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El Alma de la Familia |
Contra todo pronóstico el alma de la
familia no es el dinero. Ni siquiera esa casa tan
pulcra que hemos logrado levantar a base de hipotecas y
variada ornamentación. Ni el fútbol rampante o los incombustibles seriales
de televisión. Tampoco lo es ese sofá de piel que
tanto nos hace sufrir cuando los niños se encaraman -¡con
los zapatos puestos y gritos comanches!- sobre su preciado tacto.
Ni los libros de papá, que se multiplican exponencialmente por
cada metro cúbico de espacio disponible, precipitándose por las estanterías.
¿Será el alma de la familia las relaciones sociales y
de buena vecindad? ¿Los amigos más leales y abnegados? ¿El
trabajo esforzado o el deslumbrante coche de última generación que
circula por nuestros sueños? ¿O será quizá los alborotos de
los hijos, con el zigzag de sus notas, sus juguetes
virtuales, sus cumpleaños y sus colegios? No, no me cuadra.
¿No tendrá dicha alma familiar algo más que ver con
la paciencia del padre, que aguanta con aplomo la embestida
de todos los demás miembros del clan? No, tampoco me
lo parece.
El alma de la familia está en
otra cosa muy distinta. Algo sin lo cual todo lo
anterior queda en nada. Alguien que ejerce como elemento aglutinador
del hogar por excelencia. Sin dicho elemento el padre, los
hijos, la casa, el coche y hasta los mismísimos sueños
quedarían huérfanos sin remedio, vacíos. Es alguien que da consistencia
a la luz que entra por las ventanas de su
esperanza, que hace del amor una arquitectura única donde se
cobijan las preocupaciones de los demás. Alguien que es capaz
de pensar en casi todo al mismo tiempo, sin perder
ni una pizca de intensidad y cariño. Alguien cuya fidelidad
es directamente proporcional al olvido de sí mismo. Alguien que
administra sin ostentación su fortaleza y sacrificio.
Por supuesto que
me estoy refiriendo a la figura de la madre. ¿A
quién si no? Es ella el alma de cada familia,
la que nos provee del entusiasmo y brío necesarios como
para encarar la vida con alguna garantía de felicidad. Los
niños -que ven donde los adultos no vemos- saben que
su madre es mucho más que una mujer que va
de lado a lado, trajinando sin parar entre ropa y
comida. Quiero decir que se dan perfecta cuenta de que
es una mujer transfigurada por la bienaventuranza de la entrega.
Todos sabemos que el beso de una madre es el
consuelo perfecto para cualquier tipo de tristeza, y que una
sola caricia suya engendra una seguridad que nos hace
inexpugnables al desaliento.
El alma de la familia no
es un concepto abstracto. Tiene un cuerpo muy concreto. Un
cuerpo precioso de mujer, femenino, que anda necesitado de piropos
y cortejo, de ayuda que alivie la tensión de su
labor abnegada. Porque una familia que no cuida como debe
de su alma -esposa y madre- está condenada a las
malas caras y a la neurosis, a una tibieza
generalizada que desemboca en el hastío, en el desamor o
en la ruptura. Decididamente, una familia sin alma deja
de ser familia. Y una sociedad sin familias -sin madres
y esposas con un mínimo juicio- está abocada al delirio
de una constante zozobra.
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