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martes, 30 de octubre de 2012

Ética y Moral

¿Qué es lo bueno?
¿Qué es lo bueno? ¿qué es el bien? Porque todo hombre guarda en lo más hondo de su ser el deseo invencible de ser bueno y de hacer lo bueno.
 
¿Qué es lo bueno?
¿Qué es lo bueno?

Difícilmente puede hallarse una pregunta de mayor interés: Si hace el mal es porque le deslumbra la partecilla de bien con la que el mal se reviste. Es una consecuencia natural de ser criaturas de Dios, Bien infinito, que todo lo hace bien y para el bien; que no sólo ha puesto el bien en todas sus obras, sino la aptitud para hacer el bien y así incrementarlo.

Todos gozamos de una especie de instinto para descubrir el bien. Sabemos que "lo bueno es el bien" y que "lo malo es el mal". Sin embargo, en la práctica no pocas veces se nos plantea un problema: ¿es ésto bueno? ¿es bueno que yo haga tal cosa? La respuesta no es siempre inmediata y cierta; a veces requiere un estudio largo y arduo. Pero siendo tan importante acertar en lo que se juega nuestra propia bondad, nuestro bien, comprendemos que el estudio haya de ser riguroso, científico, de modo que la conclusión se apoye en argumentos sólidos e irrefutables.

Así nace la ciencia que llamamos Ética (de ethos: costumbre o modo habitual de obrar), que investiga lo que es bueno hacer, de modo que, haciéndolo, alcancemos la perfección humana posible y por tanto la satisfacción de nuestros más hondos deseos, es decir, la felicidad.

Cuando se dice que algo "es ético" o que "no es ético", se está diciendo que es o no es bueno. Ahora bien, si casi todos coincidimos en que nuestra conducta ha de ser "ética", no siempre estamos de acuerdo en "lo que es ético". Lo que parece "ético" a unos, puede resultar una monstruosidad a otros. Así por ejemplo, algunos llaman "ético" al aborto provocado en caso de embarazo por violación, lo cual a muchos nos parece uno de los peores crímenes -incluso quizá peor que el terrorismo-, y negación del más elemental derecho de la persona, el derecho a la vida.

Este caso nos permite entender la enorme importancia de aclararnos sobre qué es y qué no es "ético"; sobre qué es en realidad "lo bueno". No es una cuestión trivial que podríamos delegar a otros. Se trata de una cuestión de vida o muerte, y es preciso encararla con toda seriedad y rigor.

¿Es posible llegar a un conocimiento cierto sobre "lo que es bueno", al menos en lo fundamental, o estamos condenados a una eterna duda o a opiniones sin fundamento racional? ¿Existe un criterio objetivo de bondad que nos permita, sin temor a equivocarnos, discernir el bien del mal? La respuesta del sentido común ha sido siempre afirmativa. Pero conviene que comprendamos por qué; y por qué algunos no lo ven así.

Es claro que el bien -lo bueno- es tal por contener alguna perfección que hace a la cosa deseable, apetecible. Aristóteles decía que "el bien es lo que todos desean". Pero, ¿por qué todos deseamos el bien? Porque vemos en él algo que nos beneficia, que "nos hace bien", que nos perfecciona, nos mejora, satisface nuestras necesidades, nos hace más felices. Cabe decir que el bien es una perfección que me perfecciona, una perfección perfectiva (no son vanas estas consideraciones de Pero Grullo).


La relatividad del bien

Es de notar ahora que no todo lo que perfecciona a un sujeto, perfecciona a todos. El abono animal sirve para nutrir a las flores, pero no al hombre. La alfalfa es buena, sabrosa y sana, para las vacas, no para nosotros. Es claro pues que el bien es relativo: dice relación a un sujeto o a un conjunto más o menos numeroso de sujetos determinados.

Esa "relatividad" del bien ha inducido a muchos a pensar que el bien no es algo "objetivo", es decir, que no está ahí, independiente de mi pensamiento, sino que cada uno puede tomar por bueno "lo que le parezca"; cada uno sería libre de considerar bueno una cosa o su contraria y decidir por su cuenta sobre el bien y el mal. Cada uno -se ha dicho- sería "creador de valores", porque el valor o bondad de las cosas no estaría en ellas, sino en mi subjetividad, en mi pensamiento, en mi deseo o en mi opinión. Es un grave error en el que hoy incurren no pocos, pero no es nuevo; es tan viejo como el hombre. Adán y Eva ya quisieron no reconocer el bien donde se hallaba -donde Dios lo había puesto-, sino donde a ellos les apetecía que estuviera, con su ya mala voluntad.


La objetividad del bien

En rigor, aunque el bien sea "relativo" (algo es bueno siempre "para alguien"), no hay nada menos subjetivo u opinable. La bondad del aire que respiramos, el agua que bebemos, el calor y la luz del sol que nos vivifica, etcétera, etcétera, no es algo que inventamos o creamos: no es una bondad "opinable": está ahí, con independencia de nuestra estimación.

De modo similar descubrimos el valor de la justicia, de la libertad, de la paz, de la fraternidad: valores objetivos que no tendría sentido negar. De modo que si yo los negase porque en algún momento no me apetecieran, seguirían siendo valiosos para todos. Mi inapetencia sería un síntoma seguro de alguna enfermedad del cuerpo o del alma.

Es también importante advertir -frente a lo pensado y muy difundido por ciertos filósofos- que si yo apetezco la manzana, no es porque yo le confiera el buen sabor. La manzana no es sabrosa simplemente porque yo la saboree con gusto. Aunque a otro no le guste -quizá porque esté enfermo-, la bondad de la manzana no es un producto de mi subjetividad: es la manzana misma que tiene de por sí la aptitud para causar un buen sabor y una buena nutrición. Si así no fuera, el mismo sabor podría encontrar yo en el acíbar o en la basura.

Es indudable que hay bienes y valores objetivos. Pero cabe preguntarse si todos los bienes lo son. Y, en efecto, la respuesta es afirmativa, porque, en la práctica, las cosas y las acciones humanas, quiérase o no, siempre perfeccionan o dañan, incluso las que, teóricamente, pueden considerarse con razón indiferentes (como, por ejemplo, pasear).

La "relatividad" del bien no significa, pues, que el bien sea bueno porque mi voluntad lo desea, sino que mi voluntad lo desea porque es bueno. La bondad, primeramente está en la cosa y después puede estar en mi capricho, opinión o estimación. Lo que es bueno para mí puede ser malo para otro; por ejemplo, un fármaco o un trabajo determinado. Esto no depende de mi parecer. ¿De qué depende entonces? Depende, justamente, de lo que yo soy, depende de mi ser, lo cual, ahora, no depende de mi voluntad ni es una cuestión opinable. Aunque yo ahora tenga cualidades y defectos que sean consecuencia de mi libre voluntad, lo que he llegado a ser, lo que ahora soy, lo soy ya con independencia de mi voluntad, y con la misma independencia habrá cosas buenas o malas para mí.

El bien depende pues del ser (real, objetivo, que está ahí) y del modo de ser. Y hay algo que el hombre nunca podrá dejar de ser, esto es, precisamente, hombre. Las características individuantes o personales de cada uno, no difuminan ni anulan la naturaleza humana, al contrario, son perfecciones (o defectos) de esa naturaleza peculiar, que compartimos todos, y que hace posible que hablemos con sentido del "género humano" o de la "especie humana", y también de un bien objetivo común a toda la humanidad.

De manera que hay bienes relativos a personas singulares. Pero hay también, indudablemente, bienes relativos a la naturaleza humana común, y, por tanto, a todos y a cada uno de los individuos de nuestra especie. Por eso hay leyes o normas morales objetivas, universales y permanentes que afectan a todos los hombres, de cualquier tiempo y lugar. Lo que daña a la naturaleza, forzosamente ha de dañar a la persona, porque la persona no es ajena a la naturaleza sino una perfección --el sujeto-- de esa naturaleza determinada.

A naturalezas diversas corresponden diversos bienes. Lo que es bueno para el bruto o para el ángel, puede no ser bueno para el hombre. Por eso, para saber lo que es bueno para el hombre -para todos y cada uno- es indispensable conocer antes la respuesta a la gran pregunta: ¿Qué es el hombre? "¿Qué soy yo, Dios mío? -exclamaba San Agustín-. Mi esencia, cuál es?" (1).

La Etica (ciencia sobre los bienes del hombre) supone la Antropología filosófica (que estudia qué es el hombre). En la historia del pensamiento se encuentran éticas diferentes porque hay diversos conceptos sobre el hombre; y, en consecuencia, hay diversos conceptos sobre los bienes.


¿Qué es el hombre?

Para algunos, el hombre no es más que un conjunto de corpúsculos, aunque complejo y maravilloso (como para Carl Sagan, por ejemplo); se ha contemplado como pura química o biología, o como un mero manojo de instintos fatalmente determinados; o como un número en una especie zoológica. Son diversas manifestaciones de la concepción materialista del hombre.

Al negar -dogmáticamente, por cierto- la realidad del alma espiritual e inmortal, todo materialismo se incapacita para conocer lo que el hombre en verdad es; y, por lo mismo, no puede saber tampoco lo que en realidad es bueno o "ético". Al pensar al hombre como simple animal evolucionado -sin ningún elemento que sea irreductible a elementos materiales-, no puede evitar pensar lo bueno reducido a lo material y sensitivo; y fácilmente concederá un valor absoluto a lo económico. Se le escapa lo más valioso: el espíritu, donde se halla la raíz indispensable del entendimiento y de la libre voluntad. Por eso, los términos "libertad", "justicia", "paz", "amor", etcétera, carecen, en el materialismo, de contenido humano y se confunden con las sombras que de tales cosas existen -o parecen existir- en el mundo de los irracionales. El mismo concepto de "persona" se vacía y el hombre queda reducido a un "número" al servicio de la "especie" (llamada "sociedad"). Si la "especie" lo reclama, no habrá inconveniente en sacrificar al individuo: se le podrá saquear, con toda paz, o encerrarle en un hospital siquiátrico, o eliminarle: sólo cuenta el bien de la "especie", como en zoología. Esta es la tremenda conclusión del colectivismo, especialmente del marxista.

Si realmente queremos lo bueno, el bien para nosotros y para la sociedad -compuesta no de meros individuos sustituibles, sino de personas con valor único irrepetible-, hemos de tener la honradez de contemplar al hombre en su integridad. No basta ver en el cuerpo sentidos e instintos. Esto sería no ver al hombre, como no ve el cilindro quien mira solamente una de sus secciones, la horizontal o la vertical:

Porque entonces podemos confundir el cilindro con un círculo o con un cuadrado; e incluso llegar a la conclusión de que el cilindro es un círculo cuadrado, y, por tanto, un absurdo que no puede existir sino como una vana ilusión de la mente. Podríamos llegar a la negación de la posibilidad del cilindro, de modo similar a como se ha llegado a la negación del alma humana inmortal: seccionando al ser humano por la mitad de su cuerpo, descuartizándolo. Y una vez descuartizado en la mesa de disección, el "sabio" sentencia: como no veo el alma por ninguna parte, el alma no existe. (Aplausos). Como hizo aquél astronauta soviético, que declaró triunfante que Dios no existía, porque él no lo había visto en su viaje espacial.

El hombre es un "cilindro" muy peculiar: no tiene techo, no tiene límite hacia arriba, y sólo una "sección" totalmente "vertical" puede descubrir su dimensión trascendente a la materia. Pero no es difícil descubrirla, si no se ha perdido del todo el sentido común. Ya tendremos ocasión de volver sobre el asunto. Pero es cierto lo que, en medio de su confusión religiosa, afirmaba gráficamente Unamuno: "lo que llaman espíritu me parece mucho más material (quería decir "perceptible" o "claramente cognoscible") que lo que llamamos materia; a mi alma la siento más de bulto y más sensible que a mi cuerpo". Con razón se ha dicho que el materialismo es el más peregrino ensayo de querer probar, asistidos del espíritu, la no existencia del espíritu, porque "sólo un ser pensante, esto es, espiritual, puede ponerse a "demostrar" con argumentos el materialismo" (2). El materialismo, deslumbrado ante la semejanza morfológica entre el hombre y el mono, los confunde. Sucede lo que advierte Giambattista Torelló: "objetos de estudio esencialmente diversos, proyectados por el investigador sobre un plano inferior se presentan a su vista como iguales: así la proyección de un cilindro, una esfera y un cono es la misma: un círculo ambiguo y tentador para espíritus simplistas, capaces de concluir que, en el fondo, cilindro, esfera y cono son en realidad una misma cosa":

Ciertamente tenemos un cuerpo, unos sentidos que reclaman las satisfacciones de sus necesidades vitales. Pero, ante todo gozamos de algo que excede todo lo que puede proceder de la evolución de la materia: el entendimiento, ávido, insaciable de verdad. Ya desde niño, el hombre sano comienza a "exasperar" con sus preguntas interminables: "mamá, ¿qué es esto?, ¿para qué es esto?"; y, sobre todo: "¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?..." Es que el niño está buscando ya una respuesta última y definitiva, que no remita a otro porqué, que sea el gran Porqué que lo explique todo, que sea la Verdad primera original y originaria de toda otra verdad. El pequeño pregunta por Dios, busca a Dios, necesita a Dios desde que su inteligencia despierta al "uso de razón". Es la célebre oración de San Agustín: "Nos has creado, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti" (3).

Lo único capaz de saciar y aquietar el entendimiento es el conocimiento de Dios. Y no cualquier conocimiento, sino todo el conocimiento de que es cápaz. Sólo así alcanza su perfección suprema, su plena felicidad. De otra parte, la voluntad es una ilimitada capacidad de amar el bien,- no es "infinita", pero sí "ilimitada", porque por mucho que ame, siempre anhela amar más. No se conforma con cualquier bien, desea lo óptimo. Y cuando pone el amor en una criatura y la posee de algún modo, al punto se halla satisfecha; pero pronto advierte que no es lo óptimo, que queda un vacío por llenar, que no ha alcanzado, ni de lejos, la plenitud del bien y del amor que buscaba. Es que todos -sepámoslo o no- queremos a Dios, buscamos a Dios, tenemos hambre de Dios, como Verdad Primera y Bien infinito, como Sabiduría y Amor plenos. Es decir, sólo en El se halla la perfección, la plenitud humana, la felicidad sin sombras: en el amoroso conocimiento de Dios. Ese es nuestro fin, nuestro óptimo bien objetivo común.

Ahora que sabemos, no con detalle, pero sí con profundidad lo que es el hombre, sabemos también cuál es su bien fundamental e indispensable. Independientemente de lo que yo quiera, piense, me apetezca u opine, mi Bien es Dios. Y hallamos así un criterio objetivo de bondad: en el mundo, será bueno para mí -moralmente bueno-, será "ético" lo que me acerque a Dios (o, al menos, no me aleje de El); y será malo -aunque me apetezca- lo que me separa de Dios.
Lo que me aproxime a Dios, será también perfección de mi ser humano personal; lo contrario, dañará sin duda y siempre, lo más íntimo de mi persona.

Esta es ya una conclusión de suma importancia. Pero se abre, claro está, una nueva pregunta: ¿qué es, en la práctica, lo que me acerca a Dios y qué es lo que me aleja de Dios? La luz natural de la razón es un don que nos permite a todos descubrir las exigencias fundamentales del ser humano, es decir la ley moral natural, formulada sintéticamente por Dios mismo en el Decálogo. Se entienden bien así las palabras de Juan Pablo II: "La ley moral es ley del hombre, porque es la ley de Dios". En efecto: "La verdad expresada por la ley moral es la verdad del ser, tal como es pensado y querido por Dios que nos ha creado". Es por eso que "hay una profunda consonancia entre la parte más verdadera de nosotros mismos y lo que la ley de Dios nos manda, a pesar de que, para usar las palabras del Apóstol, "en mis miembros siento otra ley que repugna a la ley de mi mente" (Rom 7, 22)" (4).

Si no existiera la sombra del pecado original en nuestra mente y no hubiese sido debilitada nuestra voluntad, nos conoceríamos bien a nosotros mismos y, en consecuencia, conoceríamos sin duda lo que es bueno, tendríamos una visión clara de la ley moral. Ahora nos cuesta esfuerzo alcanzarla, también por que nos cuesta vivirla. Pero Dios, en su infinita misericordia, ha venido en nuestra ayuda, se ha hecho Hombre, para decirnos hasta con palabras humanas cuál es el camino que conduce a ser de verdad hombres perfectos y felices: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (5). Y no sólo nos ofrece una felicidad natural, sino que con su encarnación, vida, pasión, muerte y resurrección, nos ha abierto las puertas nada menos que a la vida íntima de Dios Uno y Trino. Ha puesto a nuestra disposición su misma felicidad: lo óptimo, no ya relativo al hombre, sino en absoluto.

Y para que todos los hombres, podamos conocer fácilmente, sin disputas o dudas angustiosas, sin esfuerzos hercúleos, cuáles son las cosas que nos acercan a Dios y cuáles son las que nos alejan de El, fundó la Iglesia -una, santa, católica y apostólica- con un Magisterio autorizado, asistido siempre por el Espíritu Santo -el Espíritu de Verdad-, capaz de trazar, en cada momento, un mapa cierto y seguro de los caminos del bien. Ahí, especialmente los católicos, pero también de algún modo todos los demás, tenemos el gran criterio, la gran luz, la gran seguridad para discernir el bien del mal, para conocer esa "norma suprema de la vida humana", que el Concilio Vaticano II recuerda que es "la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo universo y los caminos de la comunidad humana" (6).



La Bondad en la Conducta
La bondad de nuestras acciones importan mucho porque a través de ellas labramos la perfección o la ruina personal.
 
La Bondad en la Conducta
La Bondad en la Conducta
-La Importancia de la Interioridad
-La Libertad: Condición de Bondad
-Importancia de Las Obras
-El Fin no Justifica Los Medios
-Mirar la Realidad

En nuestro artículo anterior comprobábamos que la bondad está en las cosas; que no es una invención de la mente o fruto del arbitrio de la voluntad. Sobre lo que es bueno o malo no caben opiniones, a no ser por ignorancia de la realidad. Precisamente concluíamos que existe un criterio objetivo: es bueno lo que acerca a Dios; es malo lo contrario. Porque Dios es nuestro último fin, es decir, donde, en último extremo, se encuentra de modo infinito todo el bien que nuestro corazón desea. De modo que en la medida en que podemos saber qué es lo que acerca a Dios, podemos también, por lo mismo, saber qué es lo bueno.

Ahora bien, una cosa es la bondad de las cosas, y otra la bondad de los actos humanos que inciden sobre las cosas o permanecen en el interior de nosotros mismos. Esta última es la que nos ha de ocupar en este artículo. Es del mayor interés, porque con nuestras acciones nos labramos la perfección o la ruina personal. La cuestión es: ¿cuándo son buenos los actos humanos? ¿qué condiciones se requieren para poder calificar de moralmente buenos a nuestros actos? ¿de qué depende su bondad? ¿cuándo nos acercan o separan del último fin, que es Dios?

Lo primero que hemos de tener en cuenta al examinar nuestra conducta con vistas a su calificación moral es lo que hemos hecho, es decir, el "objeto" de nuestro acto: ¿Es bueno ese objeto?, pues ya vimos que el bien es algo objetivo, como "la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios gobierna el mundo universo y la comunidad humana" (1). Por eso se dice que "el objeto es la primera fuente de moralidad". ¿Está conforme lo que he hecho con la objetiva ley divina, ya sea la natural o la evangélica?.

Esta es la primera pregunta necesaria. Pero no sólo el objeto -lo que hacemos- es fuente de moralidad. No basta la consideración del objeto para saber si un acto humano es moralmente bueno o malo. Es más -enseña Juan Pablo II-"la moral -lo que es moral- es cosa esencialmente íntima, interior", reside en la conciencia y en la voluntad, que es donde, con sus actitudes y elecciones se expresa el "hombre interior" (2).


Importancia De La Interioridad

El Papa advierte que "lo moral" de nuestras obras tiene, como es obvio, una dimensión exterior, digamos visible, apreciable desde fuera (pasear, comprar, comer, trabajar), que está en relación con las normas objetivas de la conducta humana (no robar, no atentar contra la vida propia o ajena, etc.); sin embargo, este hecho --la existencia de esta dimensión exterior-- en nada modifica el hecho precedente, a saber, que la moral es un asunto de conciencia y que sus exigencias incumben a la interioridad del hombre.

"Cristo enseñaba moral. El Evangelio y los demás textos del Nuevo Testamento lo demuestran sin lugar a dudas". Sabemos que el Decálogo, o sea, los Diez Mandamientos de la ley moral natural -indicados expresamente por Dios a Moisés-, fue confirmado por el Evangelio (3). Y recuerda Juan Pablo II que, al enseñar la moral, Cristo tenía en cuenta estas dos dimensiones: la exterior, o sea, visible, social e, incluso, "pública" y la interior. Pero, conforme a la naturaleza misma de la moral, de "lo que es moral", el Señor concedia importancia primordial a la dimensión interior, a la rectitud de la conciencia humana y de la voluntad, es decir, a lo que en términos bíblicos se llama "corazón" (4). En diversos momentos y de diferentes maneras, Jesucristo enseñó que: "lo que sale de la boca procede del corazón y eso hace impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias. Esto es lo que contamina al hombre" (5): el mal que reside en el corazón, es decir, en la conciencia y en la voluntad.

Jesucristo, por tanto, indica lo que está mal, las obras que son malas --y en consecuencia contaminan al hombre, lo dañan--, y que son externas, visibles. Pero indica también donde se encuentra la causa, la raíz de esas obras que, en definitiva, son una manifestación de lo que hay en el interior. Si se extirpara la mala raíz no habría malos frutos. Gráficamente lo expresaba el Papa en su mensaje de paz de 1984: "es el hombre quien mata y no su espada y sus misiles"; "la guerra nace del corazón del hombre".

Es lógico pues que se afirme que de las dos dimensiones de la moralidad de los actos humanos, la que posee importancia primordial sea la interior: la dimensión "hacia adentro" del hombre. Además, "existen normas --dice Juan Pablo II-- que atañen de un modo directo a actos exclusivamente interiores. Vemos ya en el Decálogo dos mandamientos que empiezan por estas palabras: "No desearás..." y "No codiciarás..." y que, por consiguiente no se refieren a ningún acto exterior, sino sólo a una actitud interior, relativa, en el primer caso, a "la mujer de tu prójimo"; y, en el segundo, a "los bienes ajenos". Cristo lo subraya con más fuerza todavía. Sus palabras pronunciadas en el monte de las Bienaventuranzas, cuando llama "adúltero de corazón" al que mira a una mujer deseándola, fueron para mí --dice el Papa-- punto de partida de largas reflexiones sobre el carácter específico de la moral evangélica en esta materia" (6).

Importancia pues de la dimensión interior de "lo moral"; importancia de la interioridad, de las intenciones, de las actitudes. "Pero --continúa Juan Pablo II-- no es eso todo. Sabemos que el Sermón de la montaña habla también de las buenas obras, como la oración, la limosna, el ayuno, que el Padre ve en lo oculto" (7).

Que la dimensión interior del acto humano tenga primordial importancia no quiere decir que la exterior —"lo que se hace"— no afecte a la persona y no tenga relevancia moral. La tiene, y mucha. "La ética católica no es sólo un conjunto de normas, mandamientos y reglas de conducta" (8). No es sólo eso, pero es también eso. Cristo tenía en cuenta las dos dimensiones del acto humano; dos dimensiones de un acto que es uno, aunque complejo. Por tanto, una simple "moral de intenciones" o "de actitudes" que no valorase el objeto, las obras en las que se plasman las actitudes e intenciones, seria una moral mutilada y, por tanto, falsa, así como un folio rasgado por cualquiera de sus lados ya no es un folio. El folio tiene dos dimensiones, largo y ancho; si lo rompo por cualquiera de las dos deja de ser lo que era. Un plato o manjar exquisito, con ingredientes de primera calidad, pero aderezado con unos gramitos de arsénico, todo él resulta mortal de necesidad, aunque se haya elaborado con la "buena intención" de alimentar al cliente.

Cualquier cosa mala, por muy buena que sea la intención con que se haga, no deja de causar el mal; y el acto humano que la realiza--compuesto de lo subjetivo y lo objetivo--resulta enteramente malo y daña siempre a la persona.

En efecto, el Papa, a la vez que que subyara el valor de la dimensión interior de los actos humanos, aclara que "no es suficiente tener la intención de obrar rectamente para que nuestra acción sea objetivamente recta, es decir, conforme a la ley moral. Se puede obrar con la intención de realizarse uno a sí mismo y hacer crecer a los demás en humanidad; pero la intención no es suficiente para que en realidad nuestra persona o la del otro se reconozca en su obrar" (9). Hace falta, además, que lo que se quiere sea de verdad bueno.


La Libertad: Condicion De Bondad Moral

Juan Pablo II sigue ahondando en la cuestión: "¿En qué consiste la bondad de la conducta humana? Si prestamos atención a nuestra experiencia cotidiana, vemos que, entre las diversas actividades en que se expresa nuestra persona, algunas se verifican en nosotros, pero no son plenamente nuestras; mientras que otras no sólo se verifican en nosotros, sino que son plenamente nuestras. Son aquellas actividades que nacen de nuestra libertad: actos de los que cada uno de nosotros es autor en sentido propio y verdadero. Son, en una palabra, los actos libres (...) La bondad es una cualidad de nuestra actuación libre. Es decir, de esa actuación cuyo principio y causa es la persona; de lo cual, por tanto, es responsable" (10).

No significa esto que el acto humano sea moralmente bueno por el hecho de ser libre, sino que la libertad es una de las condiciones varias de la bondad moral. Una condición también importante, porque "mediante su actuación libre, la persona humana se expresa a sí misma y al mismo tiempo se realiza a sí misma" (11); es decir, va realizando en sí misma un incremento de bondad, si la conducta es moralmente buena; si fuera mala, el sentido de la libertad se vería frustrado.


Importancia De Las Obras

"La fe de la Iglesia fundada sobre la revelación divina, nos enseña que cada uno de nosotros será juzgado según sus obras" (12). Son muchos, por cierto, los momentos de la Sagrada Escritura en que se afirma que Dios retribuirá a cada uno según sus obras, por ejemplo: Mt 5, 16; Apoc 2, 23; 22, 12; cfr. Rom 2, 6; Eccli 16, 15; 2 Tim 4; Sant 1, 21-25. "Nótese: es nuestra persona la que será juzgada de acuerdo con sus obras. Por ello se comprende que en nuestras obras es la persona que se expresa, se realiza y --por así decirlo-- se plasma. Cada uno es responsable no sólo de sus acciones libres, sino que, mediante tales acciones se hace responsable de sf mismo" (13).

No parece que se pueda iluminar mejor la relevancia moral de lo objetivo, de las obras, de los actos externos. Seremos juzgados por nuestras obras, porque ellas son "criaturas" de nuestra libertad en las que nos hemos expresado y forman parte de nosotros mismos.

"Es necesario--insiste el Romano Pontífice-- subrayar esta relación fundamental entre el acto realizado y la persona que lo realiza". Nuestras obras expresan siempre lo que somos o, al menos, algo de lo que somos; y con ellas no sólo "hacemos cosas", "nos hacemos" también a nosotros mismos: sabios o ignorantes, justos o injustos, prudentes o imprudentes, lujuriosos o castos.

Pues bien, "a la luz de esta profunda relación entre la persona y su actuación libre podemos comprender en qué consiste la bondad de nuestros actos, es decir, cuáles son esas obras buenas que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos" (...). Cuando el acto realizado libremente es conforme al ser de la persona, es bueno".

"La persona está dotada de una verdad propia, de un orden intrínseco propio, de una constitución propia. Cuando sus obras concuerdan con ese orden, con la constitución propia de persona humana creada por Dios, son obras buenas, que Dios preparó de antemano para que en ellas anduviésemos. La bondad de nuestra actuación dimana de una armonía profunda entre la persona y sus actos, mientras, por el contrario, el mal moral denota una ruptura, una profunda división entre la persona que actúa y sus acciones. El orden inscrito en su ser, ese orden en que consiste su propio bien, no es ya respetado en y por sus acciones. La persona no está ya en su verdad. El mal moral es precisamente el mal de la persona como tal" (14). Esa ruptura, esa profunda división en el interior del hombre se produce siempre que se obra mal, aunque sea con "buena intención", pensando que se obra bien, porque es un hecho que entonces la persona no está obrando conforme a la verdad de su ser. Quiérase o no, "la persona humana realiza la verdad de su ser en la acción recta, mientras que, cuando actúa no rectamente, causa su propio mal, destruyendo el orden de su propia ser. La verdadera y más profunda alienación del hombre consiste en la acción moralmente mala: en ella la persona no pierde lo que tiene, sino lo que es, se pierde a sf misma" (15).

Cuando es moralmente mala, la acción exterioriza o manifiesta el ser personal de modo monstruoso. Cabe decir de tal acción lo que dice Santo Tomás del error de la mente: es "un parto monstruoso". Se ha engendrado un monstruo, un ser deforme, que deforma y carcome el propio ser, por la íntima conexión entre la persona y su obra.


Pecado "Formal" Y Pecado "Material"

Y es de advertir que esto puede suceder sin culpa, cuando --sin culpa-- se ignora que realmente lo que se hace es moralmente malo. En este caso no hay pecado formal (como se dice en Teología), y Dios no castigará la mala acción. Pero no ha dejado de producirse un pecado material, es decir, una obra objetivamente mala, y que por tanto daña realmente a la persona. Es preciso no olvidar que, lejos de lo que pensaba Lutero, lo que prohibe Dios no es malo porque Dios lo prohiba, sino que Dios lo prohibe porque es malo: daña al hombre, si no en el cuerpo, al menos en el alma, que es lo que más importa.

De hecho, cuando se obra mal, aunque sea por ignorancia, la voluntad se adhiere al mal, y de este modo no puede hacerse buena, ni incrementar su bondad y su habilidad para el bien. Es más, con tal adhesión, si se continúa largo tiempo, existe el grave riesgo de que, al descubrir el error y salir de la ignorancia, la afición al mal se haya hecho tan grande que ya no se quiera abandonarlo; lo cual llevaría consigo la aparición del pecadoformal, responsable ya, y culpable.

Es muy importante tener en cuenta esa realidad, también en el tratamiento de enfermedades psíquicas y situaciones extremas o de crisis que inclinan más fuertemente a ciertos pecados. En un discurso a médicos psiquiatras, enseñaba el Papa Pio XII: "Una última observación a propósito de la orientación trascendente del psiquismo hacia Dios: el respeto a Dios y a su santidad debe refliejarse siempre en los actos conscientes del hombre. Cuando estos actos se apartan del modelo divino, aun sin culpa subjetiva del interesado, van, sin embargo, contra su último fin. He aquí por qué aquello que se llama pecado material es una cosa que no debe existir y constituye por lo mismo, en el orden moral, una realidad que no es indiferente".

"Una conclusión se deriva para la psicoterapia: ante el pecado material, no puede permanecer neutral. Puede tolerar lo que de momento es inevitable. Pero debe saber que Dios no puede justificar esta acción. Todavía menos la psicoterapia puede dar al enfermo el consejo de cometer tranquilamente un pecado material, porque lo hará sin falta subjetiva; y ese consejo sería igualmente equivocado, aunque tal acción pudiera parecer necesaria para el reposo psíquico del enfermo y, por consiguiente, para la finalidad de la curación. Nunca se puede aconsejar una acción consciente que sería una deformación, y no una imagen, de la perfección divina" (16) que el hombre es.

El Fin No Justifica Los Medios

Por supuesto, es peor hacer el mal con mala intención que con "buena intención". Pero hacerlo con "buena intención" también es malo, aunque sea para conseguir un bien todo lo grande que se quiera. El fin no justifica los medios. El buen fin hace bueno un medio indiferente y puede aumentar la calidad moral de una buena acción, como cuando se hace un acto de simple justicia pero por amor a Dios. Lo que no puede hacer nunca un buen fin es convertir en bueno un medio que de suyo sea malo. Cuando se quiere el mal, aunque sea como medio para el bien, la voluntad, con su adhesión, ya se ha contaminado, ya se ha hecho mala, y también su acto en su entera realidad.

Por otra parte, es un craso error pensar que de un mal puede seguirse algún bien para la persona en su integridad. Podrá seguirse tal vez un bien físico, material, económico, pero nunca un bien moral que es lo que realmente perfecciona a la persona.

Sólo Dios puede hacer que de las consecuencias del mal --no del mal en sí mismo-- se sigan auténticos bienes para los que le aman. Pero Dios no puede querer el más mínimo mal moral; por tanto, el hombre tampoco puede quererlo jamás.

Así por ejemplo, cuando se provoca el aborto, aunque sea con la "buena intención" de procurar el bienestar material, psíquico, o social de la madre, de hecho se produce el peor mal para ella: se niega, o se pretende negar, con inhumana violencia, lo que ella realmente es en lo más profundo: madre, dadora de vida; al tiempo que se asesina a una persona inocente, su hijo.

Lo mismo cabe decir de los que ciegan artificiosamente las fuentes de la vida; los que pretenden disolver el matrimonio; los que justifican -"por amor", dicen--las llamadas relaciones prematrimoniales, u homosexuales; los que no dan importancia a la masturbación; los que con apariencia de justicia niegan los derechos humanos, etc.

Suele decirse que "el infierno está empedrado de buenas intenciones". Y es muy posible que sea cierto. La sabiduría popular comprende que no basta querer hacer el bien, sino que es menester hacerlo; y para ello es indispensable la voluntad realmente buena, sincera, de conocer el bien, de aprender a discernir el bien del mal. De lo contrario, sería una vil hipocresía hablar de "buena voluntad"o de "buena intención".

Mirar La Realidad

Por importante y fundamental que sea --como ya hemos visto-- la intención, "quienquiera conocer y hacer el bien debe dirigir su mirada al mundo objetivo del ser. No al propio "sentimiento", no a la "conciencia", no a los "valores", no a los "ideales" y "modelos" arbitrariamente propuestos. Debe prescindir de su propio acto y mirar a la realidad"; porque "ser bueno quiere decir estar de acuerdo con el ser objetivo; es bueno lo que corresponde "a la cosa"; el bien es la adecuación a la realidad objetiva" (17). *Todas las leyes y normas morales se pueden reducir a una --decía Goethe--: la verdad". "Todas las leyes y normas morales se pueden reducir -dice Joseph Pieper-- a la reaiidad" (18); "el hombre que quiere realizar el bien mira, no al propio acto, sino a la verdad de las cosas reales" (19). Precisamente la realidad es el fundamento de lo ético. Lo que debe-ser está inscrito en el ser, en la verdad de las cosas. Es bueno quien obra la verdad: "el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios" (20).

En las obras se plasma la persona; la persona se revela en sus obras. El mismo Jesucristo decía: "las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado" (21); "si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre" (22).

¿Y cuál es la verdad más profunda que debe expresar nuestras obras? Que la persona no es dueña absoluta de sí misma. Ha sido creada por Dios. Su ser es un don: lo que ella es y el hecho mismo de su ser son un don de Dios. "Somos hechura suya", nos enseña el Apóstol, "creados en Cristo Jesús" " (23). Somos criaturas de Dios, somos de Dios, y Dios ha querido además que seamos sus hijos. Somos hombres que, por gracia, son hijos de Dios. No somos hijos del mono. Por tanto, para que sea buena nuestra conducta ha de conformarse con esta realidad: nuestra filiación divina. Todas nuestras obras han de revelar nuestro ser-hijos-de-Dios; han de manifestar que al menos luchamos por ser buenos hijos, según el mandato amoroso y sapientísimo: "Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto".



La Cuestión De Los Fines Y Los Medios
La vida real no es plastilina que pueda adoptar la forma que queramos. Hay una un orden una jerarquía, lo contrario, es el caos...
 
La Cuestión De Los Fines Y Los Medios
La Cuestión De Los Fines Y Los Medios
En una anterior ocasión imaginábamos humorísticamente a unos sujetos un tanto perturbados por lecturas «políticamente incorrectas». Uno de ellos fue a un psiquiatra que le aconsejaba —para tranquilizarle— que se olvidara del supuesto orden entre los medios y los fines. «¿Qué importa que una cosa sea fin o medio? —decía el galeno—, en realidad, todo es fin y todo es medio, por eso nada es medio ni es fin... A lo que responde el paciente: -Pues mire, doctor, esto mismo me dijo el zapatero. Tenía unos zapatos de excelente diseño. Pero yo tenía los pies grandes y no me cabían. La solución estuvo conforme con su teoría. Llamó al traumatólogo y me cortó los dedos de los pies. Ahora ya, fíjese, los zapatos me sientan perfectamente.

-Pues claro que sí, hombre. Usted creía que el pie era el fin y los zapatos los medios: una vulgaridad. Hay que se creativos. Por cierto, ¿por qué lleva usted ese vendaje en la cabeza? ¿Le duele acaso la abundancia de ideas inquietantes?

-No señor, es que mi sombrerero tiene unos sombreros de exquisito formato, pero mi cabeza era demasiado grande. Por eso me limó el cráneo con mucho cuidado. Cuando me quite la venda, el sombrero me sentará de maravilla. Ahora lo entiendo todo doctor, creativamente hablando, si el fin es excelente, el medio puede ser execrable; perdón, quiero decir, que será también excelente, porque lo excelente y lo execrable en rigor son lo mismo y no existe ni lo uno ni lo otro, ¿no es así?


El Lecho De Procusto

Esta especie de locura que consiste en prescindir, a la hora de actuar, del orden natural entre el fin y los medios adecuados, está muy difundida y explica gran cantidad de crímenes no sólo contra «la humanidad» abstracta, sino contra millones de personas concretas, con rostro, nombres y apellidos. Se adopta una conducta y se adapta como sea, el pensamiento, para justificarlo. Se construye una teoría moral y se hace como Procusto. Procusto no era el nombre de pila del mítico posadero de Eleusis. Se llamaba Damastes, pero le apodaban Procusto que significa «el estirador», lo cual sólo se comprendía cuando mostraba su sistema de hacer amable la estancia a sus huéspedes. Deseoso de que los más altos estuvieran cómodos en sus lechos, se aseguraba de que éstos tuvieran la medida exacta cortándoles (a los huéspedes) la porción sobresaliente de sus miembros. Y a los bajitos les ataba grandes pesos a los pies hasta que alcanzaban la estatura justa del lecho. Menos mal que Teseo, forzudo atleta, puso fin a las locuras del posadero devolviéndole con creces el trato que dispensaba a sus ingenuos clientes.

La vida real no es una especie de plastilina que pueda adoptar la forma que queramos. Hay una naturaleza de las cosas, unas relaciones naturales entre ellas, que configuran un orden de prioridades —lo contrario al caos—, una jerarquía de valores. Es más importante la cabeza que la mano; hay que conservar antes aquella que ésta; y, ésta, si caemos, instintivamente se adelanta a parar el golpe. Es más importante el coche que su cenicero. Si el cenicero está lleno de colillas no es sensato tirar el coche y comprarse otro, sino tirar las colillas y conservar el coche. Si hay que vacunar a un niño, es mejor que llore un poco que no lo haga y haber de enterrarlo prematuramente.


La Secuencia Del Disparate

Un modo de «procustizar» la vida es adaptarla a nuestros deseos, a costa de lo que sea. ¿Deseo cortarme la mano?, me la corto. ¿Deseo cortar la del vecino? Se la corto. ¿Deseo acabar de una vez con un país molesto? Le lanzo una bomba de hidrógeno. ¿Me molesta el guardia civil? Lo mato. ¿No deseo embarazo, pero sí el placer? Me quedo con el placer y aborto. ¿Te duele la cabeza? Te la corto. Muerto el perro se acabó la rabia. ¿Deseo tener mucho más dinero, ya? Pues lo robo. Mejor dicho, «lo sustraigo». ¿Quién osará llamar «robo» a esto? Esto no es más que un desplazamiento de papeles de un lugar a otro (mi bolsillo). Sólo puede llamarse «robo» si alguien lo sustrae de mi bolsillo y lo traslada al de otro.

Procusto seguramente pensaría que todo el mundo había de juzgarle como una bellísima persona que merecía la medalla al mérito civil. Lo que sucedía es que no estaba en sus cabales y era un peligro público. Menos mal que no pasaba de ser un mito. Sin embargo, su talante y estilo ético no son un mito, son una realidad tan extendida que si los procustos volaran no se vería el sol. Vean ustedes a sesudos parlamentarios y elocuentes portavoces de partidos políticos, hablar de «interrupción voluntaria del embarazo», cuando se trata de legalizar el descuartizamiento de un niño o su defecación con la píldora RU-486. Hacen de hecho lo mismo que hacía en teoría Jean Paul Sartre: para afirmar la dignidad del hombre comenzaba negando a Dios y acababa diciendo que el hombre es un «ser vomitado al mundo», «una pasión inútil». Es la lógica macabra del ateísmo «lógico». También hablan de «muerte digna» cuando se trata de matar o rematar al abuelo por compasión; etcétera.


Cómo Es El Empedrado Del Infierno

No hace mucho un parlamentario reiteraba el aforismo tan viejo como falso: «el fin justifica los medios». Estamos en una sociedad que se entusiasma hasta perder el sentido ante «las buenas intenciones» y «los buenos deseos». Se olvida que «el infierno está empedrado de buenas intenciones y de buenos deseos», que ambas cosas —deseos e intenciones— figuran en el clásico refranero castellano.

Adviértase que nunca se ha dicho, que yo sepa, que el infierno esté lleno de gente de «buena voluntad». La voluntad es una cosa y las intenciones y deseos son otra. El infierno no admite voluntades buenas, porque la voluntad es algo muy serio, inconfundible con las intenciones. Se puede tener una buenísima intención y a la vez una voluntad perversa. Pongamos un ejemplo que hoy sólo irritará a una exigua minoría: Adolfo Hitler. ¿No tenía el hombre la buenísima intención de mejorar la raza aria y convertirla en la señora del mundo? ¿Qué insensato puede atreverse a juzgar las intenciones de Hitler? Sin embargo no hay duda: la voluntad de Hitler era perversa y no damos un duro por la piel de su alma, aunque le deseemos lo mejor en la vida eterna (nunca se sabe qué sucede en la persona a lo largo de ese corto viaje a «la otra orilla», que se llama muerte).

Lo cierto es que, por seguir con la sabiduría popular, el cielo puede estar lleno de gente equivocada, compatible con la buena voluntad y, en cambio, el infierno puede estar lleno de gente con certezas muy firmes y buenísimos deseos. ¡Hombre, lo que yo deseo no es matar al niño, sino salvar el bienestar de la madre! O sea, que defiendes el derecho de matar a un inocente ¿o no? ¡Es que mi deseo es sublime! Sí, claro, pero tu voluntad es criminal y tu pensamiento un caos. ¿O no?


¿Un Buen Fin Con Medios Injustos?

Un error semejante consiste en pensar que pueden valorarse los medios con independencia del fin y viceversa. Creer que nos repugnan los medios de los terroristas a la vez que nos entusiasman sus metas. Es el error de pensar que cabe alcanzar un buen fin con medios injustos. «Esto -dice lúcidamente J. A. Marina- me parece falso sin paliativos. El fin incluye inevitablemente los medios con los que se pretende llegar a ese fin. El fin no es una idea abstracta, platónica, exenta, pulcra, incontaminada. Es la meta más el conjunto de todos los pasos que llegan a ella. Separar los medios y los fines es un logicismo que no encaja con el comportamiento real del ser humano (...) Eso es la más detestable de las falacias: la que deja en la ignorancia ciertas cosas para poder aprovechar la situación sin remordimientos. Se llama mala fe».

Un fin elegido, con resultado bueno, por el hecho de que se realice después del mal del que se ha seguido, no convierte en bueno a ese mal, puesto que el mal ya está hecho, ya es pasado, y no hay nada más inmutable que el pasado. El futuro puede cambiar. No faltan quienes aseguran que el futuro «ya no es lo que era». Pero el pasado no hay quien lo mueva. Si la voluntad ha hecho libremente el mal, ya se ha hecho mala y no hay quien lo pueda evitar. Lo mismo que con la sola intención y un buen deseo no puedo mover una silla o una mesa, a no ser en un escenario tipo David Copperffield. Con tales elementos no se puede convertir un homicidio en un nacimiento, ni un robo en una obra de misericordia.

Además, cuando los medios son elegidos libremente, son queridos; y por eso equivalen a fines que, en nuestro caso, son malos.


Los Medios Configuran Los Fines

Fines y medios no son valores independientes, que se puedan juzgar por separado, porque los fines de alguna manera proceden de los medios; si no, no se conseguiría ningún fin: nadie da lo que no tiene. Es absolutamente imposible que un medio injusto conduzca un fin justo; sería una tremenda contradicción. El fin alcanzado por medios injustos pierde su calidad de fin y no puede ser bueno. «La naturaleza de los fines está implicada en la naturaleza de los medios —dice J.M. Ibáñez-Langlois—. En cierto modo los medios contienen ya el fin; los procedimientos anuncian el resultado. Predicar, matar, conmover, forzar, orar, no son medios neutros que sirvan para cualquier fin: cada uno lleva implícito el resultado». La bala lleva consigo la muerte.

En ocasiones, algunos males traen bienes. Es cierto si hablamos de males y bienes físicos. Un río salido de madre arrasa un poblado, pero dispone la tierra para una fecundidad imprevista. Pero aquí estamos hablando en el orden de los valores éticos: de bienes justos o injustos. Cierto que un bien conseguido injustamente -por ejemplo, un millón de dólares robado-, puede proporcionarme muchos bienes materiales: un chalé de lujo, un yate fantástico, unos réditos suculentos, etcétera. Todo eso es bueno de suyo. Ahora bien, ¿es justo que yo disfrute de un chalé que he construido con dinero robado? El prolongado usufructo de un dinero robado, ¿no será, más que un bien, la prolongación e intensificación de una formidable injusticia? ¿Podré pensar que, en estas circunstancias, mi vida llena de cosas buenas y de limosnas generosísimas, es una vida noble, honrada y generosa? Antes no podía ni dar una limosna a un pobre. Pero, ¿podré decir que hice bien robando los cien millones de dólares porque ahora gozo de la magnanimidad de Robin Hood?

Pues bien, si la injusticia es aún mayor que el robo, como por ejemplo, el asesinato de un inocente, sea éste ciudadano adulto o hijo nonato, ¿podré pensar honradamente que el fin justo (el bienestar de algunos) hace buenos los medios injustos (la muerte producida a alguno)? ¿Será justo el bienestar de la madre (y de sus cómplices), una vez perpetrado el aborto directo? El robo, el aborto procurado, el terrorismo nunca engendrarán bienes justos. Pueden traer algunos bienes, por supuesto. Lo que nunca sucederá es que los frutos lleguen a ser justos: no hay fin justo cuando se emplean medios injustos. Donde se emplean medios injustos no caben fines justos. Lo que se logre así, por hermoso que resulte, no podrá ser más que un hermoso monumento a la injusticia.

Los fines requieren medios homogéneos. La paz no se consigue con violencia, sino con heroísmo. La justicia no puede venir de la injusticia. Dice la Sagrada Escritura: Concupiscentia spadonis devirginavit iuvenem, sic qui facit per vim iudicium inique (Sir 20, 2-3), que se traduce: «Como pasión de eunuco por desflorar a una moza, así el que ejecuta la justicia con violencia» (Biblia de Jerusalén); o «Como eunuco que pretende desflorar a una doncella, es el que a la fuerza hace la justicia» (Ecclo, 20, 2-3, Nacar-Colunga). La templanza no se adquiere saciando el apetito, sino dominándolo. La fortaleza no se consigue sin esfuerzo. De un mal físico puede venir un bien moral (la conversión a Dios, por ejemplo; o la unidad de la familia). Lo que es imposible es que un mal moral engendre un bien moral en la persona que lo realiza. La única manera es, con la gracia de Dios, convertirse, detestar y reparar en toda la medida posible el mal cometido y entregarse a la consecución del bien. Dios puede utilizar las consecuencias del mal para alcanzar un bien mayor. La Iglesia canta O félix culpa! por el pecado original, porque el inmenso amor ha movido a Dios a redimirnos mediante la cruz de su Hijo. Pero sin la misericordia de Dios estaríamos abandonados a la injusticia.

La sobrevaloración de intenciones, deseos y «buenos sentimientos», sin atender a la verdad, a la voluntad y a la justicia, conduce a la solidaridad con el crimen; convierte a una sociedad en cómplice de barbaridades que nunca habrían de suceder. Cuando se trata de cosas serias, conviene tener la cabeza fría y, si puede ser, los pies calientes. De lo contrario, la justicia, la democracia y, por supuesto, la ética, no serían más que zarandajas, palabras altisonantes para engañar a los incautos.


El Valor de las Circunstancias
Las circunstancias en las que realizamos nuestros actos son importantes en orden a su valor moral...
 
El Valor de las Circunstancias
El Valor de las Circunstancias

En artículos precedentes (1) llegábamos a la conclusión lógica, racional, de que a pesar de su "relatividad", el bien es algo "objetivo", que está ahí, con independencia de mi opinión o voluntad particular. De otra parte, los actos humanos, para ser moralmente buenos:

1) habían de tener como objeto cosas buenas, ordenadas u ordenables al fin último de la persona; y
2) habían de ser realizados no con simple "buena intención", sino con "intención buena"", esto es, con intención real y rectamente ordenada, en último extremo, al último fin, que es Dios.

El acto externo (u objeto), y el interno (o intención), son como dos caras de la misma moneda, dos aspectos de un mismo acto. Para que una moneda sea buena, de modo que valga lo que anuncia, es preciso que sus dos caras--no una sola--sean buenas y no falsas. Bastaría que una cara fuese falsa, para que toda la moneda lo fuera. Así también, para que un acto humano sea moralmente bueno, es necesario que tanto el objeto como la intención sean buenos. Intención y objeto son, por eso, dos principios fundamentales de moralidad.

Ahora bien, ¿basta la consideración conjunta del objeto y de la intención para calificar con exactitud la moralidad de un acto humano? La moral católica ha advertido siempre que se debe contar con otro principio o fuente de moralidad, que si no es "fundamental" es, sin embargo, importante, y a veces mucho.

Todo acto humano se realiza entreverado con una serie de circunstancias que aumentan o disminuyen su propia bondad o maldad. Lo sustancial es el complejo "objeto + intención" del acto; pero toda sustancia -en términos clásicos- existe sustentando unos "accidentes". Así, por ejemplo, las manzanas pueden ser más o menos grandes, más o menos sabrosas, coloradas o blandas: el tamaño, el color, el sabor, son los "accidentes" de la sustancia "manzana". Y para que una manzana sea sabrosa y digestiva no basta que sea un simple fruto del manzano. Ha de haber madurado en determinadas condiciones de temperatura, humedad, etc. Una manzana puede resultar una buena manzana o una mala manzana.

Las circunstancias son, pues, como los accidentes, importantes para la sustancia tanto de las cosas como de los actos humanos en su aspecto moral, y le afectan más o menos profundamente. Suelen señalarse las siguientes:

I. Las que afectan al objeto moral:

a) tiempo: es diversa la maldad de un pensamiento, por ejemplo, según dure pocos minutos, o muchas horas

b) lugar: no es lo mismo blasfemar en una iglesia, que en otro sitio; u ofender a una persona en público o en privado;

c) cantidad: es diversa la bondad de una limosna pequeña o magnánima; así como la maldad de un robo de unas pocas monedas, o de una suma considerable;

d) efectos: el robo de una misma cantidad de dinero no tiene la misma gravedad moral si se hace a un pobre o a un rico, porque sus consecuencias son muy diversas. Es muy distinto dar mala o buena doctrina en una revista de ámbito limitado, que en una publicación muy difundida en televisión, etc. Esta es la más importante de ias circunstancias que afectan al objeto moral.

II. Las que afectan al sujeto:

e) la condición de quién obra: sería más grave la exposición de un error doctrinal por una persona de gran prestigio que por otra a quien casi nadie hiciera caso.

f) modo de obrar: la modalidad de la acción denota una mayor o menor bondad o malicia. Por ejemplo, la delicadeza con que se hace una corrección, o la brutalidad con que se comete un asesinato;

g) medios empleados: el uso de determinados medios matiza la moralidad de la acción. Así, el robo a mano armada es más grave que el simple robo o el hurto;

h) motivos circunstanciales: se trata de intenciones concomitantes al fin principal, pues no causan el acto, que se haría sin ellas. Por ejemplo, el que realiza un acto de servicio por caridad, pero esperando alguna compensación humana: agradecimiento, retribución, elogios. Las intenciones torcidas secundarias, aunque por sí sólo disminuyen la bondad del acto, son importantes, porque poco a poco van ahogando la intención principal, y pueden llegar a sustituirla. En cambio, los motivos buenos refuerzan la intensidad de la acción buena (2).


Lo Que Pueden Cambiar Las Circunstancias

"Algunas circunstancias mudan la especie moral o teológica del acto". Así, el lugar del robo puede mudar la especie, haciendo que un robo simple se convierta en robo sacrílego (si se comete en una iglesia); los pecados contra la castidad no tienen la misma especie moral según se cometan con uno mismo o con otra persona, y según su condición (por ejemplo, un casado o un soltero). Ciertas circunstancias pueden cambiar también la especie teológica (es decir, el carácter grave y leve de un pecado de la misma especie moral); por ejemplo: la cantidad robada hace que el robo sea pecado venial o mortal; una injuria, por sus circunstancias, puede ser grave o leve. Todas las circunstancias que mudan la especie moral o teológica del acto deben declararse expresamente en la confesión.

"En realidad, este tipo de circunstancias, aunque en sentido físico son sólo accidentales, en sentido moral ya rebasan este carácter, y entran a formar parte del objeto o del fin. Así, el lugar sagrado, en el caso del robo sacrílego, entra en la sustancia del acto, pues implica una nueva relación a la norma moral, y esto cambia esencialmente el objeto. De ahí la obligación de confesarla. No es esencialmente lo mismo una simple fornicación que un adulterio. Igualmente, cuando un motivo circunstancial pasa a ser la intención principal del acto, le da una moralidad esencial que en otro caso no tendría" (3).

Es obvio que hay circunstancias que, moralmente, son irrelevantes; por ejemplo, la hora en que se asiste a Misa. Las que influyen en la moralidad del acto son las que añaden una nueva conformidad o disconformidad con el orden de la razón.


Lo Que No Pueden Cambiar Las Circunstancias

Las circunstancias pueden hacer que una cosa buena se haga mejor o que una cosa mala se haga peor. Lo que no podrán hacer nunca las circunstancias es que un objeto intrínsecamente malo se convierta en moralmente bueno. Unas setas venenosas, por bien aderezadas que estén, nunca llegarán a ser saludables. Tampoco unos gramitos de arsénico, aunque se hallen espolvoreados en una sabrosísima tarta helada. Y una fruta podrida, aunque esté almibarada, jamás llegará a ser digestiva. Es decir, por mucho que cambien las circunstancias lo que es sustancialmente malo, malo se queda. Nunca podrá ser bueno matar a un inocente--sea o no nacido--aunque su muerte produjera grandes beneficios o evitara grandísimas catástrofes. Cosa análoga cabe decir, por ejemplo, de la negación del salario justo y posible, o de la mentira.

La importancia de las circunstancias no debe oscurecer la verdad proclamada incesantemente por la recta razón y el Magisterio de la Iglesia: que hay normas morales que ninguna circunstancia o conjunto de circunstancias eximen de su estricto cumplimiento. "La norma suprema de la vida humana--recordamos el Concilio Vaticano 11--es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal" (4). Ya Pío Xll hubo de denunciar la falsedad de la llamada "ética de la situación". En un importante discurso, dijo así:

"La ética nueva (adaptada a las circunstancias), dicen sus autores, es eminentemente individual. En la determinación de la conciencia, cada hombre en particular se encuentra directamente con Dios y ante El se decide, sin intervención de ninguna ley, de ninguna autoridad, de ninguna comunidad, de ningún culto o confesión, en nada y de ninguna manera. Aquí sólo existe el yo del hombre y el YO de Dios personal; no del Dios de la ley sino del Dios Padre, con quien el hombre debe unirse con amor filial (...) La intención recta y la respuesta sincera, son lo que Dios considera; la acción no le importa. Por ello, la respuesta puede ser la de cambiar la fe católica por otros principios, la de divorciarse, la de interrumpir la gestación, la de rehusar la obediencia a la autoridad competente en la familia, en la Iglesia, en el Estado; y así, en otras cosas" (5). Todo dependería de las circunstancias, o, en otros términos, de la "situación" en la que se halle la persona, que siempre es única e irrepetible .

Es cierto que toda decisión moral concierne a un individuo "en situación", en circunstancias concretas, singulares, que a veces son irrepetibles, y que no siempre existen normas morales absolutamente obligatorias que pueden aplicarse con independencia de la situación. Es ésta una verdad de antiguo conocida por la ética católica que afirma la necesidad de la rectitud de intención--aunque no baste--para que las acciones sean buenas. Porque sólo con intención recta, es decir, derechamente dirigida no al interés personal sino al bien en sí --a Dios, en definitiva--podrá formarse un buen juicio de conciencia, y obrar prudentemente, después de un atento examen de las normas morales correspondientes aplicadas a cada caso concreto (6).

Sin rectitud de intención, las pasiones fácilmente enturbian el juicio, porque embotan la mente o desvían la voluntad (7). En cambio, la intención recta facilita las decisiones buenas, y, si se ha errado, la rectificación. De este modo, la ética cristiana "revela un sentido de la actividad personal y contiene en si todo cuanto de justo y positivo puede haber en la llamada ética según la situación, evitando sus confusiones y desviaciones" (8). Manteniendo el hecho incuestionable de la existencia de normas que obligan en todos los casos. Así, por ejemplo, "el odio a Dios, la blasfemia, la idolatría, la defección de la verdadera fe, el perjurio, el homicidio, el falso testimonio, la calumnia, el adulterio y la fornicación, la masturbación, el robo y la rapiña, la sustracción de lo que es necesario a la vida, la defraudación del salario justo, el acaparamiento de los víveres de primera necesidad y el aumento injustificado de los precios, la barracota fraudulenta, las injustas maniobras de especulación--todo ello--está gravemente prohibido por el Legislador Divino" (9).

El Papa Pio Xll salía al paso de una posible objeción: "Se preguntará de qué modo puede la ley moral, que es universal, bastar e incluso ser obligatoria en un caso particular, el cual, en su situación concreta, es siempre único y de una vez". Pues bien, responde Pio Xll: "Ella lo puede y lo hace, porque, precisamente a causa de su universalidad, la ley moral comprende necesaria e intencionalmente todos los casos particulares, en los que se verifican sus conceptos. Y en estos casos, muy numerosos, ella lo hace con una lógica tan concluyente, que aun la conciencia del simple fiel percibe inmediatamente Y con plena certeza la decisión que se debe tomar" (10). "Esto vale especialmente para las obligaciones negativas de la ley moral, para las que exigen un no hacer, un dejar de lado. Pero no para estas solas. Las obligaciones fundamentales* de la ley moral están basadas en la esencia, en la naturaleza del hombre y en sus relaciones esenciales, y valen, por consiguiente, en todas partes donde se encuentre el hombre" (11).

En efecto, ya hemos dicho en otro momento que allí donde hay persona humana, por el mismo hecho, allí hay Decálogo; porque los Diez Mandamientos no son un pegote adosado a la vida humana, sino que emanan de su misma naturaleza (12).

Por lo demás, "Las obligaciones fundamentales de la ley cristiana, por lo mismo que sobrepasan a las de la ley natural, están basadas sobre la esencia del orden sobrenatural constituido por el Divino Redentor" (13).

Errores De La "Etica De La Situación

Después de enumerar las obligaciones fundamentales, concluye: "No hay motivo para dudar. Cualquiera que sea la situación del individuo, no hay más remedio que obedecer.

"Por lo demás--continúa Pio XII--, a la ética de situación oponemos tres consideraciones o máximas.

"La primera: Concedemos que Dios quiere ante todo y siempre la intención recta; pero ésta no basta. El quiere además, la obra buena.

"La segunda: No está permitido hacer el mal para que resulte un bien (cfr. Rom 3, 8).

Pero esta ética obra--tal vez sin darse cuenta de ello--según el principio de que "el bien santifica los medios" .

"La tercera: Puede haber situaciones en las cuales el hombre--y en especial el cristiano--no pueda ignorar que debe sacrificarlo todo, aun la misma vida, por salvar su alma. Todos los mártires nos lo recuerdan. Y son muy numerosos, también en nuestro tiempo (...) ¿habrían, por consiguiente, contra la situación, incurrido ifiútilmente --y hasta equivocándose--en la muerte sangrienta? Ciertamente que no; v ellos, con su sangre, son los testigos más elocuentes de la verdad, contra la nueva moral" (14).

Más recientemente insistía la Santa Sede en el error, más difundido aún: "Se equivocan, por tanto, los que ahora sostienen en gran número que, para servir de regla a las acciones particulares, no se pueden encontrar ni en la naturaleza humana, ni en la ley revelada, ninguna norma absoluta e inmutable fuera de aquella que se expresa en la ley general de la caridad y del respeto a la dignidad humana. Como prueba de esta aserción aducen que, en las que llamamos normas de la ley natural o preceptos de la Sagrada Escritura, no se deben ver sino expresiones de una forma de cultura particular, en un momento determinado de la historia.

"Sin embargo, cuando la Revelación divina y, en su orden propio, la sabiduría filosófica ponen de relieve exigencias auténticas de la humanidad, están manifestando necesariamente, por el mismo hecho, la existencia de leyes inmutables inscritas en los elementos constitutivos de la naturaleza humana; leyes que se revelan idénticas en todos los seres dotados de razón" (15).

Siempre Es Posible Cumplir La Ley Moral

En ocasiones, las circunstancias en las que se halla la persona, son tales que ponen muy cuesta arriba el cumplimiento de la ley moral; las dificultades pueden ser ser grandes. Por eso--dice el Papa Juan Pablo II--si "es siempre muy importante poseer una recta concepción del orden moral, de sus valores y normas; la importancia aumenta, cuanto más numerosas y graves se hacen las dificultades para respetarlos" (16). Es necesario entonces andar alerta, porque no dejarán de oírse las voces de la comodidad, del egoísmo, de la sensualidad--incluso voces externas, de parientes, amigos, conocidos--, que intenten convencernos de que en ese momento somos una excepción que nos dispensa de cumplir la ley moral universal y objetiva. Es preciso no olvidar que el designio de Dios Creador responde a las exigencias más profundas del hombre (17); que no es un "capricho", obra de un Dios que se complace en mortificarnos, sino de un Padre que no quiere más que el bien auténtico de sus hijos; que su yugo es suave y su carga ligera (18); que si bien las fuerzas humanas son escasas y pueden parecer nulas, la gracia de Dios nunca falta y es omnipotente.

Dios no es injusto. Su ley es siempre justa y sabia, fruto de su Amor inconmensurable. En Dios --parafraseando la Escritura--"el amor y la justicia se besan", y como consecuencia de ambos atributos divinos, Dios nos exige cumplir siempre la ley moral--también en esas circunstancias difíciles, incluso heroicas--, y al mismo tiempo nos presta su fortaleza, el poder cumplirla siempre: también "ahora " .

Hablando de las dificultades que a veces se presentan en la vida conyugal para cumplir la ley de Dios, Juan Pablo II recuerda a los esposos que "no pueden mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo Señor a superar con valentía las dificultades" (19). No se trata de ocultarlas ni de rendirse ante ellas, tranquilizando la conciencia con un "no puedo", o "es demasiado para mí ahora", en esta "situación" tan enojosa.

El Papa insiste en que la llamada "ley de gradualidad"--el hecho de que hayamos de ascender paso a paso hacia la perfección humana y cristiana--no debe confundirse con una supuesta "gradualidad de la ley, como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres y situaciones" (20).

"Se nos puede preguntar--decía Juan Pablo Il en otra ocasión--, en efecto, si la confusión entre la "gradualidad de la ley" y la "ley de la gradualidad" no tiene su explicación también en una estima escasa por la ley de Dios. Se mantiene que ésta no es adecuada para todo hombre, para toda situación, y, por ello, se desea sustituirla por un orden distinto del orden divino" (21). Ante ese grave error, el Papa recuerda que la ley que, en el Antiguo Testamento, constituía una carga pesada, "se convirtió por obra de Dios en carga ligera y fuente de libertad". La ley "no está solamente impuesta desde el exterior, sino también y sobre todo, otorgada en el interior" (22), es algo muy nuestro, hasta el punto de que sin ella nosotros mismos dejaríamos de ser (23).

"Mantener que existen situaciones en las cuales no es de hecho posible a los esposos ( y esto que dice el Papa vale para todos, en cualquier caso) ser fieles a todas las exigencias de la verdad de amor conyugal, equivale a olvidar este acontecimiento de gracia que caracteriza a la Nueva Alianza: la gracia del Espíritu Santo hace posible lo que al hombre, dejado a sus solas fuerzas, no es posible" (24). Y concluye Juan Pablo II su discurso, recordando que "Todos, incluidos los cónyuges, somos llamados a la santidad, y es vocación ésta que puede exigir también el heroísmo. No debe olvidarse" (25).

Obviamente se requieren ciertas "condiciones humanas--psicológicas, morales y espirituales-que son indispensables para comprender y vivir el valor y la norma moral".

"No hay duda de que entre estas condiciones se deben incluir la constancia y la paciencia, la humildad y la fortaleza de ánimo, la confianza filial en Dios y en su gracia, el recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación" (26). No es poco, pero lo que no es honesto es decir que "no se puede", sin luchar seriamente por vivir esas virtudes, por los demás, elementales. "Ayúdate y Dios te ayudará", en toda circunstancia, en toda situación; y vencerás. Quizá sufrirás derrotas; quizás muchas derrotas. Y Dios te levantará siempre con su misericordia, con tal de que tengas la honradez de no decir "no puedo". Y, al cabo, con la gracia de Dios, podrás llamarte vencedor.



(I) DOCUMENTACION DOCTRINAL, nn. 42 y 43, (2) Cfr. R. GARCIA DE HARO, Cuestiones fundamentalesde Teologia Moral, Ed. Eunsa, Pamplona 1980, p. 60; (3) Ibidem, pp. 61-62; (4)DignitatisHumar*ae, 3; (5) PIO XII, Discurso, 18-lV-1952; (6) Cfr. Ibidem; Decreto de la C.D.F., 2-11-1956, CE 1327/2; (7) Cfr. ANTONIO OROZCO, La libertad en el pensamlento, Ed. Rialp, Madrid 1977, pp. 113-145; (8) PIO XII, 1. c., (9) Ibidem; (10) Ibidem; cfr. S. Th., qq. 47-57; (11) Ibidem; (12) Cfr. ANTONIO OROZCO, La libertad y la ley moral, Cuadernos Mundo Cristiano, nº. 35, Madrid 1983; (13) PIO XII, I .c.; (14) Ibidem; (15) S.C.D.F., Declaración Persona humana, 29-X11-1975, n. 4; (16) JUAN PABLO II, Exh. Apost. Famlllaris consortio, 34; (17) Cfr. Ibidem; (18); (19) JUAN PABLO 11, I.c. (20) Ibidem, (21) JUAN PABLO II, Discurso, 7-lX-1983; (22) Ibidem; (2i) Cfr. ANTONIO OROZCO, o.c.; (24) JUAN PABLO II, I .c.; (25) Ibidem; (26) JUAN PABLO II, Famillaris consortio, n. 33.


La Libertad y la Ley Moral
Hay quienes sueñan en ser «libres como los pájaros». Pero las palomas -advierte Kant- no pueden volar en el vacío.
 
La Libertad y la Ley Moral
La Libertad y la Ley Moral


¿Se Quiere O Se Teme La Libertad?

En estos tiempos que corren se diría que la libertad se tiene como el valor supremo. Sin embargo, no es así. Contra las apariencias, la libertad -me refiero a la libertad personal, íntima, que es dominio de sí, señorío sobre los propios actos- hoy, interesa muy poco. Más aún, se huye de ella como del aceite hirviente. Tanto la praxis como las teorías que se suelen exhibir en la mayoría de centros académicos, aulas universitarias, Facultades de Sicología, Sociología, etcétera, niegan esa libertad personal del hombre. Me lo confirmaba, hace poco el prestigioso catedrático de Sicopatología Dr. Aquilino Polaino, en una sesión del Aula Europa XXI. Lo que se suele enseñar en las Universidades -salvo excepciones- es que el hombre es un ser que procede del simio, que emerge en medio de un piélago de instintos, entre los cuales la libertad no puede por menos que naufragar sin remedio.

Esta situación es muy grave, porque supone que en los más altos niveles educativos de gran parte de mundo no se sabe qué es el hombre. Sucede entonces que se identifica la libertad con el instinto, la espontaneidad, la independencia, o cualquier otra fuerza indomable, material, predeterminada por algún agente cósmico. La persona «ilustrada» en esos centros o ambientes fácilmente se somete a sus instintos desquiciados o, si no renuncia a la lógica del pensamiento, desespera de ser hombre e incurre quizá en alguna forma de patología psíquica o mental.

Qué Es La Libertad Personal

Ahora bien, la dignidad que se intuye en la persona, implica necesariamente la libertad, entendida no como simple posibilidad de optar o elegir entre unas cuantas cosas más o menos interesantes, sino como capacidad de decidir por mí mismo lo que he de hacer en cada momento para ser lo que quiero ser. (Y, en resumidas cuentas, lo que quiero es ser feliz, estar satisfecho. Cómo se alcanza es otra cuestión).

Libertad personal-me gusta poner énfasis en el adjetivo, para distinguirla de sus remedos simiescos y de otras reducciones infrahumanas es dominio, señorío sobre mis actos, y por eso, sobre mí mismo y, en buena medida, sobre mi destino temporal y eterno, que Dios, mi Creador, ha puesto en manos de mi libertad (Cfr. Ecclo. 15,17). La libertad es una de las caras, facetas o dimensiones del ser personal en cuanto activo u operativo. La otra cara, faceta o dimensión correlativa es la responsabilidad. Precisamente porque soy "dueño", puedo dar razón de mis actos. Mis actos son míos, no de fuerzas anónimas ni de ningún otro sujeto que quisiera decidir en mi lugar. De modo que si hay libertad, hay -quiérase o no- responsabilidad; y si hay responsabilidad es porque hay capacidad libre de querer y decidir. No hay sol sin luz, ni fuego sin calor. Libertad y responsabilidad son dos caras de la misma moneda, dos facetas del señorío que recibe la persona al ser creada.

Este concepto racional de la libertad como dominio y señorío de sí con vistas a la plenitud del bien personal, contrasta con la fascinante idea que ha trastabillado a mucha gente: la idea de una naturaleza humana con la que poder hacer cuanto viene en gana, desde lo más razonable a lo más disparatado. Autores hay que, para sostener esa opinión, han llegado afirmar que «la naturaleza del hombre consiste en no tener naturaleza». Sartre, por ejemplo, con el fin de afirmar una libertad infinita para el hombre, niega la existencia de Dios y la existencia de valores morales objetivos; niega la existencia de naturaleza humana, porque ésta supone estabilidad y finalidad, y ninguna de estas dos ideas puede ilustrarle la de libertad. Estabilidad y fijeza parecen limitar radicalmente hasta negar toda libertad. Con una muy falsa idea de libertad, a muchos les ha parecido que optar por la libertad requiere la negación tanto de la naturaleza humana como de la naturaleza divina.

Hay Naturaleza Humana

Sin embargo, hay algo obvio que nos obliga a admitir la existencia de naturaleza humana, es decir, de un denominador esencial común al ser de cada hombre, desde Adán, pasando por el de Neardenthal, Cervantes, Newton, Einstein, la Tatcher, Bush, Gorvachov... Algo en común que nos fuerza a considerarnos miembros del mismo género humano.

Hablamos, y nos entendemos, de comportamientos "humanos" y de comportamientos "inhumanos"; de "naturales" y "antinaturales" (que no es lo mismo que "artificiales"). Hay hombres "humanos" y "hombres inhumanos", hombres que destacan por optimizar sus propios talentos y otros "deshumanizados", que se han echado a perder inmersos en el mundo de la droga, de la prostitución o de cosas de semejante linaje.

¿Qué sentido podría tener nuestro léxico, si no hubiese naturaleza humana? Hay una distinción patente, aunque la frontera no aparezca siempre nítida a nuestra observación, entre lo humano y lo inhumano. Las fronteras no siempre aparecen bien definidas, pero es indudable que hay lindes. El límite de lo humano es lo inhumano: por ejemplo los campos nazis de concentración son inhumanos; los campos marxistas de Camboya o Cuba, la violencia sexual, la esclavitud..., son cosas inhumanas. En cambio, gentes de muy diversa cultura tenemos, por ejemplo, a Juan Pablo ll por una persona "muy humana", más aún, por alguien "experto en humanidad". El mismo Gorvachov, procedente de la Plaza Roja de Moscú, reconocía en el Vaticano, ante el Romano Pontífice, que se encontraba ante la máxima autoridad moral del mundo.

Es evidente que un cocodrilo es inhumano y nunca podrá escribir nada sobre "La libertad y la ley moral". Las personas, precisamente porque somos seres superiores, debemos vivir de modo adecuado a la dignidad que nos corresponde, debemos comportarnos con un estilo no inferior a la categoría del ser que Dios nos ha regalado.

"El obrar sigue al ser", es un axioma antiguo, que significa dos cosas: a) que todo ser es dinámico, operativo, tiende a la acción; b) que la operación específica de cada ser es proporcionada a la categoría del propio ser: no puede rebasarla y no debe reducirse voluntariamente a un nivel inferior.

Para poder estar satisfechos (satis-fechos) y ser felices necesitamos comportarnos de manera adecuada a nuestro ser, a la altura de la dignidad que nos corresponde, empleando a fondo nuestra libertad, sirviéndonos de las leyes que rigen el perfeccionamiento personal.

Las leyes físico químicas o biológicas, lejos de impedir el desarrollo de los seres vivos, lo hacen posible. Las leyes biológicas hacen posible que el piñón se transforme en pino y no en una rana o viceversa, y que el embrión humano se desarrolle hasta llegar a ser hombre adulto.

¿Qué pasaría si no hubiera leyes en el cosmos? ¿Qué sucedería si no existiera, por ejemplo, la ley de la gravedad? Podría pasar que el mar trepara por las montañas, los océanos quedaran vacíos y las piedras cayeran hacia arriba. La sopa saldría del plato untándolo todo con su pringosa sustancia... Podríamos ser súbitamente despedidos al espacio vacío, hacia el aburrimiento perpetuo de las nebulosas cósmicas. No habría tierra firme ni lugar donde asirnos.

Pero gracias a que existe la ley de la gravedad, y otras muchas, la tierra es un planeta azul habitable. Gracias a que existen leyes, "normas", es decir, cauces por los que discurren las cosas, hay ríos y mar y lluvia y cosechas; es posible la vida, el orden, el conocimiento científico, el desarrollo técnico... La "libertad de volar" se funda -como decía Heisemberg- en el respeto riguroso a las leyes de la aerodinámica, que, por cierto, nada tienen de arbitrario o azaroso. La construcción de aeroplanos cada vez más perfectos, ha requerido entre otras cosas el conocimiento cada vez más exacto de las leyes que han de ser respetadas escrupulosamente para que un armatoste pesadísimo remonte el vuelo como si de una golondrina se tratara y no se estrelle y nos traslade a donde le ordenemos. Por lo tanto, podemos sentar un principio ya evidente: la ley natural no es tanto un límite como una potencia activa. Son las leyes del arte de vivir humamente la lihertarl interior creciente.

Leyes Que Hacen Posible La Libertad

No es difícil llegar ahora al principio siguiente: la ley moral lejos de ser negación de libertad, la hace posible.

Hay quienes sueñan en ser «libres como los pájaros». Pero esto no pasa de ser una imagen poética sin valor real alguno. La libertad de los pájaros es una libertad muy poco libre, muy rudimentaria y superficial, porque está regida por una fuerza instintiva, inevitable, por tanto no libre. El pájaro vuela, pero no sabe por qué, ni se lo plantea, y por eso no puede quererlo ni no quererlo. Y sobre todo no puede querer-quererlo.

Las leyes que hacen posible el comportamiento libre son las leyes que llamamos morales. Como la libertad es vida y no caos, tiene sus leyes, que son las leyes del ser personal. Sólo conociendo bien esas leyes el hombre podrá servirse de ellas en beneficio de su libertad sin deteriorarla. Son leyes que, a diferencia de las físicas o biológicas, cabe no cumplir, pero como rigen el comportamiento de los seres libres, "deben" ser cumplidas para mantener y perfeccionar el vigor de la libertad: son las leyes morales. Quien las incumple es cada vez más esclavo de sus propias pasiones o de las ajenas: no es capaz de hacer lo que quiere de verdad. No puede estar satisfecho.

Son libres quienes no sólo quieren, sino que pueden querer y no querer su propio querer. Yo soy libre no tanto porque "quiero", sino en la medida en que puedo decidir sobre querer o no querer mi querer lo que quiero. Parece un juego de palabras, pero no es ningún juego; cada palabra es necesaria y justa.

Cabría decir que "el ratón quiere el queso". Lo que no podemos decir de ninguna manera es que quiere su querer. El ratón no es dueño de sus actos. Libertad es dominio sobre los propios actos: por tanto, sobre el propio querer. Si nopuedo-no-querer-mi-querer, entonces no soy libre de querer. Pero si puedo querer-mi-querer y también no-quererlo, entonces soy libre con una libertad profunda y esencial, aunque esté encadenado en el fondo de una mazmorra.

La Libertad Esencial Es La Del Querer

La libertad esencial es del querer. Pero ¿de dónde me viene a mí ese poder de querer o no querer mi querer? Ese poder sólo puede venir de un ser de naturaleza irreductible a cosa material. Sólo puede tener un origen extracósmico (en Dios) y un modo de ser tal que se encuentre abierto, referido esencial y constitutivamente, en tensión invencible, a la totalidad del bien; dicho desde otro ángulo, al bien sin límite y sumo, que en la realidad no es otro que Dios. Por eso ningún otro bien puede satisfacer -llenar- mi voluntad, ni, en consecuencia, atraerla invenciblemente. Somos libres de todo lo finito porque tenemos un innato amor -no siempre consciente- a lo infinito. Lo finito solo, deja siempre un vacío imposible de llenar si no es por el Infinito Bien.

Como yo no "veo" a Dios, puedo preferir mi querer al querer de Dios, aunque éste sea infinitamente más amable. Puedo querer mi propio querer por encima de todo lo demás, incluso por encima de Dios mismo. Pero entonces el yo suplanta a Dios, se concentra en sí mismo y, al empobrecer infinitamente su horizonte, se empobrece a sí mismo infinitamente. En la otra cara de la grandeza está la de la miseria de la libertad humana: su capacidad de decir que no al Sumo Bien y optar por un bien infinitamente más pequeño, mezquino, egoísta, que se reduce al vacío, porque se encuentra desvinculado de Dios. Y el vacío no satisface, no hace feliz.

Si yo me pongo a mí mismo como si fuese mi propio fin, entonces me convierto en un ser vacío y desgraciado, porque me quedo solo; lo quiero todo para mí, lo centro todo en mí. Pero eso, a la postre, genera una tremenda frustración, porque yo solo ¿qué soy? ¿qué soy por mí mismo?: lo que era hace cien años: nada de nada. De modo que cuando me elijo a mí mismo como centro, me concentro en un abismo de nada, me condeno a la infelicidad total.

La Primera Ley De La Libertad

Esta es, pues, la primera ley de la libertad: elegir a Dios como quien es, por ser Dios; querer amarle con todo el corazón, con toda el alma, con todas mis fuerzas. Cuanto más quiera el Bien infinito tanto más libre seré, en la práctica, respecto a los bienes finitos; más satisfecho me encontraré.

La primera ley de la libertad es la primera ley moral: elegir a Dios siempre, ante todo y sobre todo.

Y si no, ¿qué pasa? Que se trata de vivir como si Dios no existiera, como si se pudiera vivir en el cosmos sin las leyes físicas. Como si alguien creyéndose Superman, desafiara la ley de la gravedad y se lanzase por la ventana para volar hacia las estrellas.¿Qué sucedería? ¡Que se estrellaría!, sin remedio. Quedaría hecho papilla y todo el mundo se daría cuenta, porque una ley natural es intraicionable

Cuando se desafía la primera ley de la libertad, que es la primera ley moral, no suele notarse a primera vista daño alguno, porque no es una ley física lo que se viola. Pero las consecuencias no son menos graves, porque la ruptura sucede en lo más íntimo del ser personal: se ha roto el vínculo con Dios-Verdad-Bondad-Sabiduría-Belleza-Vida. Ha muerto -si la había- la vida sobrenatural de la Gracia santificante, vida divina de hijos de Dios, y se ha abierto la puerta a la angustia eterna: a una vida sin Dios y, por consiguiente, sin amor, sin verdad, sin belleza, sin libertad esencial, sin sentido.

«Yo No Hago Mal A Nadie»

El intento de saltarse una ley moral siempre causa un daño a lo más íntimo y personal. Cuando se ha consentido, por ejemplo, un mal deseo contra alguna virtud necesaria para la perfección de la persona, como la justicia, la caridad, la castidad, la laboriosidad, etcétera, se ha producido un daño real. Y por eso Dios Padre lo prohíbe. Cuando se impugnan ciertas exigencias de la ley moral, por ejemplo, las que tienen que ver con ciertos aspectos de la castidad, o con los pecados internos, con la sólita frase: "¡si yo no hago mal a nadie...!", cabe replicar: ¿Cómo que no haces mal a nadie? ¡Te haces mal a ti mismo!, para empezar. Reduces infinitamente el horizonte de tu libertad, eliges un bien minúsculo que te dejará pronto insatisfecho y te cierras a los grandes bienes a los que estás llamado desde lo más íntimo de tu ser; te encierras en un egoísmo que se hará cada vez más hermético e insolidario; con tus egoísmos contaminas el ambiente, que, quiérase o no, "se masca". O sea, que haces daño a mucha gente y a tu libertad ya depauperada y a tu conciencia ya en tinieblas.

La negación de una ley moral, sobre todo de la primera, tiene un efecto negativo inmediato en el entendimiento: oscurece la luz natural de la razón. La verdad es luz del entendimiento, y negar una verdad es como apagar un foco de luz, oscurecer en cierta medida la luz de la razón, restar agudeza a la visión en general. Ya todo se ve peor. Porque entre las verdades hay una coherencia íntima, una conexión profunda por la cual se iluminan unas a otras. De modo que negar una verdad, es disponerse a negar otras muchas.

Como consecuencia, debido a las implicaciones mutuas entre inteligencia y voluntad (cfr. A. Orozco, La libertad en el pensamiento, Madrid 1977, parte III), la debilidad de la mente redunda en flaqueza del querer. El defecto del entendimeinto conlleva la disminución de la energía original de la libre voluntad.

En cambio, tanto más libre seré cuanto más acierte en la elección de los verdaderos bienes, los que conducen al Bien Sumo.

Es muy de agradecer que el Papa Juan Pablo II haya ofrecido al mundo un documento de la máxima importancia, la encíclica Veritatis Splendor, donde se habla para nuestro tiempo de las relaciones tan íntimas e insoslayables entre libertad, conciencia, verdad, bien, ley moral y felicidad. Todas esas realidades que constituyen el ámbito propio de la persona y la razón de su dignidad.


La Etica Perfecta de la Libertad
Los actos humanos para ser moralmente buenos necesitan de ciertas condiciones...
 
La Etica Perfecta de la Libertad
La Etica Perfecta de la Libertad

Incluso dentro del ser manipulado hay suficiente remanente de este factor llamado libertad que existe en la conducta humana. Los materialismos son incapaces de comprender la libertad interior, la dimensión profunda de cada ser humano.

Por En anteriores capítulos de estos "Apuntes de Ética"", descubríamos que, para ser moralmente buenos, los actos humanos:


1) habían de tener como objeto cosas buenas, ordenadas u ordenables al fin último de la persona que es Dios;

2) habían de ser realizados no con simple "buena intención", sino con "intención buena", esto es, realmente ordenada, derechamente dirigida, al menos implícitamente, al último fin;

y 3) que las circunstancias o ingredientes accidentales del acto humano no lo viciaran (unos gramitos de arsénico convierten en mortal una sabrosa y sanísima tarta helada).

Vimos cómo las circunstancias pueden hacer que una cosa buena se haga mejor, o que una cosa mala venga a ser peor; también, en ocasiones, atenúan la bondad o maldad de un acto. Sin embargo, no podrán hacer nunca que un objeto intrínsecamente malo (por ejemplo, matar a un inocente) se convierta en moralmente bueno. Dios quiere ante todo y siempre la intención recta; pero ésta no basta. El quiere además la obra buena (1). Por eso el Magisterio de la Iglesia ha condenado reiteradamente los errores de las éticas llamadas "de situación", según las cuales, las circunstancias justificarían acciones opuestas no sólo a las leyes evangélicas, sino también a la ley natural, universal y objetiva (que, como se sabe, ha sido también objeto de revelación divina en sus principios fundamentales).

Sin embargo, lejos de extinguirse, esos errores parecen difundirse más y más; quizá por doble motivo: el decaimiento de la fe, incluso en algunos teólogos católicos, y la expansión del ateísmo teórico o práctico. En consecuencia, el relativismo y pragmatismo éticos encuentran vía cada vez más ancha hasta desembocar en las formas extremas de "permisivismo" a ultranza.

La coherencia en la verdad siempre es difícil, pero posible. El error, en cambio, siempre crea paradojas y esquizofrenias, que resultarían cómicas de no estar en juego la felicidad temporal y eterna de las personas afectadas.

El Laberinto Permisivo

Se ha advertido con acierto que, en algunos países, en nombre de la libertad se ha despenalizado la droga; se ha invocado incluso un supuesto «estado superior» que alcanzaría el drogado, apto para concebir insospechadas creaciones artísticas o literarias de enorme valor para la humanidad. Después, se comprueba que casi ningún drogadicto «crea» nada; más bien se convierten en atracadores. Entonces se arguye la necesidad de «buenos» Centros de Rehabilitación que permitan recuperar para «el buen camino» a los adictos al estupefaciente (2).

La pregunta es inevitable: ¿cuál es el «buen camino»? El relativista, el pragmático, el materialista, el situacionista, no sabe responder: carece de una definición fundada de ""lo que es bueno". En el ámbito de la vida pública, «lo bueno» se suele confundir con los intereses de un grupo, de una clase, de un partido o de un gobierno. Así, por ejemplo, si consigue incrementar votos, se tiene por «bueno» la despenalización de la droga, del aborto, la eutanasia, o lo que sea. Como, en rigor, no se conoce lo que es en verdad el hombre --alma inmortal que anima un cuerpo-- se carece de un código moral previo a la acción. Para la acción, no disponen de otro criterio de verdad y bondad que la acción misma (la praxis, tema típicamente marxista). Como es lógico, lo normal es que yerren antes de acertar; y a menudo los errores son de tal categoría que la rectificación resulta muy penosa o punto menos que imposible.

No hemos de excluir a priori, de ese comportamiento, una vaga intención bondadosa de procurar que los ciudadanos pasen la vida «lo mejor posible». El problema es: ¿qué será «lo mejor» para el ciudadano, si no sé qué es «lo bueno» para él, puesto que tampoco sé qué y quién es el ciudadano? Quieren que las cosas funcionen «bien», pero sin estudiar qué es el hombre en su integralidad, cuál es su naturaleza, cuál es su origen y cuál es su fin último.

En tal coyuntura, las piruetas para conjugar el vicio con el orden son realmente circenses. Les parece bien, por ejemplo, que un hombre, en abuso de su libertad, se emborrache; pero les disgusta que, borracho, estrangule a su mujer o la del vecino. No se lamentarían de que haya drogadictos, con tal de que éstos se ganaran honradamente los enormes dineros que cuesta cada «ración». Es un modo de exaltar la libertad característico de una mal llevada adolescencia. Se quiere el acto malo por ser libre (y porque apetece), pero no se quieren las consecuencias naturales, inevitables del mal uso de la libertad. El mal absoluto sería la «represión» (palabra odiada, si las hay), pero tampoco les parecen buenas las consecuencias de las faltas de represión.

Algo habrá que reprimir, claro es, pero subrepticiamente, sin que se note, de modo vergonzante, con cierto rubor. Habrá que comprender, más aún, defender, que el hombre sea «un poco» ladrón, «un poco» asesino, «un poco» violador, tratando de evitar que lo sea «mucho», que vaya a alterar el orden de la vía pública.

En tales laberintos sin salida se atrampa el situacionismo, falto de un criterio objetivo de bondad, que permita discernir, al menos en las cuestiones fundamentales, el bien y el mal antes de la praxis.

La libertad que gritan es una libertad desmochada, amputada, mutilada por lo alto y por la base; disminuida, reducida a «posibilidad-de-hacer-sin-trabas-lo-que-me-venga-en-gana», excluyendo lo exclusivo de la libertad propiamente humana, la libertad de ser, de poder llegar a ser lo que se debe ser: dueño y señor de sí mismo y de la propia situación, con aptitud de disponer de sí mismo en orden a la consecución de lo que confiere a la vida en el mundo, su verdadero y gozoso sentido: lo que está más allá de este mundo, de este tiempo, de este espacio, de esta situación, es decir, la Suma Verdad, Bondad infinita, Amor supremo, Dios.

Libertad Condicionada

Acierta la «ética de situación» al afirmar que la libertad se halla condicionada por la circunstancia. Yerra en cambio cuando piensa que la situación es más fuerte que la libertad; que la persona debe ceder a la situación la primacía sobre las leyes universales del orden moral, como si el hombre, en ocasiones, «no tuviera más remedio» que saltarse esas leyes, que no pudiera confesar su fe y ser consecuente en la conducta, que no pudiera ser siempre casto, o fiel al cónyuge, u obediente al Magisterio de la Iglesia.

A mi juicio, el que así piensa ostenta una grave ignorancia sobre su propia libertad. No ha percibido la fuerza impresionante de ese tesoro, don de Dios --participación en el poder y señorío divinos-- que podemos llamar libertad interior y profunda, personal

La Fuerza Impresionante De La Libertad

Como enseña Juan Pablo II, un «hombre puede estar condicionado, apremiado, empujado por no pocos ni leves factores externos; así como puede estar sujeto también a tendencias, taras y costumbres unidas a su condición personal. En no pocos casos dichos factores externos e internos pueden atenuar, en mayor o menor grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y culpabilidad. Pero es una verdad de fe, confirmada también por nuestra experiencia y razón, que la persona humana es libre. No se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades externas --las estructuras, los sistemas, los demás-- el pecado de los individuos. Después de todo, esto supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona, que se revelan --aunque sea de modo tan negativo y desastroso-- también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan personal e intransferible como el mérito de la virtud o la responsabilidad de la culpa» (Ex. Ap. Reconciliación y Penitencia, 2-X11-1984, n. 16).

Un ilustre científico afirmaba hace poco: «Estoy convencido de que incluso dentro del ser manipulado hay suficiente remanente de este factor llamado libertad que existe en la conducta humana. Mientras se da un estado de conciencia es muy difícil asegurar que está anulada la libertad. Incluso cuando está muy disminuida o casi anulada, siempre hay suficiente remanente de libertad y de responsabilidad para amar a Dios, que es el principio de la santidad. Por eso estoy seguro que tanto un depresivo como un neurótico pueden aspirar a ser santos, a pesar de su neurosis o depresión». De otra parte, «por lo que se refiere a la libertad interna, a lo que uno quiere dentro de sí mismo, pienso que es casi imposible que el dolor llegue a anular completamente la libertad de un individuo, aunque puede afectar mucho su personalidad: cuando se trata, sobre todo, de dolores crónicos puede llegar incluso a un cambio de personalidad, pero sin que esto signifique pérdida de la libertad» (3).

Se puede torturar y matar al hombre, pero no su libertad. Puede ser anulada su capacidad de decisión, con procedimientos psicológicos o farmacológicos, pero si conserva la consciencia de sí, permanece la aptitud de trascender la situación y darle un sentido, cara a lo eterno.

El Hombre, Mas Grande Que El Universo

El mundo puede aplastar al hombre, pero --decía Pascal--, aún entonces el hombre lo trasciende, porque el hombre sabe que está siendo aplastado, mientras que el mundo lo ignora.Por eso incluso en situaciones degradantes, el hombre sigue siendo dueño de sus actos y puede optar por abandonarse a la abyección o por afirmarse en su humanidad. Los campos de concentración --nazis y soviéticos-- lo han puesto de relieve muchas veces.

Los materialismos son incapaces de comprender esa libertad interior, profunda, de cada ser humano. Los más coherentes la han negado de modo explícito. Marx, por ejemplo, negaba la libertad al decir: «la libertad es la conciencia de la necesidad». Cierto que la consciencia de la necesidad es un signo de libertad. Cuando me siento coaccionado, sé que tengo libertad. Pero la libertad es más que conciencia, es capacidad de decidir sobre mis asctos, al menos en cuanto a su sentido.

Con una mayor dosis de vigor intelectual (metafísico), Marx hubiera podido concluir, de sus propias palabras, una gran afirmación de libertad, porque si el hombre es «consciente de la necesidad» sólo puede ser porque no está enteramente inmerso en la necesidad: está en ella, pero también más allá de ella. El que está dormido no puede distinguir entre la realidad y el sueño; en cambio, el que está despierto juzga y distingue perfectamente entre lo real y lo soñado o ensoñado. Si el hombre estuviese del todo envuelto en la necesidad ni siquiera podría pensar en la libertad, como el que está dormido no puede pensar en la diferencia entre realidad y sueño. Si cae en la cuenta de estar apresado por alguna necesidad, sólo se explica porque no lo está totalmente, porque le queda un remanente muy importante de libertad con el cual puede simultáneamente estar en una situación y trascenderla; la puede mirar como desde arriba, desde fuera y, hasta cierto punto --pero punto muy importante-- dominarla y darle un sentido.Así, el hombre puede, por ejemplo, sentir una pasión fortísima que le impele a matar, a robar, a adulterar, etc. Pero si conserva su consciencia de sí, es capaz de resistir el impulso, negarse a cometer el robo o el crimen, en una palabra, el pecado. Pensar que la situación o circunstancia --la pasión-- puede resultar más fuerte que la libertad, es la negación práctica de la libertad, de la trascendencia del hombre respecto al cosmos, de su dignidad radical. Es claro, pues, que la «ética de situación» es negadora de la libertad, al menos de la personal, interior y profunda.

Cuando se capta la propia libertad interior, se entiende que el hombre, estando en el mundo, situado y condicionado por el mundo, es más grande que el mundo entero. Comprende lo que decía Juan Pablo II en Segovia, con palabras de San Juan de la Cruz: «un sólo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo» (4). Esta sabiduría brota de la percepción de la dimensión espiritual de la propia naturaleza -- esclarecida por un estudio metafisico de la persona --, y funda una consciencia profunda de la libertad profunda; una consciencia que aferra y asume, en virtud de la libertad, la propia libertad.

En ese entonces, marxismos, materialismos en general, éticas de situación, aparecen con toda su falsedad al desnudo. La vanidad de sus argumentaciones resulta obsoleta e irrisoria. Surge un verdadero sentido ético de la vida, fundado en el natural señorío para el que ha sido creado el ser humano. Se comprende en su pleno sentido lo que se lee en la Sagrada Escritura: «Dijo Dios: Hagamos el hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza, y dominen en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la tierra» (5). Nace la formidable pasión por la libertad íntegra, ancha, profunda y trascendente, con nervio teleológico, es decir, con sentido de larguísimo alcance, con un por qué y para qué divinos. La libertad aparece en su justo valor, valor de medio magnífico para realizar valores aún más altos: la verdad, la bondad, la belleza, el amor, la justicia, en toda circunstancia, en cualquier situación, aunque para ello sea preciso empeñar la vida.

Los mártires han sido --y siguen siendo-- no sólo los grandes testigos de la fe, sino también los grandes testigos de la libertad, frente a todo situacionismo.

A La Luz De La Fe

Para comprender lo dicho hasta aquí no es menester la luz de la fe, pero indudablemente la luz de la fe permite ver todas las cosas con mayor claridad y certeza. Si se consideran cada uno de los actos humanos en particular, toda persona puede y debe vencer el mal, cualquiera que sea su situación. Sin embargo, es teológicamente cierto que el hombre, en estado de naturaleza caída, sin la gracia divina actual, no puede moralmente cumplir durante largo tiempo toda la ley natural (6). El Concilio Vaticano II constata que «el hombre se siente incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse aherrojado entre cadenas» (7). Sucede que el libre albedrío «está viciado en todos» (8); «quien comete pecado es siervo del pecado» (9), y «quien comete pecado es del demonio» (10).

Tales afirmaciones parecen remitirnos de nuevo a alguna ética de la impotencia, ética de situación que nos consuele ante la imposibilidad de obrar el bien por largo tiempo, diciéndonos que si en algunas situaciones no podemos hacer otra cosa que pecar, Dios no nos lo tendrá en cuenta. Lutero incluso nos diría: pecca fortiter!, pecad mucho, sin inconveniente, porque al fin y al cabo estáis tan corrompidos que no podéis hacer otra cosa; vuestra libertad es esclava y ancha es Castilla...

Sin embargo una ética semejante no puede «consolar» ni a Dios ni al hombre que ama a Dios. Quien ama no se consuela diciendo: «no puedo dejar de ofenderte, no me lo tengas en cuenta». Quien ama a Dios aspira a la justicia en ssentido bíblico, es decir, a la santida. Y Dios en su infinita misericordia ha querido que podamos satisfacer toda justicia (11). Se ha hecho hombre para redimirnos, rescatarnos del poder del demonio y del pecado, y conquistarnos con su Sangre la gracia salvífica, que aniquila las culpas y nos confiere vida y fuerza divinas, aptas para vencer todo mal, no sólo por largo tiempo, sino durante la vida entera.Cristo, con su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección nos redime, nos libera tan profunda y radicalmente que nos libra también de toda ética de situación, y de la hiriente humillación que supondría la salvación al estilo imaginado por Lutero: radical negación de libertad y dignidad.

La Liberacion Radical

Cristo nos ofrece la liberación radical. Si nos «in-corporamos» a El por el Bautismo y los demás sacramentos, por El, con El y en El somos capaces de cumplir siempre no sólo la ley natural, sino también la evangélica (que incluye la natural), con todas sus exigencias sin cuento, porque al darnos la Ley, nos ofrece al mismo tiempo la gracia --fuerza sobrenatural-- para cumplirla. Por eso, la Ley de Cristo, como dice el Apóstol Santiago, es la Ley perfecta de la libertad (12), la ética que emana de un real señorío --real y regio-- del hombre sobre sí mismo y sobre toda circunstancia y situación.

Debemos felicitarnos: ya no tenemos excusas para las derrotas morales. Debemos «comprender» al hombre en su circunstancia, y por eso, comprenderle «libre», con la libertad que Cristo nos ha ganado (13) para toda situación.

Bien claro lo dice San Pablo: «no habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (14). Es la Ley perfecta de la libertad. No estamos condenados a pecar: «la vida que está en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte. Pues lo que era imposible para la Ley (antigua), al estar debilitada a causa de la carne, (lo hizo) Dios enviando a su propio Hijo en una carne semejante a la carne pecadora, y por causa del pecado, condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la Ley (nueva) se cumpliese en nosotros, que no caminamos según la carne sino según el Espíritu» (15).

La Misericordia y la Justicia se funden en Cristo. El, con su misericordia, nos conquista la justicia: la gracia para que podamos ser santos e inmaculados en la presencia de Dios (16).

La verdadera ética cristiana, la Ley de Cristo, se encuentra pues a muchas leguas de cualquier ética de situación. Es la ética del señorío y de la justicia, la ética de la libertad y del Amor, que otorga un amor capaz de vivir libre, esforzada y plenamente la amabilísima Ley del Amor, que es Dios.


(1) Cfr. DOCUMENTACION DOCTRINAL. n° 44, p. 3; (2) R. GOMEZ PEREZ, en ACEPRENSA, Servicio 53/84, 11 abril 1984: (3) JORGE CERVOS NAVARRO (Catedrático y Director del Instituto de Neuropatología de la Universidad Libre de Berlín, presidente de la Sociedad alemana de Neuropatología y Neuroanatomía, autor de más de 200 publicaciones cientificas), en «PALABRA», 200, IV-1982, pp. 182-184; (4) JUAN PABLO 11, Alocución, en Segovia, 4-XI-1982; (5) Gen 1, 2; (6) Cfr., p.e., Conc. Trid., ses.VI, can. 23; (7) Conc. Vat. 11, GS, 10, 13; (8) Conc. Orange, Dz 181; (9) Jn 8, 34; (10) 1 Jn 3, 8; cfr. 2 Ped 2, 19; Ef 2, 2; (11) Cfr. Mt 3, 15; (12) Sant 1, 25; (13) Cfr. Gal 5, 1: (14)1 Cor 10, 13; (15) Rom 8, 1-4;


La ley natural en la «Veritatis splendor»
Hoy día algunos autores rechazan la ley natural; es decir, la rechazan porque la libertad misma se convierte en «fuente de valores»; la falsean porque se interpreta de forma reductiva como si fuera una «ley biológica»; la deforman porque resulta incompati
 
La ley natural en la «Veritatis splendor»
La ley natural en la «Veritatis splendor»



La dignidad humana: ley, naturaleza, libertad

La ley moral proviene de Dios y en Él tiene siempre su origen. En virtud de la razón natural, que deriva de la sabiduría divina, la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre, porque «no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la Creación»(1). Se da, pues, una actividad de la razón humana en la búsqueda y en la aplicación de la ley moral.

Autonomía moral relativa

Ahora bien, la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna(2), que no es otra cosa que la misma sabiduría divina(3). En este sentido, la doctrina de la Iglesia habla de una autonomía moral relativa; es decir, en relación con la verdad del hombre y, más radicalmente, con la verdad de Dios Creador del hombre. En efecto, «la verdadera autonomía moral del hombre no significa en absoluto el rechazo, sino la aceptación de la ley moral, del mandato de Dios: "Dios impuso al hombre este mandamiento..."(4). La libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre obediencia del hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y por tanto, la obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía, como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad. En realidad, si heteronomía de la moral significase negación de la autodeterminación del hombre o imposición de normas ajenas a su bien, tal heteronomía estaría en contradicción con la revelación de la Alianza y de la Encarnación redentora, y no sería más que una forma de alienación, contraria a la sabiduría divina y a la dignidad de la persona humana»(5).

Teonomía participada

Por eso, «algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma "del árbol de la ciencia del bien y del mal", Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este "conocimiento", sino que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan las exigencias a las llamadas de la sabiduría eterna. Por tanto, la ley debe considerarse como una expresión de la sabiduría divina.
Sometiéndose a ella, la libertad se somete a la verdad de la Creación. Por esto conviene reconocer en la libertad de la persona humana la imagen y cercanía de Dios, que está "presente en todos"(6); asimismo, conviene proclamar la majestad del Dios del universo y venerar la santidad de la ley de Dios infinitamente transcendente: Deus semper maior(7)»(8).

Conclusión

La libertad del hombre y la ley de Dios están, además, llamadas a compenetrarse entre sí: «la libertad del hombre, modelada sobre la de Dios, no sólo no es negada por su obediencia a la ley divina, sino que solamente mediante esta obediencia permanece en la verdad y es conforme a la dignidad del hombre»(9). El hombre, ciertamente, puede y debe hacer libremente el bien y evitar el mal, para lo que previamente debe poder distinguir el bien del mal. «Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre del esplendor del rostro de Dios. Todo esto aparece con mayor claridad a partir de la verdadera concepción de la ley moral"(10). De aquí se deduce el motivo por el cual esta "ley" se llama ley natural: no por relación a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana(11).

La «ley moral natural»

Ley Eterna

La Encíclica insiste en proponer la ley moral natural a la luz de la Ley Eterna, en el sentido de una participación suya en la criatura racional. «El Concilio Vaticano II recuerda que: "la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal mediante la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su amor, el mundo y los caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de esta ley suya, de modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente la Providencia divina, pueda reconocer cada vez más la verdad inmutable"»(12). Así, pues, nos remite a la doctrina clásica sobre la ley eterna de Dios. San Agustín la define como "la razón o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo"(13); santo Tomás la identifica con "la razón de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin"(14).

Ahora bien, «la sabiduría de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama y, en el sentido más literal y fundamental, se cuida de toda la creación(15). Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no "desde fuera", mediante las leyes inmutables de naturaleza física, sino "desde dentro", mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación(16). De esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable y responsable, dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de las personas humanas»(17).

Ley natural

En esta línea, «como expresión humana de la ley eterna de Dios, se sitúa la ley natural: "La criatura racional, entre todas las demás --afirma Santo Tomás-- está sometida a la divina providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente sobre sí y para los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción y al fin debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural"(18)»(19).

La doctrina del "Doctor común" sobre la ley natural ha sido asumida por la enseñanza moral de la Iglesia. Ya, por ejemplo, León XIII «ponía de relieve la esencial subordinación de la razón y de la ley humana a la Sabiduría de Dios y a su ley. Después de afirmar que "la ley natural está escrita y grabada en el ánimo de todos los hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que la misma razón humana que nos manda hacer el bien y nos intima a no pecar"»(20).

La ley positiva: ley mosaica y ley de Cristo


«El hombre puede reconocer el bien y el mal --afirma el Papa-- gracias a aquel discernimiento del bien y del mal que el mismo realiza mediante su razón iluminada por la Revelación divina y por la fe, en virtud de la ley que Dios ha dado al pueblo elegido, empezando por los mandamientos del Sinaí. Israel fue llamado a recibir y vivir la ley de Dios como don particular y signo de la elección y de la Alianza divina, y a la vez como garantía de la bendición de Dios»(21). Por eso, «la Iglesia acoge con reconocimiento y custodia con amor todo el depósito de la Revelación, tratando con religioso respeto y cumpliendo su misión de interpretar la ley de Dios de manera auténtica a la luz del Evangelio. Además, la Iglesia recibe como don la Ley nueva, que es el "cumplimiento" de la ley de Dios en Jesucristo y en su Espíritu»(22).

La Teología moral suele distinguir entre ley divino-positiva y ley divino-natural, o bien entre Ley Antigua y Ley Nueva, si bien tales distinciones son más bien prácticas, porque en el fondo no hay que olvidar que con ellas se trata de expresar «los diversos modos con que Dios se cuida del mundo y del hombre, no sólo se excluyen entre sí, sino que se sostienen y se compenetran recíprocamente. Todos tienen su origen y confluyen en el eterno designio sabio y amoroso con el que Dios predestina a los hombres "a reproducir la imagen de su Hijo"(23). En este designio no hay ninguna amenaza para la verdadera libertad del hombre; al contrario, la acogida de este designio es la única vía para la consolidación de dicha libertad»(24).

Libertad y naturaleza humana

Sobre la ley natural y, especialmente, acerca de la relación con la naturaleza, se da hoy un interesante debate entre los estudiosos de ética y los teólogos moralistas(25): «la época contemporánea está marcada, si bien en un sentido diferente, por una tensión análoga. El gusto de la observación empírica, los procedimientos de objetivación científica, el progreso técnico, algunas formas de liberalismo han llevado a contraponer los dos términos, como si la dialéctica --e incluso el conflicto-- entre libertad y naturaleza fuera una característica estructural de la historia humana. En otras épocas parecía que la "naturaleza" sometiera totalmente al hombre a sus dinamismos e incluso a sus determinismos»(26).

Existe una gran confusión en amplios sectores de la sociedad actual acerca de lo que está bien y de lo que está mal, y están a merced de quienes tienen el poder de "crear" opinión e imponerse a los demás(27). Y es que en gran parte del pensamiento contemporáneo no se hace ninguna referencia a la ley natural garantizada por el Creador. Sólo queda a cada persona la posibilidad de elegir este o aquel objetivo como conveniente o útil en un determinado conjunto de circunstancias. Se afirman los derechos, pero al no tener ninguna referencia a una verdad objetiva, carecen de cualquier base sólida.

Los hechos morales en el «fisicismo» y en el «naturalismo»

Efectivamente, las realidades humanas son para muchos hombres de nuestro tiempo los únicos factores realmente decisivos: las coordenadas espacio-temporales del mundo sensible, las constantes físico-químicas, los dinamismos corpóreos, las pulsiones psíquicas y los condicionamientos sociales. «En este contexto, incluso los hechos morales, independientemente de su especificidad, son considerados a menudo como si fueran datos estadísticamente constatables, como comportamientos observables o explicables sólo con las categorías de los mecanismos psico-sociales»(28). De manera que la naturaleza humana, entendida así, podría reducirse y ser tratada como material biológico o social disponible, lo que significa definir la libertad por medio de sí misma y hacer de ella una instancia creadora de sí misma y de sus valores. En visión tan radical el hombre ni siquiera tendría naturaleza y sería para sí mismo su propio proyecto de existencia. ¡El hombre no sería nada más que su libertad! (29). Y más concretamente, las «objeciones» de las corrientes doctrinales llamadas fisicismo y naturalismo(30), se basan en el hecho de que la concepción tradicional de la ley natural no consideraría de manera adecuada el caracter racional y libre del hombre, ni el condicionamiento cultural de cada norma moral(31).

¿Hacia una antropología dualista?

En realidad, la Encíclica pretende precisar de qué modo la "acusación se vuelve contra los acusadores", en la medida en que profesan una antropología dualista que disocia al hombre en sus dimensiones de alma y cuerpo, exaltando de manera absoluta el alma (la libertad) y reduciendo al cuerpo a algo extrínseco a la persona. Es algo que se aprecia fundamentalmente en la distinción que hacen estos teólogos moralistas entre bienes morales y bienes físicos premorales. «Ante esta interpretación --apunta Juan Pablo II-- conviene mirar con atención la recta relación que hay entre libertad y naturaleza humana, y, en concreto, el lugar que tiene el cuerpo humano en las cuestiones de la ley natural. Una libertad que pretende ser absoluta acaba por tratar al cuerpo humano como un ser en bruto, desprovisto de significados y de valores morales hasta que ella no lo revista de su proyecto. Por lo cual, la naturaleza humana y el cuerpo aparecen como unos presupuestos o preliminares, materialmente necesarios para la decisión de la libertad, pero extrínsecos a la persona, al sujeto y al acto humano. Sus dinamismos no podrían constituir puntos de referencia para la opción moral, desde el momento en que las finalidades de estas inclinaciones serían sólo bienes "físicos", llamados por algunos "premorales". Hacer referencia a los mismos, para buscar indicaciones racionales sobre el orden de la moralidad, debería ser tachado de fisicismo o de biologismo. En semejante contexto la tensión entre la libertad y una naturaleza concebida en sentido reductivo se acaba produciendo una división dentro del hombre mismo»(32).

Libertad, naturaleza y unidad del ser humano

Esta teoría moral no responde a la verdad del hombre(33). ¿Por qué? Porque la tensión entre la libertad y una naturaleza entendida de modo reductivo se resuelve con una división dentro del hombre mismo: «La persona --incluido el cuerpo-- está confiada enteramente a sí misma, y es en la unidad del alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios actos morales»(34). Por eso la reafirmación clara y rotunda del Magisterio, sobre la base de las fuentes de la Revelación: «una doctrina que separe el acto moral de las dimensiones corpóreas de su ejercicio es contraria a las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la Tradición»(35). Es preciso salvaguardar la unidad del ser humano para la recta comprensión de la ley natural(36). Pues bien, precisamente por todo esto, la ley natural se remite no a una naturaleza cualquiera, sino a la naturaleza «propia y original» del hombre, de la «persona humana». Un ejemplo lo encontramos en el deber de respetar absolutamente la vida humana(37). En consecuencia, «las inclinaciones naturales tienen una importancia moral sólo cuando se refieren a la persona humana y a su realización auténtica, la cual se verifica siempre y solamente en la naturaleza humana. La Iglesia, al rechazar las manipulaciones de la corporeidad que alteran su significado humano, sirve al hombre y le indica el camino del amor verdadero, único medio para poder encontrar al verdadero Dios. La ley natural, así entendida, no deja espacio de división entre libertad y naturaleza. En efecto, éstas están armónicamente relacionadas entre sí y mutuamente aliadas»(38).

Universalidad de la «ley natural»

La ley natural tiene dos rasgos fundamentales, universalidad e inmutabilidad, que repercutirán en el presunto conflicto libertad-naturaleza que acabamos de exponer. En efecto, la universalidad sería contradicha por la «unicidad e irrepetibilidad» de la persona humana; y la inmutabilidad por la «historicidad» y por la «cultura» propias de la persona(39).

La ley natural implica universalidad, en cuanto inscrita en la naturaleza racional de la persona y se impone a todo ser dotado de razón y que vive en la historia. «Para perfeccionarse en su orden específico, la persona debe realizar el bien y evitar el mal, preservar la transmisión y la conservación de la vida, mejorar y desarrollar las riquezas del mundo sensible, cultivar la vida social, buscar la verdad, practicar el bien, contemplar la belleza»(40). Ahora bien, «la separación hecha por algunos entre la libertad de los individuos y la naturaleza común a todos, como emerge de algunas teorías filosóficas de gran resonancia en la cultura contemporánea, ofusca la percepción de la universalidad de la ley moral por parte de la razón. Pero, en la medida en que expresa la dignidad de la persona humana y pone la base de sus derechos y deberes fundamentales, la ley natural es universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres»(41). En realidad, «esta universalidad no prescinde de la singularidad de los seres humanos, ni se opone a la unicidad y a la irrepetibilidad de cada persona; al contrario, abarca básicamente cada uno de sus actos libres, que deben demostrar la universalidad del verdadero bien. Nuestro actos, al someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión de las personas y, con la gracia de Dios, ejercen la caridad, "que es el vínculo de la perfección"(42). En cambio, cuando nuestros actos desconocen o ignoran la ley, de manera imputable o no, perjudican la comunión de las personas, causando daño»(43).

Siendo el hombre un ser "relacional", un "yo" abierto al "tú", sólo sobre un "terreno común" puede encontrarse, dialogar, entrar en comunión con los demás: este terreno común es la «naturaleza humana». Y en relación con esa naturaleza común es como siempre y únicamente tienen sentido y pueden desarrollarse la unicidad y la irrepetibilidad de la persona. Nuestros actos, al someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión de las personas(44); y tales leyes universales y permanentes -los llamados preceptos positivos- corresponden a conocimientos de la razón práctica y se aplican a los actos particulares mediante el juicio de la conciencia. El sujeto que actúa asimila personalmente la verdad contenida en la ley; se apropia y hace suya esta verdad de su ser mediante los actos y las correspondientes virtudes. Ahora bien esta «comunión» encuentra su afirmación más fuerte en los llamados preceptos negativos(45) de la ley natural: éstos son universalmente válidos, obligan a todos y a cada uno, siempre y en cualquier circunstancia. «En efecto, se trata de prohibiciones que vetan una determinada acción semper et pro semper, sin excepciones, porque la elección de un determinado comportamiento en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad de la persona que actúa, con su vocación a la vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que cueste; a no ofender a nadie y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y común a todos»(46). Así, pues, con referencia a la universalidad de la ley natural, la Encíclica introduce ya el tema de los actos intrínsecamente malos, sobre el que volverá más adelante de forma más amplia y específica.

Inmutabilidad de la «ley natural»

Juan Pablo II aclara oportunamente que el concepto de historicidad(47) o de cambio, exige algo inmutable, así como el mismo concepto de cultura exige algo que sea el criterio de su conformidad o no con la dignidad de la persona. «No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esa misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las trasciende. Este "algo" es precisamente la naturaleza del hombre: esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea, no sólo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al "principio"(48), precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas morales»(49).
Además, el dato de la historicidad y de la cultura establece una tarea legítima y obligada, aunque no siempre fácil: la de «buscar y encontrar la formulación de las normas morales universales y permanentes más adecuada a los diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica y hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad»(50).

En definitiva, «esta verdad de la ley moral -igual que la del depósito de la fe- se desarrolla a través de los siglos. Las normas que la expresan siguen siendo sustancialmente válidas, pero deben ser precisadas y determinadas "eodem sensu eademque sententia"(51), según las circunstancias históricas del Magisterio de la Iglesia, cuya decisión está precedida y acompañada por el esfuerzo de lectura y formulación propio de la razón de los creyentes y de la reflexión teológica»(52).

Notas

1. Sto. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatem et in decem legis praeceptis Prologus: Opuscula theologica, II, n. 1129, Ed. Taurinens (1954), 245.
2. «La enseñanza del Concilio subraya, por un lado, la actividad de la razón humana cuando determina la aplicación de la ley moral: la vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen y causa de sus actos deliberados. Por otro lado, la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina [Cfr Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2]» (VS, n. 40a).
3. «La justa autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador. Sin embargo, la autonomía de la razón no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y de las normas morales [Discurso a un grupo de Obispos de Estados Unidos de América en visita "ad limina" (15-X-1988), n. 6: Insegnamenti, XI 3 (1988) 1228]. Si esta autonomía implicase una negación de la participación de la razón práctica en la sabiduría del Creador y Legislador divino, o bien se sugiriera una libertad creadora de las normas morales, según las contingencias históricas o las diversas sociedades y culturas, tal pretendida autonomía contradiría la enseñanza de la Iglesia sobre la verdad del hombre (cfr GS, 47). Sería la muerte de la verdadera libertad: "Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio" (Gen 2,17)» (VS, n. 40b).
4. Gen 2,16.
5. VS, n. 41a.
6. Cfr Eph 4,6.
7. Cfr S. Agustín, Ennarratio in Psalmum LXII,16: CCL 39,804.
8. VS, n. 41b.
9. VS, n. 42a; cfr GS, 17.
10. «A este respecto, comentando un versículo del Salmo 4, afirma Santo Tomás: "El Salmista, después de haber dicho: "sacrificad un sacrificio de justicia" (Ps 4,6), añade, para los que preguntan cuáles son las obras de la justicia: "Muchos dicen: ¿Quién nos mostrará el bien? "; y, respondiendo a esta pregunta, dice: "La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes", como si la luz de la razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo --tal es el fin de la ley natural--, no fuese otra cosa que la luz divina impresa en nosotros" [Summa Theologiae, I-II, q. 91, a.2]». (VS, n. 42 in fine).
11. Cfr CEC, 1955.
12. DH, 3.
13. Contra Faustum, lib. 22, cap. 27: PL 42,418.
14. Summa Theologiae, I-II, q. 93, a.1.
15. Cfr Sap 7,22; 8-11.
16. Cfr Summa Theologiae, I-II, q. 90, a.4 ad 1.
17. VS, n. 43b.
18. Summa Theologiae., I-II, q.91, a.2.
19. VS, n. 43 in fine.
20. Cfr León XIII, Libertas praestantissimum, (20-VI-1888): Leonis XIII P.M. Acta, VIII, Romae 1889, 219, cit. en VS, n. 44a.
21. VS, n. 44b. «Así Moisés podía dirigirse a los hijos de Israel y preguntarles: "¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre que le invocamos? Y ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?" (Dt 4,7-8). Es en los Salmos donde encontramos los sentimientos de alabanza, gratitud y veneración que el pueblo elegido está llamado a tener hacia la ley de Dios, junto con la exhortación a conocerla, meditarla y traducirla en la vida: "¡Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, mas se complace en la ley del Señor, su ley susurra día y noche!" (Ps 1,1-2). "La ley del Señor es perfecta, consolación del alma, el dictamen del Señor, veraz, sabiduría del sencillo. Los preceptos del Señor son rectos, gozo del corazón; claro el mandamiento del Señor, luz de los ojos" (Ps 19,8-9)». (VS, n. 44 in fine).
22. VS, n. 45a. «Es una ley "interior" (Cfr Ier 31,31-33), "escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones" (2 Cor 3,3); una ley de perfección y de libertad (Cfr 2 Cor 3,17); es "la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús" (Rom 8,2). Sobre esta ley dice santo Tomás: "Ésta puede llamarse ley en doble sentido. En primer lugar, ley del espíritu es el Espíritu Santo... que, por inhabitación en el alma, no sólo enseña lo que es necesario realizar iluminando el entendimiento sobre las cosas que hay que hacer, sino también inclina a actuar con rectitud... En segundo lugar, ley del espíritu puede llamarse el efecto propio del Espíritu Santo, es decir, la fe que actúa por la caridad (Gal 5,6), la cual, por eso mismo, enseña interiormente sobre las cosas que hay que hacer... e inclina el afecto a actuar" [In Epistulam ad Romanos, c. VIII, lect. 1]» (VS, n. 45b).
23. Rom 8,29.
24. VS, n. 45 in fine.
25. «El presunto conflicto entre libertad y la ley se replantea hoy con una fuerza singular en relación con la ley natural y, en particular, en relación con la naturaleza. En realidad los debates sobre naturaleza y libertad siempre han acompañado la historia de la reflexión moral, asumiendo tonos encendidos con el Renacimiento y la Reforma, como se puede observar en las enseñanzas del Concilio de Trento [Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 1: DS 1521]» (VS, n. 46a).
26. VS, n. 46b.
27. Cfr Juan Pablo II, Discurso en la vigilia de oración en la VIII Jornada mundial de la Juventud, 14-VIII-1993.
28. VS, n. 46c. «Y así algunos estudiosos de ética, que por profesión examinan los hechos y los gestos del hombre, pueden sentirse tentados de valorar su saber, e incluso sus normas de actuación, a partir de un resultado estadístico sobre los comportamientos humanos concretos y las opiniones morales de la mayoría. En cambio, otros moralistas, preocupados por educar en los valores, son sensibles al prestigio de la libertad, pero a menudo la conciben en oposición o contraste con la naturaleza material y biológica, sobre la que debería consolidarse progresivamente. A este respecto --sigue diciendo Juan Pablo II--, diferentes concepciones coinciden en olvidar la dimensión creatural de la naturaleza y en desconocer su integridad. Para algunos, la naturaleza se reduce a material para la actuación humana y para su poder. Esta naturaleza debería ser transformada profundamente, es más, superada por la libertad, dado que constituye su límite y su negación. Para otros, es en la promoción sin límites del poder del hombre, o de su libertad, como se constituyen los valores económicos, sociales, culturales e incluso morales. Entonces la naturaleza estaría representada por todo lo que en el hombre y en el mundo se sitúa fuera de la libertad. Dicha naturaleza comprendería en primer lugar el cuerpo humano, su constitución y su dinamismo. A este aspecto físico se opondría lo que se ha "construido", es decir, la "cultura", como obra y producto de la libertad» (VS, n. 46d).
29. Cfr VS, n. 46 in fine
30. La ley natural «presentaría como leyes morales las que en sí mismas serían sólo leyes biológicas. Así, muy superficialmente, se atribuiría a algunos comportamientos humanos un carácter permanente e inmutable, y, basándose en el mismo, se pretendería formular normas morales universalmente válidas. Según algunos teólogos, semejante "argumento biologista o naturalista" estaría presente incluso en algunos documentos del Magisterio de la Iglesia, especialmente en los relativos al ámbito de la ética sexual y matrimonial. Basados en una concepción naturalística del acto sexual, se condenarían como moralmente inadmisibles la contracepción, la esterilización directa, el autoerotismo, las relaciones prematrimoniales, las relaciones homosexuales, así como la fecundación artificial» (VS, n. 47a).
31. VS, n. 47b. «Ahora bien, según el parecer de estos teólogos, la valoración moralmente negativa de tales actos no consideraría de manera adecuada el carácter racional y libre del hombre, ni el condicionamiento cultural de cada norma moral. Ellos dicen que el hombre, como ser racional, no sólo puede, sino que incluso debe decidir libremente el sentido de sus comportamientos. Este "decidir el sentido" debería tener en cuenta, obviamente, los múltiples límites del ser humano, que tiene una condición corpórea e histórica. Además, debería considerar los modelos comportamentales y los significados que éstos tienen en una cultura determinada. Y, sobre todo, debería respetar el mandamiento fundamental del amor de Dios y del prójimo. Afirman también que, sin embargo, Dios ha creado al hombre como ser racionalmente libre; lo ha dejado "en manos de su propio albedrío" y de él espera una propia y racional formación de su vida. El amor del prójimo significaría sobre todo o exclusivamente un respeto por su libre decisión sobre sí mismo. Los mecanismos de los comportamientos propios del hombre, así como las llamadas "inclinaciones naturales" establecerían al máximo --como suele decirse-- una orientación general del comportamiento correcto, pero no podrían determinar la valoración moral de cada acto humano, tan complejo desde el punto de vista de las situaciones» (VS, n. 47 in fine).
32. VS, n. 48a.
33. Cfr Conc. de Vienne, Fidei catholicae: DS 902; Conc. V de Letrán, Bula Apostolici regiminis: DS 1440. «El alma espiritual e inmortal es el principio de la unidad del ser humano, es aquello por lo cual éste existe como un todo "corpore et anima unus" (GS, 14)en cuanto persona. Estas definiciones no indican solamente que el cuerpo, para el cual ha sido prometida la resurrección, participará también de la gloria; recuerdan igualmente el vínculo de la razón y de la libre voluntad con todas las facultades corpóreas y sensibles» (VS, n. 48b).
34. VS, n. 48c. «Es a la luz de la dignidad de la persona humana --que debe afirmarse por sí misma-- como la razón descubre el valor moral específico de algunos bienes a los que la persona se siente naturalmente inclinada. Y desde el momento en que la persona humana no puede reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que comporta una determinada estructura espiritual y corpórea, la exigencia moral originaria de amar y respetar a la persona como un fin y nunca como un simple medio, implica también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes fundamentales, sin el cual se caería en el relativismo y en el arbitrio» (VS, n. 48 in fine).
35. VS, n. 49a. «Tal doctrina hace revivir, bajo nuevas formas, algunos viejos errores combatidos siempre por la Iglesia, porque reducen la persona humana a una libertad "espiritual", puramente formal. Esta reducción ignora el significado moral del cuerpo y de sus comportamientos (cfr 1 Cor 6,19). El apóstol Pablo declara excluidos del Reino de los cielos a los "impuros, idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos, ultrajadores y rapaces" (cfr 1 Cor 6,9-10). Esta condena enumera como "pecados mortales", o "prácticas infames", algunos comportamientos específicos cuya voluntaria aceptación impide a los creyentes tener parte en la herencia prometida. En efecto, cuerpo y alma son inseparables: en la persona, en el agente voluntario y en el acto deliberado, están o se pierden juntos» (VS, n. 49b).
36. «Es así como se puede comprender el verdadero significado de la ley natural, la cual se refiere a la naturaleza propia y originaria del hombre, a la "naturaleza de la persona humana" (cfr GS,51), que es la persona misma en la unidad de alma y cuerpo; en la unidad de sus inclinaciones de orden espiritual y biológico, así como de todas las demás características específicas, necesarias para alcanzar su fin. "La ley moral natural evidencia y prescribe las finalidades, los derechos y los deberes, fundamentados en la naturaleza corporal y espiritual de la persona humana. Esa ley no puede entenderse como una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser concebida como el orden racional por el que el hombre es llamado por el Creador a dirigir y regular su vida y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer del propio cuerpo" [Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación Donum vitae (22-II-1987), Introd. 3: AAS 80 (1988) 74; cfr HV, 10» (VS, n. 50a).
37. «Por ejemplo, el origen y el fundamento del deber de respetar absolutamente la vida humana están en la dignidad propia de la persona y no simplemente en el instinto natural de conservar la propia vida física» (FC, 11): cit. en VS, n. 50b.
38. VS, n. 50 in fine.
39. «¿Dónde, pues, están escritas estas reglas --se pregunta san Agustín--... sino en el libro de aquella luz que se llama verdad? De aquí, pues, deriva toda ley justa y actúa rectamente en el corazón del hombre que obra la justicia, no saliendo de él, sino como imprimiéndose en él, como la imagen pasa del anillo a la cera, pero sin abandonar el anillo» [De Trinitate, XIV, 15,21: CCL 50/A, 451]. Cit. en VS, n. 51a.
40. VS, n. 51b. Cfr Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 94, a.2.
41. VS, n. 51c.
42. Cfr Col 3, 14.
43. VS, n. 51 in fine.
44. «Es justo y bueno, siempre y para todos, servir a Dios, darle culto debido y honrar como es debido a los padres. Estos preceptos positivos, que prescriben cumplir algunas acciones y cultivar ciertas actitudes, obligan universalmente; son inmutables [cfr GS,10; Sgda. Congragación para la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual Persona humana, n. 4 (29-XIII-1975): AAS 68 (1976) 80: "Cuando la Revelación divina y, en su orden propio, la sabiduría filosófica, ponen de relieve exigencias auténticas de la humanidad, están manifestando necesariamente, por el mismo hecho, la existencia de leyes inmutables, inscritas en los elementos constitutivos de la naturaleza humana; leyes que se revelen idénticas en todos los seres dotados de razón"]; unen en el mismo bien común a todos los hombres de cada época de la historia, creados para "la misma vocación y destino divino" (GS, 29)» (VS, n. 52a).
45. «Por otra parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos obligue siempre y en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral, las prohibiciones sean más importantes que el compromiso para hacer el bien, como viene indicado por los mandamientos positivos. La razón es más bien la siguiente: el mandamiento del amor de Dios y del prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una determinada situación depende de las circunstancias, las cuales no se pueden prever globalmente con antelación; por el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna situación pueden ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona. En último término siempre es posible que al hombre, debido a presiones u otras circunstancias, le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el mal. La Iglesia ha enseñado siempre que nunca se deben escoger comportamientos prohibidos por los mandamientos morales, expresados de manera negativa en el AT y en el NT. Como se ha visto, Jesús mismo afirma la inderogabilidad de estas prohibiciones: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos... No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso" (Mt 19,17-18)» (VS, n. 52 in fine).
46. VS, n. 52b.
47. «La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad y por la cultura, lleva a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley natural, y por tanto de la existencia de "normas objetivas de moralidad" [Cfr GS, 16] válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana. ¿Es acaso posible afirmar como universalmente válidas para todos y siempre permanentes ciertas determinaciones racionales establecidas en el pasado, cuando se ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho sucesivamente?» (VS, n. 53a).
48. Cfr Mt 19,1-9.
49. VS, n. 53b. «En este sentido "afirma además la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es El mismo ayer, hoy y por los siglos" (GS, 10). Él es el "Principio" que, habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y hacia el prójimo [Cfr Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 108, a. 1. Santo Tomás fundamenta el carácter, no meramente formal sino determinado en el contenido, de las normas morales, incluso en el ámbito de la Ley Nueva, en la asunción de la naturaleza humana por parte del Verbo]. Ciertamente es necesario buscar y encontrar la formulación de las normas morales universales y permanentes más adecuada a los diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica y hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad» (VS, n. 53c).
50. VS, n. 53d.
51. S. Vicente de Lerins, Commonitorium primum, c. 23: PL 50,668.
52. VS, 53 in fine. El desarrollo de la doctrina moral de la Iglesia es semejante al de la doctrina de la fe: Cfr Conc. Vaticano I, Dei Filius, cap. 4: DS 3020, y can. 4: DS 3024. También se aplican a la doctrina moral las palabras pronunciadas por Juan XXIII con ocasión de la inauguración del Concilio Vaticano II (11-X-1962): «Esta doctrina (la doctrina cristiana en su integridad) es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo. Una cosa, en efecto, es el depósito de la fe o las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta es el modo como se enuncian estas verdades, conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado»: AAS 54 (1962) 792; cfr L"Osservatore Romano, 12 de octubre de 1962, p. 2».


(*) En Ideas éticas para una vida feliz.
Guía de lectura de la Veritatis Splendor.
Eunsa, Pamplona, pp. 81-105
1997. ISBN 84-313-1498-2 200 Págs.


La Filosofía y el Restablecimiento de las Creencias
De las creencias propiamente dichas, las creencias básicas – aquéllas que sostienen nuestras vidas – no tenemos ni idea. Cuando caemos en la cuenta de ellas, por algún motivo, entonces se identifica, es decir, se expresan en forma de ideas...
 
La Filosofía y el Restablecimiento de las Creencias
La Filosofía y el Restablecimiento de las Creencias
La Filosofía y el Restablecimiento de las Creencias

Puede parecer extraño hablar de creencias y de su restablecimiento. Ustedes saben que la distinción – memorable – entre ideas y creencias procede de Ortega, de aquel espléndido ensayo que ha proliferado, que ha tenido tan largas consecuencias, que ha sido estudiado con mucho detalle – por mí, entre otros, por supuesto – y que, evidentemente, es una distinción capital.


Se han solido confundir normalmente por lo siguiente: las creencias, cuando son conocidas, se formulan, se expresan y, entonces, son semejantes a las ideas. Es evidente que la formulación de las creencias las convierte en algo formalmente comparable con las ideas. Pero es necesario decir que las creencias, sobre todo las creencias importantes, las creencias básicas, aquellas que, como dice Ortega, “tienen una función completamente diferente” – porque nosotros tenemos ideas; las creencias nos tienen o nos sostienen. Tienen una función, en muchos sentidos, inversa.

Es, por cierto, un hecho capital: el que de las creencias básicas, de las creencias realmente fundamentales no tenemos ni idea, no sabemos que las tenemos – estamos en ellas simplemente. Para buscar ejemplos trilladísimos, que son quizá los más eficaces: es evidente que ustedes no han pensado, ni por un momento, en el aire que llena este salón, no han pensado ni que está en el ambiente. Si hubiera viento, ustedes habrían advertido la masa graciosa agitada; pero como no hay viento en esta habitación probablemente ustedes no han pensado – para nada – en el aire. Pero si, de repente, se vaciara, se hiciera vacío en esta sala o se substituyera el aire respirable en tierra por un gas irrespirable, ustedes caerían en la cuenta de que estaban en la creencia de que el salón estaba lleno de aire respirable, en lo cual no habían pensado – ni poco, ni mucho: es que estaban en la creencia, pero no tenían ni idea de ella. Del mismo modo ustedes han llegado inocentemente, se han sentado en sus butacas, tampoco han pensado en ellas, pero si de repente empezaran a hundirse o se rompieran, caerían en la cuenta de que ustedes estaban en la creencia de que había butacas sólidas, resistentes que pueden soportar su peso.

Es decir, de las creencias propiamente dichas, las creencias básicas – aquéllas que sostienen nuestras vidas – no tenemos ni idea. Cuando caemos en la cuenta de ellas, por algún motivo, entonces se identifica, es decir, se expresan en forma de ideas, son parecidas a las ideas. Esto que acabo de decir: que la habitación está llena de aire respirable o hay unas butacas sólidas, resistentes – esto son enunciados de ideas que expresan la creencia en que estábamos antes sin tener la menor noción de ellas.
Evidentemente hay otras creencias secundarias que están más próximas de las ideas, que están más expuestas a comprobación, a crítica: cuando, por ejemplo, subimos en ascensor estamos en la creencia de que está construido por técnicos competentes, que ha sido organizado oportunamente, es decir, hay una zona en la cual las creencias funcionan, en alguna medida, como muy próximas a las ideas.

Y hay otro proceso también muy importante que es que hay ocasiones o épocas históricas, ciertas sociedades, en que las creencias van siendo substituidas por ideas. Es evidente, por ejemplo, que el siglo XVIII representó esto. El siglo XVIII es la época en que se hace un intento de vivir de ideas. Es muy característico y si ustedes analizan los contenidos fundamentales del siglo XVIII verán cómo hay un predominio precisamente de ideas, se trata de relegar las creencias a un segundo plano y substituirlas por ideas. Pero ocurre – y esto es característico – que se hace entonces un uso credencial de las ideas, lo cual es normalmente peligroso – se las toman como creencias y, entonces, dejan de tomarse como lo que son: las ideas son siempre problemáticas, discutibles, inseguras, menesterosas de justificación o prueba... Las creencias, ¡no!, por supuesto. Entonces se produce un proceso, repito, de uso credencial de las ideas. En general, este proceso -que llamamos, a grandes rasgos, la Ilustración- en el siglo XVIII, fue el intento de poner ideas de vivir de ideas e, inmediatamente, el paso siguiente, es el uso credencial de las ideas.

Por ejemplo: la idea de progreso. La idea de progreso surge en la mente europea en mediados del siglo XVIII. Es una idea: la idea de que el hombre avanza, de que se va hacia adelante, pro-greso. Es una idea discutible, problemática, compartida por no muchos, pero que, con el tiempo, se convierte en creencia. Se da por supuesto que el hombre progresa, que la historia consiste en progreso, que se avanza, a lo largo de la historia. Y justamente esto domina en el final del siglo XVIII y va a dominar en gran parte el siglo XIX. Si ustedes ahora se preguntan: ¿Cuál es nuestra actitud respecto del progreso? La verdad es que después de todo lo que ha ocurrido en el siglo XX, no sé..., no estamos nada seguros. Si ustedes preguntan: ¿Hay progreso? Creo que casi todo el mundo diría: sí, por supuesto, existe el progreso, hay progresos. Pero ¿es constante, es seguro, es universal? Ah, no, ¡en modo alguno! Hay detenciones, hay estancamientos, hay regresos, hay recaídas. ¿Puede ser una idea? Una idea en cierto modo justificada, plausible, verdadera pero no más que una idea. No se vive ahora instalados en la creencia en el progreso como desde fines del siglo XVIII hasta quizá todo el XIX.

La diferencia intelectual y vital entre ideas y creencias es muy grande y esto es engañoso porque precisamente la formulación de las creencias las convierte en ideas, las asimila a las ideas. Ahora bien, son mucho más importantes las creencias. La vida humana descansa sobre un suelo de creencias, en las cuales nos apoyamos. Sobre la mayor parte de las cosas estamos en ciertas creencias –de diferente orden, algunas son enormemente básicas, otras son más circunscritas a aspectos particulares de la vida– pero, en todo caso, son mucho más sólidas, mucho más fuertes, vivimos mucho más de ellas. La función de las ideas es una función supletoria: cuando yo no estoy en ninguna creencia espiritual –o porque es una situación nueva, algo nuevo que surge–, tengo que buscar una orientación, una forma de iluminación o de certidumbre sobre esto. Entonces tengo que pensar y buscar ideas que suplan precisamente la ausencia de creencias. O bien una creencia está en crisis, una creencia se ha limitado, ya no tiene vigencia, no es suficiente, deja de funcionar en su papel propio de creencia sustentadora de la vida. Entonces tengo que ejecutar una operación casi que lógica: apoyar, defender, completar esa creencia vacilante o insuficiente con ideas.

También hay otra cuestión: es que las creencias, a veces, entran en conflicto – yo estoy en una creencia, pero también estoy en otra o en varias, y no veo claramente cómo se pueden compaginar. Entonces hay un conflicto de creencias – es el momento en que interviene otra función: la función de las ideas. Trato, entonces, de llegar o a una síntesis, o a una creencia superior, o a una convicción intelectual, a una idea superior, que dé razón de las diversas creencias y de su posible convivencia.
Como ven ustedes, por tanto, la función de las ideas es absolutamente capital. Pero en la economía general de la vida, si analizamos la estructura de la vida humana, evidentemente las ideas tienen un papel muy importante, pero siempre secundario respecto de las creencias. Estamos en creencias sumamente importantes y básicas en las cuales se aloja el cauce general de nuestra vida. Y sobre esto se añade una superficie de ideas – decisivas también y desiguales. Ustedes ven la enorme diferencia de función en la historia según épocas, según las sociedades: les ponía el ejemplo del siglo XVIII, el intento – en definitiva, frustrado – de predominio de las ideas, que lleva aparejado el uso indevido de las ideas como creencias, el uso credencial de las ideas. Ustedes piensen cómo muchas anomalías se explican por esto – las ideas políticas, por ejemplo, o piensen en un hecho que es enormemente importante, de lo cual somos testigos o víctimas, muchas veces, de la época actual, de lo que llamamos los fanatismos. Los fanatismos, normalmente, proceden del uso credencial de ciertas ideas. Hay, a veces, una convicción que, en general, es intelectualmente injustificada, frecuentemente indemonstrable, que no tiene títulos ningunos de justificativa intelectual y, sin embargo, se usa como creencia, se la toma de una manera monolítica que, justamente, condiciona la conducta y hace que, en muchos casos, se vivan situaciones que nos parecen incomprensibles. No hay nada más dificil que entender qué significa el hecho del fanatismo – porque precisamente consiste en esto: tomar ideas, normalmente ideas falsas – y, en todo caso, ideas injustificadas – como creencias inconmovibles, sólidas, en las cuales se intenta fundar una vida. Los resultados suelen ser absolutamente desastrosos. En definitiva, en el siglo XX, paradójicamente, ha habido quizá ejemplos mayores de este tipo de situación de manejo credencial de ideas no justificadas, de ideas que no resisitirían a diez minutos de análisis, con las consecuencias del fanatismo, que son lo más devastador del siglo XX...

Esto es relativamente claro. Entonces parece raro que yo diga: la filosofía ¿qué tiene que ver con eso? Porque la filosofía precisamente es asunto de ideas; la filosofía es un pensamiento racional. ¿Qué ocurre con las creencias? ¿Qué puede tener que ver la filosofía con ellas? Ustedes piensen que hay situaciones en las cuales se produce una crisis de las creencias – las creencias, cuya condición es precisamente su vigencia, su vigor. Las creencias frecuentemente por formularlas, por expresarlas; una creencia expresada es siempre menos creencia, diríamos, se contagia de ideas. Una vez me pregunté, hace muchos años, en un libro: ¿Por qué se canta el Credo? Porque evidentemente nadie canta las leyes de Newton o los principios de la lógica; son enunciados que se viven, se formulan. Precisamente el canto del Credo añade algo a lo que tiene de enunciado: justamente su dimensión credencial. El Credo es credo, creo, singular – hace algunos años, en la liturgia dominante, se hacía el plural, hay versiones del credo antiguo en plural; me parecía un error decir creemos porque el credo es una profesión de fe personal, individual. No es creemos, no es una creencia social, no es que estamos en esta creencia ¡no! Cada uno tiene que decir: yo creo esto y esto; es, por tanto, una profesión de fe. Empleo la palabra fe para distinguirla de la creencia: la fe religiosa tiene un elemento de creencia pero no es decisivo ahí: hay todos los elementos intelectuales, sentimentales, tradicionales etc. que no son las creencias sociales, son completamente distintos. La fe religiosa es fe religiosa con un elemento credencial junto con otros muchos.

Pues bien, hay épocas en las cuales se produce un debilitamiento general de las creencias: pierden vigor, pierden fuerza, es decir, pierden vigencia. Entonces dejan de funcionar y se produce un fenómeno de desorientación. Esto lo expresa de una manera maravillosa Platón en la carta séptima – que yo comenté hace muchos años como introducción a la filosofía platónica. Se refiere a la situación que se ha vivido en Atenas, que es una situación de desorientación radical: es de crisis general de las creencias – lo describe de una manera vívida, maravillosa; emplea la palabra que es vértigo, una situación de vértigo. Hay un fenómeno fisiológico, biológico, elementarísimo, que no es grave además, que es el mareo.

Todos nos sentimos mareados alguna vez, es algo sin importancia, la gente no se muere de esto, al cabo de un rato ha pasado el mareo, pero mientras estábamos mareados ¡es la más radical desorientación, no se puede hacer nada en el mareo! Por eso Platón admirablemente habla de vértigo. No se puede hacer política: la política supone un estado de vigencias, un estado de ciertas nociones en las cuales uno se apoya en lo que tiene vigor, en las cuales se puede apoyar la conducta. Y hay situaciones en las cuales esto desaparece. Hay situaciones de radical desorientación, de crisis profunda de las creencias. Y yo tengo la impresión de que estamos... -si no en una situación parecida- siento más claro de que esto ocurra.

Las creencias siguen teniendo vigor, desigualmente, de una manera a veces muy atenuada, a veces residual, nos solicitan, tratan de determinar nuestra conducta parcialmente, en algunas zonas de la vida, sí, pero en otras, no, y no vemos clara la manera de articularlas. Esto me parece que sería una descripción bastante aceptable del estado de las creencias en el mundo actual – me refiero a los últimos decenios, no muchos.

Entonces hace falta recurrir a las ideas – necesitamos de las ideas imperiosamente porque las creencias nos faltan, son débiles o son conflictivas y, por tanto, no son suficientes para saber a qué atenerse, para orientarse en la vida. Pero ¿qué ideas? Nuestro mundo actual está absolutamente lleno de ideas, también lo estaba en el tiempo de Platón: no con la superabundancia acerca de todos los fragmentos de la realidad como ocurre ahora, pero también ocurría un fenómeno parecido – recuerden ustedes que es el momento precisamente de constitución de la teoría como tal, el espírito teórico. Hay innumerables ideas, pero estas ideas sirven no más. Son ideas particulares, son ideas aisladas, nos pueden dar luz, nos pueden permitir cierta claridad sobre algunos aspectos de la vida.

Tomemos como ejemplo la técnica, una de las glorias del siglo veinte es el inmenso desarrollo de la técnica. Hoy evidentemente sabemos del funcionamiento de la realidad física, de la actividad cósmica, de la biológica, mucho más que en ninguna época, con un conocimiento mucho más profundo, mucho más de detalle, de las honduras de esa realidad. Se puede operar de modo extraordinario, estamos operando con acciones reales dentro del átomo, dentro de partes muy pequeñas, muy parciales del átomo, se está no solamente explorando el espacio exterior sino que se está actuando en él, se están ejecutando acciones físicas en planetas remotos, estamos recibiendo fotografías de Marte, con un conocimiento que hubiera sido totalmente inverosímil en cualquier otra época. Es evidente que hay un repertorio de ideas... son ideas: ideas precisas, comprobables que afectan a una enorme cantidad de realidades o de aspectos de la realidad. Y, sin embargo, no bastan; es insuficiente. Todo ese conocimiento incluso más bien está contribuyendo a la desorientación – justamente porque nos presenta posibilidades que nos parecen que rebasan nuestro horizonte. Por ejemplo, el manejo nuclear, el manejo del átomo – que ha sido un fantástico avance y un enriquecimiento enorme – está asociado al temor. Es evidente: el primer experimento atómico ha sido la bomba de Hiroshima y Nagasaki. Si hubiera habido primero las utilizaciones técnicas, positivas, favorables de la energía nuclear, esta imagen sería distinta ¿no? Ustedes piensen, por ejemplo, que la primera utilización de la electricidad, en lugar de ser las bombillas eléctricas, o el teléfono, o el telégrafo ¡hubiera sido la silla eléctrica...! Y así todo lo que tiene que ver con lo nuclear se ha asociado a lo destructivo – ahí ha intervenido la política y el partidismo político, por supuesto. En todo caso, es evidente que esas certidumbres parciales, valiosísimas, preciosas, extraordinarias de las ideas tienen consecuencias que no son previsibles. Del mismo modo las posibilidades biológicas de intervención en los organismos vegetales, animales e incluso humanos: todas manipulaciones de la genética son posibles – y son precisas, rigurosas, comprobables, pueden ser preciosas, pero, al mismo tempo, producen una desorientación porque tienen consecuencias que no son previsibles.

Hoy el hombre está convencido de que puede hacer muchas cosas, lo puede justificar y sabe cómo se hace pues tiene una conciencia clara, intelectual, racional. Pero vendrán consecuencias: ¿Adónde llevan, hasta dónde se pude llegar? Es evidente que el hombre vive hoy en un estado de admiración embotada por la frecuencia y, de otra parte, de indudable temor, de zozobra... Las ideas son absolutamente necesarias, indispensables – pero no cualesquiera. Acabo de emplear la palabra “ideas aisladas”. El mundo intelectual está constituido actualmente por la fragmentación: casi nadie sabe nada fuera de una parte (y ustedes piensen que ha habido hombres, quizá hasta el siglo XVIII, Leibniz, p. ej. poseía en definitiva el saber de su tiempo); hoy no es que los físicos saben solo física y los biólogos saben biología...: ¡no! Saben una pequeña parcela de esas disciplinas. De ellas saben algo extraordinario, algo que no se sabía, ni siquiera se ha imaginado: sí, pero no saben más que eso. La visión de la realidad se escapa, no basta con ideas.
Yo suelo distinguir con bastante energía entre inteligencia y razón. La inteligencia consiste en la capacidad de comprender, de entender las cosas – es algo que el hombre comparte con el animal. Los animales son inteligentes, tienen inteligencia y, a veces, mucha. Piensen, por ejemplo, en el sistema prodigioso, instintivo de los insectos, que ejecutan una cantidad de operaciones vitales, con enorme precisión, con rigor y, a veces, incluso colectivamente en inmensas masas. Por otra parte, los animales superiores: tienen una conducta tan certera, compleja como, por ejemplo, los animales predatorios o las aves migratorias que ejecutan operaciones que son de gran perfección, las hacen con un maravilloso ajuste. Eso es inteligencia. La razón es algo más: es la aprehensión de la realidad en su conexión; ver la realidad como la realidad, no como estímulos, no como un objeto, como en el caso de la inteligencia. Si ustedes ven, por ejemplo, un tigre, una pantera sobre su presa es algo de un ajuste, de una precisión asombrosa. Sí, pero el hombre tiene algo más. El hombre tiene la aprehensión de la realidad, es decir, ve lo real como real; está en un mundo y no meramente en un medio con el cual está articulado, pero en su conexión sobre todo. Descubre las conexiones de la realidad: va uniendo unos elementos a otros, por eso construye un mundo. El hombre con su circunstancia, con todo lo que lo rodea, va haciendo un mundo – un mundo que ha de ser inteligible, que tiene que ser inteligible, que puede ser inteligible como tal mundo. Esa es la condición fundamental; eso es lo que el hombre necesita.

Recuerden ustedes mi vieja fórmula para entender lo que se llama tener o no tener uso de razón. Si el niño tiene o no tiene uso de razón. La tiene ¿Si la tiene por qué no la usa? ¿Y si no la usa, por qué? No tener uso de razón quiere decir no tenerla pero necesitarla. El animal no la necesita; el animal no tiene razón y no le hace falta. El niño no la tiene pero la necesita y por eso puede vivir más que en sociedad, con sus padres, sus mayores, que le prestan justamente la razón que él no tiene, hasta que adquiere su uso, hasta que tome posesión de ella. Esta es la fórmula.

Pues bien, el hombre construye el mundo, hace mundos, vive en un mundo, puede llegar a saber a qué atenerse porque tiene razón. La razón establece un sistema de conexiones de la realidad que le permite entender la totalidad, entender la vida. En seguida, muchas veces, si ustedes ven las respuestas de los primeros filósofos, de los presocráticos, son de una simplicidad inquietante... Qué cosas tan sencillas han dicho: la es el agua, el aire... Pero, lo importante no era la simplicidad de la respuesta; era la universalidad de la pregunta. Lo que caracteriza estos filósofos es preguntarse: ¿Qué es todo esto? ¿Qué es la realidad? Justamente esa pregunta englobante no la puede hacer el animal.

Vemos cómo hace falta que las ideas sean ideas, en sentido estricto, ideas racionales; ideas que puedan englobar la realidad, permitirnos saber a qué atenernos respecto a ella y por tanto respecto a nuestra vida, que nos permitan primariamente proyectar. Y Platón nos cuenta que no se puede hacer política porque hace falta algo anterior, algo previo: saber a qué atenerse, tener un sistema de ideas coherentes, justificadas, abarcadoras. Es lo único que puede substituir las creencias en crisis, lo que permite restablecer las creencias. Esto es lo que no puede hacer más que la filosofía. Y aquí llegamos al punto al que quería llegar.

La filosofía precisamente es aquella forma de pensamiento que tiene un carácter universal y radical. Consiste en hacerse preguntas radicales, no secundarias, no parciales, sobre la realidad. Y de ahí viene la exigencia de sistema: no hay más pensamiento sistemático que el filosófico. En el siglo XIX se creía que la filosofía tenía y debía tener una estructura sistemática – es lo que buscaron y realizaron, a su manera, los grandes filósofos del idealismo alemán...

No diríamos esto ahora. No se trata de la estructura intelectual, de la estructura teórica de la filosofía. No se trata de que sea conveniente, o valioso o hermoso el sistema. ¡No! Se trata de algo mucho más elemental: la vida humana es sistemática. La vida humana es sistema, es coherencia, es un conjunto, es necesidad de saber a qué atenerse respecto a toda la realidad; respecto a las cuestiones de la vida, no a las cuestiones primarias, inmediatas, de cada momento, sino sobre su sentido general, sobre la totalidad del horizonte. Yo me proyecto para hacer lo que voy a hacer ahora mismo o dentro de una hora o mañana... ¡sí! Pero, al mismo tiempo, tengo un proyecto que comprende mi vida entera y más allá de mi vida, porque tengo que plantearme qué va a ser después... después de mi muerte que aparece a mí en el horizonte, que no está ahí pero está allá. La estructura sistemática de la vida humana y, por tanto, de la realidad, es lo que nos obliga precisamente a hacer un pensamiento sistemático. Y ese pensamiento sistemático es la filosofía – la filosofía cuando es propiamente filosofía... pero si ustedes consideran la situación de la filosofía en muchas épocas, entre ellas la nuestra, verán ustedes cómo, en gran medida, está consistiendo en una renuncia al sistematismo. Por ejemplo: la enseñanza de la filosofía, la transmisión de la filosofía. Lo que los estudiantes reciben, qué es lo que los puede llevar a la filosofía, despertar su vocación filosófica, es, en general, una serie de puntos aislados, de puntos fragmentarios, cuestiones particulares, aisladas que no tienen que ver nada unas con otras. Se estudia el pensamiento de tal o cual filósofo, aparte de su situación, de su puesto en la historia, sin saber de dónde viene, ni adónde va, sin saber por qué piensa lo que piensa y por qué no se puede seguir pensando eso mismo, y por qué se ha seguido adelante con eso que llamo yo sistema de alteridad de las filosofías, con lo cual, evidentemente, no se entiende nada. No se entiende nada, pero sobre todo se pierde el carácter filosófico. Una cuestión nominalmente filosófica, o una filosofía, o una doctrina filosófica, tomada en su aislamiento deja de ser filosofía, ni más, ni menos. No es filosofía, es el precipitado, inerte, de lo que fue, de lo que pudo ser, filosofía. El que lee un libro filosófico, si no lo lee repensándolo, reinventándolo, poniéndose en actitud del que lo ha escrito y que por tanto lo ha pensado, no lo lee filosóficamente y no lo entiende, y permanece ajeno a él. Todo lector auténtico de un libro de filosofía funciona como filósofo, aunque no sea un filósofo original y creador.

Vean ustedes cómo hay infinitas exigencias. La única manera de superar un estado de crisis profunda de creencias, de falta de vigencia de las creencias y, por consiguiente, de desorientación, es llegar a un pensamiento racional, sistemático, rigurosamente filosófico.

Y aquí se encuentran ustedes con el enunciado de esa conferencia: la filosofía como restablecimiento de las creencias. Partiendo de una filosofía, responsable, justificable, que exhibe sus títulos, que muestra su evidencia, que tiene el mecanismo de la prueba –esencial a la filosofía– y que se plantea las cuestiones radicales, las cuestiones que afectan al conjunto de la realidad de la vida humana como tal, sólo así se puede restablecer la inteligibilidad del mundo, de la vida; puede hacer posible una nueva orientación.

No es que los hombres vengan a ser filósofos – Dios nos libre... Lo que hace falta es que haya algunos filósofos... –pocos, bastan pocos, siempre he dicho que han sido cuatro gatos metidos en un rincón sin ninguna importancia social, por eso cuando veo congresos en que hay doscientos, trescientos filósofos... Algunos filósofos, pero que sean filósofos, que hagan verdaderamente filosofía y no otra cosa, que se hagan rigurosamente las preguntas radicales... ¡Las preguntas! Las respuestas son secundarias. Que lleven los demás hombres que no son filósofos ni tienen por qué serlo a hacerse unas preguntas, a recobrar la confianza en la razón, a restablecer ese sistema de conexiones en que consiste la realidad. Es decir, si hay filosofía -sin importancia, sin ninguna fuerza social, diríamos- , podrá haber nuevamente creencias. Creencias que alcanzarán solidez, vigencia, que irán recomponiendo el mundo.

Yo creo que las crisis de creencias son las verdaderas crisis: los acontecimientos pueden ser tremendos, pueden ser devastadores -las revoluciones, las guerras dejan al mundo tal vez en la situación lamentable de empobrecimiento... no son tan graves: es mucho más grave la desorientación, cuando el hombre no sabe lo que hacer, no sabe qué pensar, no sabe a qué atenerse, cuando se interrumpe o se quebranta su sistema de estimación. Estas son las crisis profundas, las que engendran las decadencias, de las cuales es tan difícil salir porque significan un descenso de lo humano, un descenso de la calidad humana y, por tanto, no hay quien salga de ellas...
Yo siempre he creído que la realidad psicofísica del hombre es más o menos invariable – ustedes tomen una época de decadencia y los niños que nacen en ese tiempo son iguales a los que nacían antes o después, y si se hubieran hecho análisis psicofísicos como se hacen ahora hubieran visto que eran iguales. Era la sociedad que era distinta, era tal vez el fraccionamiento o el aislamiento de las partes; era el predominio de ideas que pueden ser falsas, injustificadas, que pueden engendrar fanatismos que significan un estrechamiento de la mente, un cesar de plantearse esas cuestiones, de estar abierto a la realidad, a la verdad.

Es la pérdida de la verdad, por tanto, la pérdida de en qué consiste la realidad. No se puede superar esa situación, más que volviendo precisamente al pensamiento riguroso y su forma radical es filosófica, es la filosofía. De las épocas en que se está, sí, se puede salir con filosofía, con la única condición de que la haya, de que haya unos cuantos hombres –o mujeres claro– dedicados a preguntar, con rigor, con veracidad y, la segunda parte, a mostrar el resultado de eso que han hecho a los demás para que puedan reconstruir su mundo personal, su manera de atenerse, su modo de proyectar y, por tanto, construir un mundo que sea humano, un mundo vividero.



El Hombre Como Sujeto de la Experiencia Moral
“¿Qué es el objeto de una acción moral?”, o “¿cuál es el criterio de la moralidad: la naturaleza o la razón?“ Reflexiones sobre contenidos centrales de la Veritatis splendor.
 
El Hombre Como Sujeto de la Experiencia Moral
El Hombre Como Sujeto de la Experiencia Moral


Sumario

1. La subjetividad moral y la pregunta acerca de su verdad .-
2. La doctrina aristotélica de la virtud y el gobierno de la razón.-
3. La pregunta relativa a los principios de la razón práctica.-
4. La “luz de la razón natural” y su función normativa.-
5. La ‘lex naturalis’ como obra de la razón práctica y la subjetividad originaria de lo moral.-
6. La prioridad de la autoexperiencia de la razón práctica y las relaciones entre ética y metafísica.-
7. La potenciación de la razón, por la teología de la creación, como autonomía cognitiva y “teonomía participada”.- Conclusiones: la autoridad última de la razón y su “salvación” por la fe.


El primado antropológico y cognitivo de la razón y la verdad de la subjetividad.


1. La subjetividad moral y la pregunta acerca de su verdad

Da buena muestra de la amplitud de miras y del arrojo de los organizadores de un congreso de teología moral que hayan elegido a un filósofo para abrir la serie de ponencias. Pues los filósofos hablan de cosas que no suelen interesar mucho a los teólogos, y menos a los obispos. Se preguntan, por ejemplo, “¿qué es el objeto de una acción moral?”, o “¿cuál es el criterio de la moralidad: la naturaleza o la razón?“; hablan de la fundamentación de las normas, de teoría de la acción y de la cuestión de si la prudencia depende de las virtudes morales o más bien éstas de aquélla; discuten acerca de si el “iudicium conscientiae“ es lo mismo que el “iudicium electionis“, de qué es exactamente la “intención” y de si la razón práctica y la razón teórica tienen o no cada una un punto de partida independiente de la otra. En esas discusiones los teólogos echan de menos una dimensión más profunda, que no es otra que precisamente la teológica, así como la relevancia pastoral. Lo que según ellos debería ocupar el centro de la atención es algo totalmente distinto: la fundamentación cristológica de la moral, por ejemplo, la doctrina de la gracia, la fundamentación bíblica de las normas morales o las relaciones entre pecado, conversión y seguimiento de Cristo, o entre la libertad y aquella verdad que es Cristo mismo, el Verbo de Dios encarnado.

Por esta razón a muchos teólogos las partes de la Veritatis splendor que más les gustan son su bello capítulo cristológico, el primero de la Encíclica, y el tercero, netamente pastoral, y por lo general dejan a un lado el segundo capítulo, que es de naturaleza más bien ético-filosófica. Les parece un molesto cuerpo extraño.

Una rápida mirada al programa del Congreso muestra que sus organizadores no han sucumbido ni en lo más mínimo a ese peligro. Gran parte de los oradores son filósofos. También resulta evidente que los teólogos que tomarán la palabra en este Congreso no le tienen ningún miedo al segundo capítulo de la Veritatis splendor. Me congratulo que así sea, ya que muestra en qué gran medida la teología moral actual ha cobrado conciencia de la necesidad de ahondar en la fundamentación filosófica y de recurrir a modos de argumentación racional. Fomentar precisamente esto era sin duda uno de los más importantes propósitos de la encíclica cuyo décimo aniversario vamos a conmemorar en este Congreso.

En mis reflexiones me voy a limitar a un tema que no se trata explícitamente como tal en la Encíclica, pero que sin embargo la atraviesa a modo de hilo conductor: “el hombre como sujeto de la experiencia moral”. Lo hago, en primer lugar, porque este tema me ha sido propuesto por los organizadores. En segundo lugar, también porque estoy convencido de que uno de los contenidos centrales de la Veritatis splendor es el descubrimiento –o el redescubrimiento– de la persona como sujeto moral, y por tanto de la “subjetividad de lo moral”.

Puede que en vista del propósito de la Encíclica de defender precisamente la objetividad de las normas morales esto que acabo de decir resulte sorprendente. Pero todo depende de qué se entienda por “subjetividad”. Para aclarar este punto me he decidido a añadir a mis reflexiones este subtítulo: “El primado antropológico y cognitivo de la razón y la verdad de la subjetividad”.

A lo que me refiero es a la subjetividad de un hombre al que definimos clásicamente como animal rationale. No se trata de la subjetividad de una voluntad autónoma en sentido kantiano, que trata de afirmar su libertad frente a las inclinaciones y pulsiones y que por ello no se somete a las representaciones del bien surgidas de sus inclinaciones, sino exclusivamente al deber de imperativos racionales categóricos y elevados por encima de toda inclinación. Me refiero, más bien, a la subjetividad de un ser vivo que se distingue por poseer entendimiento y razón, cuyo objeto, en cuanto razón práctica, no es otro que la verdad de la realización del propio ser: de un ser tal y como se muestra por naturaleza en inclinaciones y pulsiones, pero también en una razón inserta en esas inclinaciones y pulsiones, que las regula y ordena y para la cual, así pues, es fundamento del obrar y principio moral no el “deber” elevado por encima de todo bien vinculado a la inclinación, sino precisamente el bien condicionado por la inclinación, pero tal y como comparece ante la razón. “Subjetividad de lo moral” significa entonces lo mismo que “racionalidad de lo moral”, y hace referencia concretamente a una especie de racionalidad que a su vez consiste en la objetividad de “lo bueno para el hombre”, en aquella objetividad que no es sino “la verdad de la subjetividad”.

2. La doctrina aristotélica de la virtud y el gobierno de la razón

La categoría de “verdad de la subjetividad” se remonta a Aristóteles, quien no sólo introdujo en la ética la subjetividad de lo moral de una forma que aún no ha sido superada, sino que incluso, en la Ética a Nicómaco, parte de ella desde la primera línea. Para Aristóteles el hombre que actúa es básicamente un ser que tiende al bien en todas sus formas posibles, de modo que cabe designar el bien precisamente como aquello a lo que todas las cosas tienden. El concepto mismo de bien en cuanto bien práctico es el concepto de lo que es objeto de una tendencia. Por ello, la tendencia humana y el obrar causado por ésta –praxis– están expuestos al engaño. Los juicios prácticos se hallan necesariamente condicionados por nuestros afectos y emociones, y esto significa que el bien que podemos querer y hacer será siempre y sólo aquél que nos parezca un bien. Así, el bien práctico es esencialmente un phainómenon agathón (EN III, 4). La “aparición” del bien nos puede engañar, pues no siempre lo que nos parece ser un bien es bueno en realidad. El hombre puede ser engañado por los sentidos, por el placer y también por algo que San Agustín fue el primero en subrayar en toda su profundidad: el torcimiento, la curvatio de la voluntad misma.

De la experiencia de la posible discrepancia entre lo que parece bueno y lo que no sólo lo parece, sino que además lo es en realidad, se deriva el programa no sólo de la autoilustración ética sobre “lo bueno para el hombre” en el campo de la praxis, sino también para la realización de ese bien en la praxis del sujeto: es necesario aclarar la cuestión de bajo qué condiciones lo que nos parece bueno es en realidad verdaderamente bueno, o, a la inversa, bajo qué condiciones lo verdaderamente bueno nos parece bueno también subjetivamente, de manera que tendamos realmente a lo que es recto y lo hagamos.

La respuesta aristotélica a esa pregunta reza así: eso sucede bajo la condición de que la razón (logos) o el intelecto (nous) gobiernen en nosotros, de que así pues actuemos conforme a la razón, pues –según se dice en el De Anima– “el intelecto siempre es recto, sólo la tendencia y la imaginación (sensible) pueden no serlo” (DA III, 10, 433a 27-28). La tesis originalmente platónica del primado antropológico del intelecto y del logos, que también incluye la tesis de su primado cognitivo, descansa en la convicción de que el intelecto, el entendimiento, la razón –una especie de “Dios en nosotros”– tienen lo verdadero como objeto por naturaleza, y por ello infaliblemente; designan aquella “parte” del ser del hombre que nos caracteriza específicamente como hombres. Esto, al menos en Aristóteles, no está entendido de un modo dualista, sino en el sentido de que sólo a la “parte racional del alma”, en su calidad de “parte superior del alma”, corresponde dirigir nuestra mirada interior a la realidad en su verdad auténtica, y ello concretamente porque y en la medida en que se trata de una mirada del intelecto y de la razón. Pues la estructura esencial y la verdad más íntimas de toda “realidad” son inteligibles, y por tanto objeto natural del intelecto.

Así pues, el intelecto aparece aquí –para emplear la metáfora que tan decisiva llegará a ser precisamente en el neoplatonismo y en el aristotelismo tomista– como una luz que, por así decir, hace visibles los colores y contornos de la realidad, y por tanto a ésta misma en su más íntima esencia: al igual que por su naturaleza propia la luz ilumina y hace visible y no puede ofuscarse, desviarse u oscurecerse por sí misma, sino a lo sumo por obra de una cosa distinta de ella, así también el intelecto es como tal aquella luz que nos hace posible mirar a la verdad, y en sentido práctico mirar a “lo bueno para el hombre”. Por sí misma la luz del entendimiento no puede sino iluminar, hacer visible lo inteligible, pero puede ser ofuscada, desviada u oscurecida por el desorden de los sentidos, por las emociones y por las pasiones, por el engaño del falso placer, por el descarrío y torcimiento de la voluntad.

Con ello queda fijado el programa ético: una vez está claro que “lo en verdad bueno para el hombre” nos parece bueno cuando y sólo cuando nuestra percepción del bien está guiada por la razón y por tanto se halla bajo el gobierno del intelecto, se deriva de ello la siguiente pregunta: ¿bajo qué condiciones queremos, tendemos y actuamos racionalmente? La respuesta platónica, dualista, a esta pregunta reza así: cuando hemos conocido el bien con nuestro entendimiento. Quien actúa mal, lo hace por ignorancia. El virtuoso es alguien que sabe, y la falta de virtud es falta de saber, de un saber de naturaleza epistémica: falta de intuición de la esencia del bien, un déficit de theôria. Esta carencia llega a darse porque el entendimiento ve impedido su libre despliegue por la índole corporal del hombre. En consecuencia, como se dice en el Fedón (63e-69e), lo mejor para el que ama la verdad es la muerte, esto es, despedirse del cuerpo: sólo entonces es posible la contemplación imperturbada de la verdad.

Aristóteles no rechaza de plano esa respuesta, pero la transforma en un punto decisivo. También él es de la opinión de que quien no sabe del bien no puede actuar bien. Pero añade que es perfectamente posible saber del bien y sin embargo hacer el mal, puesto que existe otro tipo de ignorancia: la ignorancia que nos afecta en el instante de la elección de una acción porque nuestras tendencias e inclinaciones ofuscan el juicio de la razón y la arrastran tras de sí. Es posible tener buenos principios –por ejemplo saber que uno no se debe acostar con la mujer del vecino– y sin embargo, vencido por la emoción y la pasión, juzgar aquí y ahora que eso es bueno, y hacerlo. Quien actúa así, dice Aristóteles, está actuando realmente por ignorancia, pero no por ignorancia en el plano de los principios generales, sino en el plano del juicio de acción concreto relativo a lo que “aquí y ahora” tenemos por bueno, toda vez que ese juicio, que es el que decide qué haremos u omitiremos en cada caso, está sujeto a ataduras emocionales. La virtud es “recto saber” en este plano, pero en este plano el recto saber presupone precisamente el recto orden de las emociones.

Por ello, la excelencia o perfección moral –la ethikê aretê–, la virtud, no es mero saber de naturaleza epistémica, sino una cierta armonía entre las emociones y la razón. De esta manera se asegura la eficacia del saber moral general para el actuar concreto y queda evitado el error en la elección. Dado que el moralmente excelente siente placer y displacer del modo recto y por lo tanto no se ve engañado por ellos –dice Aris­tóteles– “juzga bien todas las cosas y en todas ellas se le muestra la verdad”. Precisamente por ello, porque “ve la verdad en todas las cosas”, llega a ser para él mismo “el canon y la medida” de lo verdaderamente bueno (EN III, 6, 1113a 29-34).

Así pues, el problema ético queda solucionado cuando las pasiones, pulsiones, inclinaciones y emociones, en lugar de ser un obstáculo para la razón, le prestan apoyo e incluso gracias a su buena índole –templanza, fortaleza– le señalan el camino. El programa aristotélico no es el desprendimiento platónico de la corporalidad, los sentidos y las pulsiones, sino “tender conforme a la razón” y “juzgar en concordancia con el recto tender”.

Por ello la ética aristotélica es esencialmente una ética de la virtud. Entiende la moralidad no como seguimiento de reglas con la finalidad de producir un mundo mejor, sino como un programa de mejora no sólo de la propia praxis, sino del propio ser. La moralidad se plantea siempre y esencialmente la pregunta de en qué tipo de hombre se convierte uno cuando hace esto o esto otro, y si esto o aquello conduce a la consumación a la que damos el nombre de felicidad. Pero es esencialmente una ética racional de la virtud, que sabe vincular a condiciones cognitivas del ser bueno el ser bueno del hombre y de su actuar y mide las posibilidades del ser feliz conforme a criterios de racionalidad. Sin embargo, precisamente aquí piensa la “subjetividad de lo moral” con toda radicalidad: la razón práctica está inserta en la tendencia originaria del sujeto al bien, es siempre y en cada caso “mi razón”, y no sencillamente interiorización de reglas procedentes de una naturaleza experimentada como un objeto situado frente al sujeto. A lo sumo, sólo puede ser fundamento de la moralidad una naturaleza que comparezca en la autoexperiencia del sujeto como práctica, a saber, como razón práctica que capte lo “racional por naturaleza”, esto es, los fines de las distintas virtudes.

3. La pregunta relativa a los principios de la razón práctica

Es sabido que la ética aristotélica incurre aquí en una argumentación circular, ya que para el Estagirita la virtud moral depende de la racionalidad práctica, mientras que al mismo tiempo la racionalidad práctica presupone la posesión de la virtud. Es el fin el que hace correcta la razón de los medios, y ese fin viene dado por la virtud, pero a su vez la virtud, para ser virtud moral, necesita precisamente de aquella razón a la que ella sin embargo tiene que proporcionar los fines. Ahora bien, este círculo no es una inconsistencia lógica de la ética aristotélica, sino que, muy al contrario, se trata de una de sus tesis esenciales y es parte integrante de su verdad.

Y es que el círculo aristotélico describe con toda precisión la dimensión práctica de la condición humana y es expresión adecuada de la subjetividad de lo moral. En sentido propio solamente se puede hacer el bien y ser bueno en la medida en que se tenga conocimiento del bien. Sin este tipo de subjetividad no hay moral alguna. Por mucho que se hable de “las exigencias objetivas de la moral” y de “normas morales objetivas”, sin conocimiento del ser bueno de lo que hay que hacer no existe ninguna posibilidad de llegar a ser una buena persona haciendo el bien ni, por tanto, de acertar con el sentido de la moralidad (cfr. también VS 35, 4).

Pero, por otra parte, el fin, y por tanto también el bien, se le manifiesta a cada uno conforme a su propia índole subjetivo-afectiva: al virtuoso le parece buena y deseable la virtud, y al malo el vicio. La subjetividad última de lo moral se convierte así, al mismo tiempo, en el más radical peligro que corre.

Precisamente por ello este círculo nos conduce a una pregunta decisiva, a la pregunta relativa a los principios de la razón práctica y del conocimiento moral: ¿es posible, sin poseer la virtud, tener un concepto de “lo bueno para el hombre” y así pues captar el bien humano en el sentido de principios o “normas” morales? Aristóteles no elaboró más que los rudimentos de esa teoría ética de los principios. Consiste esa teoría, por un lado, en la referencia a las opiniones acerca del bien albergadas por los mejores y los más sabios y en el ejemplo personal que nos dan, por ejemplo en el contexto de la polis ática en la figura de Pericles, y por otra parte encontramos esa respuesta en los libros sobre política a los que remiten expresamente los últimos apartados de la Ética a Nicómaco: la polis bien ordenada y sus leyes sustituyen la falta de virtud y conocimiento de quien prefiere dar seguimiento a las pasiones antes que a la razón, y en último término le instan a hacer el bien mediante la coacción de las leyes y de las penas que éstas comportan.

En Aristóteles no encontramos mucho más a este respecto. La “subjetividad de lo moral” aristotélica llega en este punto a sus límites. La causa es muy sencilla: Aristóteles piensa que en el vicioso ha quedado destruido el principio mismo de toda moralidad, y que por ello es incapaz de conversión. Una persona cuyas pasiones hayan corrompido “lo mejor que hay en ella”, la razón, sólo puede ser instada a hacer el bien mediante la coacción externa. El virtuoso llega a ser, así, un caso excepcional, perteneciente a una élite, mientras que para los muchos, para la masa, la polis como un todo y sus leyes ocupan el lugar de la razón, la cual, como universal, solamente existe en esa forma. La ética se convierte en una ética de la polis. El poder de la verdad de la razón, que al principio parecía universal, se disuelve así en la particularidad de un ethos concreto.

La verdad de la ética aristotélica y la herencia platónica en ella asimilada no llegan a su pleno despliegue hasta su inserción en el contexto de la metafísica de la creación de impronta cristiana. Es la Revelación judeo-cristiana la que provoca la eclosión de los presupuestos categoriales en virtud de los cuales puede alcanzar toda su vigencia la doctrina platónico-aristotélica del poder de la verdad del intelecto, que ve en éste “lo mejor que hay en nosotros”.

Con ello se salva, al mismo tiempo que la subjetividad de lo moral, la universalidad de lo moral y la razón que subyace a esa universalidad. De esa manera es posible superar el mencionado círculo y cae por tierra la premisa esencial de la ética aristotélica de la polis que ponía en peligro la universal subjetividad de lo moral, a saber, la premisa de que sólo el virtuoso posee conocimiento moral, mientras que el vicioso no se puede convertir y únicamente cabe obligarle a hacer el bien mediante la coacción de leyes externas. Tiene lugar, así pues, una cierta “democratización de la virtud”.

A través del neoplatonismo judío el pensamiento de inspiración bíblica y cristiana descubre otra ley diferente: la ley que llevamos en nuestro corazón y que por eso recibe el nombre de “ley de la naturaleza”. No sólo la doctrina de que Cristo es el “logos” divino eterno e increado, sino también la de que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios conducen a una modificación de la doctrina estoica de la lex aeterna como ley del cosmos a través de la cual el hombre realiza su libertad cuando se somete a ella tras conocer su necesidad.

Los primeros teólogos cristianos –los Padres de la Iglesia– se separaron radicalmente de ese modo de ver las cosas, a pesar de toda la influencia estoica que recibieron. Pues para ellos, cristianos como son, la imagen y semejanza de Dios no se encuentra en el cosmos, y la ley eterna no es un logos que está presente por doquier en el cosmos y lo gobierna; la imagen y semejanza de Dios en este mundo es exclusivamente el alma humana, que de esa manera queda sustraída al orden del cosmos. Por ello, la ley eterna de Dios por la que todo está ordenado no es un logos de la naturaleza y la participación en ella no es la oikoiesis estoica, la asimilación racional del orden de la naturaleza, una especie de “aclimatación” a ésta y sometimiento a sus necesidades. La ley eterna que subyace a toda naturaleza es más bien, en primer lugar, la sabiduría del creador divino, que precisamente trasciende toda naturaleza. El hombre no participa en esa sabiduría sencillamente porque sea “naturaleza”, sino a través de su propia razón, la cual no es otra cosa que participación en la luz divina de la sabiduría del Creador. Por ello el cristiano Ambrosio de Milán escribe en el siglo IV –en último término de modo nada estoico– que la ley natural es la “voz de Dios” inscrita en nuestro corazón a través de la cual “id quod malum est naturaliter intellegimus esse vitandum et id quod bonum est naturaliter nobis intellegimus esse praceptum”: la voz “mediante la cual de modo natural conocemos el mal que debemos evitar y de modo natural conocemos el bien que nos está mandado hacer” (De Paradiso, 8, 39).

Así pues, mientras que por ejemplo Cicerón, de modo plenamente estoico, designa la lex naturalis como “ratio summa, insita in natura” (De Legibus I, 6, 18), o como “recta ratio naturae congruens” (De Republica, III, 22, 33) que nosotros “extraemos de la naturaleza” (Pro Milone IV, 10), para San Ambrosio es un tipo de conocimiento natural: no, como sucede en Cicerón, “voz de la naturaleza”, sino más bien “voz de Dios” en nosotros que se nos manifiesta precisamente mediante el conocimiento natural de la razón.

Así pues, el tema platónico-aristotélico del nous y del logos como el “Dios en nosotros” y “la parte rectora del alma” regresa aquí habiendo adoptado una figura cristiana y con la correspondiente potenciación. El intelecto regresa como la fundamental capacidad del hombre de regirse por “lo bueno para el hombre”, concretamente a través de una racionalidad que está garantizada, ya antes de que se posean las virtudes morales, por una “luz de la razón” que es propia de la naturaleza humana en cuanto naturaleza, que por tanto no se puede perder y está siempre presente, y mediante la cual la “subjetividad de lo moral” queda confirmada de modo nuevo y hasta ahora aún no superado. Por ello, para Tomás de Aquino la “ley de la naturaleza” no es una ley del cosmos, sino que, como se dice en el prólogo de su comentario al Decálogo, la ley de la naturaleza “no es otra cosa que la luz del entendimiento infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella sabemos qué se debe hacer y qué se debe evitar. Esta luz y esta ley nos han sido dadas por Dios al crearnos” (In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta, Prologus).

Casi mil años después de San Ambrosio seguimos encontrando en Santo Tomás esta perspectiva específicamente cristiana de la época de los Padres. Sólo siglos más tarde, bajo la impresión de la ciencia natural moderna y de las “leyes naturales” por ella descubiertas –las leyes de Kepler sobre el movimiento de los planetas, las leyes del movimiento de Newton, las leyes de la caída de los graves de Galileo, etc.– se empezará a hablar en el campo de la ética de una “ley natural” en el sentido de una “legalidad” inherente a la naturaleza y, por tanto, recayendo en la perspectiva estoica, se irá reduciendo paulatinamente lo racional a lo natural y se volverá a concebir la ley natural en el campo de la moral más bien en sentido estoico, es decir, como una especie de “normatividad de lo natural”.

La versión tomasiana de la doctrina de la lex naturalis, enmarcada como está en la tradición aristotélica y en la metafísica de la creación, no es otra cosa que la teoría ética de los principios de la razón práctica que falta en Aristóteles. La lex naturalis misma es, así pues, la capacidad propia de todo hombre de hacer real la “verdad de la subjetividad” y, por tanto, de hacer real la subjetividad de lo moral. Da buena prueba de lo que antes he denominado “democratización de la virtud”.

4. La “luz de la razón natural” y su función normativa

La caracterización que Santo Tomás hace de la ley natural como “la luz del entendimiento infundida en nosotros por Dios”, mediante la cual “sabemos qué se debe hacer y qué se debe evitar” y es una luz y una ley que “Dios nos dio al crearnos”, se aduce en dos ocasiones en la encíclica Veritatis splendor (números 12 y 40). Por ello, cabe considerar esa cita como uno de los leitmotive de la Encíclica. También encontramos en la VS la formulación de León XIII, ausente durante largo tiempo en los textos magisteriales –probablemente por influencia de ciertas corrientes del neotomismo–, de que la ley natural, a través de la cual habla la autoridad del legislador divino, está “inscrita y cincelada en el corazón de cada hombre (…), dado que no es otra cosa que la razón humana misma en la medida en que nos manda hacer el bien y nos prohíbe pecar” (encíclica Libertas praestantissimum, 1888).

Para no entender mal esta doctrina enteramente tomasiana de la ley natural como praescriptio rationis y no perder de vista su función esencialmente cognitiva hemos de leerla sobre su trasfondo platónico-aristotélico. La estaríamos entendiendo erróneamente tan pronto considerásemos la razón sólo como órgano de conocimiento de una “naturaleza” situada frente a la razón en calidad de objeto y de una norma, cognoscible por la razón teórica, que por así decir se pudiese leer en la naturaleza. Ese sería un error, ya que el intelecto, la razón, no son órgano de conocimiento de la norma moral, sino que ellos mismos son la norma moral, y, por cierto, lo son porque y sólo porque ellos son asimismo naturaleza: “naturaleza” del hombre, parte de su ser, y precisamente, dicho al modo de Aristóteles, la “parte rectora del alma”, el “Dios en nosotros”. El intelecto nos abre la mirada a la verdad inteligible del bien, al cual, en cuanto seres humanos, tendemos desde el primer momento por naturaleza con unas pulsiones, inclinaciones y deseos a los que, sin embargo, dado que son mera naturaleza no guiada por la razón, su auténtico fin les queda oculto.

La razón –en cuanto despliegue discursivo del intelecto– es, así pues, regla y criterio de moralidad, y ello porque la naturaleza del hombre está informada por un alma esencialmente dotada de razón y que es sencillamente el principio esencial y vital del hombre. La constitución misma metafísico-antropológica del hombre fundamenta, así pues, la función naturalmente normativa de la razón. Precisamente porque en el hombre la “racionalidad” es “naturaleza”, el criterio de “lo bueno para el hombre” no es sencillamente la “naturaleza”, sino la “razón”. Ese bien es esencialmente un “bien de la razón”, un bonum rationis.

Así queda de manifiesto precisamente cuando Santo Tomás define la lex naturalis como “participación en la ley eterna” (I-II, 91, 2). Y es que esta definición se torna poco clara, ambigua e incluso ininteligible cuando no se la refiere a la doctrina platónico-aristotélica del primado antropológico y cognitivo del intelecto y la razón y a su “función de luz”. Esta definición no implica limitación alguna de la razón, sino, muy al contrario, la fundamentación y potenciación de su posición central, ya que –prescindiendo ahora de la Revelación– solamente conocemos la ley eterna de Dios gracias a nuestra razón, que “se deriva del espíritu divino como imagen y semejanza suya” (I-II, 19, 4 ad 3).

Justo por ello Santo Tomás ve en la pregunta contenida en el salmo 4, por él citado una y otra vez, “Muchos dicen: ¿quién nos mostrará el bien?”, y en la respuesta que da el salmista, “¡Señor, haz que tu rostro brille sobre nosotros!”, una confirmación bíblica de que “la luz de la razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo –tal es el fin de la ley natural– no es otra cosa que la luz divina impresa en nosotros” (I-II, 91, 2; citado en VS 42). Difícilmente se podría expresar con más claridad la integración de la doctrina platónico-aristotélica del primado antropológico y cognitivo del intelecto, de la “razón natural”, en la perspectiva de la teología cristiana de la creación.

La tesis tomasiana, que no admite compromiso alguno, de la razón como norma, regla, criterio de moralidad, que precisamente muchos tomistas atenúan y eluden una y otra vez cuando reconocen la razón solamente como órgano de conocimiento de la norma, pero no como norma ella misma, reaparece así pues en la VS en un lugar central. Con esa tesis no se está sosteniendo que la razón natural dé origen por sí misma al bien a partir de la nada, de modo por así decir “creador”. Antes bien, lo hace como razón de un ser vivo constituido en unidad corporal-espiritual. La razón“normativiza”, y por lo tanto necesita “algo” que normativizar. Normativiza la realidad que nosotros somos en cuanto seres que por naturaleza tendemos al bien, normativiza lo que Santo Tomás llama las “inclinaciones naturales” sobre las cuales nosotros no podemos disponer con libertad, toda vez que se trata de naturaleza que nosotros mismos somos, pero ellas mismas no son normas morales: antes bien, como subraya Santo Tomás, forman parte de la ley natural en la medida y sólo en la medida en que estén reguladas por la razón (I-II, 94, 2 ad 2).

Esas inclinaciones naturales no son sencillamente “material sin elaborar” y carente de forma o figura definida, sino una estructura ya poseedora de forma en virtud de su propia naturaleza, dotada de función inherente y referencia a determinados fines y sobre la cual la razón no puede disponer arbitrariamente sin malograrse a sí misma en cuanto razón de un ser natural constituido en unidad esencial corporal-espiritual. Ahora bien, por otra parte la ley natural no es sencillamente la inclinación natural, sino la inclinación natural ordenada conforme a las exigencias de la razón. Al igual que toda ley, también la ley natural es ordinatio rationis (I–II, 90, 4), es aliquid per rationem constitutum y un opus rationis (I-II, 94, 1), de modo que el orden moral establecido por ella en los actos de la voluntad es ordo rationis. Las dos cosas, inclinación dada por naturaleza y razón, se relacionan entre sí como la materia y la forma que se unen para constituir una unidad esencial. Con ello queda excluido todo dualismo antropológico.

Así, para aclarar con un ejemplo lo que estamos diciendo, la pulsión sexual dirigida al cuerpo de otra persona, y las vivencias afectivas a ello unidas, sólo en el horizonte de la razón se convierten en el bien humano del amor conyugal: un amor que sirve a la transmisión de la vida en entrega recíproca, en una benevolencia referida al conjunto de la persona –amistad– y en fidelidad indisoluble. Esto, el amor conyugal, es la verdad de la “sexualidad” humana, pero se trata de una verdad que sólo toma forma en el orden de la razón. Sólo en el orden de la razón recibe la “sexualidad” en cuanto naturaleza la configuración que la distingue como bien humano fundamental, y sólo en ese orden se entiende correctamente, en su figura personal y por tanto humana, la relación existente entre la sexualidad humana y el amor. Como mera naturaleza la sexualidad tiene que ver a lo sumo con la reproducción y la satisfacción placentera, y no con la amistad, el amor, la entrega o la fidelidad. Así pues, ningún mandato de la ley natural puede referirse a una sexualidad entendida meramente en ese sentido natural; semejante mandato no ofrecería orientación e indicación moral alguna al actuar humano.

5. La ‘lex naturalis’ como obra de la razón práctica y la subjetividad originaria de lo moral

Llegamos así a una primera consecuencia decisiva: porque la ley natural es una ordinatio rationis, y sólo por ello, la razón normativiza en cuanto razón práctica. ¿Qué es la razón práctica? En lo que respecta a la facultad, no es una razón distinta de la especulativa o teórica, sino solamente la ampliación de la única potencia intelectiva al campo del actuar (I, 79, 11).
Es la razón única del hombre, capaz de captar la verdad y la realidad, cuando se despliega en el contexto de la inclinación natural, antes que nada y fundamentalmente en el contexto de la tendencia al bien como tal que subyace a cualquier otra tendencia. Cuando Santo Tomás habla sobre el punto de partida del proceso de la razón práctica y del primer principio de la misma (I-II, 94, 2), cita –y no por casualidad– precisamente la frase con la que se abre la Ética a Nicómaco de Aristóteles: “El bien es aquello a que todas las cosas tienden” (EN 1, 1, 1094a 3).

El bien aparece originariamente en el contexto de la tendencia: de la inclinación, del desear y querer.

Únicamente en este contexto la razón se hace práctica y empuja a actuar. El hombre no sólo es un ser que capta la realidad teóricamente, epistémicamente, especulativamente y así se ve remitido a la ley fundamental del ser conforme a la cual lo que es no puede no ser a la vez en el mismo sentido, sino que el hombre es también, de suyo, un ser que tiende, que va en pos del bien. Y en ese punto empieza la actividad de la razón con un principio asimismo primero, no derivado de otro superior a él: “Hay que hacer el bien y evitar el mal” (I-II, 94, 2): se trata del primer principio de la lex naturalis, en el que se basan todos los ulteriores principios (o mandatos) prácticos conocidos de forma natural por la razón.

Los principios de la razón práctica tienen como objeto “lo bueno para el hombre” en su forma fundamental y universal, todavía no como acción ejecutable concretamente, sino como principio normativo del ser buena de toda acción concreta. Ese bien es por su esencia propia el bien tal y como es conocido y ordenado por la razón, es un bonum rationis. Se abre a la mirada del hombre de forma originaria en la autoexperiencia de la razón práctica.

La originalidad de la doctrina tomasiana de la lex naturalis reside en que está pensada consecuentemente desde el sujeto. Repitámoslo de nuevo: no es la ley cósmica estoica, tal que el hombre encuentra su libertad en el sometimiento a ella subsiguiente al conocimiento de su necesidad –como dirá todavía Hegel–, sino participación activa en la razón de la Providencia divina mediante la cual el hombre mismo llega a ser “providentia particeps, sibi ipsi et aliis providens“ (I-II, 91, 2). Sólo mediante la razón se hace visible qué es bueno para el hombre, y sólo mediante la razón la pulsión, la inclinación, la tendencia de todo tipo conducen a lo que llamamos “acción humana”: un obrar resultante de un querer, de un querer guiado por la razón. Por ello es la razón, como dice Santo Tomás, radix libertatis, “raíz de la libertad” (I-II, 17, 1 ad 2; De veritate 24, 2).

Que la lex naturalis tomasiana está pensada desde el sujeto se echa de ver también en que en Santo Tomás es al mismo tiempo el principio de la praxis como tal y el principio de la moralidad de esa praxis: a través de la ley natural el sujeto se constituye simultáneamente como sujeto práctico y como sujeto moral, pues esa ley es al mismo tiempo principio de acción y principio moral: mueve al sujeto a “hacer el bien y evitar el mal” y simultáneamente es norma de la moralidad de ese obrar. Los preceptos de la lex naturalis son, en cuanto principios de la razón práctica, precisamente los impulsos inteligibles que nos mueven a actuar, pero al mismo tiempo colocan a ese actuar desde el primer momento bajo la diferencia moral de “bueno” y “malo”, y por tanto le conceden su dimensión moral y personal.

Por ello, lo que la Veritatis splendor afirma en su nº 43 suena como un resumen de lo dicho hasta ahora: “…Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no "desde fuera", mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino "desde dentro", mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación”.

6. La prioridad de la autoexperiencia de la razón práctica y las relaciones entre ética y metafísica

Una interpretación neoescolástica que sigue estando muy difundida ve en la lex naturalis sobre todo una “ley de la naturaleza” en el sentido de una “legalidad natural”, de una legalidad, inherente a la “naturaleza” en cuanto “realidad objetiva” o situada frente al entendimiento humano en calidad de objeto, que se conoce primero y se sigue después como una especie de “código moral”. En ese caso, la razón práctica no sería sino la “aplicación” del bien conocido en la naturaleza mediante el uso teórico de la razón. Por eso –siempre según esta interpretación– la ética sería subordinada a la metafísica y a la antropología; serían estas últimas las que dan al conocimiento ético sus principios.

No es este el lugar para exponer las dificultades y contradicciones inherentes a esa concepción y para mostrar que difícilmente puede apoyarse en Santo Tomás. Me limito a decir lo siguiente:

(.....)

Por detrás del contenido moral de esta autoexperiencia podemos descubrir precisamente las exigencias de una “naturaleza” que busca la realización de las potencialidades en ella contenidas, y esa sería ya una argumentación genuinamente metafísica. Podemos seguir conjeturando que detrás de la “voz de la razón” que se hace manifiesta en nosotros se encuentra en lugar de un “super yo” la “voz de Dios”, o bien, como escribió León XIII, citado en la VS, “la voz e intérprete de una razón más alta a la que nuestro espíritu y nuestra libertad deben estar sometidos” (VS 44). Con ello habríamos vuelto de lleno a la línea de Santo Tomás de Aquino, quien con las ya citadas palabras de la Encíclica (VS 43), defiende la interpretación de que “…Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no "desde fuera", mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino "desde dentro", mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación”.

Con ello se hace manifiesto que cuando hemos captado al hombre como sujeto práctico y moral y lo hemos objetualizado precisamente como tal sujeto no podemos evitar en modo alguno haber recorrido ya una parte del camino de la metafísica y de la antropología. La tesis platónico-aristotélica del primado antropológico y cognitivo de la razón, la correspondiente comprensión de la razón práctica como origen de nuestro conocimiento de “lo bueno para el hombre” y el conocimiento, a ello vinculado, de la “subjetividad de lo moral”, son ya en sí mismos, así pues, un trozo de antropología.

Por ello sería difícil determinar con exactitud dónde termina la “ética” y dónde empieza la “metafísica”. Cada una de ellas posee una autonomía que le es propia, y al mismo tiempo depende de la otra. Lo que en todo caso resulta decisivo es que para conocer “lo bueno para el hombre”, y por tanto para ser sujetos morales, no necesitamos estudiar primero metafísica y antropología. Si así fuese, la lex naturalis no tendría función alguna. Su función, en cuanto ley u ordinatio de la razón práctica, es justo la de mostrarnos originariamente “lo bueno para el hombre” y orientar a ese bien nuestras tendencias y nuestro obrar, es decir, constituirnos como sujetos prácticos y morales.

Si para ello necesitásemos primero la metafísica, eso último no sería posible en modo alguno. No es necesario enseñar a los niños pequeños qué es la “justicia”: si a partir de cierta edad –precisamente a partir del momento en que tienen “uso de razón”– no lo supiesen ellos mismos, toda enseñanza acerca de que en un caso particular “esto” o “aquello” es justo o injusto no serviría de nada, puesto que les faltaría la noción de lo justo e injusto tal y como se desarrolla de modo natural en cuanto principio de la razón práctica, por ejemplo en la regla de oro. Los principios son precisamente principios, es decir, puntos de partida –archai– que además atraviesan y dominan cuanto les sigue. Si no se dispone ya de ellos, no es posible captarlos recibiendo enseñanzas o mediante el estudio, ya que ello presupondría el recurso a algo superior, así pues a algo que precedería al principio, lo cual, como es natural, no puede existir. Quien nunca haya experimentado la atracción sexual de otra persona o la amistad, tampoco podrá entender los bienes que ahí se encierran, al igual que un ciego de nacimiento nunca aprenderá qué es un color, o un sordomudo qué es la música.

Así pues, la educación, la enseñanza, presuponen ya la subjetividad de lo moral: se dirigen siempre a personas que se entienden como sujetos morales ya antes de toda enseñanza. Y esto mismo se puede aplicar también al hombre en cuanto destinatario de una enseñanza moral revelada. Solamente podrá entender la Revelación como enseñanza moral en la medida en que él sea ya sujeto moral.

7. La potenciación de la razón, por la teología de la creación, como autonomía cognitiva y “teonomía participada”

Consecuencia esencial de la recepción tomasiana de la doctrina platónico-aristotélica del primado antropológico y cognitivo del intelecto y de la razón es el concepto de una autoridad normativa de la razón y de la racionalidad potenciada por la teología de la creación, así como un concepto específico de autonomía como autonomía cognitiva. Precisamente esta es una de las perspectivas esenciales que la Veritatis splendor nos abre. Atraviesa como un hilo conductor el segundo capítulo de la Encíclica. Autonomía como autonomía cognitiva significa, desde el punto de vista de la teología de la creación, que el hombre conoce el bien que Dios ha dispuesto para él en la medida y sólo en la medida en que distinga el bien y el mal mediante su razón natural. Esta autonomía, así pues, es en verdad “teonomía participada”: es propia posesión cognitiva de aquello que en lo relativo al hombre está en correspondencia con la sabiduría de la Providencia divina. En la “ley natural”, así, se conoce la ley eterna y, por tanto, la voluntad divina. La ley eterna se manifiesta cognitivamente y despliega su vigencia precisamente en la razón humana cuando ésta distingue el bien y el mal.

Si prescindimos por un momento de la posibilidad de enseñanza moral revelada, no cabe negar que lo que acabamos de decir equivale a sostener que en cierto modo el hombre no pueda contar más que con sus propias fuerzas.

Precisamente por eso se pone de manifiesto de nuevo cómo Santo Tomás piensa con toda radicalidad la “subjetividad de lo moral”. Se trata, una vez más, de una subjetividad orientada por la racionalidad y cuya legitimidad, por tanto, está ligada a criterios de racionalidad. Pero se trata de una subjetividad que sabe que está ligada a una subjetividad superior, creadora, que no es otra que la de Dios.

Por ello, la racionalidad práctica se encuentra siempre bajo la exigencia de no fallar como racionalidad, sino de permanecer en la verdad. Aun cuando, como nos dice Aristóteles, el intelecto “siempre es recto”, el intelecto humano es el de un ser vivo constituido corporal-espiritualmente, afectado por pulsiones y pasiones y cuya voluntad puede rebelarse en uso de su libertad contra lo que se ajusta a la razón y “torcerse” hacia sí misma. Por ello, la subjetividad tiene que esforzarse por alcanzar aquella “objetividad” que al principio he llamado “verdad de la subjetividad”. Esa verdad, lo sabemos por Aristóteles, está garantizada cuando y sólo cuando las tendencias del hombre poseen la índole que llamamos “virtud moral”.

Por ello la ética del primado antropológico de la razón y de la autonomía de la razón se convierte en ética de la virtud. Santo Tomás así lo repite precisamente en el tratado de la ley: dado que el hombre es por naturaleza un ser racional, posee también la inclinación natural a actuar conforme a la razón, pero eso significa actuar conforme a la virtud, y justo a eso es a lo que nos insta la ley natural (I-II 94, 3). Ahora bien, en la Veritatis splendor no se habla mucho de las virtudes morales. La Encíclica no nos enseña que la “verdad de la subjetividad” se establece mediante la virtud moral; la pers­pectiva predominante en la Veritatis splendor es la de la “ley” y las “normas morales”: la orientación de la libertad humana se efectúa, según la Encíclica subraya una y otra vez, a través de la libre aceptación de la ley dada por Dios al hombre, en la que la autonomía del hombre encuentra su criterio.

Así formulado, eso sería solamente la mitad de lo que enseña la VS. La teología cristiana, dado su enraizamiento en la Revelación bíblica, está comprometida de forma obvia con la categoría de ley. Pero también la ley divina enmarcada en la tradición bíblica, y Dios como legislador, están entendidos solamente por analogía con la experiencia de la ley humana y de la legislación humana. Entender a Dios como “legislador” y el orden de su Providencia como “ley” es obviamente un antropomorfismo al que subyace la experiencia de ordenamientos humanos regulados mediante leyes, una experiencia que para el Dios de Israel se convierte en medio de enseñanza moral y testimonio de la Alianza comprensible para los hombres. También la expresión “ley natural” se debe entender en este sentido; en Santo Tomás se explica por el deseo de proporcionar a una doctrina de los principios de la razón práctica que en último término es de inspiración aristotélica un lugar en el marco de la teología cristiana, y, en conformidad con ello, formularla como “ley”, no como ley divina, sino precisamente como “ley de la naturaleza”.

Es importante ver esto, no sólo para no malinterpretar la expresión “ley natural”, sino también para comprender correctamente el concepto de autonomía. Ciertas corrientes de la teología moral postconciliar han entendido esa autonomía –a la que ellas llaman “autonomía teónoma”– de modo erróneamente antropomórfico, a saber, viendo en ella una especie de independencia,“delegación de competencias” o “concesión de poderes” por parte de Dios para establecer de normas de un modo creativo, modificable históricamente y que se debe ir revisando constantemente con arreglo a los conocimientos obtenidos por las ciencias humanas. La Veritatis splendor rechaza esa concepción, aunque no con el objeto de negarse a aceptar la autonomía humana, sino con el de interpretarla rectamente: la autonomía humana no es una especie de “competencia delegada”, sino, más bien, participación en la competencia propia de Dios, precisamente “participación en la ley eterna” misma, “teonomía participada”, y esto significa que la autonomía humana no es un “margen de libre discrecionalidad” para la creación de normas que el hombre posea frente a Dios. Antes bien, en la autonomía humana –en la autonomía cognitiva de la función de criterio o “rectora” de la razón– es precisamente donde se manifiesta la teonomía: la ley eterna, la ratio de la sabiduría divina con la que todo es dirigido hacia su fin.

Si vemos las cosas de este modo, la radical “subjetividad de lo moral” y el primado antropológico y cognitivo de la razón son restablecidos en la dimensión proporcionada por la teología de la creación. Se trata, con todo, del primado de una razón que no se sabe como origen de lo verdadero que conoce, y que por eso tiene que plantearse una y otra vez la pregunta relativa a su propia racionalidad. O, mejor dicho, el sujeto al que esta razón corresponde tiene que formularse una y otra vez esta pregunta, la vieja pregunta fundamental de la ética, de la que hemos partido, con Aristóteles, en nuestras reflexiones: si lo que nos parece bueno es en verdad bueno, si la comparecencia del bien hace que se manifieste también su verdad.

Como hemos visto, esto llevó a Aristóteles al concepto de virtud moral, a la que en su Ética Eudemia llama “órgano del intelecto” (tou nous organon) (EE VIII, 2 128a 29): la virtud es la índole del sujeto en el que la razón gobierna y es capaz de imponer sus exigencias, y ello no sólo a pesar de las inclinaciones de suyo no racionales, sino precisamente con su ayuda, puesto que están ordenadas conforme a la razón. La concepción tomasiana de la lex naturalis proporciona la teoría ética de los principios de la razón práctica que falta en Aristóteles, sin por ello destruir el modo aristotélico de entender la praxis, pues la praxis, a diferencia de la ciencia, no está dirigida a lo que es eternamente igual, sino a “lo que también puede ser de otra manera” (EN VI, 4 1140a 1), a lo contingente, condicionado por la situación y particular.

Se advierte inmediatamente que una ética de la ley de fundamentación bíblica, cuyos principios vienen dados por la ley divinamente revelada –la lex divina– y no por la razón del sujeto moral, no tiene por qué estar en contradicción con ello. Al contrario, una concepción de autonomía cognitiva participativa, tal y como la expone la VS siguiendo la doctrina transmitida por Tomás de Aquino del primado antropológico y cognitivo de la razón, más bien le presta apoyo. No en vano precisamente así la razón humana, en su calidad de imagen y semejanza de la divina, se convierte asimismo en ley, en “ley de la naturaleza”, y el hombre es entendido como un sujeto moral congruente con la ley divina. Y justamente esto protege a su vez, al mismo tiempo, a la ley divina de malas interpretaciones legalistas, moral-positivistas y nominalistas.

Así pues se hace manifiesto de nuevo que, al igual que toda instrucción y educación, también la Revelación divina de normas morales siempre se dirige a sujetos que ya están constituidos como sujetos morales. “No matarás” solamente se puede entender si las nociones de “bien”, “deber”, “justo” e “injusto” existen ya en el destinatario de ese mandamiento. La ley divina, también cuando enseña mandamientos contenidos en la ley natural, no podría ser entendida en modo alguno como indicación moral sin la previa presencia de la lex naturalis en el sujeto que es destinatario de esa Revelación.

Por ello, la Revelación moral no es un sustitutivo de la subjetividad de lo moral, sino que sólo cabe entenderla como ayuda y apoyo de esa subjetividad, como refuerzo de la “verdad de la subjetividad”. La Revelación moral se dirige a seres que son sujetos morales en virtud de la razón, pues de lo contrario no podría alcanzar su finalidad de proporcionar instrucción moral, sino que sería un mero instrumento del poder de lo superior sobre lo que por naturaleza le está subordinado.

8. Conclusiones: la autoridad última de la razón y su “salvación” por la fe

De ello se derivan dos importantes consecuencias, con las que me gustaría cerrar mis reflexiones. La primera es que la autonomía moral, entendida como autonomía cognitiva, no queda restringida por la Revelación, sino apoyada y potenciada. En cierto sentido, la Revelación y la fe son precisamente la “salvación de la razón” (Ratzinger). A la luz de la Revelación bíblica sabemos que el estado de la razón asediada por pulsiones y tendencias desordenadas es un estado de caída: por ello, Santo Tomás nos describe precisamente el estado original del primer hombre como un estado de plena posesión de las virtudes morales, en el que la razón poseía sin merma alguna la capacidad propia de su naturaleza para ordenar al hombre hacia el bien.

Precisamente porque a la razón le corresponde ese cometido, así pues precisamente a causa del primado antropológico y cognitivo de la razón, una Revelación dirigida a seres racionales no es una reducción de su autonomía, sino una potenciación de la misma.

La segunda consecuencia consiste en el hecho de que la subjetividad de lo moral sigue existiendo también bajo la ley divina. Sobre todo las relaciones entre libertad y verdad, uno de los principales temas de la Veritatis splendor, solamente pueden ser entendidas como mediadas por la racionalidad. Que sólo la verdad puede hacernos libres es muy cierto, pero sólo puede hacerlo como verdad conocida, es decir, en la subjetividad de su posesión cognitiva. Querer establecer unas relaciones entre libertad y verdad que pasen por alto o desprecien la subjetividad de lo moral y el primado antropológico y cognitivo de la razón significaría precisamente no establecer esas relaciones y en vez de libertad producir servidumbre, en vez de moralidad mera conformidad a reglas.

Santo Tomás expresa esto con una frase verdaderamente singular: “Quien evita el mal no porque es malo, sino porque está prohibido por Dios, no es libre, pero quien evita el mal porque es malo sí es libre” (Super Secundam Epistolam ad Corinthios. Lectura, III, lect. 3). Esto es la imagen especular de la concepción de Aristóteles según la cual sólo es virtuoso quien hace lo conforme a la virtud porque eso es virtuoso, y no porque otros así lo ordenan, al modo en que, por ejemplo, se sigue el consejo de un médico para recuperar la salud, lo cual se puede hacer con todo éxito también sin poseer el conocimiento ni las capacidades del médico (EN VI, 13 1143b 28.33). Es también plenamente congruente con la tesis asimismo defendida por Santo Tomás de que quien actúa en contra de su conciencia peca, aun cuando su conciencia esté equivocada: “una voluntad que no esté en armonía con la razón, sea ésta correcta o errónea, es siempre mala” (I-II, 19, 5, 5).

La autoridad de la razón es una realidad última, detrás de la cual no cabe ya ir. Esto significa para el hombre un derecho y una responsabilidad. Está condenado no sólo a la libertad, sino también a lo que constituye la raíz de ésta: la racionalidad, por más que no siempre seamos de la misma opinión acerca de lo racional. Pero esto no afecta tanto a los principios de la ley natural cuanto a su aplicación.

¿Es una ingenuidad, o sencillamente una exageración, afirmar que la razón nos muestra sin engaño alguno lo verdaderamente bueno? No, pues no queremos decir que al usar nuestra razón no podamos equivocarnos, sino que la razón –o, mejor, el entendimiento– no puede equivocarse, o que no puede hacerlo en la medida en quees razón.

El error es siempre, de algún modo, carencia de razón, ya sea a causa de un control afectivo erróneo, a consecuencia de la ignorancia o debido a un condicionamiento cultural o a prejuicios. Por ello Santo Tomás puede decir lapidariamente: “ratiocorrupta non est ratio”, al igual que una conclusión erróneano es una conclusión (In Sent.II, d. 24, 3, 3, ad 3). El objetivo de la autoilustración ética es siempre ayudar a que la razón llegue a manifestarse. La razón que de forma infalible nos hace acertar con lo verdaderamente bueno– orthos logos, recta ratio – es la razón del prudente (EN VI, 4 1140b 5), es decir, la razón a la que el desorden de las emociones no lleva al error.

En cambio, en el plano de los principios fundamentales, de los mandatos de la ley natural, existe entre los hombres un asombroso consenso: matar a un inocente, el adulterio, la mentira, el robo, la calumnia, la envidia y el odio a quienes nos rodean están considerados universalmente como malos. Lo verdaderamente interesante es que no podríamos entender esos conceptos morales sin la eficacia de la ley natural, por más que no siempre estemos de acuerdo acerca de su aplicación concreta. Es en el plano de la aplicación, y no en el de los principios, donde las disposiciones emocionales, los condicionamientos culturales y el nivel cognitivo del sujeto desempeñan un cometido decisivo y pueden llevar a la razón práctica a equivocarse.

Precisamente por ello es necesario el discurso ético, que siempre es un discurso de la razón en interés de la razón.

Tampoco la fe puede eximirnos de esta “coerción a la racionalidad”, pues no sustituye al entendimiento, sino que únicamente es su potenciación, y ella misma es un acto del intelecto humano. Con todo, es un acto que a su vez se halla sometido al poder de la voluntad movida por la gracia, que es el factor que le permite dar su asentimiento a la Revelación divina, por más que lo dé en cuanto intelecto humano (cfr. II-II, 2, 9). Su subjetividad no se ve destruida por ello, sino permitida y potenciada. A su vez esto se halla en la potenciación última de la subjetividad de lo moral, la lex nova, la cual consiste sobre todo en la gracia del Espíritu Santo que actúa interiormente y en virtud de la cual el hombre, ahora en el plano de lo sobrenatural, recibe la connaturalidad interior última con el bien no sólo en su forma abstracta y reflejada, sino en su forma concreta y originaria de la triple personalidad de Dios mismo. Así, la pregunta acerca del bien conduce de vuelta a la pregunta acerca del “bueno” que es el único creador de todo el bien: “interrogarse sobre el bien significa en último término dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad” (VS 9).

Pero aquí cedo la palabra a los teólogos.

Congreso Internacional de Teología Moral
Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM)
27, 28 y 29 de noviembre 2003
(Versión breve, leída en el congreso)
Traducido del alemán por José Carlos Mardomingo.


¿Hay que Seguir Siempre la Conciencia?
¿Qué es exactamente eso que llamamos conciencia? ¿Qué hace la conciencia? ¿Tiene siempre razón? ¿Debemos seguirla siempre? ¿Hay que respetar siempre la conciencia de los demás?
 
¿Hay que Seguir Siempre la Conciencia?
¿Hay que Seguir Siempre la Conciencia?
Con frecuencia hablamos de los distintos puntos de vista que entran en juego a la hora de llamar a una acción buena o mala, verdadera o falsa, lograda o fallada. Nos preguntamos por lo que en realidad deseamos, intentando comprender el bien como la realización de ese deseo. Hablamos de valores, de consecuencia de los actos y de justicia. No obstante, parece como si existiese una sencilla respuesta que haría inútiles todas las demás consideraciones; esa respuesta sería: la conciencia dice a cada uno lo que debe hacer.

La respuesta es correcta y, a la vez, conduce a error en su misma simplicidad. ¿Qué es exactamente eso que llamamos conciencia? ¿Qué hace la conciencia? ¿Tiene siempre razón? ¿Debemos seguirla siempre? ¿Hay que respetar siempre la conciencia de los demás?

Es claro que el significado de la palabra “conciencia” no resulta evidente de antemano. Se utiliza en contextos muy variados; hablamos así de personas concienzudas que se caracterizan por el exacto cumplimiento de sus deberes diarios; pero hablamos también de conciencia cuando uno se evade de esos deberes y se resiste a ellos. Denominamos conciencia a algo sagrado existente en todo hombre y que debe respetarse incondicionalmente; algo que es defendido también por la constitución, aunque condenemos a fuertes penas a los que actúan en conciencia. Unos tienen la conciencia por la voz de Dios en el hombre, otros como producto de la educación, como interiorización de las normas dominantes, originariamente exteriores. ¿Qué ocurre con la conciencia?

Hablar de conciencia es hablar de la dignidad del hombre, hablar de que no es un caso particular de algo general, ni el ejemplar de un género, sino que cada individuo como tal es ya una totalidad, es ya “lo universal”.

La ley natural según la cual una piedra cae de arriba abajo es, por así decirlo, exterior a la piedra misma, que no sabe nada de esa ley. Quienes la observamos consideramos su caída como ejemplo de una ley general. Tampoco el pájaro que hace un nido tiene la intención de realizar algo para la conservación de la especie, ni de tomar medidas para el bien de sus futuras crías. Un impulso interior, un instinto, le lleva a hacer algo cuyo sentido se le oculta. Esto se manifiesta en el hecho de que también cuando están encerrados, cuando los pájaros no esperan tener crías, comienzan a hacer su nido.

Los hombres, por el contrario, pueden saber la razón de lo que hacen. Actúan expresamente y en libertad con respecto al sentido de su acción. Si tengo ganas de hacer algo cuyas consecuencias dañan a un tercero, entonces puedo plantearme esas consecuencias y preguntarme si es justo obrar así y si puedo responder de ese acto. Podemos ser independientes de nuestros momentáneos y objetivos intereses y tener presente la jerarquía objetiva de valores relevantes para nuestros actos. Y no sólo teóricamente y de manera que esa idea siga siendo totalmente exterior a nosotros, sin cambiar en absoluto nuestras motivaciones, de modo que digamos: “Ciertamente es injusto actuar así, pero para mí es preferible”. En realidad, no es verdad en absoluto que lo que en el fondo y de verdad deseamos esté en una fundamental contradicción con lo que objetivamente es bueno y correcto. Lo que ocurre más bien es que, en la conciencia, lo universal, la jerarquía objetiva de los bienes y la exigencia de tenerlos en cuenta vale como nuestra propia voluntad. La conciencia es una exigencia de nosotros a nosotros mismos. Al causar un daño, al herir u ofender a otro, me daño inmediatamente a mí mismo. Tengo, como se dice, una mala conciencia.

La conciencia es la presencia de un criterio absoluto en un ser finito; el anclaje de ese criterio en su estructura emocional. Por estar presente en el hombre, gracias a ella y no por otra cosa, lo absoluto, lo general, lo objetivo, hablamos de dignidad humana. Ahora bien, si resulta que, por la conciencia, el hombre se convierte en algo universal, en un todo de sentido, entonces resulta que también es válido decir que no hay bien ni sentido ni justificación para el hombre, si lo objetivamente bueno y recto no se le muestra como tal en la conciencia.

La conciencia debe ser descrita como un movimiento espiritual doble. El primero lleva al hombre por encima de sí, permitiéndole relativizar sus intereses y deseos, y permitiéndole preguntarse por lo bueno y recto en sí mismo. Y para estar seguro de que no se engaña, debe producirse un intercambio, un diálogo con los demás sobre lo bueno y lo justo, en una comunión de costumbres. Y deben conocerse razones y contra-razones. No puede pasar por objetivo y universal quien afirma: no me interesan las costumbres y razones, yo mismo sé lo que es bueno y recto. Lo que aquél llama conciencia no se diferencia mucho del capricho particular y de la propia idiosincrasia.

No hay conciencia sin disposición a formarla e informarla. Un médico que no está al tanto de los avances de la medicina, actuará sin conciencia. Y lo mismo quien cierra ojos y oídos a las observaciones de otros que le hacen fijarse en aspectos de su proceder, que quizá él no ha notado. Sin tal disposición, sólo en casos límite se podrá hablar de conciencia. Pero también el segundo movimiento pertenece a la conciencia; por él, vuelve de nuevo el individuo a sí mismo. Si, como decía, el individuo es potencialmente lo universal, incluso un todo de sentido, entonces no puede abdicar en otros su responsabilidad, ni en las costumbres del tiempo, ni en el anonimato de un discurso de un intercambio de razones y de contra-razones. Naturalmente que puede sumarse a la opinión dominante, cosa que incluso es razonable en la mayoría de las ocasiones. Pero es totalmente falso reconocerle conciencia sólo a quien se aparta de la mayoría. No obstante, es cierto que, al fin y al cabo, es el individuo quien goza de responsabilidad; puede obedecer a una autoridad, y aún ser esto lo correcto y lo razonable; pero es él a la postre quien debe responder de su obediencia. Puede tomar parte en un diálogo y sopesar los pros y los contras, pero razones y contra-razones no tienen fin, mientras que la vida humana, por el contrario, es finita. Es necesario actuar antes de que se produzca un acuerdo mundial sobre lo recto y lo falso. Es, pues, el individuo el que debe decidir cuándo acaba el interminable sopesar y finalizar el discurso, y cuando procede, con convicción, actuar.

La convicción con la que termina nuestro discurso la denominamos conciencia, conciencia que no siempre posee la certeza de hacer objetivamente lo mejor. El político, el médico, el padre o la madre, no siempre saben con seguridad si lo que aconsejan o hacen es lo mejor, atendiendo al conjunto de sus consecuencias. Lo que sí pueden saber es que ésa es la mejor solución posible en ese momento y de acuerdo con sus conocimientos; esto basta para una conciencia cierta, pues ya vimos que lo que justifica una acción no está de ninguna manera, ni puede estar, en el conjunto de sus consecuencias.

En la conciencia parece que nos sustraemos por completo a una dirección externa; pero, ¿lo hacemos realmente? Se plantea aquí una importante objeción. ¿Cómo ha entrado en nosotros el compás que nos guía?, ¿quién lo ha programado?, ¿no es en realidad esa dirección interna tan sólo un control remoto que procede de atrás, del pasado? Ese timón fue programado por nuestros padres. Poseemos, interiorizadas, las normas que se nos inculcaron en la niñez y que tuvimos que obedecer. Y las órdenes que nos dieron se han trocado en órdenes que nos damos a nosotros mismos.

En relación con lo que estamos diciendo, Sigmund Freud ha acuñado el concepto de “super ego”, que, junto al así llamado “ello” y al “yo”, forman la estructura de nuestra personalidad. El “super ego” es, por así decir, la imagen del padre interiorizada; el padre en nosotros... En Freud este pensamiento no tenía todavía el carácter de denuncia que en la crítica social neomarxista tiene el discurso sobra la interiorización de las normas de dominio. Freud, como psicoanalista, observó que el yo se forma sólo bajo la dirección del “super yo”, y se libera en el “ello” de su prisión en la esfera de los instintos. Cierto que para llegar a un “yo” verdadero ha de liberarse también del poder del “super yo”.

Por lo que respecta, no obstante, a las descripciones de Freud es falso equiparar sin más lo que llamamos conciencia con el “super yo” y tenerla por un puro producto de la educación. Esto no puede ser exacto, porque los hombres siempre se vuelven contra las normas dominantes en una sociedad, contra las normas en medio de las cuales han crecido, incluso aun cuando el padre sea un representante de esas normas. A menudo puede ocurrir que detrás no esté más que el impulso de emancipación del “yo”, el sencillo reflejo de querer ser de otra forma. Pero este reflejo no es la conciencia, como tampoco lo es el reflejo de acomodación.

Sin embargo, en la historia de quienes obraron o se negaron a hacerlo en conciencia, se puede ver que eran hombres que de ningún modo estaban inclinados de antemano a la oposición, a la disidencia; sino hombres que hubieran preferido con mucho cumplir sus deberes diarios sin levantar la cabeza. “Un fiel servidor de mi rey, pero primero de Dios”, era la máxima de Tomás Moro, Lord canciller de Inglaterra, que hizo todo lo posible para no oponerse al rey y evitar así un conflicto; hasta que descubrió algo que no se podía conciliar en absoluto con su conciencia. No le guiaba ni la necesidad de acomodación ni la de rechazo, si no el pacífico convencimiento de que hay cosas que no se pueden hacer. Y esta convicción estaba tan identificada con su yo que el “no me es lícito” se convirtió en un “no puedo”.

Si la conciencia no es sin más un producto de la educación ni se identifica con el “super yo”, ¿es quizá entonces algo innato?, ¿una especie de instinto social innato? Tampoco es éste el caso, puesto que un instinto se sigue instintivamente; pero el yo-no-puedo-actuar-de-otro-modo de quienes obran por instinto se diferencia como el día de la noche del yo-no-puedo-actuar-de-otro-modo del que obra en conciencia. Aquél se siente arrastrado, privado de libertad. Bien que querría actuar de otro modo, pero no puede. Está en discordia consigo mismo. El “aquí estoy yo, no puedo obrar de otro modo” del que actúa en conciencia es, por el contrario, expresión de libertad. Dice tanto como: “no quiero otra cosa”. No puedo querer otra cosa y tampoco quiero poder otra cosa. Ese hombre es libre. Como afirmaban los griegos, ese hombre es amigo de sí mismo.

Entonces, ¿de dónde viene la conciencia?; pero lo mismo podríamos preguntar, ¿de dónde viene el lenguaje?, ¿por qué hablamos? Decimos naturalmente que porque lo hemos aprendido de nuestros padres. Quien no ha oído nunca hablar sigue mudo, y si uno no se comunica de ninguna manera, entonces no llega ni siquiera a pensar. No obstante, nadie afirmará que el lenguaje es una heterodeterminación interiorizada.

Y ¿qué sería una heterodeterminación? Seguramente no se puede decir que el hombre sea, por sí mismo, una esencia que habla o que piensa. La verdad es la siguiente: el hombre es un ser que necesita de la ayuda de otros para llegar a ser lo que propiamente es. Esto vale también para la conciencia. En todo hombre hay como un germen de conciencia, un órgano del bien y del mal. Quien conoce a los niños sabe que esto se aprecia fácilmente en ellos. Tienen un agudo sentido para la justicia, y se rebelan cuando la ven lesionada. Tienen sentido para el tono auténtico y para el falso, para la bondad y la sinceridad; pero ese órgano se atrofia si no ven los valores encarnados en una persona con autoridad. Entregados demasiado pronto al derecho del más fuerte, pierden el sentido de la pureza, de la delicadeza y de la sinceridad. Para ello, la palabra es ante todo un medio de transparencia y de verdad. Pero cuando, por miedo a las amenazas, aprenden que hay que mentir para librarse de ellas, o experimentan que sus padres no les dicen la verdad y emplean la mentira en la vida diaria como normal instrumento de progreso, desaparece el brillo de sus conciencias y se deforman: la conciencia pierde finura. La conciencia delicada y sensible es característica de un hombre interiormente libre y sincero, cosa que nada tiene que ver con el escrupuloso que, en lugar de contemplar lo bueno y lo recto, se observa siempre a sí mismo y observa con angustia cada uno de sus propios pasos. He aquí una especie de enfermedad.

Ahora bien, hay personas que tienen por enfermedad la mala conciencia. Consideran tarea del psicólogo quitar a una persona esa mala conciencia, el así llamado “sentido de culpabilidad”. Pero en realidad, lo que es una enfermedad es no poder tener una mala conciencia o sentimiento de culpabilidad, cuando se tiene realmente una culpa. Lo mismo que es una enfermedad y un peligro para la vida el no poder sentir dolor. Para el que está sano, la mala conciencia es señal de una culpa, de un comportamiento que se opone al propio ser y a la realidad.

La revisión de esa actitud la denominamos arrepentimiento. Como ha demostrado el filósofo Max Scheler, no consiste en un hurgar sin sentido en el pasado, cuando lo más adecuado sería simplemente tratar de hacerlo mejor en el futuro. Y no se puede hacer algo mejor si persiste el mismo planteamiento que llevó a actuar mal en anteriores ocasiones. El pasado no se puede reprimir: hay que mirarlo conscientemente, es decir, hay que variar conscientemente una mala actitud. Y como no se trata de algo puramente racional, sino que interviene también la constitución emocional, el cambio de actitud significa una especie de dolor por haber actuado injustamente. El psicólogo Mitscherlich habla del papel de la tristeza. En el fondo esperamos ese arrepentimiento. No confiaríamos en un hombre que, tras atormentar a un niño lisiándolo psíquicamente, explicara luego riéndose que basta con una víctima, y que a los demás los tratará bien. Si el dolor por el pasado no le conmueve y cambia su mala conciencia, eso significa que seguirá siendo el que era.

¿Lleva siempre razón la conciencia? Es lo que preguntábamos al comienzo. ¿Hay que seguir siempre la conciencia? La conciencia no siempre tiene razón. Lo mismo que nuestros cinco sentidos no siempre nos guían correctamente, o lo mismo que nuestra razón no nos preserva de todos los errores. La conciencia es en el hombre el órgano del bien y del mal; pero no es un oráculo. Nos marca la dirección, nos permite superar las perspectivas de nuestro egoísmo y mirar lo universal, lo que es recto en sí mismo. Pero para poder verlo necesita de la reflexión de un conocimiento real, un conocimiento, si se puede decir, que sea también moral. Lo cual significa: necesita una idea recta de la jerarquía de valores que no esté deformada por la ideología.

Se da la conciencia errónea. Hay gente que, actuando en conciencia, causa claramente a otros una grave injusticia. ¿También éstos deben seguir su conciencia? Naturalmente que deben. La dignidad del hombre descansa, como vimos, en que es una totalidad de sentido; lo bueno y correcto objetivamente, para que sea bueno, debe ser considerado también por él como bueno, ya que para el hombre no existe nada que sea tan sólo “objetivamente bueno”. Si no lo reconoce como bueno, entonces justamente no es bueno para él. Debe seguir su conciencia; lo cual tan sólo quiere decir que debe hacer lo que tiene por objetivamente bueno, cosa que en el fondo es algo trivial: realmente bueno es sólo lo que tanto objetiva como subjetivamente es bueno. ¿No hay entonces ningún criterio que nos permita distinguir una conciencia verdadera de una errónea?; pero, ¿cómo podría haberlo? Si lo hubiera, nadie se equivocaría. Una prueba segura de que uno sigue su conciencia y no su capricho es la disposición a controlar, a confrontar el propio juicio sopesándolo con el de los demás. Pero tampoco es éste un criterio seguro; se da también el caso de que, al contrario de los hombres que le rodean y que están convencidos intelectualmente o teóricamente, puede uno tener no obstante la segura sensación de que esa gente no tiene razón. No como si creyese que los demás tienen mejores razones. Piensa solamente que no es quién para hacer valer las mejores razones. Piensa que el hecho de que los más inteligentes estén en el lado falso se basa en lo contingente de esa situación. Este cerrarse a las razones puede ser, en tal situación, un acto de conciencia.

¿También hay que respetar siempre la conciencia de los demás? Eso depende de lo que entendamos por respetar. En ningún caso se puede decir que uno debe poder hacer lo que le permita su conciencia, ya que entonces también el hombre sin conciencia podría hacerlo todo. Y tampoco quiere decir que uno deba poder hacer lo que le manda su conciencia. Cierto que ante sí mismo tiene el deber de seguir su conciencia; pero si con ella lesiona los derechos de otros, es decir, los deberes para con los demás, entonces éstos, lo mismo que el Estado, tienen el derecho de impedírselo. Pertenece a los derechos del hombre el que no dependan del juicio de conciencia de otro hombre. Así, por ejemplo, se puede discutir sobre si los no nacidos son dignos de defensa, aun cuando la Constitución de nuestro país responda afirmativamente. Pero es demencial el slogan de que ésta es una cuestión que cada uno debe resolver en su conciencia. Pues, o los no nacidos no tienen derecho a la vida -y entonces la conciencia no necesita tomarse ninguna molestia-, o existe ese derecho, y entonces no puede ponerse a disposición de la conciencia de otro hombre. La obediencia a las leyes de un estado de derecho, que la mayoría de los ciudadanos tiene por justo, no puede limitarse en todo caso a la de aquellas personas cuya conciencia no les prohíbe, por ejemplo, pagar los impuestos. Quien no los paga, y a costa de otros se aprovecha de los caminos y canales, será encarcelado o multado justamente. Y si se trata de alguien que actúa en conciencia, aceptará la pena.

Sólo en el caso del servicio de guerra, tiene el legislador que encontrar la regulación que asegure que nadie pueda ser obligado al servicio de armas en contra del dictado de su conciencia. En el fondo, lo que hace el legislador es algo trivial, ya que si la conciencia le prohíbe a uno luchar, no luchará. Por lo demás, tampoco aquí se da un criterio para decidir, en última instancia y desde fuera, si se trata de un juicio de conciencia o no. Ni siquiera los interrogatorios de un tribunal son adecuados para facilitar una decisión. Tales interrogatorios, a fin de cuentas, favorecen sólo al orador que está dispuesto a mentir con habilidad.

No hay más que un indicio para comprobar la autenticidad de la decisión de conciencia, y es la disposición del emplazado a atenerse a una desagradable alternativa. La conciencia no es herida si se le impide a uno hacer lo que ella manda, ya que ese obstáculo no cae bajo su responsabilidad. Por eso se puede encerrar a un hombre que quiere mejorar el mundo por medio del crimen. Otra cosa es cuando a uno se le obliga a actuar en contra de su conciencia. Se trata de una lesión de la dignidad del hombre. Pero, ¿es eso de verdad posible? Ni siquiera la amenaza de muerte obliga a uno a actuar contra su conciencia, como documenta la historia de los mártires de cualquier tiempo.

Existe no obstante un modo de forzar la actuación contra conciencia: la tortura, que convierte a un hombre en instrumento sin voluntad de otro. De ahí que la tortura pertenezca a los pocos modos de obrar que, siempre y en toda circunstancia, son malos; toca directamente el santuario de la conciencia, del que ya el precristiano Séneca escribió: "Habita en nosotros un espíritu santo como espectador y guardián de nuestras buenas y malas acciones".

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Robert Spaemann es profesor emérito de la Universidad de Munich. Además, ha sido profesor visitante en las Universidades de Río de Janeiro, Salzburgo, París (La Sorbona), Berlín, Hamburgo, Zurich o Moscú. También se le ha galardonado con diversas distinciones: doctor honoris causa por las Universidades de Friburgo (Suiza), Santiago de Chile, Universidad Católica de América y Universidad de Navarra. Ha recibido también la Medalla Tomás Moro (1982) y la Cruz del Mérito de Alemania (1ª clase, 1987). Asimismo, es "Officier de I"Ordre des Palmes Academiques" (1988), miembro fundador de la Academia Europea de las Ciencias y de las Artes y miembro de la Academia Pontificia Pro Vita en Roma.

Su obra está principalmente dedicada al ámbito de la filosofía práctica. Destacan sus escritos Crítica de las utopías políticas (1977, 1980), Ética: Cuestiones fundamentales (1987), Lo natural y lo racional: Ensayos de antropología (1987, 1989), Felicidad y benevolencia (1991) y Personas: Acerca de la distinción entre algo y alguien (1996, 2000).


La Libertad viene de Dios a través de la verdad y la justicia
El libre albedrío, la verdadera libertad, frente a la esclavitud del determinismo
 
La Libertad  viene de Dios a través de la verdad y  la justicia
La Libertad viene de Dios a través de la verdad y la justicia

El libre albedrío, la verdadera libertad, frente a la esclavitud del determinismo

En estos días, en estos años, avanza entre nosotros, la posición más fácil del mundo: El Determinismo.

Sucede lo que está escrito. Somos los siervos del destino. En conclusión, que no somos libres.

Marxistas y liberales en lo político, sectas reformadas, "los protestantes", los musulmanes, los judíos y la práctica totalidad de las religiones asiáticas.

Lástima es que la gente afectada no perciba que nadie que cree en el destino consiga preverlo. Sólo eso da que pensar.

El Católico no cree, normalmente, que la historia siga una pauta o que el comportamiento del hombre venga ya decidido desde lo alto.

Entre los deterministas y el ateismo hay un pelo y no hay, en cambio, la iniciativa: hagan lo que hagan, se salvarán o se condenarán, según su destino.

Para los católicos, salvarse o condenarse por la propia iniciativa, por sus obras, es el gran motor del bien, de la caridad, del amor.

La historia de las guerras no es fruto del Destino sino el hombre libre juzgando y equivocándose en algo que cambiaría el mundo y esta es la guerra primordial: el hombre libre que labra su futuro, y el hombre dominado por la falsedad del destino.

Bien curioso es que los deterministas se consideren libres y los católicos, por ejemplo en España, no se sepan libres con la única libertad posible, la que viene de Dios.

No puede ser libre quien se sabe títere de las estrellas o de un dios que prevé el comportamiento de todos.

No se puede, en cambio, ser siervo cuando se sabe que el peso del mundo y de la salvación recae en cada hombre y en sus actos.

Catolicismo es libertad y, como decía Chesterton, democracia: cualquiera puede ser santo con el sólo cumplimiento de nuestro catecismo, cuidando la bondad de su corazón.

La Libertad, o viene de Dios a través de la verdad y de la justicia o es una palabra vacía, útil para mover masas en beneficio de la explotación laboral e intelectual del hombre.

La Iglesia Católica está siendo atacada precisamente porque es el alcázar de la verdad, la fortificación que resiste a la mentira. La obra de Jesucristo. El verde pasto de los pacíficos.


La inquisición posmoderna
La norma justa no es negación de libertad
 
La inquisición posmoderna
La inquisición posmoderna

Hace algún tiempo abrigaba el deseo de escribir dos palabras sobre una rara -pero frecuente- especie de inquisidores. Me animan ahora a realizarlo unas declaraciones de Christian Chabanis, prolífico escritor francés, Gran Premio católico de Literatura 1985.

Se le plantea al escritor galo la vieja cuestión sobre la posibilidad de una moral sin Dios, así como el reto de un mundo donde el sentido moral parece haberse esfumado. Chabanis reconoce que sin referencia a Dios es imposible mantener el verdadero sentido moral. Pero advierte que -pese a las apariencias- no es exacto decir que "hoy no hay moral".

Al contrario, hay -dice- una moral terrible, violenta, implacable. Una moral que condena, por ejemplo, la virginidad y la castidad en general; proscribe a una mujer que en situación difícil conserva a su hijo negándose a abortar; ridiculiza a una madre de familia de más de dos o tres hijos, etcétera.

Ciertamente, siempre han existido inquisidores (en el sentido inculto del término). Pero hoy prolifera una especie que cabría denominar posmoderna, cuya peculiaridad consiste en que es inquisidora y permisiva a la vez.

El inquisidor posmoderno presume de liberal y tolerante. Todo lo permite, en teoría. De paso justifica siempre -si es preciso- su conducta, que él imagina independiente de toda norma y autoridad. El inquisidor posmoderno tiene algo que sería positivo: valora la independencia. Pero en su modo plano de ver y vivir, se le esfuma la libertad que idolatra.

Obviamente, no es lo mismo libertad que independencia. Baste considerar que -en el orden del ser- la libertad existe, y la independencia no. El hombre es criatura, y no podría dejar de serlo, a no ser retornando a la nada (cosa también imposible sin Dios). La dependencia respecto al Creador es una relación, afortunadamente, indestructible. Y por eso, la vida humana tiene una dimensión esencial, sin la cual no podría existir: la dimensión moral, que resulta de la relación de mi conducta presente con el fin final y eterno que me aguarda.

En mi opinión, el principio supremo del permisivismo, "haz lo que te plazca", tiene un porvenir cada día más oscuro y precario: el permisivista ya no puede escapar de la férrea ley consumista que él mismo teje. El permisivismo es negación de libertad, porque libertad significa ante todo dominio, señorío de sí, y permisivismo supone abandono, sometimiento de la razón a lo irracional y de la voluntad libre a la pasión sin norma y sin cauce.

"Yo hago lo que me gusta, tú haz lo que te guste". Quizás fuera hermoso, pero es inviable, porque: ¿qué podría hacer yo con tus gustos si a mí no me gustasen?. La cuestión se agudiza si me gusta que no me gusten tus gustos (cosa muy probable).

Si admito tus gustos que no me gustan, me niego a mí mismo: no hago lo que me gusta. Y si no los admito, también: niego mis principios permisivos.
¿Podríamos llegar a un término medio? ¿Tú respetarás mis gustos si no resultan de tu agrado? ¿Incluso si se muestran incompatibles?. ¿Qué haremos, judíos y cristianos, si aparece otro Hitler con sus peculiares gustos: lo que le gusta o lo que nos gusta?

Lo que de hecho suele ocurrir es que el pertinaz relativista subjetivo intenta arrollar de un modo u otro a quienes pacíficamente, pero con una conducta más racional y coherente, ponen de manifiesto la incongruencia, la tiranía, la proclividad totalitaria de un permisivismo militante, tanto más aguda cuanto más alta es la esfera de poder en que se instala.

Suele acontecer entonces, que se inculca por todos los medios útiles - lícitos e ilícitos- el caos en las relaciones sexuales y el ateísmo en el campo de la religión. Una y otra vez se demuestra que con frecuencia es verdadero lo que asevera el refrán: "dime de lo que presumes y te diré de lo que careces".

Convendría al posmoderno inquisidor caer en la cuenta de que la norma justa no es negación de libertad, sino cauce que la hace posible, como las orillas no niegan el río: lo afirman e impiden que se transforme en charca inmunda o pantano pestilente.

¿Alguien llega blasonando "tolerancia"?. Por de pronto, ¡huyamos!: es muy posible que se trate de un inquisidor posmoderno!

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