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viernes, 30 de agosto de 2013

Dios prefiere a los pequeños y a los últimos

 

Toda la Biblia está atravesada por la preferencia de Dios por los pequeños y los últimos: Abel era menor que Caín, pero era su sacrificio el que complacía al Señor (Gen 4,4); Jacob no era el hijo mayor de Isaac, pero fue a él a quien Yahvé bendijo y a quien prometió: "Yo estoy contigo; te guardaré adondequiera que vayas, no te abandonaré hasta que haya cumplido lo que te he dicho" (Gen 28,15). Los dos hijos menores de Jacob fueron sus preferidos y ante José se inclinaron todos sus hermanos (Gen 37,7). Moisés era torpe de lengua y Jeremías sólo un muchacho, pero fueron ellos los escogidos por el Señor para ser uno jefe y otro profeta de su pueblo (Ex 4,10; Jer 1,6). David era el más pequeño de su casa y el Señor lo eligió cuando era sólo un adolescente que andaba detrás del ganado (1Sam 16,1-13) y si venció a Goliat no fue con el poderío de su lanza, sino con su honda de pastor (1Sam 17,12-58).
Es significativa la narración de la victoria de Gedeón a Madián: "Yahvé dijo a Gedeón: - Es demasiado numeroso el pueblo que te acompaña para que ponga yo a Madián en sus manos; no se vaya a enorgullecer Israel de ello a mi costa diciendo: ¡Mi propia mano me ha salvado! Ahora pues, pregona esto a oídos del pueblo: – El que tenga miedo y tiemble, que se vuelva y mire desde el monte Gelboé. 22.000 hombres de la tropa se volvieron y quedaron 10.000. Yahvé dijo a Gedeón: – Hay todavía demasiada gente; hazles bajar al agua y allí te los pondré a prueba. Aquel de quien te diga: «Que vaya contigo, ése irá contigo». Y aquel de quien te diga: «Que no vaya contigo», no ha de ir. (...) Entonces Yahvé dijo a Gedeón: – Con esos trescientos hombres os salvaré, y entregaré a Madián en tus manos (Jue 7,1-8).
Miqueas sitúa a la pequeña Belén por encima de la soberbia Jerusalén: "Pero eres tú, Belén Efratá, la menor entre las familias de Judá, de donde me ha de salir aquel que ha de dominar en Israel" (Mi 5,1).
Y las mujeres representan también esa misma condición de pequeñez que permite la manifestación de la fuerza del Señor: Él edificó la casa de Israel a partir de mujeres estériles (Sara, Rebeca, Raquel, Ana...); fue una humilde viuda pagana la que sostuvo la vida de Elías (1Re 17) y cuando los israelitas temblaban bajo la amenaza de enemigos invencibles, despertaron Débora, Yael y Judit, y la altivez de Sísara y Holofernes fue derribada por su mano (Jue 5; Jud 12 9-16). Por eso el Salmo proclama: "Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas" (Sal 127).
La Biblia conserva la memoria los nombres de muchos hombres y mujeres de los que no ensalza su poder ni su fuerza, sino su capacidad para dejar al Señor actuar en ellos y proclama que la casa de Israel está edificada sobre ellos.
Esta convicción se prolonga en el NT, como contraste con una sociedad donde el estatus de los niños era de insignificancia y hasta de cierto desprecio y minusvaloración. Como contraste, “un niño” se convierte para Jesús en la manera de designar a los sencillos, humildes y pobres que, conscientes de sus carencias y al no tener otra posibilidad que la de recibir, simbolizaban las actitudes de disponibilidad, receptividad y confianza.
Vivimos en una sociedad que graba a fuego en nuestra conciencia sus consignas de dominar y triunfar, en la que sólo se pronuncia el nombre de los que suben, de los que son sanos y fuertes, y sentimos la tentación de correr tras ellos, de cimentar nuestra vida sobre lo que sabemos, poseemos o creemos valer, negando en nosotros mismos y en los demás todo lo que suene a debilidad, carencia o límite. Jesús nos llama a dejar atrás nuestro "personaje", las máscaras tras las que nos escondemos, las defensas con las que intentamos protegernos o los méritos que intentamos acumular. Nos invitan a reconocer nuestra fragilidad y a aceptar nuestro desvalimiento, a abrirnos al asombro del amor de un Dios que nos acoge sin condiciones, como un padre o una madre a su hijo, no porque lo merezcamos sino porque no puede remediar querernos, porque se negaría a sí mismo si no fuera pura gratuidad.
Acoger su llamada nos permite sentirnos unidos a tantos hombres, mujeres y pueblos enteros olvidados por las crónicas internacionales, pero que son la niña de los ojos de Dios.
A partir de ahí podemos preguntarnos si nuestra idea de la vida cristiana va entrando en esta lógica del Reino, que se caracteriza, ante todo por la gratuidad de relaciones, si seguimos viviendo en clave de "puños", "méritos" y "adquisiciones".
Y examinar también cómo acogemos nosotros a los que nos parecen "pequeños": ¿con superioridad? ¿con respeto? ¿desde la convicción de que ellos son los primeros en el Reino?

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