CARTA PRIMERA
Saludo
a vuestra caridad en el Señor. Hermanos, juzgo que hay tres clases de personas
entre aquellas a quienes llama el amor de Dios, hombres o mujeres. Algunos son
llamados por la ley del amor depositada en su naturaleza y por la bondad
original que forma parte de ésta en su primer estado y su primera creación.
Cuando oyen la palabra de Dios no hay ninguna vacilación; la siguen
prontamente. Así ocurrió con Abraham, el Patriarca. Dios vio que sabía amarlo,
no a consecuencia de una enseñanza humana, sino siguiendo la ley natural
inscrita en él, según la cual El mismo lo había modelado al principio. Y
revelándose a él le dijo: "Sal de tu tierra y de tu parentela y ve a la
tierra que Yo te mostraré" (Gen. 12,1). Sin vacilar, se fue impulsado por
su vocación. Esto es un ejemplo para los principiantes: si sufren y buscan el
temor de Dios en la paciencia y la tranquilidad reciben en herencia una
conducta gloriosa porque son apremiados a seguir el amor del Señor. Tal es el
primer tipo de vocación.
He aquí el segundo. Algunos oyen
la Ley escrita, que da testimonio acerca de los sufrimientos y suplicios
preparados para los impíos y de las promesas reservadas a quienes dan fruto en
el temor de Dios. Estos testimonios despiertan en ellos el pensamiento y el
deseo de obedecer a su vocación. David lo atestigua diciendo: "La ley del
Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e
instruye al ignorante", etc. (Ps. 18,8). Así como en otros muchos pasajes
que no tenemos intención de citar.
Y he aquí el tercer tipo de
vocación. Algunos, cuando aún están en los comienzos, tienen el corazón duro y
permanecen en las obras de pecado. Pero Dios, que es todo misericordia, trae
sobre ellos pruebas para corregirlos hasta que se desanimen y, conmovidos,
vuelvan a El. En adelante lo conocen y su corazón se convierte. También ellos
obtienen el don de una conducta gloriosa como los que pertenecen a las dos
categorías anteriores.
Estas son las tres formas de
comenzar en la conversión, antes de llegar en ella a la gracia y la vocación de
hijos de Dios.
Los hay que comienzan con todas
sus fuerzas, dispuestos a despreciar todas las tribulaciones, a resistir y
mantenerse en todos los combates que les aguardan y a triunfar en ellos. Creo
que el Espíritu se adelanta a ellos para hacerles el combate ligero, y dulce la
obra de su conversión. Les muestra los caminos de la ascesis, corporal e
interior, cómo convertirse y permanecer en Dios, su Creador, que hace perfectas
sus obras. Les enseña cómo hacer violencia, a la vez, al alma y al cuerpo para
que ambos se purifiquen y juntos reciban la herencia. Primero se purifica el
cuerpo por los ayunos y vigilias prolongadas; y después el corazón mediante la
vigilancia y la oración, así como por toda práctica que debilita el cuerpo y
corta los deseos de la carne.
El Espíritu de conversión viene
en ayuda del monje. El es quien lo pone a prueba por miedo a que el adversario
no le haga desandar el camino. El Espíritu-director abre enseguida los ojos del
alma para que también ella, junto con el cuerpo, se convierta y se purifique.
Entonces el corazón, desde el interior, discierne cuáles son las necesidades
del cuerpo y del alma. Porque el Espíritu instruye al corazón y se hace guía de
los trabajos ascéticos para purificar por la gracia todas las necesidades del
cuerpo y del alma. El Espíritu es quien discierne los frutos de la carne,
sobreañadidos a cada miembro del cuerpo desde la perturbación original. Es
también el Espíritu quien, según la palabra de Pablo, conduce los miembros del
cuerpo a su rectitud primera: "Someto mi cuerpo y lo reduzco a
servidumbre" (I Cor. 9, 27); rectitud que fue la del tiempo en que el
espíritu de Satán no tenía parte alguna en ellos y el cuerpo se hallaba bajo la
atracción del corazón, instruido, a su vez, por el Espíritu. El Espíritu es, en
fin, quien purifica el corazón del alimento, de la bebida, del sueño y, como ya
he dicho, de toda moción e incluso de toda actividad o imaginación sexual,
gracias al discernimiento llevado a cabo por un alma pura.
Yo señalaría tres clases de
mociones violentas. La primera reside en el cuerpo, está inserta en su
naturaleza, formada al mismo tiempo que él en el primer instante de su
creación. Sin embargo, no puede ser puesta en movimiento sin que el alma lo
quiera. De ella sólo se sabe esto: que está en el cuerpo. He aquí la segunda:
cuando el hombre come y bebe con exceso sigue una efervescencia de la sangre
que fomenta un combate en el cuerpo, cuyo movimiento natural es puesto en
acción por la glotonería. Por eso dice el Apóstol: "No os emborrachéis con
vino, en él está la liviandad" (Ef. 5,18). Del mismo modo, el Señor en el
Evangelio prescribe a sus discípulos: "Que vuestros corazones no se
emboten por la comida y bebida" (Lc. 21,34) o las delicias. Más que nadie,
quien guarda el celibato debe repetirse: "Someto mi cuerpo y lo reduzco a
servidumbre" (I Cor. 9,27). En cuando a la tercera moción, proviene de los
espíritus malos que nos tientan por envidia y buscan manchar a quienes se
comprometen en el celibato.
Volvamos, hijos míos queridos, a
cuanto se refiere más de cerca a estas tres clases de mociones. Quien permanece
en la rectitud, persevera en el testimonio que el Espíritu da en lo más íntimo
de su corazón y permanece vigilante, se purifica de esta triple enfermedad en
su cuerpo y en su alma. Pero si no tiene en cuenta estas tres mociones, de las
que da testimonio el Espíritu Santo, los espíritus malos invaden su corazón y
siembran las pasiones en el movimiento natural del cuerpo. Lo turban y entablan
con él un duro combate. El alma, enferma, se agota y se pregunta de dónde le
vendrá el auxilio, hasta que se serene, se someta de nuevo al mandamiento del
Espíritu y cure. Así aprende que sólo puede hallar su reposo en Dios, y que
permanecer en El es su paz.
Esto, queridos, para indicaros
cómo el cuerpo y el alma han de ir unidos en la obra de conversión y
purificación. Si el corazón sale vencedor del combate, ora en el Espíritu y
aleja del cuerpo las pasiones del alma que proceden de la propia voluntad. El
Espíritu, que viene a dar testimonio de sus propios mandamientos, se convierte
en el amigo de su corazón y le ayuda a guardarlos. Le enseña cómo curar las
heridas del alma, cómo discernir, una tras otra, las pasiones naturalmente
insertas en los miembros, de la cabeza a los pies, y también las que,
procedentes del exterior, han sido mezcladas al cuerpo por la voluntad propia.
Así es como el Espíritu
conducirla mirada a la rectitud y pureza, y la retirará de cuanto le es
extraño. El inclinar el oído sólo a palabras decorosas; y el oído, no cediendo
al deseo de oír hablar de caída y debilidades humanas, pondrá su gozo en
conocer el bien y la perseverancia de cada uno, y la gracia dada a las
criaturas; cosas de las que estando enfermo, se había desinteresado hasta
entonces.
El Espíritu enseñara la lengua a
purificarse porque ella es la que puso al alma gravemente enferma. Por medio de
la lengua expresa el alma la enfermedad que padece; incluso la atribuye a la
lengua, pues ésta es su órgano. En efecto, por la lengua le han sido infligidas
graves enfermedades y heridas; por la lengua ha sido herida. Lo atestigua el
apóstol Santiago cuando dice: "Si alguien pretende conocer a Dios y no
frena su lengua se engaña en su corazón, su culto es vano" (St. 1,26). En
otro lugar afirma: "La lengua es un miembro pequeño, pero mancha todo el
cuerpo" (3,5).
Cuando el corazón está, pues,
fortificado con el poder que recibe del Espíritu, él mismo queda primero
purificado, santificado, enderezado, y las palabras que confía a la lengua
están exentas del deseo de agradar, así como de toda voluntad propia. En él se
cumple lo que dice Salomón: "Mis palabras son de Dios; no hay en ellas
dureza o perversión" (Prov. 8,8) y "la lengua del justo cura las
heridas" (Prov. 12,18).
Viene después la curación de las
manos, que en otro tiempo se movían de forma desordenada, a gusto de la
voluntad propia. El Espíritu dará al corazón la pureza que conviene en el
ejercicio de la limosna y la oración. Así se cumplirla palabra: "El alzar
de mis manos es como una ofrenda de la tarde" (Ps. 140,2), y esta otra:
"Las manos de los poderosos distribuyen riquezas" (Prov. 10,4).
Después de las manos el Espíritu
purifica el vientre en cuanto a comida y bebida. David decía sobre esto:
"Con el de ojos engreídos y corazón arrogante no comeré" (Ps. 100,5).
Pero si el deseo y la gula en cuestión de comida y bebida toman preponderancia,
y las voluntades propias que lo trabajan lo hacen insaciable, a todo esto vendrá
a añadirse todavía la actividad del diablo. Al contrario, el Espíritu se hace
cargo de quienes buscan una cantidad conforme a la pureza, y les señala una
cantidad suficiente para sostener su cuerpo sin conocer el atractivo de la
concupiscencia. Entonces se realiza en ellos la palabra de S. Pablo: "Ya
comáis, ya bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de
Dios" (I Cor. 10,31). Si los órganos genitales producen pensamientos de
fornicación, el corazón, instruido por el Espíritu, discierne la triple moción
de que he hablado antes. Gracias al Espíritu que le ayuda y fortifica, hélo
aquí dueño de esas mociones. Las apaga con la fuerza del Espíritu, que da la
paz al cuerpo entero, e interrumpe su curso. Como dijo Pablo: "Mortificad
vuestros miembros terrenos: fornicación, impureza, pasiones y malos
deseos" (Col. 3,5).
A continuación, el Espíritu se
entrega a la purificación de los pies, que antes no caminaban en la rectitud y
perfección de Dios. Pero una vez colocados bajo el impulso del Espíritu, éste
realiza su purificación y los hace caminar según su voluntad. Avanzan en la
práctica de las buenas obras. Todo el cuerpo es así transformado, renovado,
entregado al poder del Espíritu. Ese cuerpo, totalmente purificado, a mi modo
de ver ya ha recibido una parte del cuerpo espiritual que deberíamos recibir en
el momento de la resurrección de los justos.
He hablado de las enfermedades
del alma que se han infiltrado en los miembros naturales del cuerpo; las que lo
hacen tambalearse y lo ponen en movimiento. Porque el alma sirve de lugar de
paso a los espíritus malos que actúan en el cuerpo por medio de ella. He
indicado también la existencia de otras pasiones que no vienen del cuerpo y que
ahora tenemos que enumerar: a esas pasiones pertenecen los pensamientos de
orgullo, la jactancia, la envidia, el odio, la cólera, el desprecio, la
relajación y todas sus consecuencias.
Si
alguien se entrega a Dios de todo corazón, Dios tiene piedad de él y le concede
el Espíritu de conversión. Este Espíritu da testimonio ante él de cada uno de
sus pecados para que ya no vuelva a caer en ellos. A continuación le revela los
adversarios que se levantan ante él y le impiden librarse de ellos, luchando
vigorosamente con él para que no persevere en su conversión. Si a pesar de todo
conserva el ánimo y obedece al Espíritu, que le exhorta a convertirse, el
Creador se apresurara tener piedad del trabajo de su conversión. Y viendo las
aflicciones que impone a su cuerpo: oración incesante, ayunos, súplicas,
estudio de la Palabra de Dios, alejamiento del mal, huida del mundo y de sus
obras, humildad y pobreza de corazón, lágrimas y perseverancia en la vida
monástica, - viendo, digo - su trabajo y su paciencia, el Dios de misericordia
tendrá piedad de él y lo salvar .
CARTA SEGUNDA
Hermanos muy queridos y venerados:
Antonio os saluda en el Señor.
Sabemos que Dios no
ha visitado a sus criaturas sólo una vez. Desde los orígenes del mundo, todos
aquellos que han hallado en la Ley de la Alianza el camino hacia su Creador,
han estado acompañados por su bondad, su gracia y su Espíritu. En cuanto a los
seres espirituales a quienes esta Ley causó la muerte, tanto la del alma como
la de los sentidos de su corazón, se hicieron incapaces de ejercitar su
inteligencia según el estado de la creación original y, totalmente privados de
razón, han sido esclavizados por la criatura en vez de servir al Creador.
Pero, en su gran
bondad, Dios nos ha visitado por la Ley de la Alianza. En efecto, nuestra
naturaleza permanecía inmortal. Y quienes han recibido la gracia y han sido
fortalecidos por la Ley de la Alianza, a quienes ha iluminado la enseñanza del
Espíritu Santo y se les ha dado el espíritu de filiación, han podido adorar a
su Creador como es debido. De ellos dijo el apóstol Pablo: "Si no se han
beneficiado plenamente de la promesa que les fue hecha, es por causa nuestra
(Hb. 11,13-39).
En su amor
incansable, el Creador de todas las cosas deseaba, no obstante, visitarnos en
nuestras enfermedades y nuestra disipación: suscitó a Moisés, el Legislador,
que nos dio la Ley escrita y echó los fundamentos de la Casa de verdad, la
Iglesia Católica. Ella ha llevado a cabo la unión de todos, según el designio
divino de conducirnos a nuestra condición primera.
Moisés emprendió su
construcción, pero no la acabó; la dejó y se fue. Vino la asamblea de los
Profetas suscitados por el Espíritu de Dios. También ellos continuaron la
construcción sobre los cimientos de Moisés, sin poder acabarla. Así la dejaron
y se fueron. Cada uno, revestido del Espíritu, constató que la llaga era
incurable y que ninguna criatura podía curarla, excepto el Hijo Unico, fiel
imagen del Padre, de Aquel que creó a esta imagen los seres dotados de
inteligencia. El, el Salvador, es un médico prudente. Ellos lo sabían. Se
reunieron, pues, y presentaron a Dios una oración unánime por los miembros de
esta familia de la cual formamos parte: "¿No hay bálsamo en Galaad? ¿No
hay médico? ¿por qué no sube uno de ellos para curar a la hija de mi
pueblo?" (Jer. 8,22). "Nosotros la hemos cuidado; no ha curado.
Dejémosla y marchemos de aquí" (Jer. 51,9).
Entonces Dios,
desbordante de amor, vino a nosotros diciendo por boca de sus santos:
"Hijo de hombre, prepárate lo necesario para una cautividad" (Ez.
12,3). Y El, la imagen de Dios (II Cor. 4,4), no pensó en arrebatar el rango
que lo igualaba a Dios; al contrario, se anonadó y, tomando la condición de
esclavo, se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Así Dios le dio el
Nombre sobre todo nombre, de suerte que al nombre de Jesucristo toda rodilla se
doble en el cielo, en la tierra y en los infiernos y, en adelante, toda lengua
confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre (Fil. 2,6-11).
Ahora, muy queridos hermanos, se ha realizado entre nosotros esta palabra:
"Para salvarnos, el amor del Padre no perdonó a su Hijo Unico, sino que lo
entregó por nuestra salvación, a causa de nuestros pecados (Rom. 8,32)".
"El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El
soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido
curados" (Is. 53,5). Su Verbo omnipotente nos ha reunido de todos los
países, de un extremo a otro de la tierra y del universo, resucitando nuestras
almas, perdonando nuestros pecados, enseñándonos que somos miembros unos de otros.
Os suplico, Hermanos,
por el Nombre de nuestro Señor Jesucristo: penetraos bien de esta maravillosa
Economía de la Salvación: Se ha hecho semejante a nosotros en todo, excepto en
el pecado (Hb. 4,15). Todo ser dotado de inteligencia espiritual - por quien ha
venido el Señor - debe tomar conciencia de su naturaleza propia, es decir, le
es preciso conocerse a sí mismo y llevar a cabo el discernimiento del mal y del
bien, si quiere encontrar la liberación cuando venga el Señor. Llevan ya el
nombre de servidores de Dios, que han logrado su liberación por esta Economía
de Salvación. Pero ahí no está el término supremo. Este no es sino la justicia
de la hora presente, el camino hacia la adopción filial.
Jesús, nuestro
Salvador, sabiendo bien que ellos habían recibido el Espíritu de filiación, y
que lo conocían gracias a la enseñanza del Espíritu Santo, les decía: "Ya
no os llamaré siervos, sino hermanos y amigos, porque os he dado a conocer y os
he enseñado cuanto me ha enseñado mi Padre" (Jn. 15,15). Su espíritu se
enardeció - en adelante se conocían con su naturaleza espiritual y gritaron:
"Hasta ahora te conocíamos en tu cuerpo, pero ahora ya no es así" (II
Cor. 5,16). Recibieron el Espíritu que hizo de ellos hijos adoptivos y
proclamaron: "El Espíritu que hemos recibido ya no es un espíritu que hace
esclavo y conduce a la tierra, sino un Espíritu de adopción por el cual
gritamos ¡Abba, Padre! (Rom. 8,15). Señor, ahora lo sabemos: nos has dado el
poder ser hijos y herederos de Dios, coherederos de Cristo (Rom. 8, 17).
Pero sabed bien esto,
hermanos queridísimos: el que haya descuidado su progreso espiritual y no haya
consagrado todas sus fuerzas a esta obra, debe saber bien que la venida del
Señor ser para él día de su condenación. El Señor es para unos olor de muerte
para muerte, y para otros, olor de vida para vida (II Cor. 2,16). Así es para
ruina y resurrección de un gran número en Israel y para ser signo de
contradicción (Lc. 2,34).
Os suplico,
queridísimos, por el Nombre de Jesucristo, no descuidéis la obra de vuestra
salvación. Que cada uno de vosotros rasgue, no su vestido, sino su corazón
(Joel 2,13). Que no llevemos en vano este vestido exterior preparándonos así
una condenación. En verdad, está próximo el tiempo en que aparezcan a plena luz
las obras de cada uno.
Sería
preciso volver sobre otros muchos puntos de detalle, pero está escrito:
"Da consejos al sabio y se hará más sabio" (Prov. 9,9). Os saludo a
todos en el Señor, del más pequeño al mayor (Hec. 8,10), y que el Dios de la
paz sea, queridos hermanos, vuestro guardián. Amén.
CARTA
TERCERA
Antonio
a sus queridos hijos. Sois hijos de Israel por nacimiento, y en vosotros saludo
esta naturaleza espiritual. ¿Por qué nombraros con vuestros nombres terrestres
y efímeros si sois hijos de Israel? Hijos: mi amor hacia vosotros no es de la
tierra; es amor espiritual, según Dios.
No me canso de orar a mi Dios día
y noche por vosotros: que os sea dado el tomar plena conciencia de la gracia
que os ha hecho. No es la primera vez que Dios visita a sus criaturas; las
conduce desde los orígenes del mundo y mantiene en vela a todas las
generaciones mediante los acontecimientos de su gracia.
Hijos, no nos cansemos de gritar
a Dios día y noche. Haced violencia a la ternura de Dios. Desde el cielo os
enviara Aquel cuya enseñanza os dará a conocer lo que os es bueno.
Hijos, habitamos en la muerte.
Nuestra morada es la celda de un prisionero. Los lazos de la muerte nos tienen
encadenados.
No deis sueño a vuestros ojos ni
reposo a vuestros párpados (Ps. 131,4). Ofreceos a Dios como víctimas puras y
fijad en El vuestra mirada pues, según dice el apóstol, nadie puede contemplar
a Dios si no es puro (Hb. 12,14).
Sí, hijos muy queridos en el
Señor, que esto os quede muy claro: no olvidéis la práctica del bien. Esto es tranquilidad
para los santos, fuente de alegría para los ángeles en el servicio que llevan a
cabo con vosotros, alegría para el mismo Jesús cuando venga. Pues hasta ese día
no han estado tranquilos respecto a nosotros. Y también para mí, hombre débil,
que aún estoy en esta morada de barro, seréis la alegría de mi alma.
Hijos, es seguro que nuestra
enfermedad y humillación causan dolor a los santos y les son motivo de llantos
y gemidos que ofrecen por nosotros ante el Creador del universo. Por eso la
cólera de Dios va contra nuestras obras malas. Pero nuestro progreso en la
santidad provoca la alegría en la asamblea de los santos y los mueve a orar
mucho ante nuestro Creador en el colmo de la dicha y el gozo. El también
obtiene gran alegría por nuestras obras y por el testimonio que los santos le
dan de ellas, y nos concede dones aún más importantes.
Pero sabedlo: Dios ama para
siempre a sus criaturas que, inmortales por esencia, no desaparecen con el
cuerpo. Esta naturaleza espiritual es la que El ha visto precipitarse en el
abismo y allí encontrar la muerte perfecta y total. La Ley de la Alianza perdió
su fuerza pero Dios, en su bondad, visitó a su criatura por Moisés. Moisés, que
puso los cimientos de la Casa de verdad, quiso curar esta profunda herida y conducirnos
a la comunión original. No lo logró, y se fue. Tras él vino la asamblea de los
Profetas: se pusieron a construir sobre estos cimientos sin llegar a curar la
profunda herida de los miembros de la familia humana; y reconocieron su
impotencia. A su vez, la asamblea de los santos se reunió y su oración se elevó
hacia el Creador: "¿No hay bálsamo en Galaad? ¿No hay médico? ¿por qué no
suben a curar a la hija de mi pueblo?"(Jer. 8,22). "Nosotros hemos
cuidado a Babilonia y no ha curado ¡Dejémosla y vayámonos de aquí!" (Jer.
28. 9). Esta súplica que dirigían los santos a la bondad del Padre acerca de su
Hijo Único -pues ninguna criatura es capaz de curar la profunda herida del
hombre; sólo El podía hacerlo viniendo a nosotros-, impresionó al Padre y dijo:
"Hijo del hombre, prepárate lo necesario para una cautividad" (Ez.
12,3) y acepta tomar esta misión sobre ti. El Padre no ha perdonado a su Hijo
Único para lograr la salvación de todos nosotros, lo ha entregado por nuestros
pecados (Rom. 8,32). "El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por
nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus
cardenales hemos sido curados" (Is. 53,5). Nos ha reunido de un extremo al
otro del universo, ha resucitado nuestro espíritu de la tierra y nos ha
enseñado que somos miembros unos de otros.
Cuidad, hijos, que no se cumpla
en nosotros la palabra de Pablo: que tengamos "solamente la apariencia
exterior de la obra de Dios, negando su poder" (Tito 1,16). ¡Que cada uno
desgarre su corazón! (Joel 2,13). Que corran las lágrimas ante Dios y que todos
digan: "¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?" (Ps.
115,12). Hijos, temo también que se nos aplique esta palabra: "¿Qué se
gana con mi muerte si un día he de convertirme en podredumbre?" (Ps.
29,10).
Creedme, me dirijo a vosotros
como a hombres sensatos (I Cor. 10,15). Comprended lo que os digo y declaro: si
cada uno de vosotros no llega a odiar cuanto pertenece al orden de los bienes
terrestres y a renunciar a ello de todo corazón, lo mismo que a cuantas
actividades dependen de ellos, si después no llega a elevar las manos de su
corazón al cielo, hacia el Padre de todos, no hay salvación para él. Pero si
hacéis lo que acabo de decir, Dios tendrá piedad de vosotros por el trabajo que
os tomáis. Os enviar un fuego invisible que consumir vuestras impurezas y
devolverá a vuestro espíritu su pureza original. El Espíritu Santo habitaren
nosotros. Jesús estar junto a nosotros y podremos adorar a Dios como es debido.
Mientras queramos vivir en paz con las cosas del mundo seremos enemigos de
Dios, de sus ángeles y de sus santos.
Os conjuro desde ahora, queridos
míos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, para que no descuidéis vuestra
salvación, y que esta vida tan corta no os sea causa de desdicha para la vida
eterna; que el cuidado concedido a un cuerpo perecedero no oculte el Reino de
la inefable luz; que el país donde sufrís vuestro destierro no os haga perder,
en el día del juicio, el trono angélico que os está destinado. Sí, hijos, mi
corazón se sorprende y mi alma se espanta: nos hundimos en el agua, estamos
metidos en el placer como gentes ebrias de vino nuevo porque nos dejamos
distraer por nuestros deseos, dejamos reinar en nosotros la voluntad propia y
rechazamos dirigir nuestra mirada al cielo para buscar la gloria celeste y la
obra de los santos y marchar en adelante tras sus huellas. Ahora,
comprendámoslo: santos del cielo, ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones,
querubines, serafines, sol, luna, estrellas, patriarcas, profetas, apóstoles,
el mismo diablo o Satán, los espíritus del mal o el soberano de los aires, en
suma, todos, y los hombres y mujeres, pertenecen desde el día de su creación a
un solo y mismo universo, en el cual, sólo deja de estar contenida la perfecta,
bienaventurada Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La mala
conducta de algunas de sus criaturas ha obligado a Dios a darles el nombre en
relación con sus obras. Pero dar una mayor gloria a las que más hayan
progresado.
CARTA
CUARTA
Antonio
a todos sus hermanos de la región de Arsinoé y sus alrededores, a cuantos se
encuentran con ellos, salud en el Señor.
A todos vosotros, que os
preparáis para acercaros al Señor, os saludo en El, hermanos muy queridos,
pequeños y grandes, hombres y mujeres santos hijos de Israel según vuestra
naturaleza espiritual. ¡Qué grande es, hijos míos, la dicha y la gracia
concedida a vuestra generación! Por Aquel que os ha visitado, es muy
conveniente que no cedáis a la fatiga del combate hasta la hora en que podáis
ofreceros a Dios como víctimas puras; pureza sin la cual no hay herencia en el
cielo. Sí, queridos hijos, es muy importante que os interroguéis acerca de la
naturaleza espiritual, en que ya no hay hombre ni mujer, sino solamente la
esencia inmortal que tiene comienzo y no tendrá fin. Es indispensable conocer
la razón de su caída hasta este punto de abyección y vergüenza; nadie se ha
librado de ella. Es preciso porque esta naturaleza siendo inmortal por esencia,
no participar de la disolución de los cuerpos.
He aquí por qué, ante esta herida
incurable y gravísima, Dios, por su clemencia, visitó a sus criaturas. Por su
bondad, les dio la ley en el tiempo oportuno y, para entregársela, dispuso el
ministerio de Moisés. Para ellos echó Moisés los cimientos de la Casa de
verdad, con intención de curar esta profunda herida. Pero no le fue posible
terminar su construcción. Se reunió toda la asamblea de los santos y reclamó de
la bondad del Padre un Salvador que viniera a salvarnos a todos, pues nuestro
Sacerdote soberano, eminente y fiel es el único médico capaz de curar nuestra
profunda herida. Por voluntad del Padre se privó de su gloria: siendo Dios,
tomó la forma de esclavo (Fil. 2,6-7) y se entregó por nuestros pecados.
"El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El
soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido
curados" (Is. 53,5).
Querría por tanto que estéis bien
convencidos, queridos hijos míos en el Señor, de que por nuestra locura se ha
vestido de la locura; por nuestra debilidad se ha vestido de la debilidad; por
nuestra indigencia se ha vestido de la indigencia; por la muerte, que ha partir
de entonces era nuestra, se ha vestido de mortalidad y por nosotros ha sufrido
tanto.
En verdad, queridos en el Señor,
no deis sueño a vuestros ojos ni reposo a vuestros párpados (Ps. 131,4) sino
suplicad, violentad la bondad de Dios hasta que se incline a socorrernos y
podamos prepararnos a consolar a Jesús cuando venga, y a dar su eficacia al
ministerio de los santos, que suplen nuestra presente indigencia terrena, y
determinarlos a ayudarnos con todo su poder en el día de nuestra tribulación;
porque ese día se gozar n juntos el que siembra y el que siega.
Quiero que sepáis, hijos, la gran
pena que siento por vosotros cuando veo la profunda ruina que a todos nos
amenaza y considero esta solicitud de los santos para con nosotros y los
gemidos y oraciones que por nosotros elevan constantemente hacia Dios, su
Creador. No ignoran lo que nos ha hecho el diablo y los funestos proyectos que
maquina junto con sus secuaces. Están constantemente preocupados por llevarnos
a la perdición. El infierno será un día su herencia, y quieren aumentar el
número de los condenados. Sí, queridísimos en el Señor, hablo a prudentes (I
Cor. 10,15). Conoced con exactitud la Economía de la salvación que el Creador
ha previsto para nosotros. Se nos manifiesta tanto por la acción secreta como
por la proclamación pública de su Palabra. Nos llaman criaturas racionales y
nos comportamos irracionalmente ya que ignoramos las múltiples maquinaciones
del diablo. Su envidia hacia nosotros data del día en que se dio cuenta que
intentábamos tomar conciencia de nuestra abyección y buscar los medios para
huir las obras malas de que él es cómplice. Así rechazamos obedecer a sus malos
consejos, sembrados en nosotros, y, en gran parte, nos hemos burlado de sus
asechanzas. El demonio no ignora que el Creador nos ha perdonado, que El es su
muerte y que ha preparado la gehena como término de su rechazo.
Quiero que sepáis, hijos, que no
ceso de rogar a Dios por vosotros día y noche: que abra los ojos de vuestro
corazón para que percibáis los múltiples maleficios secretos lanzados sobre
nosotros cada día, en todo tiempo. Hago votos para que Dios os dé un corazón
clarividente y un espíritu de discernimiento, a fin de que os presentéis ante
El como una víctima pura, sin mancha.
Sí, hijos, los demonios no dejan
de manifestar su envidia hacia nosotros: designios malos, persecuciones
solapadas, sutilezas malévolas, acciones depravadas; nos sugieren pensamientos
de blasfemia; siembran infidelidades cotidianas en nuestros corazones;
compartimos la ceguera de su propio corazón, sus ansiedades; hay además los
desánimos cotidianos del nuestro, irritabilidad por todo, maldiciéndonos unos a
otros, justificando nuestras propias acciones y condenando las de los demás.
Son ellos quienes siembran estos pensamientos en nuestro corazón. Ellos
quienes, cuando estamos solos nos inclinan a juzgar al prójimo, incluso si está
lejos. Ellos quienes introducen en nuestro corazón el desprecio, hijo del
orgullo. Ellos quienes nos comunican esa dureza de corazón, ese desprecio
mutuo, ese desabrimiento recíproco, la frialdad en la palabra, las quejas
perpetuas, la constante inclinación a acusar a los demás y nunca a sí mismo.
Decimos: es el prójimo la causa de nuestras penas; y, bajo apariencias
sencillas, lo denigramos cuando sólo en nosotros, en nuestra casa, es donde se
encuentra el ladrón. De ahí las disputas y divisiones entre nosotros, las riñas
sin más objeto que hacer prevalecer nuestra opinión y darnos públicamente la
razón. Son también ellos quienes nos hacen solícitos para llevar a cabo un
esfuerzo que nos supera y, antes de tiempo, nos quitan las ganas de lo que nos
convendría y nos sería muy provechoso.
Así nos hacen reír a la hora de
llorar, y llorar en el momento de reír. En resumen: buscan obstinadamente
desviarnos del recto camino utilizando otros muchos engaños para dominarnos.
Pero esto basta de momento. Cuando nuestro corazón está saturado de cuanto
acabo de decir y de ello hacemos nuestro pasto y subsistencia, Dios, tras larga
indulgencia para con nuestra perversidad, vendrá por fin a visitarnos. Nos
arrebatará el peso de este cuerpo. Para vergüenza nuestra, el mal que hasta
este momento hayamos hecho se revelaren nuestro cuerpo, entregado al tormento,
pero que un día revestiremos de nuevo por la bondad de Dios. Así nuestra
situación final ser peor que la primera (Lc. 11,26). No ceséis, pues, de
implorar la bondad del Padre para que su ayuda nos acompañe y nos muestre el
mejor camino.
Con toda verdad os digo, hijos
míos, la envoltura de nuestra morada presente es perdición para nosotros, casa
donde reina la guerra. En verdad os digo, hijos míos, quien se haya deleitado
en sus propios deseos y sometido a sus propios pensamientos, quien haya acogido
de todo corazón esta semilla y buscado en ella su gozo, puesta en ella la
esperanza de su corazón como si fuera un misterio grande y excelente, y se haya
servido para justificar una vez más su conducta, su alma, como el aire estar
habitada por los espíritus del mal. Le ser consejera funesta y hará de su
cuerpo la copa de sus secretas abyecciones. Sobre este hombre tienen los
demonios pleno poder, porque no ha querido poner a plena luz su ignominia.
¿Ignoraréis la variedad de sus
trampas? Si no es así, ¡qué fácil es conocerlas y preservaros de ellas! Pero
por más que mires no podrás percibir materialmente el pecado, la iniquidad que
maquinan contra ti, pues ellos mismos no son visibles materialmente. Comprendedlo
bien: nosotros les servimos de cuerpo cuando nuestra alma acoge su malicia. En
efecto, por ese cuerpo, que es nuestro, es por donde el alma introduce en sí a
los demonios. Así pues, hijos, cuidémonos de dejarlos pasar. De otro modo la
cólera divina pesar sobre nosotros y vendrán a su nueva casa para reírse de
nosotros, seguros de la eminencia de nuestra pérdida. No despreciéis mis
palabras porque los demonios saben que nuestra vida depende de estos
intercambios entre nosotros. Pues, ¿quién ha visto alguna vez a Dios? ¿Quién ha
encontrado en Él el gozo? ¿quién lo ha retenido junto a sí a fin de que le
ayude en su peligrosa condición? Y, ¿quién ha visto jamás al diablo hacernos
guerra, alejarnos del bien, atacarnos, estar físicamente aquí o allí, lo cual
nos permitiría temerle y escapar de él? Es que se mantienen ocultos a nuestros
ojos. Son nuestras acciones las que manifiestan su presencia.
Porque todos, en cuanto existen
forman una sola y única naturaleza espiritual: por haberse separado de Dios han
visto aparecer entre sí tales diferencias como consecuencia de sus distintas
actividades. Por la misma razón les han sido dados tantos nombres distintos,
según su particular actividad. Así unos han sido llamados arcángeles, otros
tronos o dominaciones, principados, potestades, querubines. Les fueron
atribuidos estos nombres por su docilidad a la voluntad de su Creador.
En cuanto a los otros, por su mal
comportamiento se les llamó mentirosos, Satán, así como otros demonios fueron
llamados espíritus malos e impuros, espíritu de error, príncipes de este mundo
y otras numerosas especies que hay entre ellos.
También entre los hombres que les
resistieron a despecho del duro peso de este cuerpo, algunos recibieron el
nombre de patriarcas, otros de profetas, de reyes, sacerdotes, jueces,
apóstoles, y tantos otros nombres escogidos semejantes a estos, según su
comportamiento santo. Estos diversos nombres les fueron atribuidos sin
distinción de hombre o mujer, según la diversa naturaleza de sus obras: porque
todos tienen el mismo origen.
Quien peca contra el prójimo,
peca contra sí mismo; quien lo engaña, se engaña; y quien le hace bien, se lo
hace a sí mismo. Por el contrario, ¿quién engañara Dios? ¿quién le dañar ? ¿o
quién le prestar un servicio? O incluso ¿quién le dar una bendición que juzgue
necesaria? ¿Quién podrá jamás glorificar al Altísimo según su dignidad,
exaltarlo según su medida?
Vestidos aún con el peso de este
cuerpo despertemos a Dios en nosotros mismos respondiendo a su llamada,
entreguémonos a la muerte para la salvación de nuestra alma y de todos. Así
manifestaremos el origen de la misericordia de que somos objeto. No nos dejemos
llevar del egoísmo si no queremos participar de la caída del demonio.
Quien se conoce a sí mismo conoce
también a las demás criaturas que Dios ha creado de la nada, como está escrito:
El, que ha creado todo de la nada (Sab. 1,14). Lo que los libros santos quieren
decir con esto se refiere a la esencia espiritual, velada por la corrupción de
nuestro cuerpo; que no existiendo desde un principio, un día se nos quitar .
Quien sabe amarse a sí mismo ama también a los demás.
Queridos hijos, os suplico que os
améis unos a otros sin cansancio ni hastío. Tomad el cuerpo de que estáis
revestidos, haced de él un altar, poned sobre él vuestros pensamientos y, ante
los ojos del Señor, abandonad todo designio malo, levantad hacia Dios las manos
de vuestro corazón (Ps. 133,2) - es lo que hace el Espíritu cuando obra - y
rogadle que os conceda ese hermoso fuego invisible que descender desde el cielo
sobre vosotros y consumir el altar y sus ofrendas. Que los sacerdotes de Baal,
el enemigo y sus malas obras, cojan miedo y huyan ante vosotros como ante el
profeta Elías (I Re. 18,38-40). Entonces, por encima de las aguas veréis como
las huellas de un hombre que os traerla lluvia espiritual, la consolación del
Espíritu Paráclito.
Mis queridos hijos en el Señor,
auténticos hijos de Israel, ¿qué necesidad tengo de invocar la bendición sobre
vuestros nombres mortales, y de mencionarlos, si son efímeros? Ya sabéis que mi
amor por vosotros no se dirige a vuestro ser mortal; es un amor espiritual,
según Dios. Estoy convencido de esto: es grande vuestra dicha, que consiste en
haber tomado conciencia de vuestra miseria y haber afirmado en vosotros esta
esencia invisible que no pasa como el cuerpo. Pienso así porque esta dicha os
ha sido concedida ya desde ahora.
Estad bien convencidos de que
vuestro comienzo y adelantamiento en la obra de Dios no son tarea humana sino
intervención del poder divino que no cesa de asistiros. Tomad siempre a pecho
el ofreceros como víctima a Dios (Rom. 12,1) y acoged con fervor la fuerza que
os ayuda. Consolareis a Cristo Jesús en su Venida, y a toda la asamblea de los
santos. Y también a mí, pobre hombre, que sigo retenido dentro de este cuerpo
de barro, en medio de las tinieblas.
Si os insisto y si quiero daros
esta alegría es porque todos somos criaturas de la misma invisible esencia, que
tuvo comienzo pero no tendrá fin. Quien se conoce verdaderamente no tendrá duda
alguna acerca de su esencia inmortal.
Quiero, pues, que tengáis un
claro conocimiento de ello: Jesucristo nuestro Señor es el Verbo auténtico del
Padre, a partir del cual fueron creadas todas las naturalezas espirituales, a
imagen de la Imagen que es El, ya que El es la cabeza de toda la creación y del
cuerpo que es la Iglesia.
Así pues, somos miembros unos de
otros, y somos el cuerpo de Cristo (I Cor. 12,27). La cabeza no puede decir a
los pies: no os necesito; y si sufre un miembro todo el cuerpo se resiente y
sufre (I Cor. 12,21-26).
Por tanto un miembro separado del
cuerpo, sin unión con la cabeza, que busca el placer en las pasiones
corporales, está herido, por lo que hemos dicho, con una herida incurable. ha
perdido de vista tanto su principio como su fin.
He aquí por qué el Padre de la
creación tuvo piedad de esta herida que nos dañaba: ninguna criatura podía
curarla, sólo podía hacerlo la bondad del Padre. Envió, pues, a su Hijo Unico
el cual, viéndonos esclavos, tomó sobre sí la forma de esclavo (Fil. 2,7). El
ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó
el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados (Is.
53,5). Después nos ha reunido de todos los países para hacer que nuestro
corazón resucite de la tierra y para enseñarnos que todos somos una sola y
misma esencia, miembros unos de otros. Amémonos pues, profundamente unos a
otros: en efecto, quien ama a su prójimo amara Dios, y quien ama a Dios se ama
a sí mismo.
Tened también esto muy presente,
queridos hijos míos en el Señor, santos hijos de Israel por vuestro nacimiento.
Estad siempre dispuestos a acercaros al Señor para ofreceros a Dios como
víctimas puras, con esta pureza que nadie puede heredar si no la practica desde
aquí abajo. ¿Acaso ignoráis, queridos hijos, los funestos designios que sin
cesar alimenta contra la verdad el enemigo de la virtud? Estad, pues,
vigilantes, queridos hijos, no deis sueño a vuestros ojos ni reposo a vuestros
párpados(Ps. 131,4), sino gritad día y noche a vuestro Creador para que venga
de lo alto el socorro que proteger vuestro corazón y vuestros pensamientos y
los establecer en Cristo.
En verdad, hijos, ocurre que
habitamos la misma casa del ladrón y en ella estamos encadenados por los lazos
de la muerte.
Sí, os lo digo, este estado de
negligencia, de caída, de exclusión de la santidad, no sólo causa nuestra
perdición sino también el sufrimiento de los ángeles y santos de Cristo, pues
aún no les hemos dado nunca motivo de paz. Sí, hijos, es verdad que este estado
de caída en que estamos les causa tristeza y que, al contrario, nuestra
salvación y nuestra entrada en la gloria les proporcionar n gozo y alegría.
Sabedlo: desde el día en que se
puso en marcha la bondad del Padre no cesa de ayudarnos, hoy como ayer, a
escapar de esta muerte que hemos merecido. Porque hemos sido creados libres, y
los demonios nos acechan incesantemente. De ahí la palabra de la Escritura:
"El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege" (Ps.
33,8).
Ahora, hijos, quiero que sepáis
que desde que El vino en ayuda nuestra hasta hoy, quienes se excluyen de la
vida santa para seguir sus malos instintos son contados entre los hijos del
diablo. Quienes lo son, lo saben bien. Por eso se preocupan tanto de que cada
uno de nosotros haga su voluntad propia. Saben que si el diablo cayó del cielo
fue por su orgullo; por eso atacan primero al que se eleva a un grado de
eminente santidad, pues tienen habilidad para manejar el orgullo y la vanidad
que se encuentran entre nosotros. No olvidan que gracias a esta arma nos
separaron de Dios en otro tiempo.
Sabiendo también que el amor al
prójimo es semejante al amor a Dios, los enemigos de la santidad arrojan en
nuestro corazón una semilla de división y desean que entre nosotros se eleven
sentimientos de odio profundo que ya no nos permita dirigir la palabra al
prójimo, ni siquiera a distancia.
Y quiero que también sepáis,
hijos, que hay algunos, y su número es grande, que se han tomado muchas fatigas
durante toda su vida y que, por falta de discernimiento, lo han perdido todo.
Sí, hijos, no os sorprendáis si por negligencia o por falta de discernimiento
en vuestras acciones caéis peligrosamente, como pienso, hasta poneros al nivel
del diablo por haber pensado con demasiada facilidad que gozabais de la amistad
divina y si, en vez de la luz que esperabais, os alcanzan las tinieblas. Por
eso Jesús tuvo tanto interés en que, ceñidos con una toalla lavéis los pies a
vuestros inferiores (Jn. 13,4 y 5). Si El mismo nos dio ejemplo es para enseñarnos
a no perder de vista nuestro primer origen. Porque el orgullo está en el origen
del primer desorden, es lo primero que se vio aparecer. Por eso os es imposible
poseer el Reino de Dios a menos que grabéis en vuestro corazón, en vuestro
espíritu, en vuestra alma y hasta en vuestro cuerpo, una profunda humildad.
Puedo decir, hijos míos en el
Señor, que noche y día ruego a mi Creador, por el Espíritu recibido en
herencia, que abra los ojos de vuestro corazón para que comprendáis el amor que
os tengo. Que se abran también los oídos de vuestro corazón para que toméis
conciencia de vuestra miseria. Que quien tome conciencia de su vergüenza se
ponga inmediatamente en busca de la gloria a que está llamado; que quien
comprenda su muerte espiritual encuentre enseguida el gusto de la vida eterna.
Me dirijo a prudentes (I Cor.
10,15). De verdad, hijos, temo que durante el camino pueda atormentaros el
hambre en un lugar en que hubierais debido hallar abundancia. He deseado ir
junto a vosotros y veros con mis propios ojos, pero esperaré más bien el día,
ya próximo, en que podremos encontrarnos juntos, cuando hayan pasado los
sufrimientos, tristezas y gemidos, y la alegría sea nuestra corona (Is. 35,10;
Ap. 21,4). Quería deciros algo más pero, como dice el proverbio: "Da
consejos al sabio y se hará más sabio" (Prov. 9,9).
Queridos
hijos: os saludo a todos y a cada uno.
CARTA
QUINTA
Hijos,
reconoced la liberalidad de nuestro Señor Jesucristo: de rico que era, se ha
hecho pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza (II Cor. 8,9).
Su esclavitud nos ha devuelto la libertad, su debilidad nos ha dado la fuerza,
su locura nos ha enseñado la sabiduría. Pero esto no es todo: quiere también,
por su muerte, procurarnos la resurrección. Tenemos razón para elevar la voz y
decir: "Incluso si conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no es así:
porque en Cristo hay una creación nueva" (II Cor. 5, 16-17).
Os digo con verdad, queridos
hijos en el Señor, que, si tuviera que detallar los mensajes de salvación que
nos da, tendría mucho que decir; pero aún no ha llegado la hora. De momento me
basta con saludaros, queridos hijos míos en el Señor, hijos de Israel, nacidos
santos según vuestra naturaleza espiritual. A vosotros, que habéis deseado
acercaros a vuestro Creador, os conviene buscar la salvación de vuestras almas
en la Ley de la Alianza. Es verdad que, a consecuencia de nuestros innumerables
pecados, de nuestras funestas rebeldías, de nuestras pasiones sensuales, se ha
enfriado la Ley de la Promesa y se han embotado las facultades de nuestras
almas. Por la muerte en que estamos precipitados se nos ha hecho imposible
tener cuidado de nuestro verdadero título de gloria: nuestra naturaleza
espiritual. Por eso se lee en las divinas Escrituras: "Como en Ad n todos
los hombres morimos, en Cristo todos somos vivificados" (I Cor. 15,22).
Ahora es El la vida de toda
inteligencia espiritual entre las criaturas hechas a imagen de la Imagen que es
El mismo, pues es la auténtica inteligencia del Padre y su Imagen inmutable. Por
el contrario, las criaturas hechas a su imagen tienen una naturaleza mudable.
De ahí la desgracia que nos hirió, en la que todos hallamos la muerte y que nos
hizo perder nuestra condición primera de naturaleza espiritual. Por esta misma
razón, dejada nuestra primera naturaleza, adquirimos una morada de tinieblas en
que por todas partes reina la guerra.
Nosotros mismos hemos dado
testimonio de ello: no teníamos la menor noción de virtud. Pero Dios, nuestro
Padre, contemplando nuestra debilidad, nuestra incapacidad para revestir
nuestra verdadera naturaleza, quiso, por su bondad, visitar a sus criaturas
mediante el ministerio de los santos.
Os suplico a todos en el Señor,
queridos hijos, que os penetréis bien de cuanto os escribo porque mi amor hacia
vosotros no se dirige sólo a vuestros cuerpos sino que es caridad espiritual,
según Dios.
Volved vuestra alma hacia vuestro
Creador y rasgad vuestro corazón en vez de vuestro vestido (Joel, 2,13).
Preguntaos qué podríamos devolver al Señor por todas sus gracias. El se acuerda
siempre de nosotros por su gran bondad, por su indecible amor. Y aquí mismo, en
la presente morada de nuestra miseria, no nos ha dado lo que merecían nuestros
pecados. Su bondad es tan grande que ha querido que el mismo sol se ponga a nuestro
servicio en esta casa de tinieblas, y también la luna y las estrellas para
apoyo físico de un ser al que su propia debilidad condenaría a perecer. Sin
hablar de sus otros poderes, ocultos, pero también a disposición nuestra sin
que podamos verlos con los ojos corporales.
Así pues, ¿qué le devolveremos el
día del juicio?; o, si preferís, ¿qué beneficio podemos imaginar que ya no nos
haya concedido? Los Patriarcas, ¿no han sufrido por nosotros? ¿No nos han
enseñado los Sacerdotes? ¿Acaso no combatían por nosotros los Jueces y Reyes?.
¿No mataron a los Profetas por nosotros?. Los Apóstoles, ¿no sufrieron
persecución por nosotros? Y el Hijo predilecto, ¿no murió por nosotros?
Por nuestra parte dispongámonos
ahora a ir hacia nuestro Creador por el camino de la pureza. Porque viendo que
los santos, o más bien todas sus criaturas, no conseguían curar la profunda
herida de sus propios miembros, y conociendo la imperfección de su espíritu,
El, el Padre de las criaturas, les manifestó su misericordia, y por su gran
amor no perdonó a su Hijo Unico, al cual entregó por nuestros pecados para
salvación de todos (Rom. 8,32). "El ha sido herido por nuestras rebeldías,
molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con
sus cardenales hemos sido curados" (Is. 53,5). Así su Verbo omnipotente
nos ha reunido de todos los países para llevar a cabo la restauración de
nuestro espíritu caído y enseñarnos que somos miembros unos de otros.
Así, ya que hemos vuelto a
nuestro Creador, conviene que todos ejercitemos nuestra inteligencia y nuestro
espíritu para conocer exactamente la naturaleza propia del bien y para saber
discernir el mal, para conocer bien la Economía establecida por la venida de
Jesús a este mundo, el cual se ha hecho semejante a nosotros en todo excepto en
el pecado (Hb. 4,15).
Es verdad que a consecuencia de
nuestra gran malicia, del desorden de nuestra vida, de las pesadas
consecuencias de nuestra inestabilidad, la venida de Jesús fue para algunos un
escándalo, para otros un beneficio (I Cor. 1,23), para algunos sabiduría y
poder, para otros también resurrección y vida. Pero estad convencidos: su
venida fue el juicio del mundo entero. Está escrito: "He aquí que vienen
días - oráculo del Señor - en que todos me conocer n, pequeños y grandes, y no
tendrán que enseñarse unos a otros diciendo 'conoced a Yahvé '" (Jer.
31,33-34) porque seré yo quien hará resonar mi Nombre hasta los confines de la
tierra. Toda boca se cerrar y el mundo entero quedar bajo la soberanía de Dios
(Rom. 3,19). No conocían a Dios, no le daban gloria como a su Creador (Rom.
1,21), a consecuencia de su locura que les impedía comprender su sabiduría. Y
cada uno de nosotros se abandonaba a sus voluntades propias para cometer el mal
y hacerse esclavo de él. Por eso también se despojó Jesús de su gloria tomando
condición de siervo (Fil. 2,7) a fin de que su esclavitud fuera nuestra
libertad. Entregados a la locura habíamos conocido toda clase de males; El se
revistió con esta locura para que, hecha suya, fuera nuestra sabiduría.
Habíamos caído en la miseria y la miseria nos había arrebatado toda fuerza; El
abrazó la pobreza para colmarnos por ella de ciencia e inteligencia. Y esto no
fue todo: nuestra debilidad la hizo suya y su debilidad fue nuestra fuerza. Por
su Padre quiso obedecer en todo hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil. 2,8),
para que ella fuera nuestra resurrección y su dueño, el diablo fuera
aniquilado. Si esta liberación que nos ha traído su venida a este mundo llega a
hacerse verdaderamente nuestra, nos hará un día discípulos de Jesús, por quien
entraremos en la herencia divina.
A decir verdad, queridos hijos en
el Señor, es grande mi inquietud y mi espíritu está turbado y agitado. Hemos
tomado el hábito y llevamos el nombre de santos, título de gloria entre los
incrédulos, pero temo que se cumpla en nosotros la palabra de Pablo:
"Profesan seguir a Dios, mas con sus obras niegan su poder" (Tito
1,16; Rom. 2,20).
El amor que os tengo me hace
suplicar a Dios que os lleve a reflexionar sobre la vida que lleváis y a
considerar como herencia vuestra lo invisible. Sin duda, hijos míos, esto no
supera nuestra naturaleza sino que, normalmente, la corona, incluso si debemos
utilizar nuestras fuerzas en la búsqueda de Dios. Porque buscar a Dios, o
servirle, sigue siendo siempre para el hombre una búsqueda natural. El pecado
de que somos culpables es lo que está fuera y más allá de las condiciones
normales de nuestra naturaleza.
Hijos queridísimos en el Señor,
vosotros que habéis querido estar dispuestos a ofreceros a Dios como víctimas
puras, no os hemos ocultado nada de cuanto puede seros útil. Atestiguamos, más
bien, lo que nosotros mismos hemos visto (Jn. 3,11) porque los enemigos de la
santidad piensan incesantemente en atacar a quienes de verdad la desean. Estad
convencidos: el hombre carnal persigue siempre al espiritual (Gl. 4,29), y
quien quiere vivir piadosamente la vida de Cristo sufrir persecución (II Tim.
2,12).
Por este mismo motivo, Jesús
dirigía a sus apóstoles estas palabras confortadoras: "en este mundo tendréis
muchas tribulaciones, pero no temáis: Yo he vencido al mundo" (Jn. 16,33).
El sabía que a los apóstoles les esperan en este mundo inquietudes y pruebas.
Pero su paciencia vencer el poder del enemigo, es decir, la idolatría. Les
enseñaba también: "No temáis al mundo, sus males no tienen comparación con
la gloria que os espera (Rom. 8,18). Si han perseguido a los profetas antes que
a vosotros, también a vosotros os perseguir n; si a Mi me han odiado, también a
vosotros os odiar n (Jn. 15,20); pero no temáis porque vuestra paciencia vencer
el poder del enemigo".
Entrar en los detalles del tema
sería preparar un largo discurso, y está escrito: "da consejos al sabio y
se hará más sabio" (Prov. 9,9). Pocas palabras bastan para consolarnos.
Cuando el espíritu las ha aprendido ya no necesita de las palabras, con
frecuencia de doble sentido, de nuestra boca.
Pido por
la salvación de todos vosotros, queridos hijos en el Señor. Que la gracia de
nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros (II Cor. 13,13). Amén.
CARTA
QUINTA B
Es
grande mi alegría a causa de vosotros, hijos queridísimos, amados del Señor,
verdaderos hijos de Israel, santos según vuestra naturaleza espiritual.
Lo primero que importa al hombre
dotado de razón es conocerse a sí mismo; después conocer cuanto viene de Dios y
todas las gracias que de El recibe incesantemente. Que sepa también que cuanto
es pecado y merece reproche queda fuera de su naturaleza espiritual.
Nuestro Creador se dio cuenta de
que cuanto estaba así fuera de nuestra naturaleza procedía del libre albedrío,
y que también la muerte procede de él. Sus entrañas se conmovieron por nosotros
En su bondad, quiso conducirnos
de nuevo a nuestro estado original, que jamás debió desaparecer. No se perdonó
a sí mismo sino que visitó a sus criaturas para salvarlas a todas. Porque se
entregó por nuestros pecados. "El ha sido herido por nuestras rebeldías,
molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con
sus cardenales hemos sido curados" (Is. 53,5). Por su Verbo omnipotente
nos ha reunido de todas las regiones, de un extremo al otro del universo,
enseñándonos que éramos miembros unos de otros. Por esto, si el hombre dotado
de razón quiere ser absuelto cuando venga el Señor, le es preciso examinarse y
preguntarse qué podría devolver a Dios por todos los bienes que de El ha
recibido.
También yo, el más miserable de
todos, que estoy escribiendo esta carta despierto de mi sueño de muerte, he
pasado la mayor parte de los días que me fueron concedidos en la tierra
preguntándome, con lágrimas y gemidos, qué podría devolver al Señor por todo lo
que me ha dado. Verdaderamente no hemos carecido de nada en cuanto El ha
emprendido en favor de nuestra miseria. Nos ha dado ángeles como servidores; ha
ordenado a sus propios profetas que nos instruyan con sus oráculos; ha mandado
a sus apóstoles evangelizarnos. Más aún: ha pedido a su Hijo Único que tome la
condición de esclavo por nuestra causa.
Muy queridos míos en el Señor, a
vosotros, coherederos de los santos, os suplico despertéis en vuestros
corazones el temor de Dios. Os es preciso saber claramente que Juan, el
Precursor, bautizó para remisión de los pecados por causa nuestra a fin de que
después seamos santificados por el Espíritu en el bautismo de Cristo. Preparémonos,
pues santamente y purifiquemos nuestro espíritu para estar puros y dispuestos a
recibir el bautismo de Jesús y a ofrecernos como víctimas agradables a Dios. El
Espíritu Consolador recibido en el bautismo nos conduce de nuevo a nuestro
estado original. Nos hace entrar en nuestra heredad y aplicar de nuevo el oído
a su enseñanza. Porque cuantos han sido bautizados en Cristo han sido
revestidos de Cristo. Ya no hay hombre o mujer, esclavo o libre (Gl. 3,27). En
el mismo momento en que, recibiendo su santa herencia, acogen la enseñanza del
Espíritu Santo, les fallan sus recursos corporales: fallan la voz y la lengua y
adoran al Padre como es debido, en espíritu y en verdad (Jn. 4,23).
Sabed también esto, queridos
hermanos: no hay que esperar el juicio futuro cuando venga Jesús. Porque su
primer Adviento ya ha traído el juicio para todos. Y sabed también que los
justos y los santos, revestidos del Espíritu, oran sin cesar por nosotros para
que sepamos someternos humildemente a Dios, a fin de recuperar nuestra gloria
primera y tomar de nuevo el vestido que habíamos rechazado, el que corresponde
a nuestra naturaleza espiritual.
Con frecuencia también, a quienes
han sido revestidos del Espíritu se dirige una voz procedente del Padre y les
dice: "Consolad, consolad a mi pueblo, dice el Señor; sacerdotes, hablad
al corazón de Jerusalén" (Is. 40,1-2). Porque Dios viene siempre a visitar
a sus criaturas y a dar prueba de su bondad para con ellas.
En verdad os digo, queridos
hijos: está lejos de agotarse esta palabra de salvación y libertad por la que
hemos sido librados (Gl. 5,1). Está escrito: "Da consejos al sabio y se
hará más sabio" (Prov. 9,9).
Que el Dios de la paz os conceda
la gracia y el espíritu de discernimiento para permitiros comprender bien
cuanto os he escrito: son mandamientos del Señor. Y que el Dios de toda gracia
os guarde en el camino de la santidad en el Señor hasta vuestro último suspiro.
Ruego por la salvación de todos vosotros, queridos hijos en el Señor.
Que la
gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros (II Cor. 13,13).
Amén.
CARTA
SEXTA
El
hombre dotado de razón que se prepara a la liberación que le traerla Venida del
Señor, debe conocer lo que es, según su naturaleza espiritual. Porque si se
conoce, conoce igualmente la Economía de la salvación llevada a cabo por el
Creador y cuanto Él hace por sus criaturas.
Queridos hijos en el Señor, que
sois como mis propios miembros y coherederos de los santos, os suplico por el
Nombre de Jesucristo que obréis de tal modo que Dios os dé el espíritu de
ciencia para discernir y comprender que el gran amor que os tengo no es caridad
natural, sino espiritual, según Dios. ¿Tendré necesidad de escribir vuestros
nombres terrestres, que son efímeros? El que sabe su verdadero nombre también
conocer su sentido. He aquí por qué Jacob, en su combate nocturno con el ángel,
no cambió de nombre en toda la noche. Pero al llegar el día, recibió el de
Israel, que significa: "Espíritu-que-ve-a-Dios" (Gen. 32,24-28).
Creo que jamás habéis dudado que
los enemigos de la santidad piensa sin cesar en alguna mala jugada contra la
verdad. Por eso Dios no ha venido una sola vez a visitar a sus criaturas. Desde
el comienzo, la Ley de la Alianza puso a muchos en camino hacia el Creador. Les
enseñó a adorar a Dios como es debido. Pero la amplitud del mal, el peso del
cuerpo, las malas pasiones, hicieron impotente la Ley de la Alianza e
imperfectos los sentidos interiores. Imposible recobrar el estado de la primera
creación. El alma, aunque inmortal y no sometida a la corrupción como el
cuerpo, no llegó a liberarse por su propia justicia. He aquí por qué Dios, en
su bondad, le hizo conocer, mediante la Ley escrita, el modo de adorar al
Padre.
No olvidéis esto: Dios es uno.
Igualmente toda naturaleza espiritual está fundada en la unidad. Donde no reina
la unidad y la armonía, se prepara la guerra.
Constató el Creador que la llaga
se estaba envenenando y que era preciso recurrir a un médico: Jesús, que ya
había creado a los hombres, vino a curarlo. Sin embargo, envió precursores
delante de El. No vacilamos en afirmar que Moisés, por quien se dio la Ley, fue
uno de esos profetas, y que el Espíritu que caminaba con él fue también el
apoyo de toda la asamblea de los santos. Pero todos, en su oración, llamaban al
Hijo Único de Dios.
Juan es también de esos profetas.
Por eso está escrito: "La Ley y los profetas llegan hasta Juan" (Lc.
16,16), y "El Reino de los cielos padece violencia y sólo los violentos lo
arrebatan" (Mt. 11,12). Quienes habían sido revestidos del Espíritu
comprendieron que nadie entre las criaturas podía curar esta profunda herida,
sino la bondad del Padre: el Hijo Único enviado para salvar al mundo. El es el
gran médico que puede curarnos de esta profunda herida. Así pues, rogaron a
Dios y a su bondad.
El Padre no perdonó a su Hijo
Único para salvarnos a todos; lo entregó por todos nosotros (Rom. 8,32).
"El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El
soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados"
(Is. 53,5). Por su Verbo omnipotente nos reunió de todos los países, de un
extremo a otro de la tierra. Ha resucitado nuestro corazón de la tierra para
enseñarnos que somos miembros unos de otros.
Os pido, queridos hijos en el
Señor, que consideréis este escrito como un mandamiento del Señor. Es muy
importante, en efecto, comprender bien el estado que Jesús abrazó por nosotros:
"Se hizo semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado" (Hb.
4,15). A nosotros toca ahora trabajar por nuestra liberación, gracias a su
Venida. Que su locura sea nuestra sabiduría, su pobreza nuestra riqueza, su
debilidad nuestra fuerza. Que obre en nosotros su resurrección y derrote al que
detentaba las llaves de la muerte. Entonces dejaremos de invocar a Jesús de forma
demasiado exterior y material. Pues la Venida de Jesús nos invita a un servicio
más alto en el día en que quedar n destruidas nuestras iniquidades. Entonces no
dirá : "Ya no os llamo siervos, sino hermanos" (Jn 15,1). Una vez,
pues, que ha sido dado el espíritu de filiación adoptiva a los apóstoles, el
Espíritu Santo les enseña cómo adorar al Padre en verdad.
En cuanto a mí, pobre y maldito
de Cristo, la edad a que he llegado me ha traído gozo y gemido de lágrimas.
Porque muchos de nuestra generación han vestido el hábito de la obra de Dios
sin conocer su poder (II Tim. 3,5). Me alegran quienes se han dispuesto y están
preparados a su liberación, gracias a la Venida de Jesús. Pero otros, que
pretenden llevar su existencia en el Nombre de Jesús y, de hecho, siguen su
propia voluntad tanto en sus sentimientos como en sus actos, me hacen llorar.
Aquellos a quienes el tiempo les parece siempre largo, que se han dejado
desanimar, que han rechazado el hábito de la obra de Dios para colocarse a
nivel de los animales, me hacen derramar muchas lágrimas. Es, pues, preciso que
sepáis que estos ser n severamente condenados cuando venga Jesús. Pero
vosotros, queridos hijos en el Señor, comprended bien lo que sois para
aprovechar vuestro tiempo, y preparaos a ofreceros como víctima agradable a
Dios.
Sí, es verdad, queridos hijos en
el Señor, os escribo esto como a quienes pueden comprender (I Cor. 10,15)
porque sois capaces de tener incluso un conocimiento justo de vuestro estado. Y
ya sabéis que quien se conoce a sí mismo conoce a Dios y la Economía de la
salvación que prepara para sus criaturas.
Y sabed también que no es un amor
puramente natural el que os tengo, sino un amor espiritual, según Dios, ese
Dios que encuentra su gloria en la asamblea de los santos (Ps. 78,8).
Preparaos, pues, porque aún tenemos intercesores que rueguen a Dios para que
ponga en nuestro corazón ese fuego derramado en la tierra por Jesús (Lc.
12,49). Así ejercitaréis vuestro corazón y vuestros sentidos para discernir el
bien del mal, la derecha de la izquierda, lo sólido de cuanto no lo es.
Sabía Jesús que la materia de que
está hecho este mundo está en manos del diablo. Llamando a sus discípulos les
dijo "No acumuléis tesoros sobre la tierra, no os inquietéis por el
mañana, cada día tiene su afán" (Mt. 6,19 y 34).
Sí, queridos hijos, cuando los
vientos se calman el piloto se distrae; pero si se alza un viento violento y
contrario, muestra su competencia. A vosotros toca reconocer el tiempo al que
hemos llegado.
Estas palabras de salvación requerirían
una explicación más detallada, pero basta dar un poco al sabio para que se haga
más sabio (Prov. 9,9).
Queridos
hijos, os saludo a todos, del menor al mayor (Hc. 8,10). Amén.
CARTA
SÉPTIMA
Antonio
os saluda, queridos hermanos en el Señor: el gozo sea con vosotros.
No me cansaré de recordaros,
miembros de la Iglesia católica. Sabedlo: el amor que os tengo no es puramente
natural, sino espiritual y según Dios. Porque en nosotros el amor simplemente
natural es débil, inconstante, incesantemente abatido por vientos mudables.
Los que temen al Señor y guardan
sus mandamientos son sus servidores. Tal servicio aún no es la perfección, pero
es la justicia que, poco a poco, nos conduce al Espíritu de filiación. He aquí
por qué los profetas, los apóstoles, las asambleas de los santos, los escogidos
por Dios y a quienes se confió la predicación apostólica, todos por la bondad
de Dios Padre, estaban unidos en Jesucristo. El apóstol Pablo dice,
efectivamente: "Pablo, prisionero de Jesucristo, elegido para ser
apóstol" (Rom. 1,1; Ef. 3,1).Que la Ley escrita os sea, pues, una ayuda en
vuestro santo servicio hasta el día en que os sea dado dominar las pasiones y
adquirir la perfección en el santo ejercicio de la virtud, gracias al don que
también recibieron los apóstoles.
Cuando estemos a punto de recibir
esta gracia nos dirá Jesús: "ya no os llamaré siervos sino amigos y
hermanos porque os he dado a conocer cuanto me ha enseñado el Padre" (Jn.
15,1). En efecto, quienes se han acercado a la gracia han recibido de ella la
enseñanza del Espíritu Santo, y han conocido su naturaleza espiritual. Ahora
bien, este conocimiento de ellos mismos les hace gritar y decir: "No hemos
recibido un espíritu de servidumbre para vivir en el temor, sino el espíritu de
adopción filial, que hace gritar ¡Abba!: ¡Padre!" (Rom. 8,15) para que
reconozcan el don de Dios. Porque somos herederos de Dios y coherederos de los
santos (Rom. 8,17).
Hermanos queridos, llamados a
compartir la herencia de los santos, ahora estáis cerca de todas las virtudes.
Todas os pertenecen, si no os cayereis en la vida carnal sino que
permaneciereis trasparentes ante Dios.
Ahora bien, el Espíritu de Dios
no entra en relación con un alma entregada al mal, no establecer su morada en
un cuerpo herido por el pecado. Es un poder santo, que sortea las asechanzas
del mal (Sab. 1,4-5).
Queridos hijos, escribo a
personas capaces de comprenderme, capaces de conocerse a sí mismas. Ahora bien,
quien se conoce, conoce a Dios; y quien lo conoce debe adorarlo como merece.
Sí, queridos hijos en el Señor,
conoceos a vosotros mismos porque quienes se conocen, conocen el tiempo en que
viven y, conociéndolo, pueden mantenerse, sin dejarse impresionar por las
doctrinas que corren.
Respecto
a Arrio, aparecido en Alejandría para decir cosas contrarias a nuestra fe
acerca del Hijo Unico de Dios, atribuyendo tiempo a Aquel que está fuera del
tiempo, límite a quien, al contrario de las criaturas, no tiene límite y
movimiento a un Ser inmutable, sólo diré esto: si el hombre ofende al hombre,
los hombres rogar n a Dios por él; pero si ofende a Dios ¿quienes rogará por
él? (I Sam. 2,25). Este hombre ha querido hacer demasiado por sus propias
fuerzas y el mal que así ha contraído no tiene remedio. Si hubiera tenido el
conocimiento propio de que hablo, su lengua no hubiera dicho lo que ignora.
Tras lo que ha ocurrido, está claro que no se conocía a sí mismo.
CARTA
A TEODORO
Antonio
a Teodoro, su hijo querido: gozo en el Señor. Sabía que el Señor no haría nada
sin revelar su sentido a sus servidores, los profetas. No me parecía, pues,
necesario indicarte lo que el Señor me ha revelado hace ya tiempo. Pero acabo
de ver a tus hermanos, con Teófilo y Copres, y Dios me ordena escribirte lo
siguiente:
Muchos de los que adoran a Cristo
en verdad, y esto no puede decirse que en todo el mundo, han caído en el pecado
después de su bautismo. Pero han llorado y se han arrepentido, y Dios ha
acogido sus lágrimas y su arrepentimiento. Hasta el día en que te envío esta
carta ha borrado los pecados de quienes así se han portado. Léela a tus
hermanos para que se alegren al escucharla.
Saluda a
los hermanos. También te saludan los hermanos de aquí. Pido para que obres bien
en el Señor.
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