Esta palabra es primeramente profana: salvar (en hebreo yasá’) es liberar de un peligro, sobre todo en la guerra. En griego (sozo) es más bien curar, salvar de una enfermedad o de la muerte. Un oficial, un médico, un bombero o un abogado pueden ser «salvadores». En la antigüedad se daba este título (soter) a los dioses sanadores como Esculapio, e incluso a algunos soberanos.
En el Antiguo Testamento
El acontecimiento fundador de la religión de Israel es la liberación de Egipto (Ex 14,30-31): descubrió que su Dios era salvador, título con el que es llamado frecuentemente en la Biblia: «Yo soy el Señor, tu Dios, el que te sacó de Egipto, de aquel lugar de esclavitud» (Ex 20,2). En los tiempos del desierto, Dios continúa actuando para la salvación: salva del hambre (el maná), de la sed (el agua de la roca), del enemigo (Amalec), de las serpientes (la serpiente de bronce), de la idolatría (el becerro de oro), de la rebelión (Coré). Después, Dios envía a su pueblo jueces y posteriormente reyes, para salvarlos de sus enemigos, siempre por la Alianza*, en la que Dios se compromete a proteger a su pueblo.
Pero Israel es con frecuencia infiel a esta Alianza; también tiene experiencia de la derrota, de la ocupación y del exilio*. En Babilonia, en el siglo VI, los exiliados entienden, gracias a los profetas, que pueden vivir en Alianza con Dios, incluso en tierra extranjera, pues aunque Dios es salvador, ante todo no lo es de sus enemigos, sino de la infidelidad, del pecado* que pervierte las relaciones humanas e impide la Alianza.
Después del exilio, el pueblo judío conocerá aún movimientos de liberación nacional (Judas Macabeo y los reyes asmoneos en los siglos II y I a. C.), pero su vida religiosa estará cada vez más centrada en los ritos y oraciones de penitencia para pedir a Dios la verdadera salvación: el perdón* (Sal 51,12-17).
En el Nuevo Testamento
Jesús es la forma griega de Josué (Yehosúa en hebreo), que significa: «Dios salva». Así es explicado a José el nombre del niño que va a nacer: «Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados» (Mt 1,21; cf. Hch 4,12). Algunos milagros* de Jesús, como el pan para la multitud en el desierto o la tempestad calmada para los discípulos, recuerdan los del éxodo*. Las numerosas curaciones muestran que Jesús viene a traer a los hombres no sólo la salud, sino también la salvación de Dios; la curación del paralítico de Cafarnaún comienza por el perdón de sus pecados (Mc 2,1-12). Jesús rechaza separar los males del cuerpo y los del alma; los primeros son, por otra parte, frecuentemente la expresión de estos últimos. Es a la persona entera a la que viene a salvar.
La pasión de Jesús, vivida como un sacrificio* libremente aceptado, es entendida como la revelación del amor más grande (Jn 15,13) que puede liberar a cada persona del mal, del odio y del temor. Si creemos que Jesús nos ha liberado, rescatado, entramos desde ahora en esta salvación: «El que crea y se bautice*, se salvará» (Mc 16,16). Pero nuestra salvación no será manifestada más que por la victoria definitiva de Cristo: «Porque ya estamos salvados, aunque sólo en esperanza» (Rom 8,24).
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