«¿Cómo,
pues, invocarán a aquel en el cual no
han creído? ¿Y cómo creerán a
aquel de quien no han oído? ¿Y
cómo oirán sin haber quién les
predique? ¿Y cómo predicarán
si no fueren enviados? Como está
escrito: ¡Cuán hermosos son los pies
de los que anuncian el evangelio
de la paz, de los que anuncian el
evangelio de los bienes!» (Rom. 10:
14, 15).
Observemos,
amigos queridos, que en el versículo 13
de este capítulo nos es presentado el
camino de la salvación en las palabras
más sencillas: «Todo aquel que
invocare el nombre del Señor, será
salvo.»
Recuerdo
que por espacio de muchos meses mi alma
recibió sostén por medio de este versículo.
Yo
anhelaba la salvación, pero creía que
no había esperanza alguna para mí, y
que sería rechazado de Dios por
demasiado pecador y duro de corazón
para con El, y que otros serían
salvados, y yo, perdido. Pero leyendo
estas palabras, hice lo que quisiera que
vosotros hicieseis; me así de ti, lo
acepté, me lo apropié, y fue para mí
como un salvavidas arrojado a un náufrago.
«Porque
todo aquel que invocare el nombre del Señor,
será salvo.» ¡Ah!, dije yo: Invoco
aquel bendito nombre e invocaré aquel
nombre glorioso; aunque perezca, no
dejaré de invocar aquel nombre sagrado.
La
invocación del nombre de Dios, la
confianza en Dios, y, por consiguiente,
el reconocimiento de Dios, esto es lo
que salva el alma.
Pero
debemos fijarnos más minuciosamente en
estas palabras: «Todo aquel que
invocare el nombre del Señor, será
salvo.»
Dice
primero: Todo aquel. Estas
palabras son muy extensas.
He
oído contar que cuando un hombre desea
hacer testamento antes de morir y piensa
dejar todos sus bienes a una sola
persona, su esposa, por ejemplo, debe
decir todos, y esto basta. No es
preciso que detalle las cosas ni que
haga una lista de los bienes que deja, a
fin de que, por olvido, no se omita
alguna cosa.
Lo
mismo sucede tocante al testamento de
Dios. No ha detallado quién, sino dice:
Todo aquel, para que su
testamento comprenda a todo hombre;
tanto al negro como al blanco y al
amarillo. Tanto al rico como al pobre,
al sabio como al ignorante. Comprende a
los de todas las clases y hasta al que
por su bajeza parece estar excluido de
todas, o al que por sus privilegios
parece ser de todas juntas.
Las
palabras todo aquel me incluyen a
mí y os incluyen a vosotros,
quienquiera que seáis. Así, sin
detalle, está muy bien, pues de otro
modo alguien podría quedar olvidado.
Muchas veces he pensado que si yo
hubiese leído en las Sagradas
Escrituras las palabras: «Si Carlos
Haddon Spurgeon invocare el nombre del
Señor, será salvo», no me darían
estas palabras tanta seguridad de la
salvación como me dan las otras, porque
pudiera ser que haya otro del mismo
nombre, y entonces tendría yo que
decir: «Seguramente tales palabras no
pueden referirse a mí.» Pero cuando el
Señor dice: «Todo aquel», no puedo
salir de este círculo. Es como una gran
red que coge al hombre entre sus mallas.
«Todo
aquel»; es decir: si yo invocare el
nombre del Señor, si tú lo invocaras,
si el hombre postrado, moribundo,
invocare el nombre del Señor, seremos
salvos.
¡Qué
extensión abarcan las palabras: «Todo
aquel»! Lo que sigue a ésta, ¡qué fácil
es! «Todo aquel que invocare el
nombre del Señor.» Cualquier persona
puede invocar el nombre del Señor;
todos saben lo que es llamar, pedir
auxilio. En momentos de apuro o de
peligro, habéis clamado: ¡Ayudadme,
socorredme! ¿No es así? Pues bien; el
que puede clamar así, puede también
invocar a Dios, invocar su ayuda y
misericordia y anhelar su piedad. Haciéndolo
con fe, como al hacerlo mostráis,
creyendo que Dios escuchará, el hombre
será salvo. No hay, pues, aquí
dificultad alguna que exija un teólogo
para explicarla. Las palabras: «Todo
aquel que invocare el nombre del Señor,
será salvo», son bien sencillas, y
cualquiera, por ignorante que sea, las
puede comprender. ¡Ojalá vosotros las
comprendierais y comenzaseis a invocar
el nombre del Señor en oración
ferviente!
Pero
he aquí otra palabra; una palabra de
seguridad. «Todo aquel que invocare el
nombre del Señor, será salvo.»
No hay aquí «puede ser», ni «tal vez»;
no hay duda alguna, sino la palabra
gloriosa será. Nuestras promesas
son débiles, pero cuando Dios dice «será
salvo», es más firme que las
montañas de rocas. «Todo aquel que
invocare el nombre del Señor será salvo»,
tan cierto como que Dios existe. El Señor
no se ha equivocado; no revocará su
declaración por algún cambio en su
propósito. «Todo aquel que invocare el
nombre del Señor, será salvo.» ¡Ojalá
muchos invocaran su nombre hoy y
hallasen salvación inmediata, que les
duraría en esta vida y por toda la
eternidad; pues la promesa «será salvo»,
llega hasta allí Tenemos, pues, aquí,
amigos, un remedio maravilloso para la
enfermedad del pecado; un remedio
sencillo y abundante, pero la dificultad
consiste en hacerlo llegar a la gente
que lo necesita. Voy a hablaros de esto
en lenguaje muy sencillo porque quiero ser
práctico, y ruego que, con la ayuda
del Espíritu de Dios, lo sea en todo
este discurso.
En
el texto hay cuatro necesidades en que
el apóstol
San
Pablo insiste.
La
oración a Dios invocando su nombre
salvará al hombre; pero, en primer
lugar, no hay oración verdadera sin
creer en el Señor. «¿Cómo, pues,
invocarán a aquel en el cual no han creído?»
En segundo lugar, No hay creencia sin
oír: «¿Y cómo creerán en
aquel de quien no han oído?» En tercer
lugar, No es posible oír sin haber q
¡en predique «¿Y cómo oirán sin
haber quien les predique?» Y en cuarto
lugar, No hay predicación efectiva
si no han sido enviados: «¿Y cómo
predicarán si no fueren enviados?»
En
primer lugar, pues, no hay oración
verdadera sin creer en el Señor. De
lo cual deduzco esta moral, a saber:
desde el momento que sentimos necesidad
de dirigirnos a Dios implorando de él
algún beneficio, creemos: que sólo por
la oración de fe podemos hallar la
salvación; que no habiendo oración sin
creer, el Señor nos ayuda a creer;
pues, ¿cómo oraríamos si no creyéramos,
ni cómo podríamos recibir respuesta a
nuestra oración?
Creo
que aquí entre los presentes hay
personas que han empezado a rogar a
Dios, v estoy seguro que si vuestra
oración es sincera, hay fe en ella;
pues, ¿pedirías a Dios la salvación
si no tuvieses la creencia que necesitas
ser salvado? Hay en esto cierto
grado de fe. ¿Pediríais de Dios la
salvación si no creyerais que hay un
medio de salvación por el cual el os
puede salvar? Hay cierto grado de fe
en creerlo así. Pienso que tienes la
creencia que hay un Salvador. Hay
también en esto cierto grado de fe y fe
eficaz en creer, que, no obstante tus
pecados y tu inclinación al mal, se ha
provisto salvación y un Salvador, que
puede también salvar perpetuamente a
los que por e1 se allegan a Dios. Puede
ser que no tengas mucha fe, pero
debes de tener algo, si estás
orando a Dios verdaderamente de corazón
y rogándole que te salve.
Creo,
también, que tienes un poco de fe en
que el Salvador te salvará. ¿Le
has rogado que lo haga? ¿Habrías
expresado tal deseo y te habrías
acercado en oración a él si no hubiese
algo de fe en tu corazón? Deseo
explicar el asunto sin exageraciones,
pero con toda claridad. Recordemos que
el valor de la fe no se mide por su
cantidad sino por su calidad; de modo
que un hombre que tiene mucha fe es más
feliz, pero no está más seguro que
otro de poca fe, puesto que la tiene,
aunque sea en poca cantidad.
Aunque
la tuya sea débil, el Señor te dirá:
«Tu fe te ha salvado; vete en paz.» La
fe que llega detrás de Cristo y toca el
borde de su manto es eficaz; y creo que
es esto lo que estás haciendo cuando
dices: «Señor Jesús, sálvame.» Si
esto es oración verdadera, si no es
fingida, si sale del corazón, hay, al
menos, una sombra, un tinte, si no un
color real, de fe en tu alma. Si no
fuese así, ¿cómo podrías invocar a
aquel en el cual no habías creído? ¿Invocaríamos
la ayuda de una persona si dudásemos de
su poder o de su voluntad en ayudarnos?
No; el acto mismo de pedir a alguno su
ayuda, prueba que tenemos alguna
confianza en que tal persona puede y
quiere ayudarnos. Pues si tú crees
tanto tocante a Cristo, y si tú confías
en el, creyendo que serás salvo,
aquella fe te llevará al cielo. Sin
embargo, yo quisiera que tuvieses todavía
más fe.
Creo
también que Cristo puede y quiere oírte.
Tú no habrás estado en tu
dormitorio invocando la misericordia de
Dios, si no hubieras creído que r-1
estaba escuchándote. Los seres
racionales no piden al vacío. Tú crees
que Cristo puede oírte y que, por
cierto, oye tus oraciones.
Creo
poder agregar también que tú confías,
hasta cierto grado, en
Jesucristo. Siendo que tú oras a
menudo a Él pidiendo el perdón de tus
pecados y que te dé nueva vida, es
prueba de que tienes alguna fe en Él.
Por tanto, permíteme suplicarte que
mientras sigas elevando tus peticiones,
mezcles más fe en ellas. «Con todas
tus ofrendas ofrecerás sal», y con
todas tus oraciones ofrecerás fe.
Cuando pidieres algo de Dios, cree y
recibirás; cuando pidieres la
misericordia de Dios, cree en su
misericordia; cuando pidieres su
socorro, cree que Dios te lo dará, pues
la fe es poderosa. «Conforme a vuestra
fe os sea hecho» (Mat. 9:29). Todos sabéis
lo que es creer. Creed y orad y la oración
de fe salvará vuestras almas. «Todo
aquel que invocare el nombre del Señor,
será salvo». ¿Cómo, pues, invocarán
a aquel en quien no han creído? La fe
tiene que estar primero. Cree, pues,
antes de hacer otra cosa. ¡Dios
conceda, en su misericordia, que algún
pobre pecador haya dejado de confiar en
las obras y en sus propios sentimientos,
y que confíe en Jesucristo! Ahí estás,
suspendido de un árbol, tienes miedo de
caerte y por eso te ases con todas tus
fuerzas; pero un hombre fuerte se pone
debajo y te dice: «Déjate caer en mis
brazos; yo te sostendré y soportaré tu
peso.» Si tienes confianza en el, te
dejarás caer en sus brazos. Eso mismo
tienes que hacer con Jesucristo; confíate
a e1 y deja toda otra confianza. Déjate
caer en sus brazos misericordiosos y serás
salvo.
Acuérdate,
pues, de esta primera lección, que no
puedes orar bien sin la fe.
II.
Ahora daremos otro paso adelante y
llegaremos a la segunda necesidad: Nadie
cree si no oye. «¿Y cómo creerán
en aquel de quien no han oído? La
palabra «oído» tiene aquí un sentido
muy amplio; el leer es una manera de oír.
No lo es solamente el escuchar con el oído;
pero es indispensable que de alguna
manera llegues al conocimiento de la
verdad y no puedes conocer lo que no
has oído, ni leído, ni aprendido. La
verdad debe serte presentada para que la
conozcas; de otro modo no es posible que
tengas fe. Pero nuestra fe no debe ser
como la de un hombre que, cuando le
preguntaron qué creía, dijo que creía
lo mismo que cree la iglesia. Bueno, le
dijeron; ¿y qué cree la Iglesia? Lo
mismo que creo yo, contestó. Sí; pero,
¿qué es lo que creen usted y la
Iglesia?, insistieron. Pues dijo creemos
una misma cosa; y no supo decir más.
Claro es que esta clase de creencia no
contiene ninguna clase de fe, sino
ignorancia absoluta, y nada más. «¿Cómo
creerán en aquel del cual no han oído?»
Para poder creer una cosa es necesario
conocerla del todo. Para llegar al
conocimiento de ella, se puede ir por el
camino de la lectura o por el de la
audición.
El
que desea tener fe, ¿qué deberá hacer
para obtenerla? ¿Deberá sentarse
tranquilamente y decir: «me esforzaré
en creer»? De ninguna manera.
Supongamos que yo te anunciase esta
noche la muerte del zar de Rusia y que
dijeses que quisieras creerlo. No podrías
conseguirlo por un esfuerzo mental, sino
buscarías pruebas que te confirmaran la
certeza de mi anuncio, o esperarías a
leer los telegramas a la mañana
siguiente y así te convencerías de si
era o no verdad. Así, no es un acto de
voluntad solamente lo que produce la fe.
«La fe viene por el oír.» Oye, pues. Cuanto
más a menudo oigas el evangelio,
tanto mejor para ti; quiero decir:
si hasta ahora no has creído en el
Evangelio, mientras estés oyéndolo hay
esperanza de que llegues a creerlo;
puede ser que, insensiblemente, penetre
en tu corazón la verdad. Habiéndola oído
repetidamente, puede ser que te
encuentres creyendo que Jesús murió en
la cruz por ti. Yo aconsejo a todos los
que buscan a Cristo que escuchen muy a
menudo el Evangelio de Cristo.
Pero
te aconsejo, además, que escuches bien
el Evangelio. Oye y entiende a la vez;
escucha como escucharías si el
predicador te explicase la manera de
ganar una fortuna en diez minutos. ¡Cómo
escucharíais todos en tal caso, y todos
os esforzaríais para tener buen sitio
para oír bien! Y ¡cómo tomaríais
nota de todo lo que oyeseis! Oye, pues,
amigo, el Evangelio de esta manera, ya
que se trata de algo mucho más valioso
que una fortuna; se trata de tu alma
inmortal. Tu dicha eterna, o tu eterna
condenación depende de oír o no oír
el Evangelio. Oye con frecuencia pues, y
oye bien.
Trata
de oírlo de tal manera que puedas
comprenderlo, y si no puedes
encontrar un predicador que proclame el
Evangelio completo, haz lo que es mejor,
escudriña la Biblia misma. Lee todo
este bendito libro, estúdialo con la
ayuda de los mejores comentaristas; esfuérzate
en comprender la verdad y pruébala por
experiencia. Estudia el Santo Libro y
vete al culto haciéndote estas o
parecidas reflexiones: «Tengo que creer
algo y estoy resuelto a saber qué;
quiero enterarme del principio al fin, a
fondo y en sus detalles, y así sabré
qué creo y por qué creo. Si vienes a oír
con semejante preparación, creerás.
Finalmente,
oye el Evangelio, pero asegúrate de que
lo que oyes es el Evangelio. Oímos, a
veces, hermanos elocuentes y hábiles,
pero, generalmente, se puede decir que
estos hábiles y elocuentes son los
peores, pues donde se ven tanto las
cualidades del hombre suele verse poco
de su Señor. Cuando se pone todo el
empeño en emplear figuras retóricas,
en redondear las frases y en entusiasmar
a la gente por medio de la elocuencia,
suele perderse de vista el Evangelio. ¡Que
tengan estos hombres su tribuna en un
ateneo, los lunes; pero tengamos
nosotros los domingos y dediquémoslos,
especialmente, a la tarea de presentar a
Cristo como Salvador de los hombres! No
conviene el palabreo; si los hombres no
van al cielo, van al infierno, y es
menester esforzarnos para que no caigan
en la desdicha eterna. ¡Dios nos ayude
en este asunto importantísimo!
Oye
lo que Dios ha enviado para tu corazón
y tu conciencia. Oye la palabra que te
habla del Cristo, del cielo y de cómo
llegar allí; oyéndolo, estás en
camino de creerlo.
III.
En tercer lugar, no se oye el
Evangelio sin que haya quien lo
predique... «¿Y cómo oirán si no
hay quien les predique?» Pues
prediquemos. Alguien tiene que hacer
conocer la verdad a los hombres; si no
hay quien lo anuncie, no llegarán a
conocer la verdad de que hay un
Salvador. El Evangelio no será revelado
a los hombres por medios sobrenaturales;
tenemos que ir a anunciarlo. No aprenderán
si no hay quien se lo enseñe; nadie
tendrá conocimiento del mismo si no hay
quien lo dé a conocer, ya en conversación,
ya por medio de lectura o por medio de
la predicación. Hay que darlo a conocer
a las personas, pues... «¿Cómo creerán
en aquel de quien no Van oído, y cómo
oirán si no hay quien les predique» ¿Quién,
pues, debe predicar el Evangelio? Todos
los que pueden, deben anunciarlo. El
que tiene el don de predicar, es
responsable del uso de este don. Me
extraña mucho ver que algunos
cristianos toman tan a pecho y con tanto
entusiasmo las cuestiones políticas,
sociales o de cualquier otra clase, pero
que nunca hablan de Jesucristo. Tendrán
que dar cuenta de haber empleado mal
este don; pues el hombre que sabe
razonar, argumentar o discutir un asunto
cualquiera, debe también saber anunciar
el Evangelio y cuidar de hacerlo. Hay
muchos que debieran predicar el
Evangelio que no lo hacen; y todos los
que lo conocen están obligados a darlo
a conocer. «Y el que oye diga: Ven» (Apoc.
22:17). Tal vez diga alguno: «Yo creía
que esto era trabajo especial del
sacerdote o el pastor.» Es cierto, es
para sacerdotes. Pero todo creyente en
Cristo es un sacerdote. Por su gracia,
Cristo Jesús nos ha hecho reyes y
sacerdotes para Dios (Apoc. 1: 6). Por
eso es nuestro deber, como también un
privilegio, ejercer esta bendita función
sacerdotal de anunciar a los hombres cómo
pueden ser salvos. Cada persona, pues,
que conoce a Cristo, sea varón o
hembra, sea joven o vieja, debe anunciar
su glorioso Evangelio, de un modo u
otro, a todos los que están a su
alrededor.
Para
efectuar este trabajo, no es preciso
poseer grandes dotes. La Sagrada
Escritura no nos dice: «¿Cómo oirán
si no hay un gran teólogo que les
predique?» Ni tampoco: «¿Cómo oirán
si no hay un predicador popular que les
predique?» ¡Oh, no! Algunos de
nosotros estaríamos perdidos si no
fuese posible salvarse sin oír a un
predicador de grandes dotes oratorias.
Doy gracias a Dios que mi conversión
fue por medio de una persona desconocida
que no era ministro del Evangelio, en la
acepción común de esta palabra, pero
que puedo repetir las palabras: «Mirad
a mí y sed salvos todos los términos
de la tierra.» Yo aprendí teología,
de la cual nunca me he apartado de una
cocinera anciana que estaba en la casa
donde yo trabajaba. Aquella anciana solía
tratar de las cosas profundas de Dios, y
oyéndole contar sus experiencias de la
bondad de Dios para con ella, aprendí más
que de ninguna otra persona después.
No
se precisa instrucción universitaria
para poder anunciar el Evangelio de
Jesucristo, como lo prueba el que muchos
de los mejores obreros de nuestra
iglesia son hombres de bien poca
instrucción, pero saben atraer a muchos
hacia Cristo. Continuad, hermanos,
aunque tengáis pocos dones, anunciando
el amor de Cristo para con los hombres.
Si
anunciamos a los hombres la historia de
la cruz de Jesucristo, estamos
libres de una responsabilidad.
Si
perecen después, no será por no haber
oído y sabido. Y si perecen por
ignorancia, ésta no será causada por
nuestra negligencia en enseñarles. ¡Ojalá
que yo pudiese estimular a todo creyente
a que fuese un predicador del Evangelio,
a fin de hacer conocer a todos la
historia maravillosa de la cruz de
Cristo! Hablad a un individuo o
escribidle una carta, y si no podéis
escribir una carta, enviadle un sermón
impreso, un periódico, un tratado,
etc., a fin de que de un modo u otro
venga a conocer el Evangelio. Si cada
creyente hiciese conocer el Evangelio
cada día a una persona, ¡oh, qué
organización misionera seríamos! «¿Cómo
oirán si no hay quien les predique?» Hágase,
pues, cada creyente un predicador del
Evangelio en el sentido del texto
sagrado, anunciando de una manera u
otra, y así, haciendo saber a otros la
doctrina maravillosa de la salvación
por la fe en Jesucristo. ¡Qué lástima
que alguno viva y muera sin haber oído
el Evangelio! ¡Despiértate, creyente!
¡Anuncia el Evangelio de Jesucristo La
predicación del verdadero Evangelio es
el único remedio seguro para apagar los
fuegos fatuos. Clamad otra vez con el
fervor de Lutero: «¡Vivid por fe!»
Clamad otra vez con la firmeza de
Calvino: «¡La salvación es toda de
gracia, sólo de gracia por la fe en
Jesucristo!» ¡Ojalá que todos predicásemos
así! Si todo creyente anunciara de esta
manera el Evangelio de la gracia de
Dios, los hombres escucharían y creerían,
y hombres que creen, son hombres
salvados.
IV.
La cuarta necesidad es: No hay
predicación efectiva si no es
enviado el predicador. «¿Y cómo
predicarán si no fueren enviados?» ¡Ah!,
dirá alguno: aquí surge, pues, una
dificultad; pues según eso no debemos
ir a predicar si no somos enviados.
Si
tú no eres enviado, no vayas; pero, ¿qué
quieren decir las palabras: «Cómo
predicarán si no fueren enviados?» El
que anuncia a otros el Evangelio debe
sentir que es enviado a hacerlo; de otra
manera no predicará bien ni con
eficacia.
El
que es enviado, en primer lugar es
alguien que ha
recibido el mensaje.
No
se dice al criado: «Ve al norte o al
sur, al este o al oeste», y nada más,
sino que antes de mandarlo a tal o cual
parte, se le da el mensaje que ha de
llevar a tal o cual persona, bien de
palabra o bien por escrito.
No
se le manda que vaya a decir lo que
quiera. Ningún amo diría a su criado:
«Juan, ve mañana por la mañana a casa
de D. F. y dile... lo primero que se te
ocurra.» No se hace esto jamás; y, sin
embargo, algunas personas tienen tal
idea de un predicador del Evangelio y
creen que es uno que andando va formando
su mensaje, que es un «pensador», que
es uno que fabrica el Evangelio en su
propio cerebro. He oído hablar de un
alemán que construyó un camello que se
movía e imitaba en muchas cosas a los
naturales. Podrá ser esto verdad, pero
estoy seguro de que nadie podrá
construir así el Evangelio; debe
recibirlo por revelación de Dios; lo
otro no es el plan de Pablo al
preguntar: «¿Cómo predicarán si no
fuesen enviados?»
En
primer lugar, pues, recibe de Dios el
mensaje y no quieras saber otra cosa
entre los hombres, sino lo que el Señor
mismo nos ha revelado en su Palabra, por
la instrucción del Espíritu Santo.
Nosotros,
a quienes el texto hace referencia y que
somos los predicadores del Evangelio de
la paz, decimos a todo pecador: «Pecador,
detén tus armas; no pelees más contra
Dios; ven y haz la paz con El, la cual
te es proclamada por medio de
Jesucristo.» El te perdonará toda
transgresión e iniquidad y está
dispuesto a borrarlo y perdonarlo todo.
Además, te invita a reconciliarte con
él, y éste es el mensaje que te
anunciamos. A todos cuantos nos escuchan
anunciamos las buenas nuevas de paz con
Dios, gozo, pleno perdón de todo lo
pasado y renovación de tu corazón para
que puedas ser nueva criatura en Cristo
Jesús. Esto te será dado ahora mismo y
también fortaleza para luchar en el
futuro contra el pecado. Fuerza para
vencer y tener al dragón bajo
tus pies; poder para ser hecho hijo de
Dios, heredero del cielo, partícipe de
la protección de la Providencia y de la
guía del Espíritu Santo. Estas buenas
nuevas se anuncian a todos: aun a los más
alejados de Jesucristo, de la esperanza
y de la paz con Dios. Creed en
Jesucristo; confiad en él; confiad en
Dios manifestado en carne humana;
confiad en el que derramó su sangre en
la cruz y pagó el rescate de nuestra
alma. Hará para vosotros todo lo que
sea necesario; os salvará y os llevará
a su diestra en la gloria.
Todas
estas cosas os haré anunciando en vano
si el Señor no las dirigiera a vuestro
corazón y no las creyerais. No esperéis
a que otros crean por vosotros. Confiad
en Cristo cada uno por sí y creed en El
ahora mismo. Amén.
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