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lunes, 9 de junio de 2014

Regina Coeli – Si la iglesia está viva, siempre debe sorprender


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La fiesta de Pentecostés conmemora la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo. Como la Pascua, es un evento acaecido durante la preexistente fiesta hebraica, y que lleva a un cumplimiento sorprendente.
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El libro de los Hechos de los Apóstoles describe los signos y los frutos de aquella extraordinaria efusión: el viento fuerte y las llamas de fuego; el miedo desaparece y deja lugar al coraje; las lenguas se desatan y todos comprenden el anuncio. Donde llega el Espíritu de Dios, todo renace y se transfigura. El evento de Pentecostés marca el nacimiento de la Iglesia y su manifestación pública; y nos llaman la atención dos características: es una Iglesia que sorprende y turba.
Un elemento fundamental de Pentecostés es la sorpresa. Nuestro Dios es el Dios de las sorpresas, lo sabemos. Nadie se esperaba algo más de los discípulos: después de la muerte de Jesús eran un grupito insignificante, unos vencidos huérfanos de su Maestro. En cambio, se verifica un evento inesperado que suscita maravilla: la gente permanece turbada porque cada uno oía a los discípulos hablar en su propia lengua, relatando las grandes obras de Dios (cfr. Hch 2,6-7.11).
La Iglesia que nace en Pentecostés es una comunidad que suscita estupor porque, con la fuerza que le viene de Dios, anuncia un mensaje nuevo – la Resurrección de Cristo con un lenguaje nuevo – el universal del amor. Un anuncio nuevo: Cristo está vivo, ha resucitado; un lenguaje nuevo: el lenguaje del amor. Los discípulos están revestidos de poder desde lo alto y hablan con coraje – pocos minutos antes habían sido cobardes, pero ahora hablan con coraje – y franqueza, con la libertad del Espíritu Santo.
Así está llamada a ser siempre la Iglesia: capaz de sorprender anunciando a todos que Jesús, el Cristo ha vencido la muerte, que los brazos de Dios están siempre abiertos, que su paciencia está siempre allí, esperándonos, para curarnos, para perdonarnos. Precisamente para esta misión Jesús resucitado ha donado su Espíritu a la Iglesia.
Atención: si la Iglesia está viva, siempre debe sorprender. Es algo propio de la Iglesia viva sorprender. Una Iglesia que no tenga la capacidad de sorprender es una Iglesia débil, enferma, agonizante ¡y debe ser ingresada en la sección de reanimación, cuanto antes!
Alguno, en Jerusalén, habría preferido que los discípulos de Jesús, paralizados por el miedo, permanecieran encerrados en casa para no crear confusión. También hoy tantos quieren esto de los cristianos. En cambio, el Señor resucitado los impulsa a ir al mundo: «Como el Padre me envió, también yo los envío» (Jn 20,21). La Iglesia de Pentecostés es una Iglesia que no se resigna a ser innocua, demasiado “destilada”. ¡No, no se resigna a esto! No quiere ser un elemento decorativo. Es una Iglesia que no duda en salir fuera, a encontrar a la gente, para anunciar el mensaje que le ha sido encomendado, incluso si ese mensaje disturba o inquieta a las conciencias, incluso si ese mensaje trae, tal vez, problemas y también a veces, nos trae el martirio. Ella nace una y universal, con una identidad precisa, pero abierta, una Iglesia que abraza al mundo pero no captura; lo deja libre, pero lo abraza como la columnata de esta Plaza: dos brazos que se abren para acoger, pero que no se cierran para retener. Nosotros los cristianos somos libres, ¡y la Iglesia nos quiere libres!
No dirigimos a la Virgen María, que en aquella mañana de Pentecostés estaba en el Cenáculo – y la Madre estaba con los hijos –. En Ella la fuerza del Espíritu Santo verdaderamente ha realizado “cosas grandes” (Lc 1,49). Ella misma lo había dicho. Que Ella, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia, obtenga con su intercesión una renovada efusión del Espíritu de Dios sobre la Iglesia y sobre el mundo.

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