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lunes, 28 de octubre de 2013

¡No desesperar!



 



El Señor llama al arrepentimiento al alma que ha pecado, si ella retorna al Señor, Él en su misericordia la acoge y se le manifiesta.

El alma de un hombre así ha conocido a Dios, al Dios bueno, piadoso y dulcísimo (cf. Sal 103, 8), lo ha amado intensamente y, insaciable, lo anhela con amor ardiente y total. Ni de día, ni de noche, ni siquiera por un momento logra separarse de él.

Cuando, en cambio, la gracia disminuye, ¿con qué se comparará el dolor del alma? Con atormentadas invocaciones se dirige a Dios para que haga volver a él la gracia de la cual ya ha podido gustar toda su dulzura.

¡Extraordinario! El Señor no me ha olvidado, ¡a mí su criatura caída! Hay quien se desespera porque cree que el Señor no perdonará su pecado. Pero semejantes pensamientos vienen del adversario. La misericordia del Señor es tan grande que nosotros nunca logramos percibirla en plenitud. El alma que en el Espíritu Santo ha sido colmada por el amor de Dios conoce verdaderamente lo desmesurado del amor del Señor por los hombres. Y cuando pierde este amor, entonces se angustia, se abate, su mente no piensa en otra cosa más que en buscar sólo a Dios.

Un diácono un día me contaba: “He visto a Satanás vestido de ángel de luz y me ha alagado diciéndome: “¡Yo amo a los ambiciosos: serán mi propiedad! ¡Tú eres ambicioso y por esto te tomaré conmigo!” Pero yo le respondí: “Soy el peor de todos.” Satanás, entonces, inmediatamente desapareció.”

También yo viví algo semejante cuando se me aparecían los demonios. En mi temor exclamé: “Señor, mira que los demonios me impiden orar. Dime tú qué debo hacer para que se alejen de mí”. Y el Señor me reveló: “Los demonios no cesan de atormentar a las almas orgullosas”. Le contesté: “Señor, ilumíname, ¿qué pensamientos hacen humilde a mi alma? Y esta es la respuesta que recibí: “¡Mantén tu espíritu en los infiernos y no desesperes!”

Desde entonces comencé a hacer así y todo mi ser ha encontrado paz en Dios.

Mi alma aprende la humildad del Señor. Misterio insondable. El Señor se me ha manifestado y ha herido mi corazón con su amor, luego se ha escondido y ahora mi alma anhela a Dios día y noche (cf. Sal 42, 2 s). Él, como pastor bueno y misericordioso, ha venido a buscarme, a mí su oveja herida por los lobos, y me ha curado.

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