesia, es un hecho también contenido, al menos implícitamente en la Sagrada Escritura.
Los Teólogos y Santos Padres y Doctores de la Iglesia han visto como citas en que queda implícita la Asunción de la VirgenMaría, las mismas en que vieron a la Inmaculada Concepción, porque en ellas se revelan los incomparables privilegios de esa hija predilecta del Padre, escogida para ser Madre de Dios. Así quedaron estrechamente unidas ambas verdades: la Inmaculada Concepción y la Asunción.
He aquí algunas de las citas y de los respectivos razonamientos teológicos como nos los presenta el Padre Cardoso:
“Llena de gracia” (Lc. 1, 26-29) : Dios le había concedido todas las gracias, no sólo la gracia santificante, sino todas las gracias de que era capaz una criatura predestinada para ser Madre de Dios. Gracia muy grande es el de haber sido preservada del pecado original, pero también gracia el pasar por la muerte, no como castigo del pecado que no tuvo, sino por lo ya expuesto en capítulos anteriores y, como hemos dicho también, sin sufrir la corrupción del sepulcro. Si María no hubiera tenido esta gracia, no podría haber sido llamada llena (plena) de gracia. Esta deducción queda además confirmada por Santa Isabel, quien“llena del Espíritu Santo, exclamó: “Bendita entre todas las mujeres” (Lc. 1, 41-42).
“Pondré enemistad entre tí y la Mujer, entre tu descendencia y la suya. Ella te aplastará la cabeza” (Gen. 1, 15), es, por supuesto, el texto clave.
Además, Cristo vino para “aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo” (Hb. 2, 14). “La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado” (1 Cor. 15, 55)
Todos hemos de resucitar. Pero ¿cuál será la parte de María en la victoria sobre la muerte? La mayor, la más cercana a Cristo, porque el texto del Génesis une indisolublemente al Hijo con su Madre en el triunfo contra el Demonio. Así pues, ni el pecado, por ser Inmaculada desde su Concepción, ni la conscupiscencia, por ser ésta consecuencia del pecado original que no tuvo, ni la muerte tendrán ningún poder sobre María.
La Santísima Virgen murió, sin duda, como su Divino Hijo, pero su muerte, como la de El, no fue una muerte que la llevó a la descomposición del cuerpo, sino que resucitó como su Hijo, inmediatamente, porque la muerte que corrompe es consecuencia del pecado.
“No permitirás a tu siervo conocer la corrupción” (Salmo 15). San Pablo relaciona esta incorrupción con la carne de Cristo. Y San Agustín nos dice que la carne de Cristo es la misma que la de María. Implícitamente, entonces, la carne de María, que es la misma que la del Salvador, no experimentó la corrupción.
Así el privilegio de la resurrección y consiguiente Asunción de María al Cielo se debe al haber sido predestinada para se la Madre de Dios-hecho-Hombre.
El Concilio Vaticano II, tratando ese tema en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia,también relaciona el privilegio de la Inmaculada Concepción con el de la Asunción: precisamente porque fue “preservada libre de pecado original” (LG 59), María no podía permanecer como los demás hombres en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado original y la santidad perfecta ya desde el primer instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo.
Pero oigamos también a nuestro Papa Juan Pablo II tratar el punto de la Asunción de María en la Sagrada Escritura.
En su Catequesis del 2 de julio de 1997 nos decía: “El Nuevo Testamento, aun sin afirmar explícitamente la Asunción de María, ofrece su fundamento, porque pone muy bien de relieve la unión perfecta de la Santísima Virgen con el destino de Jesús. Esta unión, que se manifiesta ya desde la prodigiosa concepción del Salvador, en la participación de la Madre en la misión de su Hijo y, sobre todo, en su asociación al sacrificio redentor, no puede por menos de exigir una continuación después de la muerte. María, perfectamente unida a la vida y a la obra salvífica de Jesús, compartió su destino celeste en alma y cuerpo”.
La Asunción de María en la Tradición de la Iglesia
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Así tituló el Osservatore Romano la Catequesis del Papa Juan Pablo II del día Miércoles 9 de julio de 1997. Y en esa fuente tan importante y tan reciente, como son las palabras del Papa en ésta y en la Catequesis de la semana inmediatamente anterior (2-julio-97) nos apoyaremos casi exclusivamente para este Capítulo.
La perenne y concorde tradición de la Iglesia muestra cómo la Asunción de María forma parte del designio divino y se fundamenta en la singular participación de María en la misión de su Hijo. Ya durante el primer milenio los autores sagrados se expresaban en este sentido, nos recordaba el Papa Juan Pablo II.
Además, la Asunción de la Virgen forma parte, desde siempre, de la fe del pueblo cristiano, el cual al afirmar la llegada de María a la gloria celeste, ha querido también reconocer y proclamar la glorificación de su cuerpo.
Nos decía el Papa Juan Pablo II que el primer testimonio de la fe en la Asunción de la Virgen aparece en los relatos apócrifos, titulados “Transitus Mariae” , cuyo núcleo originario se remonta a los siglos II y III. Nos informaba el Papa que se trata de representaciones populares, a veces noveladas, pero que en este caso reflejan una intuición de la fe del pueblo de Dios.
Algunos testimonios se encuentran en San Ambrosio, San Epifanio y Timoteo de Jerusalén. San Germán de Constantinopla (+733) pone en labios de Jesús, que se prepara para llevar a su Madre al Cielo, estas palabras: “Es necesario que donde yo esté, estés también tú, Madre inseparable de tu Hijo”.
Nos decía el Papa JPII que la misma tradición eclesial ve en la maternidad divina la razón fundamental de la Asunción. Un indicio interesante de esta convicción se encuentra en un relato apócrifo del siglo V, atribuido al pseudo Melitón. El autor imagina que Cristo pregunta a los Apóstoles qué destino merece María, y ellos le dan esta respuesta: “Señor, elegiste a tu esclava, para que se convierta en tu morada inmaculada ... Por tanto, dado que, después de haber vencido a la muerte, reinas en la gloria, a tus siervos nos ha parecido justo que resucites el cuerpo de tu Madre y la lleves contigo, dichosa, al Cielo”.
¿Por qué citaba el Papa un libro apócrifo? Los apócrifos no tienen autoridad divina. Pero pueden tener autoridad humana, agregando, así, un testimonio que apoya la unanimidad a favor de la Asunción.
San Germán, en un texto lleno de poesía, sostiene que el afecto de Jesús a su Madre exige que María se vuelva a unir con su Hijo Divino en el Cielo: “Como un niño busca y desea la presencia de su madre, y como una madre quiere vivir en compañía de su hijo, así también era conveniente que tú, de cuyo amor materno a tu Hijo y Dios no cabe duda alguna, volvieras a El. ¿Y no era conveniente que, de cualquier modo, este Dios que sentía por ti un amor verdaderamente filial, te tomara consigo?”
En otro texto el mismo San Germán sostiene que “era necesario que la Madre de la Vida compartiera la Morada de la Vida”. Así integra la dimensión salvífica de la maternidad divina con la relación entre Madre e Hijo. /p>
San Juan Damasceno subraya la relación entre la participación en la Pasión y el destino glorioso: “Era necesario que aquélla que había visto a su Hijo en la Cruz y recibido en pleno corazón la espada del dolor ... contemplara a ese Hijo suyo sentado a la diestra del Padre”.
Nos dice el Padre Cardoso que ya en los escritos del Siglo IV los historiadores eclesiásticos se refieren a la Asunción de María como de tradición antiquísima, que a causa de su unanimidad, no puede venir sino de los mismos Apóstoles y, por consiguiente, como de revelación divina, pues la revelación en que se funda la religión cristiana terminó, según enseña la Iglesia, con la muerte de San Juan.
Continúa diciéndonos que del Siglo V en adelante, no encontró un solo escritor eclesiástico, ni una sola comunidad cristiana que no creyera en la Asunción de María.
En el Siglo VII el Papa Sergio I promovió procesiones a la Basílica Santa María la Mayor el día de la Asunción, como expresión de la creencia popular en esta verdad tan gozosa.
Posteriormente se fue desarrollando una larga reflexión con respecto al destino de María en el más allá. Esto, poco a poco, llevó a los creyentes a la fe en la elevación gloriosa de la Madre de Jesús en alma y cuerpo, y a la institución en Oriente de las fiestas litúrgicas de la Dormición y de la Asunción de María.
La fe en el destino glorioso del alma y del cuerpo de la Madre del Señor después de su muerte, desde Oriente se difundió a Occidente con gran rapidez y, a partir del Siglo XIV, se generalizó.
El Papa Juan XXII en 1324 afirmaba que “la Santa Madre Iglesia pidadosamente cree y evidentemente supone que la bienaventurada Virgen fue asunta en alma y cuerpo”.
En la primera mitad de nuestro siglo, en víspera de la declaración del Dogma, constituía una verdad casi universalmente aceptada y profesada por la comunidad cristiana en todo el mundo.
Así, en Mayo de 1946, con la EncíclicaDeiparae Virginis Mariae, Pío XII promovió una amplia consulta, interpelando a los Obispos y, a través de ellos, a los Sacerdotes y al pueblo de Dios, sobre la posibilidad y la oportunidad de definir la Asunción corporal de María como Dogma de Fe. El recuento fue ampliamente positivo: sólo 6 respuestas de entre 1.181 manifestaban alguna reserva sobre el carácter revelado de esa verdad.
Citando ese dato, la Bula Munificentissimus Deus afirma: “El consentimiento universal del Magisterio ordinario de la Iglesia proporciona un argumento cierto y sólido para probar que la Asunción corporal de la Santísima Virgen María al Cielo ... es una verdad revelada por Dios y, por tanto, debe ser creída firme y fielmente por todos los hijos de la Iglesia”.
El Concilio Vaticano II, recordando en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia el misterio de la Asunción, atrae la atención hacia el privilegio de la Inmaculada Concepción: precisamente porque fue “preservada libre de pecado original” (LG 59). María no podía permanecer como los demás hombre en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado original y la santidad perfecta ya desde el primer instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo.
Y continuando con la Tradición Eclesiástica hasta nuestros días, tenemos toda la enseñanza del Papa Juan Pablo II que recogemos en este estudio.
Como dato curioso el Padre Cardoso anota uno adicional que es sumamente revelador y que él agrega a la unanimidad en la Tradición: el hecho de que no hayan reliquias del cuerpo virginal de María. Nos dice que ni siquiera los fabricantes de falsas reliquias -que los ha habido a lo largo de la historia de la Iglesia- se atrevieron jamás a fabricar una del cuerpo de María, pues sabían que, dada la creencia universal de la Asunción, no hubieran sido recibidas como auténticas en ninguna parte del mundo cristiano.
Testimonios místicos
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Para estos testimonios nos basaremos en las revelaciones privadas hechas a Santa Isabel de Schoenau (1129-1164), a Santa Brígida de Suecia (1307-1373), a la Venerable Sor María de Agreda (1602-1665) y a la Venerable Ana Catalina Emmerich (1774-1824), testimonios que se encuentran recopilados en el libro "The Life of Mary as seen by the Mystics" (La Vida de María vista por los Místicos) de Raphael Brown (Nihil Obstat & Imprimatur 8-junio-1951). Uniremos estos testimonios en un solo relato, con el fin de poder seguir mejor la secuencia de los hechos relatados.
(El Nihil Obstat y el Imprimatur son declaraciones oficiales de un Censor Eclesiástico y de un Obispo, respectivamente, mediante las cuales se expresa que una publicación no contiene errores doctrinales o morales. No indican estos sellos aprobación o respaldo a las ideas contenidas en dicha publicación).
La Santísima Virgen María supo cuándo iba a morir y supo que iba a morir en oración y recogimiento. Al conocer esto, pidió a su Hijo la presencia de los Apóstoles para la ocasión. Así, por avisos especiales del Cielo, los Apóstoles comenzaron a reunirse en Jerusalén.
La mañana del día de su partida, la Madre de Dios convocó a los Apóstoles y a las santas mujeres al Cenáculo. La Virgen se arrodilló y besó los pies de Pedro y tuvo una emotiva despedida con cada uno de los otros once, pidiéndoles la bendición. A Juan agradeció con especial afecto todos los cuidados que había tenido para con ella.
Después de un rato de recogimiento, la Santísima Virgen habló a los presentes: Carísimos hijos mío y mis señores: Siempre os he tenido en mi alma y escritos en mi corazón, donde tiernamente os he amado con la caridad y amor que me comunicó mi Hijo santísimo, a quien he mirado siempre en vosotros como en sus escogidos y amigos. Por su voluntad santa y eterna me voy a las moradas celestiales, donde os prometo, como Madre, que os tendré presentes en la clarísima luz de la Divinidad, cuya vista espera y ansía mi alma con seguridad. La Iglesia, mi madre, os encomiendo con exaltación del santo nombre del Altísimo, la dilatación de su ley evangélica, la estimación y aprecio de las palabras de mi Hijo santísimo, la memoria de su vida y muerte, y la ejecución de toda su doctrina. Amad, hijos míos, a la santa Iglesia y de todo corazón unos a otros con aquel vínculo de la caridad y paz que siempre os enseñó vuestro Maestro. Y a vos, Pedro, Pontífice santo, os encomiendo a Juan mi hijo y también a los demás .
Las palabras de despedida de la Señora causaron honda pena y ríos de lágrimas a todos los presentes y lloró también con ellos la dulcísima María, que no quiso resistir a tan amargo y justo llanto de sus hijos. Y después de algún espacio les habló otra vez y les pidió que con ella y por ella orasen todos en silencio, y así lo hicieron.
En esa quietud sosegada descendió del Cielo el Verbo humanado en un trono de inefable gloria, y con dulcísimas palabras invitó a su Madre a venir con El al Cielo: Madre mía carísima, a quien Yo escogí para mi habitación, ya es llegada la hora en que habéis de pasar de la vida mortal y del mundo a la gloria de mi Padre y mía, donde tenéis preparado el asiento a mi diestra, que gozaréis por toda la eternidad. Y porque hice que como Madre mía entraseis en el mundo libre y exenta de la culpa, tampoco para salir de él tiene licencia ni derecho de tocaros la muerte. Si no queréis pasar por la muerte, venid conmigo, para que participéis de mi gloria, que tenéis merecida .
Quería Jesús llevarse a su Madre viva. Pero ella, indigna criatura, no puede pasar menos que su Hijo e Hijo de Dios. Postróse la prudentísima Madre ante su Hijo y con alegre semblante le respondió: Hijo y Señor mío, yo os suplico que vuestra Madre y sierva, entre en la eterna vida por la puerta común de la muerte natural, como los demás hijos de Adán. Vos, que sois mi verdadero Dios, la padecisteis sin tener obligación a morir; justo es que como yo he procurado seguiros en la vida, os acompañe también en morir .
Aprobó Cristo nuestro Salvador este último sacrificio y voluntad de su Madre santísima y dijo que se cumpliese lo que ella deseaba. En este momento solemne, los Angeles comenzaron a cantar con celestial armonía algunos versos del Cantar de los Cantares y otros nuevos. Salió también una fragancia divina que con la música se percibía hasta la calle. Y la casa del Cenáculo se llenó de un resplandor admirable. La presencia del Señor fue percibida por varios de los Apóstoles; los demás sintieron en su interior divinos y poderosos efectos, pero la música de los Angeles la percibieron los Apóstoles, los discípulos y muchos otros fieles que allí estaban.
Al entonar los Angeles la música, se reclinó María santísima en su lecho, puestas las manos juntas sobre su pecho y los ojos fijos en su Hijo santísimo, y toda enardecida en la llama de su divino amor. Siente la Madre de Dios un abundante influjo del Espíritu Santo que invade todo su cuerpo. Las fuerzas que se le iban eran reemplazadas por una fuerza de Amor. El Amor excedía la capacidad de su cuerpo. Y en esa entrega de Amor, sucede la dormición de la Madre de Dios: sin esfuerzo alguno, su alma abandona el cuerpo y María queda como dormida.
Las facciones de la Virgen Santísima se transfiguran: parecía totalmente inflamada con el fuego de la caridad seráfica, en su bellísimo semblante apareció una expresión de gozo celestial, acompañada de una suave sonrisa. Los presentes no sabían si realmente se había muerto. Todo era tan hermoso y suave que no era posible asociarlo con una muerte.
El sagrado cuerpo de María Santísima, que había sido templo y sagrario de Dios vivo, quedó lleno de luz y resplandor y despidiendo de sí una admirable y nueva fragancia, mientras yacía rodeado de miles de Angeles de su custodia. El fulgor que irradiaba la Virgen María era el Espíritu Santo. Fue una manifestación especial que mostraba la grandeza de la Madre de Dios, poniéndose de manifiesto lo que había estado siempre escondido por la grandísima humildad de la más humilde de las criaturas.
Los Apóstoles y discípulos, entre lágrimas de dolor y júbilo por las maravillas que veían, quedaron como absortos por un tiempo y luego cantaron himnos y salmos en obsequio a su Madre. No sabían qué hacer con ella, pues continuaba el fulgor y el aroma exquisito. La cubrieron con un manto, pero sin taparle el rostro, como era la costumbre con los demás muertos. Había una barrera luminosa que impedía que se acercaran, mucho menos tocarla.
Para los Apóstoles fue un momento de infusión del Espíritu Santo, pues se habían vuelto a sentir abandonados. Para todos los demás fue un acontecimiento de grandes gracias.
La luz radiante que despedía, impedía ver el cuerpo de la Santísima Virgen. Pedro y Juan toman cada lado del manto sobre el cual estaba reclinada y levantan el cuerpo de María, dándose cuenta que era mucho más liviano de lo esperado. Así lo colocan en una especie de ataúd ... era como una caja. El resplandor traspasaba la caja.
Casi todo Jerusalén acompañó el cortejo fúnebre, tanto judíos como gentiles, para presenciar esta maravillosa novedad. Los Apóstoles llevaban el sagrado cuerpo y tabernáculo de Dios, partiendo hacia las afueras de la ciudad, al sepulcro preparado en Getsemaní. Este era el cortejo visible. Pero además de éste, había otro invisible de los cortesanos del Cielo: en primer lugar iban los miles de Angeles de la Reina, continuando su música celestial, que los Apóstoles, discípulos y otros muchos podían escuchar, música que continuó durante el tiempo de la procesión y mientras el cuerpo permaneció en el sepulcro.
Descendieron también de las alturas otros muchos millares o legiones de Angeles, con los antiguos Patriarcas y Profetas, San Joaquín y Santa Ana, San José, Santa Isabel y el Bautista, con otros muchos santos que del Cielo envió nuestro Salvador Jesucristo para que asistiesen a las exequias y entierro de su beatísima Madre.
Llegados al sitio donde estaba preparado el privilegiado sepulcro de la Madre de Dios, los mismos dos Apóstoles, Pedro y Juan, sacaron el liviano cuerpo del féretro, y con la misma facilidad y reverencia lo colocaron en el sepulcro. Juan lloraba y Pedro también. No querían dejarla. Era dejar a aquélla que los mantenía unidos al Señor. Era su Madre. Cubrieron el cuerpo con el manto y cerraron el sepulcro con una losa, conforme a la costumbre de otros entierros. Los Angeles de la Reina continuaron sus celestiales cantos y el exquisito aroma persistía, mientras se podía percibir el fulgor que salía del sepulcro.
Los Apóstoles, los discípulos y las santas mujeres oraban con mucho fervor, con mucha confianza, con mucho amor. Pero la Virgen Santísima no estaba allí: estaba con Jesús, ya que, inmediatamente después de la dormición, nuestro Redentor Jesús tomó el alma purísima de su Madre para presentarla al Eterno Padre, a quien le habló así en presencia de todos los bienaventurados: Eterno Padre mío, mi amantísima Madre, vuestra Hija, Esposa querida y regalada del Espíritu Santo, viene a recibir la posesión eterna de la corona y gloria que para premio de sus méritos le tenemos preparada. Justo es que a mi Madre se le dé el premio como a Madre; y si en toda su vida y obra fue semejante a Mí en el grado posible a pura criatura, también lo ha de ser en la gloria y en el asiento en el Trono de Nuestra Majestad .
El Padre y el Espíritu Santo aprobaron este decreto por el cual el Hijo le pedía al Padre un sitio especial para su Madre al lado de la Trinidad Santísima, como Madre y como Reina, para que así como El había recibido de Ella su humanidad, recibiera ella ahora de El su gloria. El día tercero que el alma santísma de María gozaba de esta gloria, manifestó el Señor a los santos su voluntad divina de que Ella volviese al mundo y resucitase su sagrado cuerpo, para que en su cuerpo y alma fuese otra vez levantada a la diestra de su Hijo santísimo, sin esperar a la general resurrección de los muertos. Y llegando al sepulcro, estando todos a la vista del cuerpo virginal de María, dijo el Señor a los Santos estas palabras:
Mi Madre fue concebida sin mácula de pecado, para que de su virginal sustancia purísima y sin mácula me vistiese de la humanidad en que vine al mundo y le redimí del pecado. Mi carne es carne suya, y ella cooperó conmigo en las obras de la redención, y así debo resucitarla como Yo resucité de los muertos; y que esto sea al mismo tiempo y a la misma hora, porque en todo quiero hacerla semejante a Mí .
Luego la purísima alma de la Reina con el imperio de Cristo su Hijo santísimo, entró en el virginal cuerpo y le reanimó y resucitó, dándole nueva vida inmortal y gloriosa, comunicándole los cuatro dotes de claridad, impasibilidad, agilidad y sutileza (*), correspondiente a la gloria del alma, de donde se derivan a los cuerpos
Con estos dotes salió en alma y cuerpo del sepulcro María Santísima, extremadamente radiante, gloriosamente vestida y llena de una belleza indescriptible, sin que quedara removida ni levantada la piedra con que estaba cerrada la fosa.
Desde el sepulcro comenzó una solemnísima procesión acompañada de celestial música hacia el Cielo glorioso. Entraron en el Cielo los Santos y Angeles, y en el último lugar iban Cristo nuestro Salvador y a su diestra la Reina vestida de oro de variedad, como dice David: De pie a tu derecha está la Reina, enjoyada con oro de Ofir , y tan hermosa, que fue la admiración de todos los cortesanos del Cielo. Allí se oyeron aquellos elogios misteriosos que le dejó escrito Salomón: Salid, hijas de Sión, a ver a vuestra Reina, a quien alaban las estrellas matutinas y festejan los hijos del Altísimo. ¿Quién es ésta que sube del desierto, como varilla de todos los perfumes aromáticos? (Cant. 3,6) ¿Quién es ésta que se levanta como la aurora, más hermosa que la luna, refulgente como el sol y terrible como muchos escuadrones ordenados? (Cant. 6,9) ¿Quién es ésta en quien el mismo Dios halló tanto agrado y complacencia sobre todas sus criaturas y la levanta sobre todas al trono de su inaccesible luz y majestad? ¡Oh maravilla nunca vista en estos cielos! ¡Oh novedad digna de la Sabiduría Infinita!
Con estas glorias llegó María Santísima en cuerpo y alma al trono de la Beatísima Trinidad, y las Tres Divinas Personas la recibieron con un abrazo indisoluble. El Eterno Padre le dijo: Asciende más alto que todas las criaturas, electa mía, hija mía y paloma mía . El Verbo humanado dijo: Madre mía, de quien recibí el ser humano y el retorno de mis obras con tu perfecta imitación, recibe ahora el premio de mi mano que tienes merecido. El Espíritu Santo dijo: Esposa mía amantísima, entra en el gozo eterno que corresponde a tu fidelísmo amor y goza sin cuidados, que ya pasó el invierno del padecer (Cant. 2,11) y llegaste a la posesión eterna de nuestros abrazos .
Allí quedó absorta María Santísima entre las Divinas Personas y como anegada en aquel océano interminable y en el abismo de la Divinidad. Los Santos, llenos de admiración, se llenaron de nuevo gozo accidental. Era una gran fiesta en el Cielo.
Mientras tanto, aquí abajo, al lado del sepulcro, Pedro y Juan perseveraban junto con otros en la oración, no sin lágrimas en los ojos. Al día tercero reconocieron que la música celestial había cesado, e inspirados por el Espíritu Santo coligieron que la purísima Madre había sido resucitada y llevada en cuerpo y alma al Cielo, como su Hijo amadísimo.
En la mañana de la Asunción de la Santísima Virgen al Cielo, estaban Pedro y Juan decidiendo si abrir o no el sepulcro. Llegó Tomás de Oriente en esa hora. Al informársele que ya María Santísima había dejado el mundo de los vivos, Tomás en medio de grandes llantos, suplicaba que le enseñaran por última vez a la Madre de su Señor. Pedro y Juan, con gran veneración procedieron a retirar la piedra. Entraron. No estaba ya en el sepulcro: sólo quedaron el manto y la túnica. Juan salió a anunciar a todos que la Madre se había ido con su Hijo.
Mientras cantaban himnos de alabanza al Señor y a su Santísima Madre, después de haber repuesto la loza del sepulcro a su sitio, apareció un Angel que les dijo: Vuestra Reina y nuestra, ya vive en alma y cuerpo en el Cielo y reina en él para siempre con Cristo. Ella me envía para que os confirme en esta verdad y os diga de su parte que os encomienda de nuevo la Iglesia y conversión de las almas y dilatación del evangelio, a cuyo ministerio quiere que volváis luego, como lo tenéis encargado, que desde su gloria cuidará de vosotros .
Allá en el Cielo glorioso, mientras la Santísima Virgen María se encontraba postrada en profunda reverencia ante la Santísima Trinidad y absorta en el abismo de la Divinidad, las Tres Divinas Personas pronuncian el decreto de la Coronación de la Madre de Dios, y María, la más humilde de las criaturas, considerábase inmerecedora de semejante reconocimiento.
La Persona del Eterno Padre, hablando con los Angeles y Santos, dijo: Nuestra Hija María fue escogida y poseída de nuestra voluntad eterna la primera entre todas las criaturas para nuestras delicias, y nunca degeneró del título y ser de hija que le dimos en nuestra mente divina, y tiene derecho a nuestro Reino, de quien ha de ser reconocida y coronada por legítima Señora y singular Reina . El Verbo humanado dijo: A mi Madre verdadera y natural le pertenecen todas las criaturas que por Mí fueron redimidas, y de todo lo que Yo soy Rey ha de ser ella legítima y suprema Reina . El Espíritu Santo dijo: Por el título de Esposa mía, única y escogida, al que con fidelidad ha correspondido, se le debe también la corona de Reina por toda la eternidad .
Dicho esto, la Santísima Trinidad solemnemente colocó sobre la cabeza inclinada de María una esplendorosa y grandiosa corona de múltiples y brillantes colores que representan las gracias que recibimos a través de Ella por voluntad de Dios.
Así, el Padre le entrega todas las criaturas y todo lo creado por El. El Hijo le entrega todas las almas por El redimidas. Y el Espíritu Santo todas las gracias que El desea derramar sobre la humanidad, porque todas nuestras cosas son tuyas, como tú siempre fuiste nuestra .
El Padre Eterno anuncia a los Angeles y Santos en medio de esa Fiesta Celestial que sería Ella quien derramaría todas las gracias sobre el mundo, que nada de lo que Ella pidiera le sería negado a quien era Reina de Cielo y Tierra. ************ *) Veamos las definiciones de las cualidades de los cuerpos gloriosos que nos da Royo Marín, en "Teología de la Salvación" : Claridad: cierto resplandor que rebosa al cuerpo, proveniente de la suprema felicidad del alma. Impasibilidad: gracia y dote que hace que no pueda ya el cuerpo padecer molestia, ni sentir dolor, ni quebranto alguno. Agilidad: se librará el cuerpo de la carga que le oprime y se podrá mover hacia cualquier parte a donde quiera el alma con tanta velocidad, que no puede haberla mayor. Sutileza: el cuerpo bienaventurado se sujetará completamente al imperio del alma y la servirá y será perfectamente dócil a su voluntad. Es la espiritualización del cuerpo glorificado.
Documentos históricos
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Presentamos dos documentos históricos reseñados por el Padre Cardoso en su publicación “La Asunción de María Santísima”.
El primero es la carta de Dionisio el Egipcio o el Místico (no Dionisio el Areopagita, discípulo de San Pablo) a Tito, Obispo de Creta, que data de fines del Siglo III a mediados del Siglo IV, y publicada por primera vez en alemán por el Dr. Weter de la Facultad de Tubinga en 1887. Dice el Padre Cardoso que el Dr. Nirschl, que la ha estudiado, fija como fecha el año 363, declarándola absolutamente auténtica. Esta misma carta ha sido mencionada en el Capítulo 5 de nuestro estudio (¿Existe un sepulcro de la Santísima Virgen María?) al tratar de definir el sitio de la sepultura de María.
Este documento histórico es importantísimo para conocer cuál era la tradición en Jerusalén acerca de la Asunción de María, pues es lo más próximo que se conoce a la tradición de los mismos testigos presenciales del hecho, es decir, los Apóstoles. Dice así:
“Debes saber, ¡oh noble Tito!, según tus sentimientos fraternales, que al tiempo en que María debía pasar de este mundo al otro, es a saber a la Jerusalén Celestial, para no volver jamás, conforme a los deseos y vivas aspiraciones del hombre interior, y entrar en las tiendas de la Jerusalén superior, entonces, según el aviso recibido de las alturas de la gran luz, en conformidad con la santa voluntad del orden divino, las turbas de los santos Apóstoles se juntaron en un abrir y cerrar de ojos, de todos los puntos en que tenían la misión de predicar el Evangelio. Súbitamente se encontraron reunidos alrededor del cuerpo todo glorioso y virginal. Allí figuraron como doce rayos luminosos del Colegio Apostólico. Y mientras los fieles permanecían alrededor, Ella se despidió de todos, la augusta (Virgen) que, arrastrada por el ardor de sus deseos, elevó a la vez que sus plegarias, sus manos todas santas y puras hacia Dios, dirigiendo sus miradas, acompañadas de vehementes suspiros y aspiraciones a la luz, hacia Aquél que nació de su seno, Nuestro Señor, su Hijo. Ella entregó su alma toda santa, semejante a las esencias de buen olor y la encomendó en las manos del Señor. Así es como, adornada de gracias, fue elevada a la región de los Angeles, y enviada a la vida inmutable del mundo sobrenatural.
“Al punto, en medio de gemidos mezclados de llantos y lágrimas, en medio de la alegría inefable y llena de esperanza que se apoderó de los Apóstoles y de todos los fieles presentes, se dispuso piadosamente, tal y como convenía hacerlo con la difunta, el cuerpo que en vida fue elevado sobre toda ley de la naturaleza, el cuerpo que recibió a Dios, el cuerpo espiritualizado, y se le adornó con flores en medio de cantos instructivos y de discursos brillantes y piadosos, como las circunstancias lo exigían. Los Apóstoles inflamados enteramente en amor de Dios, y en cierto modo, arrebatados en éxtasis, lo cargaron cuidadosamente sobre sus brazos, como a la Madre de la Luz, según la orden de las alturas del Salvador de todos. Lo depositaron en el lugar destinado para la sepultura, en el lugar llamado Getsemaní.
“Durante tres días seguidos, ellos oyeron sobre aquel lugar los aires armoniosos de la salmodia, ejecutada por voces angélicas, que extasiaban a los que las escuchaban; después nada más.
“Eso supuesto para confirmación de lo que había sucedido, ocurrió que faltaba uno de los santos Apóstoles al tiempo de su reunión. Este llegó más tarde y obligó a los Apóstoles que le enseñasen de una manera palpable y al descubierto el precioso tesoro, es decir, el mismo cuerpo que encerró al Señor. Ellos se vieron, por consiguiente, obligados a satisfacer el ardiente deseo de su hermano. Pero cuando abrieron el sepulcro que había contenido el cuerpo sagrado, lo encontraron vacío y sin los restos mortales. Aunque tristes y desconsolados, pudieron comprender que, después de terminados los cantos celestiales, había sido arrebatado el santo cuerpo por las potestades etéreas, después de estar preparado sobrenaturalmente para la mansión celestial de la luz y de la gloria oculto a este mundo visible y carnal, en Jesucristo Nuestro Señor, a quien sea gloria y honor por los siglos de los siglos. Amén”.
El segundo documento es de San Juan Damasceno, Doctor de la Iglesia. Es un sermón por él predicado en la Basílica de la Asunción en Jerusalén, por el año 754, ante varios Obispos y muchos Sacerdotes y fieles:
“Ahí tenéis con qué palabras nos habla este glorioso sepulcro. Que tales cosas hayan sucedido así, lo sabemos por la “Historia Eutiquiana”, que en su Libro II, capítulo 40, escribe:
`Dijimos anteriormente cómo Santa Pulqueria edificó muchas Iglesias en la ciudad de Constantinopla. Una de éstas fue la de las Blanquernas, en los primeros años del Imperio de Marciano. Habiendo, pues, construído el venerable templo en honor de la benditísima y siempre Virgen María, Madre de Dios ... buscaban diligentemente los Emperadores llevar allí el sagrado cuerpo de la que había llevado en su seno al Todopoderoso, y llamando a Juvenal, Arzobispo de Constantinopla, le pidieron las sagradas reliquias'.
“Juvenal contestó en estos términos: `Aunque nada nos dicen las Sagradas Escrituras de lo que ocurrió en la muerte de la Madre de Dios, sin embargo nos consta por la antigua y verídica narración que los Apóstoles, esparcidos por el mundo por la salud de los pueblos, se reunieron milagrosamente en Jerusalén, para asistir a la muerte de la Santísima Virgen.'
“La Historia Eutiquiana nos dice luego, que los Apóstoles, después de la sepultura de la Virgen, oyeron durante tres días los coros angélicos; después nada más. Ahora bien, como Santo Tomás llegó tarde, abrieron la tumba y debieron comprobar que no estaba allí el sagrado cuerpo. Repuestos de su estupor, no acertaron los Apóstoles a inferir otra cosa, sino que Aquél que le plugo nacer de María, conservándola en su inviolable virginidad, se complació también en preservar su cuerpo virginal de la corrupción y en admitirlo en el Cielo antes de la resurrección general'
“Oído este relato, Marciano y Pulqueria pidieron a Juvenal que les enviase el ataúd y los lienzos de la gloriosa y santísima Madre de Dios, todo cuidadosamente sellado. Y, habiéndolos recibido, los depositaron en la dicha Iglesia de la Madre de Dios en las Blanquernas. Y es así como sucedió todo esto”.
Nos dice el Padre Cardoso que esta “Historia Eutiquiana”, de la que tomó San Juan Damasceno el relato, se cree por los Padres Bolandistas, que data de San Eutiquio, contemporáneo y amigo de San Juvenal, el cual ocupó la sede de Jerusalén del año 418 al 458. El relato de San Juvenal es considerado como absolutamente histórico y nos dice que la Iglesia Católica lo ha incluido en el Breviario (Liturgia de las Horas).
Por otra parte, no cabe la menor duda de que el ataúd y mortaja de María
fueron, desde la segunda mitad del Siglo V, objeto de veneración para los fieles en la Basílica de los Blanquernos en Constantinopla.
El dogma de la Asunción
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Como es sabido, el Papa Pío XII, declaró el Dogma de la Asunción de la Santísima Virgen en cuerpo y alma al Cielo el día 1 de noviembre de 1950.
Lo hizo desde el atrio exterior de San Pedro Vaticano, rodeado de 36 Cardenales, 555 Patriarcas, Arzobispos y Obispos, de gran número de dignatarios eclesiásticos y de una muchedumbre entusiasmada, de aproximadamente un millón de personas. Definió así solemnemente, con su suprema autoridad, este dogma mariano.
A continuación, las palabras mismas que definen este Dogma, tomadas de la BulaMunificentissimus Deus:
“Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para aumentar la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra,pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado, que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”.
Puede entenderse por qué se levantó un grito al unísono de parte de la multitud entusiasmada que estaba en la Plaza San Pedro: casi 1900 años de fe del pueblo y de la Iglesia en esta verdad, confirmada y ratificada por el Romano Pontífice, apelando a la infalibilidad conferida a quien es el Sucesor de San Pedro. También hubo millones de espectadores en los cinco continentes, quienes vieron en televisión u oyeron por las estaciones de radio del mundo católico, el importante anuncio papal.
A partir de ese momento ya ningún católico podía dudar del hecho de la Asunción de María en cuerpo y alma al Cielo, sin apartarse de la Fe de la Iglesia.
Y es importante hacer notar aquí lo queRoyo Marín nos dice en su tratado sobre la Santísima Virgen, respecto de la irreversibilidad que tiene un Dogma declarado. Nos dice que la infalibilidad del Papa al proclamar “ex-cathedra” un dogma de fe, no recae sobre el valor de los argumentos esgrimidos por el mismo Pontífice para apoyar dicho dogma, sino que cae sobreel objeto mismo de la definición.
¿Qué significa esto? Significa que no pudiera darse el caso de que alguno de los argumentos utilizados fuesen considerados posteriormente dudosos -o incluso, falsos. Después de la definición de un dogma, la verdad definida es asunto de fe. La infalibilidad cae sobre esa verdad y no sobre los argumentos empleados por los Teólogos e, inclusive, por el Papa en la introducción a la misma definición del dogma.
Sin embargo, este teólogo mariano considera que los argumentos teológicos que explican el Dogma de la Asunción -al igual que el de la Inmaculada Concepción- son del todo firmes y seguros, y por sí solos nos llevarían -como llevaron a la Iglesia durante tantos siglos- a creer con certeza en la Asunción de María al Cielo en cuerpo y alma.
Continuando con la Bula de la Asunción, he aquí algunos de estos argumentos, contenidos en la misma. Los dos primeros argumentos son el de la Tradición y el de la Liturgia. Luego sigue que:
1. Es una exigencia de la Inmaculada Concepción:
“Este privilegio -el de la Asunción de María- resplandeció con nuevo fulgor desde que Pío IX, definió solemnemente el Dogma de la Inmaculada Concepción. Estos dos privilegios están -en efecto- estrechamente unidos entre sí. Cristo, con su muerte, venció la muerte y el pecado; y sobre el uno y sobre la otra reporta también la victoria, en virtud de Cristo, todo aquél que ha sido regenerado sobrenaturalmente por el bautismo. Pero, por ley general, Dios no quiere conceder a los justos el pleno efecto de esta victoria sobre la muerte, sino cuando haya llegado el fin de los tiempos. Por eso también los cuerpos de los justos se disuelven después de la muerte, y sólo en el último día volverá a unirse cada uno con su propia alma gloriosa.
“Pero de esta ley general quiso Dios que fuera exenta la bienaventurada Virgen María. Ella, por privilegio del todo singular, venció al pecado con su Concepción Inmaculada; por eso no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro, ni tuvo que esperar la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo.”
2. Es una exigencia de su dignidad de Madre de Dios y del amor de su Divino Hijo hacia ella:
“Todas estas razones y consideraciones de los Santos Padres y de los Teólogos tienen como último fundamento la Sagrada Escritura, la cual nos presenta a la excelsa Madre de Dios unida estrechamente a su Hijo y siempre partícipe de su suerte. De donde parece imposible imaginarse separada de Cristo, si no con el alma, al menos con el cuerpo, después de esta vida, a Aquélla que le concibió, le dio a luz, le nutrió con su leche, le llevó en sus brazos y le apretó a su pecho.
"Desde el momento en que nuestro Redentor es Hijo de María, ciertamente, como observador pefectísimo de la divina ley que era, no podría menos de honrar, además de al Eterno Padre, también a su amantísima Madre. Pudiendo, pues, dar a su Madre, tanto honor al preservarla inmune de la corrupción del sepulcro, debe creerse que lo hizo realmente”.
3. Por su condición de nueva Eva y Corredentora de la humanidad:
“Pero hay que recordar especialmente que desde el Siglo II María es presentada por los Santos Padres como nueva Eva, estrechamente unida al nuevo Adán, si bien sujeta a El, en aquella lucha contra el enemigo infernal, que, como fue preanunciado en el Protoevangelio (Gen. 3, 15), había de terminar con la plenísima victoria sobre el pecado y sobre la muerte, siempre unidos en los escritos del Apóstol de las Gentes (cf. Rom 5 y 6; I Cor. 15, 21-26; 54-57). Por lo cual, como la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y signo final de esa victoria, así también para María la común lucha debía concluir con la glorificación de su cuerpo virginal; porque, como dice el Apóstol,cuando ... este cuerpo mortal sea revestido de inmortalidad, entonces sucederá lo que fue escrito: la muerte fue absorbida por la victoria (I Cor 15, 54).
4. Por el conjunto de los demás privilegios:
“De tal modo la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad con un mismo decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen sin mancha en su divina maternidad, generosa socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin, como supremo coronamiento de sus privilegios, fue preservada de la corrupción del sepulcro y, vencida la muerte, como antes por su Hijo, fue elevada en alma y cuerpo a la gloria del Cielo, donde resplandece como Reina a la diestra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos (cf. I Tim. 1, 17).”
Luego hay un aparte en la Bula en el que se resumen todos los motivos que hubo para declarar el Dogma de la Asunción:
“Y como la Iglesia universal, en la que vive el Espíritu de la Verdad, que la conduce infaliblemente al conocimiento de las verdades reveladas, en el curso de los siglos ha manifestado de muchos modos su fe, y como los Obispos del orbe católico, con casi unánime consentimiento piden que sea definido como dogma de fe divina y católica la verdad de la Asunción corporal de la Bienaventurada Virgen María al Cielo -verdad fundada en la Sagrada Escritura, profundamente arraigada en el alma de los fieles, confirmada por el culto eclesiástico desde tiempos remotísimos, sumamente en consonancia con otras verdades reveladas, espléndidamente ilustrada y explicada por el estudio de la ciencia y sabiduría de los teólogos- creemos llegado el momento pre-establecido por la Providencia de Dios para proclamar solemnemente este privilegio de María Virgen”.
He aquí, entonces, el texto de la fórmula definitoria del Dogma de la Asunción: es “Dogma de Revelación Divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”.El significado de la Asunción de María al Cielo queda plasmado y maravillosamente resumido en el Prefacio de esta Solemnidad Mariana, en la cual celebramos la glorificación de la Madre de Dios ... y también nuestra propia glorificación: la que nos espera al final de los tiempos.
Así rezamos en el Prefacio de la Asunción: "Hoy ha sido llevada al Cielo la Virgen Madre de Dios. Ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada. Ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra. Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la Mujer que, por obra del Espíritu Santo concibió en su seno al autor de la vida".
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