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jueves, 28 de noviembre de 2013

Adoración de los tres Reyes (según revelaciones de Nuestro Señor Jesucristo a María Valtorta)


Adoración de los tres Reyes
(Escrito el 28 de febrero de 1944)


Veo a Belén, ciudad pequeña, ciudad blanca, recogida como una pollada bajo la luz de las estrellas. Dos caminos principales la cruzan en forma de cruz. La una viene del otro poblado y es el camino principal que continúa, la otra que viene de otro poblado, ahí se detiene. Varias callejuelas dividen este poblado, en que no se puede ver ningún plano con que se haya edificado, como noso­tros pensamos, sino que ha seguido las conformaciones del ter­reno, lo mismo que las casas han seguido los caprichos del suelo y de su constructor. Volteadas unas a la derecha, otras a la iz­quierda, otras fabricadas en el ángulo respecto del camino que pasa cerca de ellas, hacen que él tome la forma de una cinta que se tuerce, y no la de línea recta. Acá y allá se ve alguna plazoleta, que bien puede servir para mercado, bien para dar cabida a una fuente, o también porque se le construyó sin ningún plan, y se ha quedado allí como un trozo de tierra oblicuo, sobre el que no es posible construir algo.

Me parece que en el punto donde estoy es una de esas plazoletas irregulares. Debió haber sido cuadrada o al menos rectangular, pero se ha convertido en un trapecio, tan raro, que parece un triangulo agudo, achatado en el vértice. En el lado mas largo, la base del triángulo, hay una construcción larga y baja. La más grande del poblado. Por fuera hay una valla lisa por la que se ven dos portones, que están ahora cerrados. Por dentro, en el cuadro, hay muchas ventanas que dan al primer piso, mientras abajo hay pórticos que rodean el patio en que hay paja y excrementos esparcidos; también hay estanques donde beben agua los caballos y otros animales. Sobre las rústicas columnas hay argollas donde se atan los animales, y a un lado hay un largo tinglado para meter rebaños o cabalgaduras. Caigo en la cuenta de que es el albergue de Belén.

En los otros dos lados iguales hay casas y casuchas, algunas que tienen enfrente algún huerto, otras que no lo tienen. Entre ellas hay unas que con su fachada dan a la plaza y otras con su parte posterior. En la otra parte más estrecha, dando de frente al lugar de las caravanas, hay una sola casita, con una escalera externa que llega hasta la mitad de la fachada de las habitaciones. Todas las casas están cerradas, porque es de noche. No se ve a nadie por la calle.

Veo que en el cielo aumenta la luz de las estrellas, tan hermosas en el suelo oriental, tan resplandecientes y grandes que parecen estar muy cerca, y que sea fácil llegar a ellas, tocarlas. Levanto la mirada para saber cuál es la razón de que aumente la luz. Una estrella, de insólito tamaño que parece ser una pequeña luna, avanza en el cielo de Belén. Las otras parecen eclipsarse y ha­cerse a un lado, como las damas cuando pasa la reina, pues su esplendor las domina, las anula. De la esfera, que parece un enor­me zafiro pálido, al que por dentro encendiera un sol, sale un rayo al que además de su color netamente zafiro, se unen otros, cual el rubio de los topacios, el verde de las esmeraldas, el de ópalos, el rojizo de los rubíes, y los dulces centelleos de las amatistas. Todas las piedras preciosas de la tierra están en ese rayo que rasga el cielo con una velocidad y movimiento ondulante como si fuese algo vivo. El color que predomina es el que mana del centro de la estrella: el hermosísimo color de pálido zafiro, que pinta de azul plateado las casas, los caminos, el suelo de Belén, cuna del Salvador.

No es ya la pobre ciudad, que por lo menos para nosotros no pasa de ser un rancho. Es una ciudad fantástica de hadas en que todo es plata. Y el agua de las fuentes, de los estanques es un líquido diamantino.

La estrella con un resplandor mucho más intenso se detiene so­bre la pequeña casa que está en el lado más estrecho de la plazuela. Nadie la ve porque todos duermen, pero la estrella hace vibrar más sus rayos y su cola vibra, ondea más fuerte trazando como semicírculos en el cielo, que se enciende todo con esta red de astros que arrastra consigo, con esta red llena de piedras pre­ciosas que brillan tiñendo con los más vagos colores las otras estrellas, como para decirles una palabra de alegría.

La casucha está sumergida en este fuego líquido de joyas. El techo de la pequeña terraza, la escalerilla de piedra oscura, la puertecilla, todo es como si fuese un bloque de plata pura, espol­voreado con diamantes y perlas. Ningún palacio real de la tierra jamás ha tenido ni tendrá una escalera semejante a esta, por donde pasan los Ángeles, por donde pasa la Madre de Dios. Sus piececitos de Virgen Inmaculada pueden posarse sobre ese cán­dido resplandor, sus piececitos destinados a posarse sobre las gradas del trono de Dios.

Pero la Virgen no sabe lo que pasa. Vela junto a la cuna de su Hijo y ora. En su alma tiene resplandores que superan en mucho los resplandores de la estrella que adorna las cosas.

Por el camino principal avanza una caravana. Caballos enjaezados y otros a quienes se les trae de la rienda, dromedarios y camellos sobre los que alguien viene cabalgando, o bien tirados de las riendas. El sonido de las pezuñas es como un rumor de aguas que se mete y restriega las piedras del arroyo. Llegados a la plaza, se detienen. La caravana, bajo los rayos de la estrella, es algo fantástico. Los arreos, los vestidos de los jinetes, sus rostros, el equipaje, todo resplandece al brillo de la estrella, metales, cue­ro, seda, joyas, pelambre. Los ojos brillan, de las bocas la sonrisa brota porque hay otro resplandor que ha prendido en sus cora­zones: el de una alegría sobrenatural.

Mientras los siervos se dirigen al lugar donde se hospedan las caravanas, tres bajan de sus respectivos animales, que un siervo lleva a otra parte, y van a la casa a pie. Se postran, con la cara en el suelo. Besan el polvo. Son tres hombres poderosos. Lo indican sus riquísimos vestidos. Uno de piel muy oscura que bajó de un camello, se envuelve en una capa de blanca seda, que se sostiene en la frente y en la cintura con un cinturón precioso, y de este pende un puñal o espada que en su empuñadura tiene piedras preciosas. Los otros dos han bajado de soberbios caballos. El uno está vestido con una tela de rayas blanquísimas en que pre­domina el color amarillo. El capucho y el cordón parecen una sola pieza de filigrana de oro. El otro trae una camisola de seda de largas y anchas mangas unida al calzón, cuyas extremidades están ligadas en los pies. Está envuelto en finísimo manto, que parece un jardín por lo vivo de los colores de las flores que lo adornan. En la cabeza trae un turbante que sostiene una cade­nilla engastada en diamantes.

Después de haber venerado la casa donde está el Salvador, se levantan y se van al lugar de las caravanas, donde están los sier­vos que pidieron albergue.



Es después del mediodía. El sol brilla en el cielo. Un siervo de los tres atraviesa la plaza, por la escalerilla de la pequeña casa entra, sale, regresa al albergue.

Salen los tres personajes seguidos cada uno de su propio siervo. Atraviesan la plaza. Los pocos peatones se voltean a mirar a esos pomposos hombres que lenta y solemnemente caminan. Desde que salió el siervo y vienen los tres personajes ha pasado ya un buen cuarto de hora, tiempo suficiente para que los que viven en la casita se hayan preparado a recibir a los huéspedes.

Vienen ahora más ricamente vestidos que en la noche. La seda resplandece, las piedras preciosas brillan, un gran penacho de joyas, esparcidas sobre el turbante del que lo trae, centellea.

Un siervo trae un cofre todo embutido con sus remaches en oro bruñido. Otro una copa que es una preciosidad. Su cubierta es mucho mejor, labrada toda en oro. El tercero una especie de ánfora larga, también de oro, con una especie de tapa en forma de pirámide, y sobre su punta hay un brillante. Deben pesar, por­que los siervos los traen fatigosamente, sobre todo el que trae el cofre.

Suben por la escalera. Entran. Entran en una habitación que va de la calle hasta la parte posterior de la casa. Se va al huertecillo por una ventana abierta al sol. Hay puertas en las paredes, y por ellas se asoman los propietarios: un hombre, una mujer, y tres o cuatro niños.

Sentada con el Niño en sus rodillas. José a su lado, de pie. Se levanta, se inclina cuando ve que entran los tres Magos. Ella trae un vestido blanco que la cubre desde el cuello hasta los pies. Trenzas rubias adornan su cabecita. Su rostro está inten­samente rojo debido a la emoción. En sus ojos hay una dulzura inmensa. De su boca sale el saludo: "Dios sea con vosotros". Los tres se detienen por un instante como sorprendidos, luego se adelantan, y se postran a sus pies. Le dicen que se siente.

Aunque Ella les invita a que se sienten, no aceptan. Permanecen de rodillas, apoyados sobre sus calcañales. Detrás, a la en­trada, están arrodillados los siervos. Delante de si han colocado los regalos y se quedan en espera.

Los tres Sabios contemplan al Niño, que creo que tiene ahora unos nueve meses o un año. Está muy despabilado. Es robusto. Está sentado sobre las rodillas de su Madre y sonríe y trata de decir algo con su vocecita. Al igual que la mamá, está vestido completamente de blanco. En sus piececitos trae sandalias. Su vestido es muy sencillo: una tuniquita de la que salen los piece­citos intranquilos, unas manitas gorditas que quisieran tocar todo; sobre todo su rostro en que resplandecen dos ojos de color azul oscuro. Su boquita se abre y deja ver sus primeros dientecitos. Los rizos parecen rociados con polvo de oro por lo brillantes y húmedos que se ven.

El más viejo de los tres habla en nombre de todos. Dice a Ma­ría que vieron en una noche del pasado diciembre, que se prendía una nueva estrella en el cielo, de un resplandor inusitado. Los mapas del firmamento que tenían, no registraban esa estrella, ni de ella hablaban. Su nombre era desconocido. Nacida por vo­luntad de Dios, había crecido para anunciar a los hombres una verdad fausta, un secreto de Dios. Pero los hombres no le habían hecho caso, porque tenían el alma sumida en el fango. No habían levantado su mirada a Dios, y no supieron leer las palabras que El trazó, siempre sea alabado con astros de fuego en la bóveda de los cielos.

Ellos la vieron y pusieron empeño en comprender su voz. Quitá­ndose el poco sueño que concedían a sus cansados cuerpos, ol­vidando la comida, se habían sumergido en el estudio del zo­díaco. Las conjunciones de los astros, el tiempo, la estación, el cálculo de las horas pasadas y de las combinaciones astronómicas les habían revelado el nombre y secreto de la estrella. Su Nombre: « Mesías ».  Su secreto: « Es el Mesías venido al mundo ».  Y vinieron a adorarlo. Ninguno de los tres se conocía. Cami­naron por montes y desiertos, atravesaron valles y ríos; hasta que llegaron a Palestina porque la estrella se movía en esta dirección. Cada uno, de puntos diversos de la tierra, se había dirigido a igual lugar. Se habían encontrado de la parte del Mar Muerto. La voluntad de Dios los había reunido allí, y juntos habían con­tinuado el camino, entendiéndose, pese a que cada uno hablaba su lengua, y comprendiendo y pudiendo hablar la lengua del país, por un milagro del Eterno.

Juntos fueron a Jerusalén, porque el Mesías debe ser el Rey de Jerusalén, el Rey de los judíos. Pero la estrella se había ocultado en el cielo de dicha ciudad, y ellos habían experimentado que su corazón se despedazaba de dolor y se habían examinado para saber si habían en algo ofendido a Dios. Pero su conciencia no les reprochó nada. Se dirigieron a Herodes para preguntarle en qué palacio había nacido el Rey de los judíos al cual habían venido a adorar. El rey, convocados los príncipes de los sacerdotes y los escribas, les preguntó que dónde nacería el Mesías y que ellos respondieron: «En Belén de Judá. »

Ellos vinieron hacia Belén. La estrella volvió a aparecerse a sus ojos, al salir de la Ciudad santa, y la noche anterior había aumentado su resplandor. El cielo era todo un incendio. Luego se detuvo la estrella, y juntando las luces de todas las demás estrellas en sus rayos, se detuvo sobre esta casa. Ellos comprendieron que estaba allí el Recién nacido. Y ahora lo adoraban, ofreciéndole sus pobres dones y más que otra cosa su corazón, que jamás dejará de seguir bendiciendo a Dios por la gracia que les concedió y por amar a su Hijo, cuya Humanidad veían. Después regresarían a decírselo a Herodes porque él también de­seaba venir a adorarlo.

«Aquí tienes el oro, como conviene a un rey; el incienso como es propio de Dios, y para ti, Madre, la mirra, porque tu Hijo es Hombre además de Dios, y beberá de la vida humana su amar­gura, y la ley inevitable de la muerte. Nuestro amor no quisiera decir estas palabras, sino pensar que fuese eterno en su carne, como eterno es su Espíritu, pero, ¡Oh mujer!, si nuestras cartas, o mejor dicho, nuestras almas, no se equivocan, El, tu Hijo, es; el Salvador, el Mesías de Dios, y por esto deberá salvar la tierra, tomar en Sí sus males, uno de los cuales es el castigo de la muerte. Esta mirra es para esa hora, para que los cuerpos que son santos no conozcan la putrefacción y conserven su integridad hasta que resuciten. Que El se acuerde de estos dones nuestros, y salve a sus siervos dándoles Su Reino. Por tanto, para ser  nosotros santificados, Vos, la Madre de este Pequeñuelo nos lo conceda a nuestro amor, para que besemos sus pies y con ellos descienda sobre nosotros la bendición celestial. »

María, que no siente ya temor ante las palabras del Sabio que ha hablado, y que oculta la tristeza de las fúnebres invocaciones bajo una sonrisa, les presenta a su Niño. Lo pone en los brazos del más viejo, que lo besa y lo acaricia, y luego lo pasa a los otros dos.

Jesús sonríe y juguetea con las cadenillas y las cintas. Con cu­riosidad mira, mira el cofre abierto que resplandece con color amarillento, sonríe al ver que el sol forma una especie de arco iris, al dar sobre la tapa donde está la mirra.

Después los tres entregan a María el Niño y se levantan. Tam­bién María se pone de pie. Se hacen mutua inclinación. Después que el más joven dio órdenes a su siervo y salió. Los tres hablan todavía un poco. No se deciden a separarse de aquella casa. Lágrimas de emoción hay en sus ojos. Se dirigen en fin a la salida. Los acompañan María y José.

El Niño quiso bajar y dar su manita al más anciano de los tres, y camina así, asido de la mano de María y del Sabio, que se in­clinan para llevarlo de la mano. Jesús todavía tiene ese paso bamboleante de los pequeñuelos, y va golpeando sus piececitos sobre las líneas que el sol forma sobre el piso.

Llegados al dintel - no debe olvidarse que la habitación es muy larga - los tres arrodillándose nuevamente, besan los píes de Jesús. María se inclina al Pequeñuelo, lo toma de la manita y lo guía, haciéndole que haga un gesto de bendición sobre la cabeza de cada Mago. Es una señal algo así como de cruz, que los dedi­tos de Jesús, guiados por la mano de María, trazan en el aire.

Luego los tres bajan la escalera. La caravana está esperándo­los. Los enjaezados caballos resplandecen con los rayos del atar­decer. La gente está apiñada en la plazoleta. Se acercó a ver este insólito espectáculo.

Jesús ríe, batiendo sus manecítas. Su Madre lo ha levantado en alto y apoyado sobre el pretil que sirve de límite al suelo, y lo ase con un brazo contra su pecho para que no se caiga. José ha bajado con los tres Magos, y les detiene las cabalgaduras, mientras sobre ellas suben.

Los siervos y señores están sobre sus animales. Se da la orden de partir. Los tres se inclinan profundamente sobre su cabalga­dura en señal de postrer saludo. José se inclina. También María, y vuelve a guiar la manita de Jesús en un gesto de adiós y bendición.



Consideraciones acerca de la fe de los tres Reyes   
(Escrito el mismo día)


Dice Jesús:

«¿Y ahora? ¿Qué puedo deciros, oh almas, que sentís que la fe muere? Aquellos sabios del Oriente no tenían nada que les hubiese asegurado la verdad. Ninguna cosa sobrenatural. Tan solo sus cálculos astronómicos y sus reflexiones que una vida íntegra las hacían perfectas.

Y sin embargo tuvieron fe. Fe en todo: fe en la ciencia, fe en su conciencia, fe en la bondad divina. Por medio de la ciencia creyeron en la señal de la nueva estrella que no podía ser sino “La esperada " durante siglos por la humanidad: el Mesías. Por medio de su conciencia tuvieron fe en la voz de la misma, que, recibiendo "voces" celestiales, les decía: "Esa estrella es la se­ñal de la Llegada del Mesías”. Por medio de la bondad divina tu­vieron fe en que Dios no los engañaría, y como su intención era recta, los ayudaría en todos los modos para llegar a su objetivo.

Y lo lograron. Solo ellos, en medio de tantos otros que estudia­ban las señales, comprendieron esa señal, porque solo ellos te­nían en su alma el ansia de conocer las palabras de Dios con un fin recto, cuyo pensamiento principal era el de dar inmediata­mente alabanza y honra a Dios.

No buscaron su utilidad propia; antes bien las fatigas y los gastos no los arredraron, igualmente que no pidieron ninguna re­compensa humana. Pidieron solamente que Dios se acordase de ellos y que los salvase para siempre. Como no pensaron en nin­guna recompensa humana, de igual modo decidieron emprender su viaje sin ninguna preocupación humana. Vosotros os hubierais puesto a hacer miles de cavilaciones: " ¿Cómo podré hacer un viaje en naciones y pueblos de lenguas diversas? ¿Me creerán, o bien, me, tomaren como espía? ¿Qué ayuda me darán cuando tenga que pasar desiertos, ríos, montes? ¿Y el calor? ¿Y el vien­to de las altiplanicies? ¿Y las fiebres palúdicas? ¿Y las aveni­das? ¿Y las comidas diferentes? ¿Y el diverso modo de hablar? Y... y... y... ". Así pensáis vosotros. Ellos no. Dijeron con una audacia sincera y santa: " Tu, ¡Oh Dios! lees nuestros corazones y ves qué fin nos proponemos. Nos ponemos en tus manos. Concédenos la alegría sobrehumana de adorar a la Segunda Persona, hecha Carne, para la salvación del mundo”.

Basta. Se pusieron en camino desde las Indias lejanas (¹). Desde las cordilleras mongólicas por las que pasean tan sólo las águilas y los cóndores y Dios habla con el ruido de los vientos y torren­tes y escribe palabras de misterio en las páginas inmensas de los nevados. Desde las tierras en que nace el Nilo y corre, cual cinta verde-azul, al encuentro del Mediterráneo. Ni picos, ni selvas, ni arenales, océanos secos y mucho más peligrosos que los de agua, los detienen en su camino. Y la estrella brilla en sus noches, y no los deja dormir. Cuando se busca a Dios, las costumbres natura­les deben ceder su lugar a las impaciencias y a las necesidades sobrehumanas.

La estrella los llama desde el norte, desde el oriente, desde el sur, y por un milagro de Dios los guía hacia un punto, los reúne después de tantas distancias en ese punto, y por otro milagro, les anticipa la sabiduría de Pentecostés, el don de entenderse y de hacerse entender como acaece en el paraíso, donde se habla una sola lengua: la de Dios.

Hubo un momento en que el susto se apoderó de ellos y fue cuando la estrella desapareció. Y humildes porque eran realmente grandes, no pensaron que fuese por la mala voluntad de otros, por los de Jerusalén que no merecían ver la estrella de Dios, sino que pensaron haber ellos mismos desagradado en algo a Dios, y se examinaron con temblor y contrición prontos a pedir ser per­donados.

Su conciencia los serena. Almas acostumbradas a la medita­ción, tienen una conciencia delicadísima, siempre atenta, dotada de una introspección aguda, que hace de su interior un espejo en que se reflejan las más pequeñas manchas de los acontecimientos diarios: la hicieron su maestra, esa voz que advierte y grita, no digo ya, al menor error, sino a la posibilidad de error, a lo que es humano, a la complacencia de lo que es el ser humano. Por esto, cuando se ponen frente a esta maestra, a este espejo límpido y claro, saben que no mentirá. Ahora los tranquiliza nue­vamente y emprenden el camino. 

“¡Oh qué dulce cosa es sentir que en nosotros no hay nada que desagrade a Dios! Saber que El mira con agrado el corazón del hijo fiel y que lo bendice. De esto viene aumento de fe y de con­fianza, como de esperanza, fortaleza, paciencia. Ahora la tempestad ruge, pero pasará porque Dios me ama y sabe que lo amo, y no dejará de ayudarme otra vez”. Así hablan los que tienen la paz que nace de una conciencia recta, que es reina de sus acciones.

Dije que eran "humildes porque eran realmente grandes”. Pero ¿qué sucede en vuestras vidas? Que uno, no porque es grande, sino porque abusa de su poder, por su orgullo y por vuestra ne­cia idolatría, jamás es humilde. Hay algunos desventurados que, solo por ser mayordomos de un poderoso, jefes de una oficina, o empleados en algún departamento, en una palabra, siervos de quienes los han hecho, se dan aires de semidioses. Y que si causan lástima...

Los tres Sabios eran realmente grandes. Ante todo por una virtud sobrenatural, después, por su ciencia, y finalmente por sus riquezas. Pero se tienen por nada: por polvo de la tierra, en comparación al Dios Altísimo que crea los mundos con su sonrisa y los esparce como granos para que los ojos de los ángeles se ale­gren con esos collares hechos de estrellas.

Se sienten nada respecto al Dios Altísimo que creó el planeta en que viven, y ha puesto en él toda clase de variedades. El Escul­tor infinito de obras sin fin, acá con un dedo puso una corona de colinas de suaves pendientes, allá picos y escarpaduras, cual si vértebras tuviese la tierra, y como si fuese un cuerpo gigantesco en que las venas son los ríos, la pelvis los lagos, el corazón los océanos, el vestido las forestas, los velos las nubes, los adornos los glaciales, gemas las turquesas y las esmeraldas, los ópalos y los berilos de todas las aguas que cantan, con las selvas y los vien­tos, cual un inmenso coro, las alabanzas a su Señor.

Pero sienten que valen nada por su saber con respecto al Dios Altísimo de quien les llega su sabiduría, y que les ha dado ojos más potentes que los de sus pupilas: ojos del alma que sabe leer en las cosas las palabras que la mano humana no escribió, sino el pensamiento de Dios.

Se sienten nada pese a sus riquezas, que son un átomo en com­paración de la riqueza del Dueño del universo, que esparce me­tales y joyas en los astros y planetas y riquezas sobrenaturales, riquezas inexhaustas, en el corazón de quien lo ama.

Y llegados ante una pobre casa, en la más pobre de las ciuda­des de Judá, no mueven la cabeza como diciendo: " Imposible", sino inclinan su cuerpo, se arrodillan, pero sobre todo inclinan el corazón y adoran. Allí detrás de esas pobres paredes, está Dios, el Dios a quien siempre han invocado, a quien jamás pensaron verlo ni por sueños. Lo invocaron por toda la humanidad, por " su" bien eterno. ¡Oh! solo deseaban poder verlo, conocerlo, poseerlo en la vida que no tiene ni auroras, ni crepúsculos.

El está allá, detrás de aquellas paredes. ¿Quién sabe si el co­razón del Niño, que siempre es el corazón de un Dios, no sienta palpitar estos tres corazones inclinados sobre el polvo del camino con: " Santo, Santo, Santo. Bendito el Señor Dios nuestro. Gloria a El en los cielos y paz a sus siervos. Gloria, gloria, gloria y ben­dición"? Ellos lo piden con un corazón tembloroso. Durante toda la noche y al siguiente día preparan su corazón por medio de la plegaria para entrar en comunión con el Niño-Dios. No se acercan a este altar que es un regazo virginal que lleva la Hostia divina, como vosotros soléis acercaros con el alma llena de preocupa­ciones humanas.

Se olvidan del sueño, de la comida. Y si se ponen los vestidos más hermosos, no es por orgullo humano, sino para honrar al Rey de reyes. En los palacios de los soberanos, los dignatarios entran con sus mejores vestiduras ¿y no debían presentarse ante este Rey con sus vestiduras de fiesta? ¿Y qué fiesta más grande para ellos que ésta?

¡Oh cuántas veces en sus lejanas tierras tuvieron que haberse arreglado por causa de los hombres, para ofrecerles alguna fiesta, para honrarlos. Justo era pues poner a los pies del Rey supremo la púrpura y los joyeles, las sedas y las plumas preciosas. Poner ante los pies, ante los delicados piececitos, las fibras de la tierra, sus piedras preciosas, sus plumas, sus metales - obras que son de El - para que también todo adorara a su Creador. Y serían felices si el Pequeñito les ordenase extenderse por el suelo y for­mar una incomparable alfombra para que caminase sobre todo, El que ha dejado las estrellas, por su causa.

Humildes y generosos. Obedientes a los "voces" de lo alto. Ordenan que se presenten sus dones al Recién nacido. Y los lle­van. No dicen: "El es rico y no tiene necesidad. Es Dios y no co­nocerá la muerte”. Obedecen. Fueron ellos los primeros en haber socorrido la pobreza del Salvador. ¡Cuán necesario será el oro cuando tenga que huir! ¡Cuán significativa esa mirra cuando tenga que morir! ¡Cuán santo ese incienso que olerá la hediondez de la lujuria humana que hala alrededor de su pureza infinita!

Humildes, generosos, obedientes y respetuosos el uno para con el otro. Las virtudes siempre producen otras virtudes. Las virtu­des que miran a Dios, son las que miran al prójimo. Respeto, que es después caridad. Al de mayor edad se le deja que hable por todos, que sea el primero en recibir el beso del Salvador, de tomarlo por su manita. Los otros lo podrán volver a ver, pero él, no. Está viejo y su día en que regrese a Dios está cercano. Verá al Mesías después de su terrible muerte y lo seguirá, en el ejérci­to de los salvados, cuando regrese al cielo, pero no lo verá sobre esta tierra; y así pues, como por viático, le concede que toque su manita y que la estreche.

Los otros no tienen ninguna envidia, antes bien su respeto ha­cia el viejo sabio aumenta. Más que ellos ha sido hecho digno, y por largo tiempo. El Niño-Dios lo sabe. Todavía no habla, El, la Palabra del Padre, pero sus acciones son palabra; y sea bendita su inocente palabra que señala a éste como a su predilecto.

Hijos, hay otras dos enseñanzas que nacen de esta visión.

La actitud de José que sabe estar en " su " lugar. Presente cual custodio y tutor de la Pureza y Santidad; pero que no usurpa sus derechos. María con Jesús recibe los homenajes y oye las palabras. José se regocija con ello y no se inquieta por ser una figura secundaria. José es un justo: es el Justo. Y es siempre justo, aún en esta hora. Los humos no se le suben a la cabeza. Permanece humilde y justo.

Ve con gusto los regalos, porque piensa que con ellos podrá ha­cer que la vida de su Esposa y del dulce Niño sea más llevadera. José no los desea por ambición. Es un trabajador y seguirá tra­bajando. ¡Pero que sus dos amores tengan desahogo y consuelo! Ni él ni los Magos saben que esos dones servirán cuando llegue la hora de huir y cuando vivan en el destierro, en esas circunstan­cias en que las riquezas se esfuman, cual nubes empujadas por vientos, y para cuando regresen a la patria, después de que todo perdieron, clientes y muebles, y tan sólo quedaron las pare­des de la casa, que Dios protegió porque allí la Virgen recibió el Anuncio.

José es humilde, él, el custodio de Dios y de la Madre de Dios, hasta tomar las riendas cuando subían sobre sus cabalgaduras estos vasallos de Dios. Es un pobre carpintero, porque la fuerza de los poderosos le ha quitado su herencia cual merece por ser descendiente de David. Pero siempre es de estirpe real y sus ac­ciones lo son. También de él está dicho: "Era humilde porque era realmente grande".

La ultima enseñanza, que es muy consoladora.

Es María la que toma la mano de Jesús, que no sabe todavía bendecir, y hace que lo haga.

María es siempre la que toma la mano de Jesús y la que la guía. Aún ahora. Ahora que Jesús sabe bendecir. Algunas veces su mano llagada cae cansada y como sin esperanza porque sabe que es inútil bendecir. Vosotros echáis a perder mi bendición. Irritada se baja, porque me maldecís. Y entonces María es la que quita la ira de esta mano con besarla. ¡Oh, el beso de Mi Madre!  ¿Quién puede resistir a ese beso? Y luego toma con sus delgados y finos dedos, pero tan amorosamente imperiosos, mi pulso y me obliga a bendecir. No puedo rechazar a Mi Madre, es menester ir a Ella para que sea vuestra Abogada.

Es Mi Reina antes de que sea la vuestra; y su amor por vosotros tiene benevolencias, que ni siquiera el mío conoce. Y Ella, aún sin palabras, pero con las perlas de su llanto y con el recuerdo de Mi Cruz, cuya configuración me hace trazar en el aire, habla por vuestra causa y me dice: "Eres el Salvador. Salva".

Este es, hijos, el "Evangelio de la fe" en la aparición de la escena de los Magos. Meditadlo e imitadlo para vuestro bien.»

(¹) La Escritora añade la siguiente nota: "Jesús me dice después, que por indias quiere señalar el Asia meridional. que comprende ahora el Turquestán, Afganistán y Persia "

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