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domingo, 19 de enero de 2014

¡Aquí traigo la cura para curar cualquier enfermedad!

El hombre no sólo es un cuerpo sano o enfermo. El hombre también es alma, espíritu.
 
¡Aquí traigo la cura para curar cualquier enfermedad!

- ¡Ya llegó! ¡Aquí traigo la cura para curar cualquier enfermedad! Para todo tengo remedio: para ardor de estómago, dolor de rodillas, malestar de cabeza... ¡Vengan por el remedio que han estado esperando!
Gritaba el brujo del Imperio, subido sobre un amplio tronco, poblado de retoños verdes, desde donde la multitud podía verle con facilidad.

Una horda de aldeanos se apiñaba a su alrededor. El vasallo, que paseaba por allí, permaneció observando la escena, por un breve espacio de tiempo.
- ¡Pidan lo que necesiten! ¿Qué enfermedad les achaca? ¡Pidan, pidan!

Una mujer alzó la voz:
- Tengo dos años con un dolor de huesos espantoso. No hay día que no me duelan. Nada me ha podido curar...
- ¡Señora! –exclamó el brujo- Aquí traigo lo que usted necesita. Tome. Hierva estas hojas y tómese dos tazas cada hora. Verá: en tres días, adiós dolores...

La gente permanecía sorprendida. Otra voz sonó:
- Llevo treinta días sin dormir. Cuando trato de cerrar los ojos, un ardor de estómago me hace pasar la noche en vela. Tengo hijos que mantener y en el trabajo no rindo, porque llego muy cansado...
- Pero, caballero... ¡Por qué no acudió conmigo antes! Lo que usted necesita es un masaje diario con este aceite de flor silvestre. Únteselo antes de acostarse y verá que en cinco escasos días dormirá más profundo que una piedra.

Parecía que el brujo tenía cura para todo y para todos, pues cientos de manos se alzaban y, en cuestión de minutos quedaban saciadas. El vasallo sintió deseos de acercarse también, para pedirle a aquel hombrecillo feo y encorvado algún remedio para su dolor de pies.

Y así, de entre la gente aglutinada alrededor del brujo, cuando éste seguía con sus entregas de mercancía, un joven apuesto alzó la mano. Elevando la voz, dijo:
- Si eres capaz de curarlo todo, dame algo para este mal que traigo...

El brujo fijó sus ojos en el joven y los aldeanos guardaron silencio.
- ¿Qué cosa te duele? – preguntó el brujo y el joven contestó:
- El alma.
- ¿El alma? Pero, jovencito, si yo no puedo curar esas cosas...
- Entonces – agregó el joven -, ¿por qué pregonas que eres capaz de curarlo todo cuando no tienes remedio para sanar lo más importante?

Y tan grande fue el enfado de aquel joven, que a punto estuvo de derribar de un puñetazo el cajón y los frascos que el viejo brujo exhibía. Una mano se lo impidió. Una mano suave que se posó sobre su hombro.
- ¿Te duele el alma?
Una chica de mirada pura y apacible posó su mano sobre el joven, que, al verla, respondió ruborizado:
- Sí. Llevo muchos años así y no he podido encontrar quién me cure.

Los aldeanos se quedaron sin habla y sin respirar. El brujo fruncía el ceño, en signo de disconformidad. Aquel chico le había dejado muy mal delante de la gente.

La chica le miró a los ojos.
- ¿Sufres soledad, no es así?
Y como el joven asintiera con la cabeza, ella afirmó:
- Lo que necesitas es orar.
El brujo se burló.
- Y ¿qué es orar? –preguntó el joven.
- Es saber que Alguien te escucha y te comprende. Es dialogar con Alguien a quien le interesas más que cualquier otra cosa. Es sentirte querido.

Y el joven, con el rostro iluminado y una leve sonrisa trazada sobre los labios, exclamaba:
- ¡Eso es justamente lo que anduve buscando durante años: que alguien me hiciese caso y se preocupara por mi!

El joven se alejó pegando brincos sobre su propia sombra, mientras que el brujo, delante de la atenta mirada de la multitud, recogía su tinglado para desaparecer de allí.



El hombre no sólo es un cuerpo sano o enfermo. El hombre también es alma, espíritu. Hay dolores que ni la medicina ni las terapias, ni los exhaustos tratamientos pueden aniquilar. Dolores del alma, que conocemos con el nombre de soledad o tristeza. Orar, orar mucho. No hay cura más fiable que la oración.

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