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Pierre-Adrien Toulorge, Beato |
Mártir de la verdad
Martirologio Romano: En Coutances (Francia), Beato
Pierre-Adrien Toulorge, sacerdote profeso de los Canónigos regulares Premostratenses, asesinado
por odio a la fe († 1793)
Otoño de 1793. La Revolución Francesa ha
entrado en su fase más violenta: el Terror. Los sacerdotes
fieles a la Santa Sede son perseguidos y juzgados.
El 12 de octubre por la noche, en Coutances (Normandía),
el padre Pedro Toulorge, de 37 años, regresa radiante del
tribunal a la celda, que comparte con otros detenidos, sacerdotes
y laicos. «¿Qué noticias hay? - Buenas noticias: he salido
airoso del juicio!». Todos creen que ha sido absuelto. Sin
embargo, pronto desvela la realidad: ha sido condenado a muerte
y la sentencia no tiene apelación. La alegría general deja
lugar al dolor. Una religiosa, detenida al mismo tiempo que
él, se deshace en lágrimas. Pero el mártir le dice
con fortaleza: «Señora, las lágrimas que derrama son indignas de
usted y de mí. ¿Qué dirán las gentes del mundo
si saben que, habiendo renunciado al mundo, nos duele abandonarlo?
Si manifestamos repugnancia por morir, daremos un mal ejemplo a
los hijos del siglo, y puede que su desaliento cierre
la puerta de la Salvación a muchas almas que podrían
encontrarse en la misma situación. Enseñémosles con nuestra constancia lo
que están obligados a hacer. Mostrémosles la fe victoriosa de
los suplicios y abrámonos un paso al Cielo a través
de los últimos esfuerzos del infierno». ¿Quién era ese intrépido
testigo de Cristo y de su Iglesia?
Nacido y bautizado el
4 de mayo de 1757 en Muneville-le-Bingard, en la península
de Cotentin, Pedro Adriano es el tercer hijo de Julián
Toulorge y de Juliana Hamel, propietarios agrícolas. La diócesis de
Coutances, donde se hace mayor, sigue siendo, en la época
del triunfo de Voltaire, una región de fervor religioso; casi
todos celebran la Pascua y las vocaciones religiosas abundan. Pedro
Adriano es piadoso y, cuando manifiesta las primeras aspiraciones al
sacerdocio, se hace cargo de él uno de los vicarios
de la parroquia, que lo inicia en el latín. El
joven ingresa pronto en un colegio para seguir estudios de
humanidades, y luego de filosofía. Hacia 1776, le admiten en
el seminario mayor de Coutances, regentado por los eudistas, cuyo
superior, Francisco Lefranc, será martirizado en París en septiembre de
1792. Tras ser ordenado sacerdote en 1782, Pedro Adriano Toulorge
es nombrado vicario de Doville, parroquia de seiscientos habitantes cuyo
párroco es un canónigo premonstratense, hombre metódico y diligente. La
situación material de ambos sacerdotes les permite vivir modestamente, aunque
con decencia. La parroquia cuenta con muchos indigentes, como consecuencia
de la guerra de independencia norteamericana, que ha arruinado los
oficios del mar. El párroco y su vicario ponen todo
de su parte para asistirlos.
Dichosa condición
Ha llegado hasta nosotros el
texto de un sermón del joven vicario sobre la felicidad
de los justos y la desgracia de los malos, del
que destacamos el siguiente fragmento, verdaderamente profético: «¡Cuán dichosa es,
hermanos míos, la condición de los hijos de Dios! Cierto
es que son puestos a prueba, pero por amor. Cierto
es que los aflige, pero hace que esas aflicciones resulten
llevaderas; cierto es que sufren, pero su ternura enseguida se
conmueve y se apresura a aliviarlos, derramando en su corazón
mil bendiciones de dulzura que los regocija y los arrebata.
Sí, hermanos míos, pues por las tiernas efusiones del Espíritu
de Consolación, penetra en nosotros un placer divino, una alegría
inefable que no podemos explicar. Los males cambian de naturaleza,
los deseamos, sufriríamos si no tuviéramos nada por lo que
sufrir, y todo lo que un alma fiel desea es
perpetuar o consumar su sacrificio».
Pedro Toulorge acude con frecuencia a
la abadía premonstratense de Blanchelande, que se halla muy cerca.
Fundada en Picardía por san Norberto hacia 1120, la Orden
de Premontré tiene como finalidad la celebración en común del
Oficio Divino y el ministerio parroquial. Los premonstratenses, llamados «canónigos
regulares», van vestidos de blanco. Pedro Adriano pide al prior
que lo admita en su comunidad; su objetivo es doble:
dedicarse al ministerio sacerdotal en el medio rural y practicar
la vida comunitaria a fin de hallar un apoyo espiritual.
Una vez admitido, realiza el noviciado en la abadía de
Beauport, en Bretaña. Hasta junio de 1788 el canónigo Toulorge
no regresa a Blanchelande, donde profesa sus votos religiosos. Su
ministerio lo ejerce en las parroquias vecinas, en especial mediante
la predicación.
Sin embargo, en enero de 1789, el rey Luis
XVI convoca en Versalles los Estados Generales (asamblea general del
reino). Los acontecimientos adquieren enseguida un giro revolucionario. La Asamblea
Constituyente, que ha tomado el poder mediante un golpe de
audacia, es de tendencia volteriana, despreciando a los religiosos y
codiciando sus posesiones. El 13 de febrero de 1790, suprime
las órdenes monásticas y nacionaliza sus bienes; los canónigos regulares
son asimilados a los monjes. En abril, la municipalidad de
Saint-Sauveur-le-Vicomte envía a Blanchelande una escuadra de representantes para realizar
un inventario minucioso -que durará dos meses- de los bienes
de la abadía, con objeto de ponerlos a la venta.
A continuación, preguntan a cada uno de los cinco canónigos
si desean «aprovechar las disposiciones de la ley para abandonar
la vida monástica». El prior y el viceprior responden que
sí, mientras que los demás hermanos piden continuar viviendo juntos
y seguir su regla. Se les indica que podrán retirarse
en el «convento de concentración» departamental, donde serán agrupados de
oficio los religiosos de todas las órdenes. Ante aquella perspectiva
tan poco tranquilizadora, los tres canónigos se retiran discretamente para
continuar con su servicio parroquial. Pedro Toulorge es albergado durante
año y medio en una granja vecina.
Error de cálculo
En julio
de 1790, la Asamblea Nacional promulga la «Constitución Civil del
Clero», acto cismático que coloca a la Iglesia de Francia
bajo la tutela del poder civil. En adelante, los obispos
y sacerdotes serán elegidos por el pueblo, y la Santa
Sede se ve despojada de toda autoridad. En noviembre, una
nueva ley impone a los sacerdotes funcionarios públicos (obispos, párrocos
y vicarios) que presten juramento de fidelidad a la Constitución
civil, bajo pena de destitución y, llegado el caso, de
persecuciones penales. En marzo de 1791, el Papa Pío VI
condena la Constitución civil y prohíbe al clero que preste
el juramento cismático. Mientras tanto, numerosos sacerdotes han «jurado» por
ambición, codicia, debilidad o ignorancia. Algunos se retractarán al conocer
la condena pontificia.
El 26 de agosto de 1792, cuando la
«máquina revolucionaria» avanza inexorablemente, una ley condena a la deportación
a todos los eclesiásticos funcionarios que no hayan prestado juramento.
En adelante, lo que anima abiertamente a los perseguidores es
el odio hacia el sacerdote y la religión. Los «rebeldes»
que permanezcan en Francia, o que regresen después de haber
emigrado, serán pronto reos de muerte. El clero que se
mantiene fiel toma en masa el camino del exilio. El
padre Toulorge comete entonces un error de cálculo: se considera
afectado por la ley de destierro, cuando ésta sólo concierne
a los sacerdotes funcionarios. Solicita sus pasaportes y se embarca
el 12 de septiembre rumbo a la isla anglonormanda de
Jersey, muy próxima. Allí coincide con más de quinientos sacerdotes
de la diócesis de Coutances, llevando durante cinco semanas la
existencia precaria de un emigrado sin recursos. No obstante, un
compañero de exilio le indica su error sobre el alcance
de la ley de destierro. Pedro Adriano, pensando en su
país que está desprovisto de sacerdotes fieles, decide entonces regresar
cuanto antes, con la esperanza de que su ausencia haya
pasado desapercibida. Desembarca clandestinamente en una playa de Cotentin y
enseguida se oculta en el monte; desde noviembre de 1792
hasta septiembre de 1793, vive en la clandestinidad desplazándose de
un pueblo a otro, disfrazado, para celebrar Misa en casas
particulares y administrar los sacramentos. Hay otros veinte sacerdotes rebeldes
que ejercen el mismo ministerio en el deanato. El padre
Toulorge celebra la santa Misa con ornamentos improvisados, y ha
copiado de su puño y letra las principales oraciones del
misal. Su actividad continúa a pesar del hostigamiento de los
comisarios y de los clubes revolucionarios locales. Se insta a
las personas que localicen a un sacerdote rebelde a que
los denuncien, prometiéndoles una recompensa.
Un pobre pordiosero
Durante la noche del
2 de septiembre de 1793, cerca de la localidad de
Saint-Nicolas-de-Pierrepont, una transeúnte ve surgir de la maleza a un
vagabundo «embarrado, mojado y cansado». Por caridad, la mujer lo
invita a su casa y enciende una lumbre. Confiado, el
pobre pordiosero se presenta: es el padre Toulorge. La anfitriona,
a su vez, desvela su identidad: sor San Pablo, una
antigua monja benedictina expulsada de su priorato por la Revolución.
El sacerdote acepta la hospitalidad por esa noche. Al día
siguiente por la mañana, la religiosa lo conduce, disfrazado de
mujer, a casa de una amiga, Marotte Fosse, donde cree
que estará más seguro. Pero los trabajadores, al ver pasar
a esa extraña «ciudadana», se percatan de sus medias y
zapatos de hombre« Seducidos por la recompensa prometida, siguen a
distancia a ambos sospechosos hasta el domicilio de Marotte, y
acuden a prevenir al Comité revolucionario. Mientras Pedro Adriano reposa
en el granero, unos violentos golpes procedentes de tres guardias
nacionales sacuden la puerta de la casa: «Abrid en nombre
de la ley». El padre calla como un muerto. Un
guardia va en busca de Marotte, que está trabajando, a
quien obligan a abrir. La casa es registrada de cabo
a rabo. El sacerdote se ha escondido bajo unos haces
de lino, pero los guardias nacionales acribillan a bayonetazos el
montón de haces secos. ¡Nada!« Se disponen a partir farfullando
cuando uno de ellos vuelve a subir al granero y
descubre a Pedro Adriano saliendo de su escondite. El sacerdote
es arrestado de inmediato y las pruebas (ornamentos sagrados, cáliz«)
requisadas.
Dos días después, los acusados son conducidos al directorio del
distrito de Carentan para ser juzgados. Con el fin de
escapar de la sentencia de muerte decretada contra los «emigrados
regresados», Pedro Adriano oculta que ha abandonado Francia. Con la
esperanza de que se contradiga, el comisario Le Canut le
pregunta a quemarropa: «¿Ni en esta época ni en ninguna
otra ha estado usted en Jersey, ni en cualquier otra
tierra extranjera? - No. - Pues un sacerdote rebelde que
hemos interrogado hace poco ha declarado que le había visto
en Jersey (era una estratagema de Le Canut). - No
he abandonado el territorio francés, y si algunas personas se
lo han dicho es que se han equivocado o han
perdido la cabeza». Luego le enseñan los ornamentos sagrados y
los objetos de culto requisados en la casa de Fosse,
admitiendo ser el dueño. Los jueces, indecisos, deciden enviar al
acusado ante el tribunal departamental de Coutances.
«Sí, sí; no, no»
Así
pues, el padre Toulorge había negado haber estado en Jersey
para conservar la cabeza. Es verdad que un acusado no
está obligado a implicarse mientras no se haya establecido la
prueba objetiva de su culpabilidad. Sin embargo, al ser reconducido
a la cárcel, al religioso le asaltan los remordimientos, pues
considera que ha faltado a la verdad. Esta frase de
Jesús resuena en su corazón: Sea vuestro lenguaje: ´Sí, sí´;
´no, no´ (Mt 5, 37). Se siente obligado a decir
toda la verdad, cualesquiera que sean las consecuencias. Al amanecer
del día 8 de septiembre, festividad de la Natividad de
la Virgen, Pedro Adriano confiesa espontáneamente que ha permanecido en
Jersey, y esa declaración lo conduce a Coutances, donde es
encarcelado ese mismo día. El sacerdote normando llega a la
capital de La Mancha en el peor momento, ya que
allí se encuentra el representante Lecarpentier, enviado por la Convención
(el parlamento de la República) para «tomar las medidas necesarias
a fin de exterminar los vestigios de la realeza y
de la superstición»; Lecarpentier será célebre con el sobrenombre de
«verdugo de La Mancha». En pocos días, ciento cuarenta personas
son detenidas.
El 22 de septiembre de 1793, Pedro Adriano comparece
ante la Comisión administrativa de Coutances, encargada de decidir si
debe ser declarado «emigrado regresado». Tras un largo interrogatorio a
pesar de su agotamiento físico, reconoce su breve emigración a
Jersey. Los jueces, que temen a Lecarpentier pero que quisieran
salvar la cabeza del sacerdote, declaran que «el acusado debe
considerarse emigrado», basándose en los pasaportes expedidos a su nombre,
pero no transcriben sus confesiones, para dejarle una posibilidad de
disculparse; después lo envían ante el tribunal criminal, al que
compete dictar sentencia. El juez que preside esa instancia, Loisel,
aunque jacobino, no es un «terrorista» fanático -en la Baja
Normandía no gustaba el derramamiento de sangre. Antes de la
sesión, intenta salvar al acusado sugiriéndole que se retracte de
sus confesiones de emigración a Jersey y que alegue vagamente
una residencia cualquiera en Francia; el tribunal se contentará con
ello y Toulorge evitará la guillotina. Algunos jueces están incluso
dispuestos a responder en lugar del padre a las preguntas
del presidente, con objeto de que no tenga un cargo
de conciencia; le bastará con guardar silencio. Pero él prefiere
morir antes que dejar de decir toda la verdad, incluso
ante un tribunal revolucionario.
El Compendio del Catecismo de la Iglesia
Católica, publicado por el Papa Benedicto XVI, responde a la
pregunta ¿Qué deberes tiene el hombre hacia la verdad?: «Toda
persona está llamada a la sinceridad y a la veracidad
en el hacer y en el hablar. Cada uno tiene
el deber de buscar la verdad y adherirse a ella,
ordenando la propia vida según las exigencias de la verdad.
En Jesucristo, la verdad de Dios se ha manifestado íntegramente:
Él es la Verdad. Quien le sigue vive en el
Espíritu de la verdad, y rechaza la doblez, la simulación
y la hipocresía» (n. 521). Su compromiso con la verdad
condujo al padre Toulorge a aquella decisión heroica.
En el fallo
del Tribunal Criminal del 12 de octubre de 1793, puede
leerse: «Toulorge, interpelado para que diga si está en condiciones
de justificar que no ha abandonado el territorio de la
República Francesa, ha dicho que no podía justificarlo, e incluso
ha reconocido haber abandonado el territorio francés y haberse retirado
a la isla inglesa de Jersey». El final de esta
frase («e incluso ha reconocido«») fue añadida en el margen
del acta preparada por anticipado; ese detalle muestra que el
tribunal había previsto invocar el beneficio de la duda a
favor del acusado. Sin embargo, sus confesiones inequívocas obligaron a
los jueces a aplicar la ley terrorista.
¡Adiós, señores, hasta la
Eternidad!
Un silencio impresionante sigue a la lectura del fallo. Entonces,
Pedro Adriano pronuncia las siguientes palabras: «¡Deo gratias! (gracias, Dios
mío)« ¡Que se haga la voluntad de Dios y no
la mía! ¡Adiós, señores, hasta la Eternidad, si es que
son dignos de ella!». Su rostro resplandece de alegría. Unas
amas de casa que se lo encuentran mientras es conducido
a la cárcel creen que le han absuelto. Al llegar
la noche, el condenado cena con buen apetito, después se
confiesa y consigue escribir tres cartas. A un amigo: «Le
anuncio una muy buena noticia. Acabo de escuchar mi sentencia
de muerte. Mañana, a las dos, abandonaré esta tierra cargada
de abominaciones para ir al Cielo. Lo que ahora me
consuela es que Dios me concede un gozo y una
serenidad enormes, y lo que me da fuerzas es la
esperanza de que, muy pronto, poseeré a mi Dios«». A
su hermano: «Regocíjate, porque mañana tendrás un protector en el
Cielo, si Dios, como espero, me ayuda, como lo ha
hecho hasta el momento. Regocíjate de que Dios me haya
considerado digno de sufrir no solamente la cárcel, sino la
muerte por Nuestro Señor Jesucristo. No hay que apegarse a
los bienes perecederos. Así pues, vuelve tu mirada hacia el
Cielo, vive como buen cristiano y educa a tus hijos
en la santa religión católica, apostólica y romana, fuera de
la cual no hay salvación». Finalmente, anuncia su martirio inminente
a una persona no identificada, añadiendo: «No merecía una señal
tan evidente de la bondad de Dios».
A continuación, el reo
se duerme en el sueño de los justos. Al día
siguiente, domingo 13 de octubre, se muestra alegre y sereno.
Pide que le peinen y que le afeiten la barba,
y conversa con sus compañeros sobre el Cielo. Lee con
ellos el breviario y se detiene en el himno de
completas (la oración de la noche), después de haber recitado
el siguiente verso: «¿Cuándo, Señor, lucirá vuestro día que no
conocerá ocaso?». Luego, lleno de gozo, exclama: «Pronto cantaré este
cántico en acción de gracias en el Cielo». Cuando el
verdugo viene a buscarlo, Pedro Toulorge bendice a los presentes.
La guillotina se levantaba en pleno centro de Coutances, y,
desde la Revolución, era la primera vez que funcionaba en
esa pequeña ciudad. Al llegar al pie del cadalso, Pedro
Adriano dice: «Dios mío, entrego mi alma en vuestras manos.
Os pido el restablecimiento y la conservación de vuestra Santa
Iglesia, y os ruego que perdonéis a mis enemigos». Tras
la ejecución, el verdugo agarra la cabeza por los cabellos
y la muestra al pueblo. Según un relato de un
testigo ocular, Pedro Adriano fue enterrado por personas piadosas, en
el cementerio de San Pedro, según la costumbre observada en
el caso de sacerdotes difuntos: con el rostro descubierto y
de cara a occidente. Había conservado una gran serenidad en
su mirada. Sor San Pablo y las personas acusadas de
haber escondido al padre Toulorge fueron absueltas; desde el Cielo,
el mártir había extendido sobre ellas su protección.
Cuando, en 1922,
se retomaron los diversos procesos diocesanos de los mártires normandos
de la Revolución Francesa, la causa del padre Pedro Adriano
Toulorge se consideró como la más digna de interés entre
las de los cincuenta y siete sacerdotes asesinados en esa
provincia. El proceso diocesano de beatificación culminó en 1996, y
la causa continúa en la actualidad.
Un testimonio diario
En su encíclica
Veritas splendor del 6 de agosto de 1993, el Papa
Juan Pablo II escribió: «Finalmente, el martirio es un signo
preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a
la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte, es
anuncio solemne y compromiso misionero usque ad sanguinem (hasta efusión
de sangre) para que el esplendor de la verdad moral
no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad
de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene
un valor extraordinario a fin de que no sólo en
la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades
eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que
puede afectar al hombre: la confusión del bien y del
mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral
de los individuos y de las comunidades« Si el martirio
es el testimonio culminante de la verdad moral, al que
relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de
coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar
cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes
sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en
las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden
moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de
Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le
sostiene la virtud de la fortaleza, que -como enseña san
Gregorio Magno- le capacita a «amar las dificultades de este
mundo a la vista del premio eterno»» (n. 93).
El pueblo
de Cotentin otorgó al padre Toulorge el título de «mártir
de la verdad». Que ese sacerdote nos conceda, mediante su
intercesión, la gracia de dar en toda nuestra vida testimonio
de Cristo, que es la Verdad misma.
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