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lunes, 30 de diciembre de 2013

¿Han de casarse los curas?


Donde muere la fe, muere también la continencia...                                           



Es una de las preguntas obligadas, al tratar de los temas de religión. La respuesta define si uno es "progre" o "retrógada".

El celibato sacerdotal se definía así en el siglo XII: "la continencia de los clérigos es la que deben observar no contrayendo matrimonio y no usando del matrimonio si lo hubieran contraído"(Uguccio de Pisa).

Esta absoluta continencia en la generación de hijos se hacía de común acuerdo con la mujer, en el caso de que estuvieran casados estos que accedían al sacerdocio. Como todo ordenamiento jurídico meramente humano, esto podría cambiar, pero ante tantas peticiones la Iglesia se resiste a hacerlo. ¿Por qué motivo?

No es una normativa reciente sino bien antigua: en España tenemos el testimonio del Concilio de Elvira(Granada) del siglo IV, que indica expresamente que "deben abstenerse de sus mujeres y no engendrar hijos; quien haya hecho esto debe ser excluido del estado clerical" (otros concilios de la época van en la misma línea, además lo tratan como una obligación tradicional y bien conocida en aquel momento, por tanto, no se trata de una persuasión genérica sino basada en unos documentos bien conservados, y la misma doctrina la observamos en los Papas de la época entre los que destacan León y Gregorio llamados los dos "Magnos", y otros Padres de la Iglesia como los santos Ambrosio, Agustín y Jerónimo, etc.).

Y así vemos también hoy día que cuando se conoce que un obispo o sacerdote tiene relaciones conyugales, esto provoca la dimisión de sus encargos pastorales.

Recientemente, el Cardenal Alfons Stickler ha insistido en estos estudios, poniendo de relieve que esta tradición se remonta a tiempos apostólicos. Con los siglos posteriores, la Iglesia intenta aumentar el número de candidatos al sacerdocio célibes, y reducir el número de casados ya que la experiencia mostraba que era difícil que pudieran vivir estos últimos la obligación asumida de vivir en celibato.

Con la aparición de los beneficios eclesiásticos (lo que la gente ha llamado la riqueza de las iglesias), hubo muchos pretendientes a los oficios de pastor a los que iban ligados estos beneficios económicos, y bajó el nivel espiritual de muchos eclesiásticos. Los principales desórdenes eran la simonía (compra de los oficios) y el llamado nicolaísmo (violación del celibato). Esto lleva a que en 1139 un concilio dispone que estos matrimonios de sacerdotes (y religiosos) fueran no sólo prohibidos sino también inválidos.

Ahora, hay otra crisis de fe, y por tanto también cuesta perseverar: donde muere la fe, muere también la continencia. Allá por el siglo XVI, cuando el Concilio de Trento, hubo junto a las herejías otra crisis de celibato. En aquel momento surgieron los seminarios, para preservar la formación de los candidatos al sacerdocio. De esta disposición, que se vio providencial, surgieron candidatos célibes y ya no hubo que acudir a gente casada.

Ante esta disposición, hoy muchos discrepan, pues no entienden -recoge un editorial del Daily Telegraph- que una persona pueda ser madura, pueda realizarse, si no es sexualmente activa. Esta opinión, aunque esté de moda, es poco liberal y poco tolerante, pues desprecia con cierta agresividad a cuantos no piensan así, como si fueran anormales y "no realizados": "el legado de treinta años de revolución sexual es la proliferación de divorcios y separaciones, y una generación de niños sin padre y en muchos casos descarriados.

Durante este tiempo, no todos los sacerdotes célibes, ni mucho menos, han abandonado el ministerio para casarse o son culpables de abusos contra menores, y muchos no parecen ser ni más ni menos felices que el resto de nosotros. Pese a ello, todavía seguimos buscando ansiosamente la realización sexual, como enfermos que esperan que un medicamento que no logra curarles les haga efecto tomándolo en dosis cada vez mayores".


Efectivamente, la realización personal es un tema complejo, unido a la felicidad, que no depende de una búsqueda del placer sino de tener un corazón enamorado, saber lo que se quiere (tener un ideal) y fortaleza para perseverar por aquella vocación a la que uno ha sido llamado a pesar de las dificultades que obstaculizan el camino, que es sin duda un camino de cruz pero por el que se encuentra esta felicidad.

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