viernes, 14 de febrero de 2014

La oración del pobre.

     
Tengo muchos amigos pobres, muy pobres. Son personas que se sienten poquita cosa, se consideran indignos de cualquier atención. Por eso valoran tanto lo que reciben, especialmente si se trata de afecto, de una mirada respetuosa, de un poco de tiempo, o de bienes que necesitan y que no se atreven a pedir.
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Les he visto y escuchado rezar muchas veces, y siempre me dejan con el deseo de rezar como ellos.
Pienso que el secreto de su oración está en su humildad. Por eso Jesucristo dijo: "Bienaventurados los pobres en el espíritu porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5,3).
El pobre que reconoce su verdad y acude a Dios a mendigar misericordia es un hombre de oración. Al ver orar al pobre, al escucharle hablar con Dios, percibimos de inmediato la humanidad al desnudo: un ser desprovisto, indigente, frágil, débil, necesitado. Todo lo contrario a una persona autosuficiente, que se cree capaz de poderlo todo y de controlarlo todo, él solo.
Orar es reconocer que solos no podemos y acudir a Dios para mendigar su ayuda.
Orar es aceptar nuestros límites, tener presente que no somos todopoderosos, y suplicar el auxilio divino.
Orar es ver nuestra fragilidad y debilidad y acudir a Dios para que nos sostenga.
Orar es aceptar nuestra condición de criaturas y someternos al Creador.
Orar es aceptar la propia miseria y acudir con humildad a los brazos misericordiosos del Padre.
Orar es hacer la verdad, ser pobre, "hacer la verdad en el amor" delante de Dios.
A cuántos pobres se les ve pasar largos ratos ante el Sagrario, con una mirada apacible, como si no pasara el tiempo ¡y vaya que tienen su jornada apretada para conseguir lo necesario para el sustento diario!, pero invierten lo mejor de su tiempo para contemplar la grandeza y la belleza de su Dios. Y cuando Dios ve llegar al pobre y humilde de corazón, le deja entrar en su presencia y contemplar su belleza.
Mis amigos pobres tratan a Dios con absoluta confianza, son "como niños" (Mt 18,3) que con ternura de hijo le dicen: "Abbá, Padre" (Rm 8,15) y le hablan con una gran familiaridad; y el Padre les deja ver su rostro, pues Él se revela a los pequeños (Mt 1,25).
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Son atrevidos, pero humildes; no son altaneros, no exigen ni reclaman nada, simplemente son audaces al poner su esperanza en el Señor para que se haga lo que Él considere conveniente. La gran fortaleza del pobre es su confianza; no tienen seguridades personales, toda su seguridad la ponen en Dios. Dios es su única certeza y se abandonan en sus manos, seguros de que Él les concederá lo que necesitan para su salvación eterna.
Cuando los pobres se ponen en la presencia de Dios, van descalzos o "se quitan las sandalias de sus pies" (Ex 3,5). Es decir, se despojan de toda soberbia y autosuficiencia. Saben perfectamente que sin Él, no pueden hacer nada (cf Jn 15,5). Se presentan en su desnudez, con sus miserias, sin avergonzarse de su pobreza. Más bien van como el enfermo ante el médico, exponiendo humildemente sus heridas. Su oración es como la del publicano: "Señor, ten compasión de mí, que soy un pecador".
Los pobres tienen una oración pobre; normalmente dicen: "yo no sé rezar" y ofrecen sus actividades ordinarias al Señor: el cuidado de sus hijos, el trabajo, las largas caminatas que recorren a diario... Oran ofreciendo el momento presente diciéndole a Dios: te ofrezco lo único que tengo, que es este momento; "impregnan de oración las humildes situaciones cotidianas" (Catecismo 2660)
"¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde "lo más profundo" (Sal 130,14) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado. La humildad es la base de la oración. "Nosotros no sabemos pedir como conviene" (Rm 8,26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios." (Catecismo 2559)
Pobres de espíritu podemos serlo todos; más aún, todos estamos llamados a ser pobres de espíritu y a rezar desde nuestra pobreza. San Gregorio de Nisa define la pobreza en el Espíritu como "la humildad voluntaria de un espíritu humano y su renuncia" y da el ejemplo de pobreza de Dios que "se hizo pobre por nosotros" (2 Co 8,9)

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