Cada uno de los mártires nos presenta el testimonio de una fe inquebrantable. | |
La historia de la Iglesia está marcada por la sangre de miles y miles de mártires. En Palestina y en Italia, en Rusia y en España, en Canadá y en México, en China y en Japón, en Vietnam y en la India, en Uganda y en Túnez. La lista de lugares se hace larga, casi interminable. Conocer el nombre de los mártires resulta casi imposible. Muchos de ellos quedan en el anonimato. De otros sabemos apenas algunos datos imprecisos. Cada uno de los mártires nos presenta el testimonio de una fe inquebrantable. Ante la amenaza superaron el miedo. Ante las promesas de una vida más cómoda prefirieron la cárcel. Ante la espada o la pistola se aferraron a una palabra sencilla y decisiva: "creo". ¿Cómo lo lograron? ¿De dónde sacaron fuerzas? Algún día, desde el cielo, será posible escuchar el testimonio de cada mártir. Pero ya ahora intuimos cuál fue el origen de su victoria: la confianza en Cristo. Cada mártir confiesa, con su sangre y con su heroísmo, que es posible acoger el Amor, que la gracia es más fuerte que el pecado, que la fuerza se manifiesta en la debilidad (cf. 2Cor 12,9-10). La fuerza de cada mártir viene, por lo tanto, de Dios. Un bautizado acoge su Amor, confía en su misericordia, se deja sanar por la Sangre del Cordero. Desde la fe, junto a la esperanza, inicia el camino del amor. Y el amor culmina en el gesto de entrega total que es propio de cada mártir: dar la vida por el Amigo (cf. Jn 15,13-14, 1Jn 3,16). En el fondo de su corazón, miles de hombres y mujeres escucharon: "En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo" (Jn 16,33). Con su muerte se han convertido en testigos. Su sangre se une a la de Cristo. Visten ahora vestiduras blancas (cf. Ap 7,14-15), e interceden por la Iglesia peregrina, mártir y misionera. Nos enseñan el camino de la fidelidad que culmina en la victoria. Nos animan, con su humildad y su firmeza, a decir no al pecado y sí al amor y a la esperanza. |
*"Deja el amor del mundo y sus dulcedumbres, como sueños de los que uno despierta; arroja tus cuidados, abandona todo pensamiento vano, renuncia a tu cuerpo. Porque vivir de la oración no significa sino enajenarse del mundo visible e invisible. Nada. A no ser el unirme a Ti en la oración de recogimiento. Unos desean la gloria; otros las riquezas. Yo anhelo sólo a Dios y pongo en Ti solamente la esperanza de mi alma devastada por la pasión"
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