"Saludad a Priscila y Aquila…
a Epeneto… a María…
a Andrónico y Junias… a Amplias…"
(Romanos 16, 3ss. RVR60)
Aunque
pudiera parecer lo contrario, resulta altamente instructivo leer con
atención los diversos nombres que aparecen en el capítulo 16 de Romanos,
en los versículos consagrados a los saludos que envía el apóstol Pablo a
los cristianos de la capital del Imperio. Y ello por varias razones; en
primer lugar, por simple curiosidad lingüística, por ver “cómo sonaba”
toda aquella onomástica antigua con su inevitable carga de exotismo para
quienes vivimos en el siglo XXI y en un país occidental; luego, por
interés en los personajes nombrados, quiénes serían, qué datos añade el
texto sobre su relación personal con el Apóstol de los Gentiles, qué
funciones tenían en aquella Iglesia primitiva de Roma; y finalmente,
entre otras muchas más que no mencionamos en gracia a la brevedad, por
imaginar cómo sería la vida en las congregaciones del primer
cristianismo, con todo lo que ello conlleva de enseñanza práctica para
los creyentes de hoy.
El
Nuevo Testamento nos deja entrever que las asambleas cristianas del
siglo I debieron ser de lo más variopinto, máxime las de las grandes
urbes grecorromanas, como Antioquía de Siria, Corinto o la propia Roma.
El capítulo 16 de Romanos, sin ir más lejos, nos presenta gentes de muy
diversas procedencias: judíos, ya fueran palestinos o de la diáspora;
helenos, sin duda de distintos lugares en que se hablara el idioma
griego; y romanos propiamente dichos, o por lo menos, gentes de
occidente profundamente romanizadas. Y otras epístolas, tanto paulinas
como universales, además de Hechos y el Apocalipsis, nos dan a entender
que la mezcla de etnias, lenguas, costumbres y concepciones de la vida y
la religión, era la tónica general de la Iglesia. Los primeros
cristianos debían componer un curioso cuadro multiétnico, multicultural y
polícromo, pero en el que por encima de todo resplandecía la confesión y
la adoración de Jesús como Señor e Hijo de Dios.
Mal
que les pese a muchos concordistas actuales, los veintisiete escritos
neotestamentarios que hallamos en nuestras ediciones de la Biblia, se
hacen eco de enfoques distintos del mensaje cristiano, de diferentes
teologías y hasta eclesiologías, que no siempre armonizan entre sí todo
lo que nos gustaría, que no se expresan en todo momento de la misma
forma, pues sus énfasis y sus intereses son harto diversos, pero que
exaltan en todo momento al Señor resucitado, al que reconocen como
Redentor de la humanidad.
En
fin, que ni las congregaciones primitivas eran todas iguales, ni sus
dirigentes pensaban exactamente lo mismo en cada uno de los asuntos que
trataban. No es idéntica la teología paulina a la joanina; no compartía
el apóstol Pablo el enfoque doctrinal de los fariseos cristianos que
seguían observando escrupulosamente la antigua Ley de Moisés, y de sus
divergencias incluso con hermanos de la talla del apóstol Pedro o de
Bernabé nos da cuenta el Sagrado Texto; no presentan un idéntico
concepto escatológico el libro del Apocalipsis y otros escritos del
Nuevo Testamento. Ni siquiera los cuatro Evangelios nos ofrecen
exactamente una única imagen o interpretación acerca de Jesús. Pero
todos están ahí, y eso es lo realmente importante.
Hace
ya muchos siglos, desgraciadamente, que la Iglesia cristiana perdió la
capacidad de autoenriquecerse con su propia variedad interna. Al
prístino espíritu apostólico de unidad en la diversidad, muy rápidamente
sucedió el contrario de unificación absoluta, aplastando las
diferencias o estigmatizándolas como herejías condenables, e imponiendo
por todas partes una sola visión, una sola liturgia, una sola teología,
una sola eclesiología, en una única lengua y con una única cabeza
visible. Aunque a muchos les cueste creerlo, este mismo espíritu sigue
vigente incluso en las denominaciones contemporáneas y se rastrea hasta
en congregaciones minúsculas. De alguna manera, puede resultar en
ocasiones difícil distinguir entre iglesia y secta, dado que en la
Iglesia (con mayúscula) se acepta la diversidad, mientras que en la
secta no puede tener cabida.
Aunque
nuestra sociedad contemporánea blasone de ser un mundo globalizado, y
aunque los medios de comunicación y las nuevas tecnologías tiendan a
suprimir disimilitudes, lo cierto es que el ser humano manifiesta de
continuo su tendencia innata a la diferenciación, que no solo se plasma
en meros hechos externos, sino que se manifiesta sobre todo en la
múltiple variedad de pensamiento y opinión en todos los ámbitos, también
el religioso. El mensaje cristiano, tal como lo encontramos en las
enseñanzas de Jesús conservadas en los Evangelios, curiosamente no
impone un tipo de dogma o de doctrina que se haya de aceptar de forma
indiscutible. La Iglesia antigua lo entendió bien: era el vínculo
personal con el Señor resucitado lo que definía al discípulo cristiano, y
no tanto una línea teológica determinada, pues había varias, heredadas
del propio judaísmo. La cuestión sería si la Iglesia contemporánea
comparte esa visión de la realidad.
El
cristianismo actual muestra una doble tendencia: por un lado, una
fragmentación que se multiplica casi hasta el infinito, como sucede
especialmente en el amplio campo evangélico, donde —y es algo que hemos
comprobado personalmente— una simple desavenencia o una opinión
contraria pueden generar un cisma o la separación de una congregación,
con anatemas y maldiciones incluidos en más de un caso; y por el otro,
una tendencia al diálogo interconfesional, que a grandes rasgos es
característica de las grandes iglesias históricas, tanto orientales como
occidentales, católicas y protestantes, y que se materializa en el
movimiento ecuménico. Doble vertiente que genera tensión, que exige una
toma de posición entre quienes, considerándose depositarios de la verdad
absoluta, condenan cualquier tipo de compromiso con quienes no la
poseen, y aquellos que ven en las otras denominaciones hermanos en la fe
de Jesús que piensan de forma distinta sobre algunos puntos
doctrinales, de mayor o menor envergadura.
Sinceramente,
no es siempre fácil decantarse por una u otra, dado que no se trata de
una cuestión maniquea fácilmente discernible. En todas las posturas hay
matices, y todas son dignas de respeto.
En
la Iglesia de Cristo hay sitio para Andrónico y Junias, para Aquila y
Priscila, para Rufo, para Epeneto, para María, para católicos romanos y
griegos, coptos, protestantes y evangélicos, luteranos y calvinistas,
liberales y conservadores. Solo si, con la
ayuda de Dios, sé vivir mi fe propia, mi teología y mis distintivos
denominacionales respetando al otro creyente que no piensa como yo, y
viendo en él a un hermano en Cristo, estaré en el espíritu del Señor
Jesús.
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