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Bernardo de Ofida, Beato |
Capuchino del siglo XVII
Martirologio Romano: En Ofida, en el Piceno,
de Italia, beato Bernardo (Domingo) Peroni, religioso de la orden
de los Hermanos Menores Capuchinos, célebre por su sencillez de
corazón, inocencia de vida y su admirable caridad para con
los pobres (1694).
Hermano profeso capuchino, admirable ejemplo de
caridad evangélica y de atrayente simplicidad, gran devoto de la
Virgen. Ya de joven, cuando trabajaba en el campo y
pastoreaba, era notable su espíritu de oración y de penitencia.
En el convento ejerció diversos oficios: enfermero, portero, limosnero..., en
los que realizó a la vez un eficaz apostolado popular
con el ejemplo y la palabra, por la bondad y
espiritual unción que lo animaban.
En los claustros de casi todos
los conventos capuchinos nos hemos detenido muchas veces ante un
cuadro imponente y severo: un fraile decrépito, malhumorado, con unas
barbas enormes que le caen hasta la cintura, sosteniendo una
calavera en la mano izquierda y apoyando en la otra
la majestuosa cabeza calva; los ojos semicerrados, el color pálido,
los dedos como manojos de sarmientos secos, el hábito de
mil colores descoloridos; al frente, un crucifijo de fiera mirada,
y sobre una mesa, disciplinas y cilicios de alambres puntiagudos.
Las únicas notas simpáticas de ese cuadro son una vara
de azucenas frescas y el pedacito de cielo azulino que
se recorta en la ventana.
Tal es la estampa tradicional y
terrorífica del más amable y candoroso de los hombres, del
Beato Bernardo de Offida. Nos parece que los pintores de
esos cuadros han manejado unos pinceles demasiado tétricos, que no
corresponden a la realidad encantadora del modelo. El Beato Bernardo
no es un fantasma para espantar a los espíritus tímidos,
sino un admirable ejemplo de caridad evangélica y de atrayente
simplicidad, que debiera tener entusiastas devotos entre los niños, los
pobres y los enfermos.
Todo es poético en la vida de
este capuchino: su infancia graciosa en el campo, su austeridad
monástica aureolada de amor, su vejez risueña con noventa años
a la espalda.
* * *
Su pueblo natal es Offida, en
la Marca de Ancona (Italia), cuna de la Reforma Capuchina.
Nace en 1604, el mismo año en que muere su
coterráneo San Serafín de Montegranario, lego capuchino, cuya vida será
para el Beato Bernardo un modelo que tratará de copiar
con absoluta exactitud.
La infancia del Beato Bernardo es parecida a
la de muchos santos: cuidar las ovejas, rezar entre los
árboles, dibujar anagramas de Jesús y María, pensar en el
cielo más que en la tierra, ayunar y disciplinarse.
Se llama
Domingo Peroni y es hijo de padres labradores y cristianos.
La familia posee una pequeña grey de veinte o treinta
ovejas, un pedazo de terreno y una casita pobrísima, donde
se cuelan libremente los vientos, la lluvia o el sol,
según lo disponga la divida Providencia.
Nuestro santo creció en este
hogar pacífico, respirando una atmósfera sana de piedad y de
pureza. Se dice que las primeras palabras que balbucieron sus
labios fueron los nombres de Jesús y de María, dichos
espontáneamente, sin esfuerzo, como los primeros gorjeos de un pajarillo
en su nido.
Se adivinaba en su rostro vivaz una inteligencia
ágil y una memoria feliz; pero todas estas aptitudes se
consagrarán solamente al servicio de la virtud, porque Domingo Peroni
no cursará estudios, ni recorrerá universidades, ni leerá gruesos infolios
en todos los días de su vida. Sólo las breves
páginas del catecismo le bastarán para aprender la ciencia de
amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo
como a sí mismo; y en estas virtudes llegará a
ser maestro y modelo incomparable.
El niño Domingo es de naturaleza
robusta, no tiene miedo a los trabajos más fuertes, y
va creciendo rápidamente, gracias a su buen apetito y al
constante ejercicio corporal. A los doce años, ya parece un
hombre; y sus padres están orgullosos, tanto de su férrea
salud como de su piedad extraordinaria. El muchacho, al frente
de su rebaño, sale por los campos y no vuelve
a casa hasta la noche; en las fértiles praderas, teniendo
por testigos a los ángeles, reza sin descanso, medita en
la Pasión de Cristo, llora la ingratitud de los pecadores,
habla con una estampa de la Virgen; y más de
una vez se le ha visto en actitud extática, rodeado
de las ovejas que le acompañan con sus balidos, hablando
misteriosas palabras con la Reina de su corazón que, invisible
para los demás, parece se deja ver del pastorcillo y
de su pequeño y blanco rebaño.
Poco a poco, Domingo fue
adelantando en la virtud y en la destreza para el
trabajo; y su padre le confió una tarea difícil y
peligrosa: el cuidado de unos novillos furiosos que arremetían a
todo el que se ponía por delante. Nuestro amigo salió
al campo con los indómitos animales, y a los pocos
momentos, los novillos, amansados por la virtud y por la
voz dulcísima de su dueño, triscaban juguetones a sus pies
y pacían tranquilamente entre las ovejas.
Este hecho extraordinario enseñó al
joven una lección que había de practicar durante toda su
larga vida: el dominio de las pasiones bajo el imperio
de una voluntad enérgica, sostenida por la gracia de Dios.
En el mismo día, con santa decisión, se declaró una
guerra tenaz, refrenó su amor propio y, según la expresión
de San Pablo, «castigó su cuerpo y lo redujo a
servidumbre».
La virtud de Domingo Peroni, madura y varonil, conocía también
todos los encantos de la amistad y de la dulzura.
Los jóvenes del pueblo veían en él un compañero excelente,
de paciencia ilimitada, y sabían que su ingenio y su
caridad estaban siempre al servicio de todos los pobres de
la comarca. Domingo sabía dar los consejos más oportunos y
delicados, las limosnas más abundantes y el ejemplo más acabado
de todas las virtudes.
Pero no todo es poesía en
esta vida de caridad; también hay rayos y truenos cuando
es necesario. La murmuración, los chistes procaces, la blasfemia y
las riñas tienen en Domingo Peroni un terrible enemigo que
no vacila en hacer uso de sus pesados puños cuando
la ocasión lo pide; y los jóvenes de Offida saben
que, por cualquiera de estos desmanes, se exponen a recibir
una bofetada, o por lo menos una reprimenda, que no
dejan ganas de repetir la hazaña.
Nuestro robusto y simpático jayán,
de tan temible bravura ante el desenfreno, es respetado y
querido unánimemente en la ciudad; sus ejemplos se imitan, sus
palabras se reciben como dichas por un santo, y hasta
sus cóleras y rabietas tienen el prestigio de una voluntad
de oro. Domingo es, además, un modelo de piedad cristiana,
sin alardes sin hipocresías: comulga todos los días de fiesta
en la iglesia de los capuchinos, aunque para ello tenga
que permanecer en ayunas hasta la tarde; hace diariamente un
buen rato de meditación, vive de continuo con el pensamiento
elevado en Dios, y apenas habla sino cosas espirituales y
divinas.
Los capuchinos de Offida, silenciosos y recogidos, se llenan de
alborozo cuando Domingo entra en los claustros para charlar unos
minutos sobre la vida espiritual. Se le quedan pasmados cuando
le oyen decir que su sueño dorado sería vivir y
morir en un convento como aquél, y que pide todos
los días a la Virgen esta gracia singular. Los buenos
frailes le explican la regla de San Francisco, su vida,
su amable y poética santidad; le hablan de los famosos
capuchinos que se han distinguido por su virtud; le entusiasman
contándole anécdotas de fray Serafín de Montegranario, a quien casi
todos han conocido, y de fray Félix de Cantalicio, el
primer santo de la Orden, que había sido beatificado por
aquellos días; traen a colación las aventuras del padre José
de Leonisa, del padre Lorenzo de Brindis y del mártir
alemán Fidel de Sigmaringa, todos los cuales acaban de morir
hace unos pocos años; y poco a poco el joven
queda cautivo en las redes de la admiración y en
una especie de santa envidia.
No, él no será sabio, ni
predicador, ni misionero, ni literato, como ese padre Brindis que
iluminó a toda Europa con su talento; ni recorrerá los
campos y ciudades arrastrando multitudes frenéticas con la fuerza de
la oratoria; pero santificarse calladamente en un convento, ser humilde
como el santo hermanito de Cantalicio y caritativo y fervoroso
corno el buen fray Serafín, eso sí que le gustaría,
y lo hará con el favor de Dios y de
la Virgen. Para eso no se necesita saber teología ni
matemáticas; basta un corazón puro y muchos deseos de amar
a Dios...
* * *
Y una mañana de febrero, fría y
nevada, el joven Peroni llegó al noviciado de Corinaldo para
hacerse capuchino. El hábito pobrecito que le dieron le pareció
de seda; las sandalias ásperas y durísimas se ajustaban perfectamente
a sus pies; y su nuevo nombre, fray Bernardo de
Offida, será muy hermoso si consigue adornarlo con la humildad
y con todas las virtudes propias de su estado.
¿Para qué
quería él muchos libros en la celda? Ya tenía más
que suficientes: el crucifijo le hablaba elocuentemente de obediencia, de
amor y de pobreza; las estampas de la Inmaculada le
enseñaban castidad; los religiosos le daban ejemplo de vida abnegada;
y en los claustros había unos cuadros viejos y apolillados
con las figuras de San Francisco de Asís y de
otros santos franciscanos. Además, el padre Maestro, en sus pláticas
a los novicios, contaba cosas muy bellas del Beato Félix
y ejemplos encantadores de fray Serafín. Con todo ese caudal
de conocimientos, fray Bernardo tendrá pasto abundante para su alma,
y podrá santificarse si no se deja dominar por la
pereza o por la cobardía.
Y empezó a trabajar con tal
ahínco y con tales deseos de perfección, que por espacio
de sesenta y ocho años no se detuvo un momento
en el camino comenzado. Él no quería una santidad a
medias, aquí caigo y allí me levanto; no podía vivir
en una cómoda tibieza, porque, como dicen, «el agua estancada
fácilmente se corrompe»; quería la impetuosidad arrolladora de los torrentes
que no se detienen ante ningún obstáculo hasta que se
sumergen en el mar.
La vida de fray Bernardo es, en
efecto, como un río caudaloso, de curso largo y rectilíneo,
de influencia bienhechora por dondequiera que pasa, alegre, fecundo, lleno
de gracia y de majestad.
Ya en el noviciado, en ese
año que es fundamental y decisivo en la vida religiosa,
fray Bernardo dio pruebas patentes de lo que había de
ser en su vida futura. Rígido asceta y místico admirable,
la aspereza de la vida capuchina se adaptaba de manera
especial a su naturaleza y a sus ambiciones espirituales. Fray
Bernardo hallaba una delicia extraordinaria en la penosa costumbre capuchina
de interrumpir el sueño a medianoche para rezar los maitines:
costumbre inventada por el amor, que siempre está en vela.
A las doce en punto, cuando el mundo profano duerme,
cuando el pensamiento de los hombres está alejado de Dios,
las almas delicadas deben sentir un placer misterioso al oír
que un coro de voces viriles y solemnes entona aquellas
palabras de súplica: «Señor, ábreme los labios, y mi boca
proclamará tu alabanza». Fray Bernardo no espera a que la
bulliciosa matraca recorra los claustros despertando a los frailes; mucho
antes de las doce, ya está él en un rincón
de la iglesia, esperando el concierto de bendiciones que resonará
potente en todos los ámbitos del templo. Y durante todo
el oficio, lo mismo en invierno que en verano, se
le ve inmóvil, a veces tiritando de frío, siempre ardiendo
de amor; y allí continúa largas horas, como saboreando las
últimas palabras de la oración nocturna.
* * *
Después de la
profesión, el alma de fray Bernardo no hizo otra cosa
que cumplir al pie de la letra el programa del
noviciado. Vivió en los conventos de Camerino, Áscoli, Fermo, Offida
y otros; conoció y practicó todos los oficios de su
estado; y siempre sus pensamientos eran rectos, sin doblez, anhelando
la santidad como la conquista de un tesoro, alegre en
los trabajos, riguroso en las penitencias, afable en las conversaciones,
efusivo en la oración y caritativo hasta el heroísmo con
grandes y pequeños.
Era devoto de los trabajos más humildes y
de menos brillo, en los cuales podía ejercitar sus deseos
de ser despreciado y de pasar inadvertido por el mundo.
Luego veremos que no consiguió lo que quería, sino precisamente
todo lo contrario.
No se parece a San Serafín de Montegranario
que tan poca maña se daba para los quehaceres y
oficios; fray Bernardo es diestro de manos y vivo de
inteligencia, tiene el huerto como un jardín, la cocina como
un salón, la portería como un altar y en la
enfermería parece que le ayudaran los mismos ángeles. Pero todo
eso dentro de un culto estricto a la santa pobreza
capuchina.
Para los enfermos tiene manos y corazón de madre: nadie
prepara las medicinas como él; nadie le aventaja en curar
heridas y calmar dolores; los caldos y sopas que él
hace se comen como si fueran hechos en el cielo;
pero mejor que todo eso es su presencia junto al
lecho de los pacientes, su rostro simpático, sus palabras optimistas,
la agilidad de sus movimientos, y el verle siempre solícito,
sin descansar un minuto de día ni de noche, para
que los enfermos vivan alegres en medio de sus dolores.
Con
el permiso del superior, fray Bernardo guarda unas botellas de
excelente vino para los enfermos, vino «para casos reservados», como
él dice; y con ese licor consigue reanimar a los
más débiles; y a uno de sus confesores, que se
burlaba maliciosamente de aquel «vino reservado», fray Bernardo le da
un traguito y le devuelve instantáneamente la salud perdida.
En la
enfermería es el propagandista de la devoción al nuevo Beato
fray Félix de Cantalicio, aplica a las llagas y a
los padecimientos más rebeldes el aceite de la lámpara de
su altar, con excelente resultado, y no se cansa de
encomendar al Beato Félix la salud de todos los religiosos.
Esas aplicaciones de aceite producen con frecuencia la curación milagrosa
y súbita; pero el humildísimo fray Bernardo lo atribuye todo
a la intercesión de fray Félix, que es un admirable
curandero cuando se le pide la salud con mucha fe
y devota confianza.
Un día se presentó a fray Bernardo una
buena mujer trayendo en brazos a un hijito moribundo. Postrándose
de rodillas ante el humilde fraile, le rogaba que tuviese
compasión de su angustia y que salvara al enfermito. Aún
estaba hablando la madre, cuando el niño, dando un débil
quejido, murió. La mujer, enloquecida por el dolor, agarró a
fray Bernardo por el hábito y le aseguró que no
le soltaría hasta que devolviera la vida al pequeño. Fray
Bernardo pugnaba por desasirse, mas la mujer no aflojaba; en
tan grave aprieto, el capuchino dirigió sus ojos a un
cuadro del Beato Félix y le dijo: «Mi querido fray
Félix: éste es el momento en que debes asistirme». Después,
tomando la manecita del cadáver y bendiciéndolo, se lo devolvió
vivo y sano a la importuna mujer.
Cuando los enfermos eran
sacerdotes, las manos de fray Bernardo parecían más suaves, corno
si tocaran un cáliz sagrado y precioso; les hacía una
inclinación reverente antes de aplicarles los medicamentos y, si era
posible, trabajaba de rodillas.
Para los pobres fray Bernardo es un
protector, un hermano y un padre: les da abundantes limosnas,
separando de su propia comida la porción más apetitosa; pide
de puerta en puerta no sólo para los religiosos, sino
también para las familias desvalidas; multiplica milagrosamente el pan y
otros alimentos, y con ellos socorre a una multitud de
mendigos que se agolpan a las puertas del convento. A
unos albañiles que trabajan en una casa cercana, les ve
sudorosos bajo un sol de justicia y les manda un
cántaro de agua fresca para que puedan trabajar sin molestias;
pero en el trayecto el agua se convierte en vino
generoso que alegra y conforta a los sedientos operarios.
A fray
Bernardo se le parte el corazón de pena por no
poder remediar todas las necesidades, y ha decidido pedir al
padre Guardián un rincón del huerto para cultivar legumbres y
plantas medicinales en beneficio exclusivo de los pobres. Al principio
todo va bien: el jardincillo de fray Bernardo es el
granero milagroso de la caridad. Pero, a los pocos días,
el hermano hortelano se llena de envidia por el éxito
del santo, y consigue del superior el permiso para terminar
con aquel abuso: pasa el arado en todas las direcciones
y arranca todas las plantas, dejando el terreno de fray
Bernardo sin una brinza y sin una flor. Nuestro santo
mira aquellos destrozos sin perder la paciencia; sube a la
celda del padre Guardián y vuelve a pedirle su bendición
para cultivar el pedacito de huerto. Obtenida la licencia, baja
sonriente al jardín, planta de nuevo las hierbas medicinales y
las legumbres que estaban amontonadas y secas; y antes de
una hora, el huertecito de los pobres se ve frondoso
y lleno de vida, como si nada hubiera sucedido. El
hermano hortelano, testigo del prodigio, no volverá a molestar a
fray Bernardo, y aun le ayudará muy contento siempre que
el santo se lo pida.
* * *
Fray Bernardo fue adquiriendo,
muy a su pesar, una fama extraordinaria de taumaturgo y
de profeta. Sólo él podía decir con certidumbre dónde se
encontraría un animal extraviado, cuándo sanaría o moriría un enfermo,
cuándo se arrepentiría un pecador; sólo él podía dar consejos
a los recalcitrantes, resolver las dudas de los doctos, hacer
que prosperase un negocio difícil.
El señor obispo de la diócesis
viene con frecuencia hasta la celda del lego capuchino y
se sienta en las tablas desnudas de la cama, porque
fray Bernardo no tiene una mala silla que ofrecerle. Allí
el sabio prelado habla con el lego, que le escucha
de rodillas; se discuten los asuntos de la curia y
se toman resoluciones disciplinarias para el buen gobierno del clero,
se proponen altas cuestiones de teología dogmática y moral; y
fray Bernardo, siempre inspirado por Dios, dice tales cosas y
con tan prodigiosa sabiduría, que el señor obispo no puede
prescindir de sus luces y de sus consejos.
Fray Bernardo vive
absorto, embebido en Dios. Se le conoce en el rostro,
que pálido y amarillo de ordinario, al sonar la campana
para la oración se le enciende y hermosea con una
luz de felicidad; se ve su fervor en aquellas jaculatorias
que dice en voz alta, en la portería, en los
claustros, en las calles de la ciudad y en las
casas de sus amigos, jaculatorias que se le escapan y
saltan sin poderlo remediar, como chispas de una hoguera, y
que hacen un bien indecible a todos los que las
oyen. Unas veces son actos de amor a Dios o
saludos a la Virgen María, otras veces son suspiros amargos
en presencia de un pecador, o anhelos de mayor perfección,
o reproches de humildad contra sí mismo.
Por donde quiera que
pasa, va esparciendo «el buen olor de Cristo», perfume que
tiene una eficacia de apostolado. Cuando está de portero, nadie
se marcha sin un consejo o sin una palabra consoladora;
a los pobres, antes de darles la limosna, les hace
rezar ante una imagen de María y prometerle portarse como
buenos cristianos; a los niños, primero les enseña el catecismo,
y después les da frutas, golosinas y medallas.
Todo el mundo
le quiere y le reverencia; no puede salir a la
calle sin que el pueblo corra tras él, aclamándole y
pidiéndole su bendición. Éste es el gran martirio de fray
Bernardo, y los superiores, accediendo a sus deseos, le prohíben
salir del convento para que la gente le deje en
paz. Júzganse dichosos los que pueden conseguir de él una
oración o un recuerdo; y se cuenta que hasta de
Alemania y Francia le han llegado cartas de personajes importantes
pidiéndole el auxilio de su intercesión.
Los pecadores no resisten mucho
tiempo a las dulces reconvenciones del siervo de Dios; generalmente
basta una palabra dicha con esa fuerza de persuasión que
le es propia, para que los más duros de corazón
se postren a sus pies y le prometan corregirse.
Con mucha
razón dice el obispo que fray Bernardo, con su ejemplo
y con sus palabras humildes, hace más provecho en las
almas que todos los misioneros de la diócesis.
* * *
La
figura clásica del Beato Bernardo es la de su vejez
venerable, al acercarse a los noventa años. De alta y
corpulenta estatura, se mueve pausadamente, pero sin tropiezos ni fatigas;
tiene una hermosa cabeza calva coronada de cabellos blanquísimos; blanca
también y majestuosa la barba, como la del Moisés de
Miguel Ángel, que describió un excelso poeta: «...y la barba
larguísima, ondulante, / desciende semejante / a las cascadas que
formó el diluvio».
Sus manos son fuertes, grandes y duras, y
están esculpidas prolijamente con relieves de nervios y venas; los
pies le desbordan de las sandalias, y se ven agrietados
por los surcos profundos que hicieron el frío y el
mucho caminar; la piel del rostro es un pergamino amarillento,
curtido por los años; los ojillos hundidos, vivaces, como dos
estrellitas; la sonrisa perenne en los labios descoloridos.
Es un anciano
que no infunde temor, sino cariño y simpatía; juega con
los gatos de la cocina y con los niños que
vienen a visitarle; tiene siempre y para todos una palabra
edificante y oportuna; es una reliquia preciosa que los religiosos
quisieran conservar por tiempo indefinido.
Es un encanto verle cuando está
en oración, o cuando ayuda a las misas, o cuando
comulga; y es una pena indecible oírle cuando se azota
con las disciplinas, ver los cilicios monstruosos que le llenan
el cuerpo de llagas, y saber que todos los días
ayuna con exagerado rigor, como si tuviera mucha prisa por
dejar este mundo y subir al cielo. Y en efecto,
los frailes le han visto muchas veces en la iglesia
elevado en los aires, con los ojos luminosos y fijos
en la altura, como escapándose de la tierra en un
salto prodigioso de su amor anhelante. Ya nadie se puede
hacer ilusiones; fray Bernardo se morirá el día menos pensado;
es el fruto maduro que se desprenderá del árbol sin
esfuerzo.
Un golpe repentino y gravísimo vino a aumentar los temores
de todos: el santo anciano cayó en cama, abatido por
la parálisis. Aun pudo levantarse algunos días y bajar a
la iglesia; y fue maravilla ver al perfecto religioso, sin
querer eximirse de ninguna obligación de la vida común, obedeciendo
prontamente como en sus días de novicio.
Rápidamente corrió por la
ciudad de Offida la triste noticia de la enfermedad de
fray Bernardo; y comenzó a desfilar por el convento la
interminable procesión de todos sus amigos que querían verle por
última vez. Los obispos, los magistrados, los nobles y ricos
caballeros, se confundían con la gente del pueblo; y el
anciano moribundo, con todas sus facultades en plena lucidez, daba
a uno un consejo, a otros una palabra de agradecimiento
o un saludo amistoso.
El santo Viático le sorprendió en uno
de sus largos éxtasis de amor. Al volver en sí,
llamó al padre Guardián y le dijo: «Padre, por amor
de Dios, déme su santa bendición para ir al cielo».
Los religiosos que rodeaban el lecho rompieron en sollozos, y
el superior contestó con suprema emoción: «Fray Bernardo, no te
daré la licencia que pides, si antes no nos bendices
a todos los presentes». El anciano se incorporó levemente y
trazó la señal de la cruz con el crucifijo que
tenía en sus manos. Después él mismo recibió la bendición
del padre Guardián, murmuró una palabra de gratitud y expiró
plácidamente.
Era el día 22 de agosto de 1694, octava de
la Asunción de María a los cielos. Tenía casi noventa
años de edad y había pasado sesenta y ocho en
la Orden Capuchina. El cadáver fue custodiado por hombres armados
durante tres días y tres noches, para evitar que los
ciudadanos de Áscoli, entusiastas admiradores del siervo de Dios, robaran
los sagrados despojos. Su sepulcro, en la iglesia de los
capuchinos de Offida, ha sido hasta el día de hoy
un lugar de peregrinaciones continuas y de milagros incesantes.
Fue beatificado
por el papa Pío VI el 25 de mayo de
1795.
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