Queridos amigos y hermanos del blog: a continuación les ofrezco la catequesis, perteneciente al ciclo sobre la oración, que el Santo Padre Benedicto XVI ofreció el pasado miércoles en la Audiencia General, en la plaza de San Pedro.
Queridos hermanos y hermanas, en las anteriores catequesis hemos meditado sobre algunos Salmos de lamento y de fe. Hoy quisiera reflexionar con vosotros sobre un Salmo de tipo festivo, una oración que, en la alegría, habla de las maravillas de Dios. Es el Salmo 126 -según la numeración greco-latina el 125-, que celebra las grandes cosas que el Señor ha realizado en su pueblo y que continuamente realiza en todos los creyentes.
El Salmista, en nombre de todo Israel, comienza su oración recordando la experiencia exultante de la salvación:
“Cuando Yaveh hizo volver a los cautivos de Sión,
como soñando nos quedamos;
entonces se llenó de risa nuestra boca
y nuestros labios de gritos de alegría” (vv. 1-2a).
El Salmo habla de una “suerte restablecida”, es decir restituida a su estado original, en toda su anterior positividad. Es decir, se parte de una situación de sufrimiento y de necesidad a la que Dios responde dando la salvación y llevando al orante a la condición anterior, incluso enriquecida y mejorada. Es lo que le sucede a Job, cuando el Señor le devuelve todo lo que había perdido, redoblándolo y ampliando una bendición todavía mayor (cfr Jb 42,10-13), es lo que experimenta el pueblo de Israel cuando vuelve a su patria tras el exilio en Babilonia. Es justamente la referencia al fin de la deportación en tierra extranjera lo que se interpreta en este Salmo: la expresión “restablecer la suerte de Sión” es leída y comprendida por la tradición como un “hacer volver a los prisioneros de Sión”. En efecto, el retorno del exilio es el paradigma de toda intervención divina de salvación porque la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia han sido unas experiencias devastadoras para el pueblo elegido, no sólo sobre el plano político y social, sino también y sobre todo en el plano religioso y espiritual.
La pérdida de la tierra, el final de la monarquía davídica y la destrucción del Templo parecen un desmentido de las promesas divinas, y el pueblo de la alianza, dispersado entre los paganos, se interroga dolorosamente sobre un Dios que parece haberlos abandonado. Por esto, el final de la deportación y el retorno a la patria se experimentan como un maravilloso retorno a la fe, a la confianza, a la comunión con el Señor; es un “restablecimiento de la suerte” que implica también la conversión del corazón, el perdón, la amistad reencontrada con Dios, la conciencia de su misericordia y la renovada posibilidad de alabarlo (cfr Jr 29,12-14; 30,18-20; 33,6-11; Ez 39,25-29). Se trata de una experiencia de alegría abrumadora, de sonrisas y de gritos de júbilo, talmente bella que “nos parece soñar”. Las intervenciones divinas tienen, a menudo, formas inesperadas, que van más allá de lo que el hombre pueda imaginar; de aquí la maravilla y el gozo que se expresan en la alabanza: “El Señor ha hecho cosas grandes”. Es lo que dicen las naciones y es lo que proclama Israel:
“Hasta los mismos paganos decían:
'¡El Señor hizo por ellos grandes cosas!'.
¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros
y estamos rebosantes de alegría!” (vv. 2b-3).
Dios hace maravillas en la historia de los hombres. Realizando la salvación, se revela a todos como Señor potente y misericordioso, refugio del oprimido, que no se olvida del lamento de los pobres (cfr Sal 9,10.13), que ama la justicia y el derecho y de cuyo amor está llena la tierra (cfr Sal 33,5).
Por esto, ante la liberación del pueblo de Israel, todas las gentes reconocen las cosas grandes y estupendas que Dios realiza para su pueblo y celebran al Señor en su realidad de Salvador. Israel se hace eco de la proclamación de las naciones y la repite, pero como protagonista, como directo destinatario de la acción divina: “Grandes cosas ha hecho el Señor por nosotros”; “por nosotros” o más precisamente “con nosotros”, en hebreo ‘immanû, afirmando así esta relación privilegiada que el Señor tiene con sus elegidos y que encontrará en el nombre Emmanuel, "Dios con nosotros", con el que se conoce a Jesús, su culmen y su plena manifestación (cfr Mt 1,23).
Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración debemos considerar más a menudo como, en los sucesos de nuestra vida, el Señor nos ha protegido, guiado, ayudado y así alabarlo por todo lo que ha hecho por nosotros. Debemos estar atentos a las cosas buenas que el Señor nos da. Estamos siempre pendientes de los problemas, las dificultades y casi no queremos darnos cuentas de las cosas buenas que vienen del Señor. Esta atención, que se convierte en gratitud, es muy importante para nosotros y nos crea un recuerdo del bien que nos ayuda también en las horas de oscuridad. Dios realiza cosas grandes, y quien experimenta esto -atento a la bondad del Señor con la atención del corazón- está lleno de alegría. Con esta nota festiva se concluye la primera parte del Salmo. Ser salvados y volver a la patria del exilio es como volver a la vida: la liberación abre a la risa, pero junto a la esperanza de un cumplimiento que todavía hay que desear y pedir. Esta es la segunda parte del Salmo que dice así:
“¡Cambia, Señor, nuestra suerte
como los torrentes del Négueb!
Los que siembran entre lágrimas
cosecharán entre canciones.
El sembrador va llorando
cuando esparce la semilla,
pero vuelve cantando
cuando trae las gavillas” (vv. 4-6).
Si al comienzo de la oración, el Salmista celebraba la alegría de una suerte restablecida por el Señor, ahora la pide como una cosa que no se ha realizado todavía. Si se aplica este Salmo a la vuelta del exilio, esta aparente contradicción se explicaría con la experiencia histórica, vivida por Israel, de vuelta a una patria difícil, sólo parcial, que induce al orante a solicitar una ulterior intervención divina para llevar a plenitud la restauración del pueblo.
Pero el Salmo va más allá del dato puramente histórico para abrirse a dimensiones más amplias, de tipo teológico. La experiencia consoladora de la liberación de Babilonia está inacabada, “ya” sucedida, pero “aún no” ha llegado a su plenitud. Así, mientras en la alegría se celebra la salvación recibida, la oración se abre a la esperanza de una plena realización. Por esto el Salmo utiliza imágenes particulares que, con su complejidad, remiten a la realidad misteriosa de la redención, en la que se entrelazan el don recibido y el que todavía no ha llegado, vida y muerte, alegría soñadora y lágrimas penosas. La primera imagen hace referencia a los torrentes secos del Négueb, que con las lluvias se colman de aguas impetuosas que devuelven la vida al terreno seco y lo hacen reflorecer. La petición del Salmista es, por tanto, que el restablecimiento de la suerte del pueblo y la vuelta del exilio sean como el agua, abrumadora e imparable, y capaz de transformar el desierto en una inmensa región de hierba verde y flores.
La segunda imagen se desplaza de las colinas áridas y rocosas del Négueb a los campos que los agricultores cultivan para obtener el alimento. Para hablar de salvación, se recuerda aquí la experiencia de cada año que se renueva en el mundo agrícola: el momento difícil y fatigoso de la siembra, y la alegría tremenda de la recogida. Una siembra que se acompaña con las lágrimas, porque se tira lo que todavía se podría convertir en pan, exponiéndose a una espera llena de inseguridades: campesino trabaja, prepara el terreno, esparce la semilla, pero, como tan bien ilustra la parábola del sembrador, no sabe donde caerá esta semilla, si los pájaros se la comerán, si se echará raíces, si se convertirá en espiga (cfr Mt 13,3-9; Mc 4,2-9; Lc 8,4-8). Esparcir la semilla es un gesto de confianza y de esperanza; es necesario el trabajo del hombre, pero luego se entra en una espera impotente, sabiendo que muchos factores serán determinantes para el buen resultado de la recogida y que el riesgo de un fracaso está siempre presente. Pero, año tras año, el campesino repite su gesto y lanza su semilla. Cuando esta se convierte en espiga y los campos se llenan de mies, entonces aparece la alegría de quien está ante un prodigio extraordinario. Jesús conocía bien esta experiencia y hablaba de ella con los suyos: “Decía: 'Así es el Reino de Dios: como un hombre que lanza la semilla en el terreno; duerma o vele, de noche o de día, la semilla germina y crece. Cómo, él mismo no lo sabe” (Mc 4,26-27).
Es el misterio escondido de la vida, son las maravillosas “cosas grandes” de la salvación que el Señor realiza en la historia de los hombres y cuyo secreto los hombres ignoran. La intervención divina, cuando se manifiesta en plenitud, muestra una dimensión abrumadora, como los torrentes del Négueb y como el grano de los campos, evocador este último de la desproporción típica de las cosas de Dios: desproporción entre el cansancio de la siembra y la inmensa alegría de la recogida, entre el ansia de la espera y la visión tranquilizadora de los graneros llenos, entre las pequeñas semillas lanzadas a la tierra y la visión de las gavillas doradas por el sol. En la cosecha todo se transforma, el llanto termina, deja su lugar a gritos de alegría exultante.
A todo esto se refiere el Salmista para hablar de la salvación, de la liberación, del restablecimiento de la suerte, del retorno del exilio. La deportación a Babilonia, como toda situación de sufrimiento y de crisis, con su oscuridad dolorosa hecha de dudas y de aparente lejanía de Dios, en realidad, dice nuestro Salmo, es como una siembra. En el Misterio de Cristo, a la luz del Nuevo Testamento, el mensaje se hace más explícito y claro: el creyente que atraviesa esa oscuridad es como el grano de trigo que cae en tierra y muere, pero para dar mucho fruto (cfr Jn 12,24); o bien, retomando otra imagen querida por Jesús, es como la mujer que sufre con los dolores del parto para poder llegar a la gloria de haber dado a la luz una vida nueva (cfr Jn 16,21).
Queridos hermanos y hermanas, este Salmo nos enseña que, en nuestra oración, debemos permanecer siempre abiertos a la esperanza y firmes en la fe en Dios. Nuestra historia, aunque marcada a menudo por el dolor, las inseguridades y momentos de crisis, es una historia de salvación y de “restablecimiento de la suerte”. En Jesús termina nuestro exilio, toda lágrima se enjuga, en el misterio de su Cruz, de la muerte transformada en vida, como el grano de trigo que se destruye en la tierra y se convierte en espiga. También para nosotros este descubrimiento de que Jesús es la gran alegría del “sí”de Dios, del restablecimiento de nuestra suerte. Pero como aquellos que -volviendo de Babilonia llenos de alegría- encontraron una tierra empobrecida, devastada, como también las dificultades de la siembra hacen llorar a los que no saben si al final habrá cosecha. Así también nosotros, después del gran descubrimiento de Jesucristo -nuestra vida, camino y verdad- entrando en el terreno de la fe, en “la tierra de la Fe”, encontramos a menudo una vida oscura, dura difícil, una siembra con lágrimas, pero seguros de que la luz de Cristo, al final, nos da una gran cosecha.
Debemos aprender esto también en las noches oscuras; no olvidar que la luz está, que Dios ya está en medio de nuestras vidas y que podemos sembrar con la gran confianza de que el “sí” de Dios es más fuerte que todos nosotros. Es importante no perder este recuerdo de la presencia de Dios en nuestra vida, esta alegría profunda de que Dios ha entrado en nuestra vida, liberándonos: es la gratitud por el descubrimiento de Jesucristo, que ha venido a nosotros. Y esta gratitud se transforma en esperanza, es estrella de la esperanza que nos da la confianza, es la luz porque los dolores de la siembra son el inicio de la nueva vida, de la grande y definitiva alegría de Dios.
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