SAN JUAN FRANCISCO REGIS, 1597-1640
La mejor síntesis de su biografía
tan estupenda nos la da él con estas palabras de autoconfesión: "Mi vida ¿para
qué es sino para sacrificarla por las almas? ¿Cómo podría probar yo mi amor a Dios, si
no ofrezco lo que más se estima en este mundo, la salud y la vida? No me sería grata la
vida si no tuviere algo que perder por Jesucristo. Siento un deseo vivísimo de ir a las
mansiones de los iroqueses y ofrecer mi vida por la salvación de aquellos salvajes".
Nos encontramos, pues, ante un hombre totalmente de Dios y entregado al amor de sus hermanos para llevarlos a Cristo.
El apóstol del Languedoc, que se consagra a rehacer la fe y las costumbres, tan maltrechas en aquellas comarcas después de las guerras de religión. Su sueño era evangelizar el Canadá francés, pero nunca se lo consintieron, y consumió su vida en un ámbito mucho más reducido, que era el de su tierra natal.
Nació en Fontcouverte, en Languedoc, (Francia) el 31 de enero de 1587. Sus padres muy fervorosos cristianos y en muy buena posición económica, lo educaron en la sobriedad y en los más sanos principios cristianos. De niño sólo llamaba la atención por sus modales dulces, atento, servicial y muy entregado a cuanto se refiere a la Iglesia. Nunca se cansaba de estar en ella ni de los rezos familiares por más que se prolongasen. Por el 1610, comienza a frecuentar el colegio de los jesuitas de Beziers. Tiene trece anos. Llama la atención no por hacer algo raro, sino por hacer todo cuanto estaba mandado perfectamente bien. Es el primero en todo: Estudios, piedad, esparcimientos, pero lo que más gusta a sus superiores y compañeros es ver que no se lo cree. Es sencillo, humilde, el compañero más fiel. ¿Dónde encuentra Juan Francisco la fuerza para ello? En su ferviente amor a la Eucaristía que recibe casi a diario y que para aquellos tiempos era cosa bastante rara. Su tierno amor a la Virgen María, a la que acude con amor filial. A su Ángel de la Guarda que hasta a veces parece que le acompaña.
El día de la Inmaculada de 1616 ingresa en el Compañía de Jesús como novicio y se entrega de lleno a formarse en las votos religiosos. Emite los votos y los superiores lo destinan a que profundice en los estudios teológicos y filosóficos, en los que también hace maravillosos progresos. Antes de dedicarse al apostolado, pasa largas horas en oración. Los superiores lo ven maduro para dar el paso del sacerdocio y el día de la Sma. Trinidad de 1630 tiene el gozo de recibir el don del sacramento sacerdotal.
La vida de Juan Francisco ahora ya no tiene freno. Comienzan sus famosas misiones rurales. Recorre una gran cantidad de pueblos y ciudades. A todas partes llega su fogosa palabra. El Señor le bendice y regala el don de hacer milagros; todos los encamina para despertar el amor a Dios y el odio al pecado.
Al final de su vida en Puy, feudo tradicional de los calvinistas, se le llamaba «el santo» por antonomasia, y las multitudes acudían a oír a aquel religioso de sotana raída y con remiendos, y de oratoria poco brillante, a menudo tachada de vulgar, que sacudía las conciencias con palabras sencillas e irresistibles.
Cuando no predicaba o confesaba - con el extenuante horario que se había impuesto a sí mismo -, recorría las aldeas más apartadas hablando de Dios a los campesinos que no veían un cura en todo el año, y atendía solícitamente a los herejes consiguiendo muchas conversiones.
La fundación de una serie de casas de refugio para mujeres de vida airada dio pie a calumnias y amenazas de muerte, pero lo más duro fue la postura incomprensiva de sus superiores, quienes juzgaron que se excedía en su celo, y que a menudo pusieron no pocas trabas a su actividad, por lo cual en cierto modo puede también considerársele como mártir silencioso de la obediencia.
Supo descubrir el enorme valor del dolor y del sufrimiento. Se abrazó a él y a cuantos sufrían. Los amaba como la más tierna madre. Les curaba de sus pestilentes enfermedades. Solía decir: "Sufrir por Jesucristo es el único consuelo que hallo en este mundo. Señor, dame fuerzas para poder sufrir más y más por tu amor".
Alguien dijo de él "que no tenía más que a Dios dentro de su alma, a Dios en la boca y a Dios delante de sus ojos". Poseía una gracia enorme para convertir las almas, aun las más alejadas. Se dice que una dama que era totalmente reacia a la Iglesia y hasta enemiga declarada, al ver sus distinguidos modales y su gran santidad, le dijo: "Padre ¿cómo no me voy a convertir a la fe cristiana si usted me lo pide con tanta gracia?".
Agotado de sus apostolados, volaba al cielo el 26 de diciembre de 1640.
Nos encontramos, pues, ante un hombre totalmente de Dios y entregado al amor de sus hermanos para llevarlos a Cristo.
El apóstol del Languedoc, que se consagra a rehacer la fe y las costumbres, tan maltrechas en aquellas comarcas después de las guerras de religión. Su sueño era evangelizar el Canadá francés, pero nunca se lo consintieron, y consumió su vida en un ámbito mucho más reducido, que era el de su tierra natal.
Nació en Fontcouverte, en Languedoc, (Francia) el 31 de enero de 1587. Sus padres muy fervorosos cristianos y en muy buena posición económica, lo educaron en la sobriedad y en los más sanos principios cristianos. De niño sólo llamaba la atención por sus modales dulces, atento, servicial y muy entregado a cuanto se refiere a la Iglesia. Nunca se cansaba de estar en ella ni de los rezos familiares por más que se prolongasen. Por el 1610, comienza a frecuentar el colegio de los jesuitas de Beziers. Tiene trece anos. Llama la atención no por hacer algo raro, sino por hacer todo cuanto estaba mandado perfectamente bien. Es el primero en todo: Estudios, piedad, esparcimientos, pero lo que más gusta a sus superiores y compañeros es ver que no se lo cree. Es sencillo, humilde, el compañero más fiel. ¿Dónde encuentra Juan Francisco la fuerza para ello? En su ferviente amor a la Eucaristía que recibe casi a diario y que para aquellos tiempos era cosa bastante rara. Su tierno amor a la Virgen María, a la que acude con amor filial. A su Ángel de la Guarda que hasta a veces parece que le acompaña.
El día de la Inmaculada de 1616 ingresa en el Compañía de Jesús como novicio y se entrega de lleno a formarse en las votos religiosos. Emite los votos y los superiores lo destinan a que profundice en los estudios teológicos y filosóficos, en los que también hace maravillosos progresos. Antes de dedicarse al apostolado, pasa largas horas en oración. Los superiores lo ven maduro para dar el paso del sacerdocio y el día de la Sma. Trinidad de 1630 tiene el gozo de recibir el don del sacramento sacerdotal.
La vida de Juan Francisco ahora ya no tiene freno. Comienzan sus famosas misiones rurales. Recorre una gran cantidad de pueblos y ciudades. A todas partes llega su fogosa palabra. El Señor le bendice y regala el don de hacer milagros; todos los encamina para despertar el amor a Dios y el odio al pecado.
Al final de su vida en Puy, feudo tradicional de los calvinistas, se le llamaba «el santo» por antonomasia, y las multitudes acudían a oír a aquel religioso de sotana raída y con remiendos, y de oratoria poco brillante, a menudo tachada de vulgar, que sacudía las conciencias con palabras sencillas e irresistibles.
Cuando no predicaba o confesaba - con el extenuante horario que se había impuesto a sí mismo -, recorría las aldeas más apartadas hablando de Dios a los campesinos que no veían un cura en todo el año, y atendía solícitamente a los herejes consiguiendo muchas conversiones.
La fundación de una serie de casas de refugio para mujeres de vida airada dio pie a calumnias y amenazas de muerte, pero lo más duro fue la postura incomprensiva de sus superiores, quienes juzgaron que se excedía en su celo, y que a menudo pusieron no pocas trabas a su actividad, por lo cual en cierto modo puede también considerársele como mártir silencioso de la obediencia.
Supo descubrir el enorme valor del dolor y del sufrimiento. Se abrazó a él y a cuantos sufrían. Los amaba como la más tierna madre. Les curaba de sus pestilentes enfermedades. Solía decir: "Sufrir por Jesucristo es el único consuelo que hallo en este mundo. Señor, dame fuerzas para poder sufrir más y más por tu amor".
Alguien dijo de él "que no tenía más que a Dios dentro de su alma, a Dios en la boca y a Dios delante de sus ojos". Poseía una gracia enorme para convertir las almas, aun las más alejadas. Se dice que una dama que era totalmente reacia a la Iglesia y hasta enemiga declarada, al ver sus distinguidos modales y su gran santidad, le dijo: "Padre ¿cómo no me voy a convertir a la fe cristiana si usted me lo pide con tanta gracia?".
Agotado de sus apostolados, volaba al cielo el 26 de diciembre de 1640.
Etimológicamente
significa: Juan: =”Dios es misericordia” y
Francisco = “franco, libre, decidido”. Vienen de las lenguas
hebrea y alemana,
Los santos
viven las realidades de su tiempo con intensidad y preocupación evangélicas.
A Juan Francisco le tocaron tiempos malos. En sus días existía una batalla
campal entre católicos y calvinistas. Esta guerra la alimentaba la misma
realeza francesa.
Pero, por otra
parte, es el momento en que hay un gran fervor religioso por la Eucaristía
y la Virgen María. Será un ambiente propicio en el que este joven lleve a
cabo todo el caudal de riqueza interior que alberga en su corazón.
Cuando tuvo la
edad requerida, quiso hacerse jesuita. Tuvo que interrumpir sus estudios a
causa de la peste de 1628 en la ciudad de Toulouse, Francia.
Pidió la
ordenación sacerdotal para entregarse por entero al bien de los demás. Lo
enviaron a predicar a Montpellier. Todo el mundo iba a escucharle porque era
un gran comunicador de la Buena Noticia del Evangelio.
Algunos oyentes
decían:<>. Todo esto levantó
ampollas de envidias en otros predicadores que se creían
mejores oradores que él.
Impulsado por
sus deseos apostólicos, quiso ir a predicar al Canadá. Sin embargo, su
suerte iba a tener como destino
el norte de Francia. La región de Vivarais era todavía el castillo
inexpugnable en donde se albergaban los hugonotes.
Los
protestantes se habían adueñado de los puestos eclesiásticos que antes
ocupaban los católicos. Igual que ocurrió en Inglaterra y otros lugares.
El ambiente en
las costumbres y en la disciplina eran horribles, estaban por el suelo.
Incluso los mismos dirigentes religiosos de Roma no lo veían bien. Iba a
contracorriente de todos. El fundaba casas para sacar de la mala vida a
las mujeres, llenaba las iglesias. No paraba en todo el día. Por eso
le sobrevino la muerte cuando tenía 43 años en el 1640. Es el patrono
rural de las misiones en Francia.
¡Felicidades a
quienes lleven este nombre!
“Antes
de aprender a meditar tienes que aprender a no dar portazos” (Monje
Budista).
La tensión entre los católicos y los
calvinistas franceses -los que recibieron el nombre de hugonotes-,
alimentada por los intereses políticos de la Casa de Valois y la Casa de
Guisa, fue aumentando en Francia; estallará la guerra civil en el siglo
XVI y se prolongará durante el siglo XVII.
En uno de los períodos de paz en que se despierta el fervor religioso con manifestaciones polarizadas en torno a la Eucaristía y a la Santísima Virgen, en nítido clima de resurgimiento católico, nace Juan Francisco en Foncouverte, en el 1597, de unos padres campesinos acomodados.
Cuando nació, ya había pasado la terrible Noche de san Bartolomé del 1572 en la que miles de hugonotes fueron asesinados en París y en otros lugares de Francia, con Coligny, su jefe. Y faltaba un año para que el rey Enrique IV, ya convertido al catolicismo, promulgara el Edicto de Nantes que proporcionaría a los hugonotes libertad religiosa casi completa.
Juan Francisco decidió entrar en la Compañía de Jesús. Estaba comenzando los estudios teológicos, cuando se declara en Touluose la terrible epidemia de peste del año 1628. Hay abundantes muertes entre enfermos y enfermeros hasta el punto de fallecer 87 jesuitas en tres años; y como hacen falta brazos para la enorme labor de caridad que tiene ante los ojos, no cesa de pedir insistentemente su plaza entre los que cooperan en lo que pueden para dar algo de remedio al mal. Se hace ordenar sacerdote precisamente para ello, aunque su decisión conlleve dificultades para la profesión solemne.
Este hombre es tan de Dios que, cuando la obediencia le manda desempeñar su ministerio sacerdotal en la región de Montpellier, se hace notar por su predicación a pesar de que su estilo no goza del cuidado y pulcritud que tienen los sermones y pláticas de otros predicadores. Tan es así que, ante el éxito de multitudinaria asistencia y las conversiones que consigue, grandes figuras de la elocuencia sagrada van a escucharle y salen perplejos del discurso que han escuchado por la fuerza que transmite a pesar de la pobreza de expresión. Alguien llegó a decir que «se creía lo que predicaba». De hecho, llegó a provocar celotipias entre los oradores de fama hasta el punto de llegar a acusarle ante su padre provincial declarando que deshonraba el ministerio de la predicación por las inconveniencias y trivialidades que salían de su boca. ¿Por qué el santo suscita envidia precisamente entre los más capacitados que él? ¿Por qué la envidia de los demás es casi consustancial al santo? ¿Cómo es posible que se dé tanta envidia precisamente entre los eclesiásticos? Son preguntas a las que no consigo dar respuesta adecuada.
Quiso ir al Canadá a predicar la fe; pretendía ir con deseo de martirio; hace gestiones, lo solicitó a sus superiores que le prometieron mandarlo, pero aquello no fue posible. Su Canadá fue más al norte de Francia, en la región del Vivarais, donde vivió el resto de su vida. Allí fue donde se pudo comprobar más palpablemente el talante de aquel religioso grandote y flaco que con su sotana raída y parcheada buscaba a las almas. La región era el reducto inexpugnable de los hugonotes que habían ido escapándose de las frecuentes persecuciones. La diócesis de Viviers se encontraba en un deplorable estado espiritual; la mayor parte de los puestos eclesiásticos se encontraban en mano de los protestantes; sólo veinte sacerdotes católicos tenía la diócesis y en qué estado. La ignorancia, la pobreza, el abandono y las costumbres nada ejemplares habían hecho presa en ellos. Le ocupó la preocupación de atenderles y esto volvió otra vez más a acarrearle inconvenientes, ya que algunos que no querían salir de su «situación establecida» le culparon ante el obispo de rigorismo excesivo y de que su predicación -llena de sátiras e invectivas- creaba el desorden en las parroquias; y la calumnia llegó hasta Roma desde donde le recomiendan los jefes prudencia y le prohiben exuberancia en el celo. Creyeron más fácilmente a los «instalados» que al santo. ¿Por qué será eso?
Si los sacerdotes estaban así, no es difícil imaginar la situación de la gente. A pie recorre sube por los picos de la intrincada montaña, camina por los senderos, predica en las iglesias, visita las casas, catequiza, convence y convierte. Allí comienzan los lugareños a llamarle «el santo» y se llenan las iglesias más grandes de gente ávida de escucharle. Organiza la caridad. Funda casas para sacar de la prostitución a jóvenes de vida descaminada. No le sobra tiempo. Pasa noches en oración y la labor de confesonario no se cuenta por horas, sino por mañanas y tardes. Así le sorprendió la muerte cuando sólo contaba él 43 de edad: derrumbándose después de una jornada de confesonario, ante los presentes que aún esperaban su turno para recibir el perdón. Cinco días después, marchó al cielo. Era el año 1640.
Y «si hay un santo a quien pueda invocarse como patrón de las misiones rurales en tierras de Francia, este es san Juan Francisco de Regis», lo dijo Pío XII.
En uno de los períodos de paz en que se despierta el fervor religioso con manifestaciones polarizadas en torno a la Eucaristía y a la Santísima Virgen, en nítido clima de resurgimiento católico, nace Juan Francisco en Foncouverte, en el 1597, de unos padres campesinos acomodados.
Cuando nació, ya había pasado la terrible Noche de san Bartolomé del 1572 en la que miles de hugonotes fueron asesinados en París y en otros lugares de Francia, con Coligny, su jefe. Y faltaba un año para que el rey Enrique IV, ya convertido al catolicismo, promulgara el Edicto de Nantes que proporcionaría a los hugonotes libertad religiosa casi completa.
Juan Francisco decidió entrar en la Compañía de Jesús. Estaba comenzando los estudios teológicos, cuando se declara en Touluose la terrible epidemia de peste del año 1628. Hay abundantes muertes entre enfermos y enfermeros hasta el punto de fallecer 87 jesuitas en tres años; y como hacen falta brazos para la enorme labor de caridad que tiene ante los ojos, no cesa de pedir insistentemente su plaza entre los que cooperan en lo que pueden para dar algo de remedio al mal. Se hace ordenar sacerdote precisamente para ello, aunque su decisión conlleve dificultades para la profesión solemne.
Este hombre es tan de Dios que, cuando la obediencia le manda desempeñar su ministerio sacerdotal en la región de Montpellier, se hace notar por su predicación a pesar de que su estilo no goza del cuidado y pulcritud que tienen los sermones y pláticas de otros predicadores. Tan es así que, ante el éxito de multitudinaria asistencia y las conversiones que consigue, grandes figuras de la elocuencia sagrada van a escucharle y salen perplejos del discurso que han escuchado por la fuerza que transmite a pesar de la pobreza de expresión. Alguien llegó a decir que «se creía lo que predicaba». De hecho, llegó a provocar celotipias entre los oradores de fama hasta el punto de llegar a acusarle ante su padre provincial declarando que deshonraba el ministerio de la predicación por las inconveniencias y trivialidades que salían de su boca. ¿Por qué el santo suscita envidia precisamente entre los más capacitados que él? ¿Por qué la envidia de los demás es casi consustancial al santo? ¿Cómo es posible que se dé tanta envidia precisamente entre los eclesiásticos? Son preguntas a las que no consigo dar respuesta adecuada.
Quiso ir al Canadá a predicar la fe; pretendía ir con deseo de martirio; hace gestiones, lo solicitó a sus superiores que le prometieron mandarlo, pero aquello no fue posible. Su Canadá fue más al norte de Francia, en la región del Vivarais, donde vivió el resto de su vida. Allí fue donde se pudo comprobar más palpablemente el talante de aquel religioso grandote y flaco que con su sotana raída y parcheada buscaba a las almas. La región era el reducto inexpugnable de los hugonotes que habían ido escapándose de las frecuentes persecuciones. La diócesis de Viviers se encontraba en un deplorable estado espiritual; la mayor parte de los puestos eclesiásticos se encontraban en mano de los protestantes; sólo veinte sacerdotes católicos tenía la diócesis y en qué estado. La ignorancia, la pobreza, el abandono y las costumbres nada ejemplares habían hecho presa en ellos. Le ocupó la preocupación de atenderles y esto volvió otra vez más a acarrearle inconvenientes, ya que algunos que no querían salir de su «situación establecida» le culparon ante el obispo de rigorismo excesivo y de que su predicación -llena de sátiras e invectivas- creaba el desorden en las parroquias; y la calumnia llegó hasta Roma desde donde le recomiendan los jefes prudencia y le prohiben exuberancia en el celo. Creyeron más fácilmente a los «instalados» que al santo. ¿Por qué será eso?
Si los sacerdotes estaban así, no es difícil imaginar la situación de la gente. A pie recorre sube por los picos de la intrincada montaña, camina por los senderos, predica en las iglesias, visita las casas, catequiza, convence y convierte. Allí comienzan los lugareños a llamarle «el santo» y se llenan las iglesias más grandes de gente ávida de escucharle. Organiza la caridad. Funda casas para sacar de la prostitución a jóvenes de vida descaminada. No le sobra tiempo. Pasa noches en oración y la labor de confesonario no se cuenta por horas, sino por mañanas y tardes. Así le sorprendió la muerte cuando sólo contaba él 43 de edad: derrumbándose después de una jornada de confesonario, ante los presentes que aún esperaban su turno para recibir el perdón. Cinco días después, marchó al cielo. Era el año 1640.
Y «si hay un santo a quien pueda invocarse como patrón de las misiones rurales en tierras de Francia, este es san Juan Francisco de Regis», lo dijo Pío XII.
La mejor síntesis de su biografía tan estupenda nos la
da él con estas palabras de autoconfesión: "Mi vida ¿para qué es sino
para sacrificarla por las almas? ¿Cómo podría probar yo mi amor a Dios,
si no ofrezco lo que más se estima en este mundo, la salud y la vida? No
me sería grata la vida si no tuviere algo que perder por Jesucristo.
Siento un deseo vivísimo de ir a las mansiones de los iroqueses y
ofrecer mi vida por la salvación de aquellos salvajes".
Nos encontramos, pues, ante un hombre totalmente de
Dios y entregado al amor de sus hermanos para llevarlos a Cristo. Un
elocuente predicador, un maravilloso maestro y un celoso misionero capaz
de derramar su sangre si llegare la ocasión.
Nació en Fontcouverte, en Languedoc, (Francia) el 31 de
enero de 1587. Sus padres muy fervorosos cristianos y en muy buena
posición económica, lo educaron en la sobriedad y en los más sanos
principios cristianos. De niño sólo llamaba la atención por sus modales
dulces, atento, servicial y muy entregado a cuanto se refiere a la
Iglesia. Nunca se cansaba de estar en ella ni de los rezos familiares
por más que se prolongasen.
Por el 1610, comienza a frecuentar el colegio de los
jesuitas de Beziers. Tiene trece años. Llama la atención no por hacer
algo raro, sino por hacer todo cuanto estaba mandado perfectamente bien.
Es el primero en todo: Estudios, piedad, esparcimientos, pero lo que
más gusta a sus superiores y compañeros es ver que no se lo cree. Es
sencillo, humilde, el compañero más fiel. ¿Dónde encuentra Juan
Francisco la fuerza para ello? En su ferviente amor a la Eucaristía que
recibe casi a diario y que para aquellos tiempos era cosa bastante rara.
Su tierno amor a la Virgen María, a la que acude con amor filial. A su
Angel de la Guarda que hasta a veces parece que le acompaña.
El día de la Inmaculada de 1616 ingresa en el Compañía
de Jesús como novicio y se entrega de lleno a formarse en los votos
religiosos. Emite los votos y los superiores lo destinan a que
profundice en los estudios teológicos y filosóficos, en los que también
hace maravillosos progresos. Antes de dedicarse al apostolado, pasa
largas horas en oración. Los superiores lo ven maduro para dar el paso
del sacerdocio y el día de la Sma. Trinidad de 1630 tiene el gozo de
recibir el don del sacramento sacerdotal.
La vida de Juan Francisco ahora ya no tiene freno.
Comienzan sus famosas misiones rurales. Recorre una gran cantidad de
pueblos y ciudades. A todas partes llega su fogosa palabra. El Señor le
bendice y regala el don de hacer milagros; todos los encamina para
despertar el amor a Dios y el odio al pecado.
Supo descubrir el enorme valor del dolor y del
sufrimiento. Se abrazó a él y a cuantos sufrían. Los amaba como la más
tierna madre. Les curaba de sus pestilentes enfermedades. Solía decir:
"Sufrir por Jesucristo es el único consuelo que hallo en este mundo.
Señor, dame fuerzas para poder sufrir más y más por tu amor".
Alguien dijo de él "que no tenía más que a Dios dentro
de su alma, a Dios en la boca y a Dios delante de sus ojos". Poseía una
gracia enorme para convertir las almas, aun las más alejadas. Se dice
que una dama que era totalmente reacia a la Iglesia y hasta enemiga
declarada, al ver sus distinguidos modales y su gran santidad, le dijo:
"Padre ¿cómo no me voy a convertir a la fe cristiana si usted me lo pide
con tanta gracia?".
Agotado de sus apostolados, volaba al cielo el 26 de diciembre de 1640.
SAN
JUAN FRANCISCO DE REGIS
(†
1640)
A
mediados del siglo XVII el párroco de Lalouvesc, aldea perdida entre las
nieves del mediodía francés, escribía en su libro parroquial:
"Este último día de diciembre de 1640, hacia la media noche, ha
muerto en mi habitación y sobre mi cama, en la que había estado enfermo
seis días, el reverendo padre Juan Francisco de Regis, jesuita del
Puy”.
Efectivamente,
seis días antes, el 26 de diciembre, aquel hombre, hasta entonces
aparentemente insensible al frío, a la fatiga y al ayuno, había caído
sin conocimiento, rodeado de una inmensa turba de gentes que le
apretujaban esperando a que los confesase. Toda la mañana la había
pasado, aconsejando, consolando y absolviendo, en ayunas.
A
las dos les dijo la misa, y a continuación siguió confesando hasta caer
desmayado.
Este
accidente fue una revelación asombrosa para los lugareños. Resultaba que
"el padre santo" no era un ángel, sino un hombre como ellos, a
pesar de los prodigios de todo orden que estaban acostumbrados a ver
realizar a aquel religioso grandote y flaco. Así sucumbía a sus cuarenta
y tres años de edad, agotado hasta el extremo en el ejercicio de su
ministerio, el hombre del que Pío XII, poco antes de ser elegido papa,
afirmaría: "Si hay un santo a quien pueda invocársele como a patrón
de las misiones rurales en tierras de Francia, éste es San Juan Francisco
de Regis".
Los
primeros años de la vida de nuestro “Santo" no tienen especial
relieve. Nace el 31 de enero de 1597 en Foncouverte, pueblecillo situado
entre Narbonne y Carcasonne, en el seno de una acomodada familia
campesina, y en el colegio es un chico, como tantos otros, que juega y
estudia. Treinta años antes las guerras de religión habían asolado el
país. Los hugonotes habían asesinado a los sacerdotes, destrozado las imágenes,
a la vez que robaban y profanaban los templos, cuando no los destruían. A
las persecuciones se siguió un ambiente de profunda renovación católica,
marcadamente en la devoción a la Virgen y a la Eucaristía, que influyó
para siempre en Juan Francisco de Regis.
A
los diecinueve años aquel joven alegremente equilibrado y querido de
todos por su encanto natural fuera de lo corriente, empieza a no sentirse
a gusto. Nota aversión por las cosas del mundo. Y súbitamente cae en la
cuenta de que la santidad, para él, no será accesible viviendo en el
ambiente mundano. El sendero de su vocación religiosa comienza a
deslindarse. Siente la llamada a alabar a Dios, pero no en una abadía
cercana, muchas veces visitada y en la que no pocos monjes son parientes
suyos. En su entrega, ahora como después, no busca facilidades
personales. Su vocación le impulsa a la Compañía de Jesús, y su
alabanza a Dios será ganando almas en el apostolado directo.
Pasan
los años de noviciado y estudios, oscuros al exterior, pero luminosos
para su alma. Su entrega a la gracia es generosa. En ese ambiente de oración,
penitencias y humillaciones voluntarias, su alma de apóstol se va
perfilando con pequeños escarceos de catequesis y sermones. Al tiempo de
comenzar su teología en Toulouse, 1628, la peste se apodera de la ciudad.
Hay que acogerse a la campiña. Y allí, en una casa de campo convertida
en escolasticado, es en donde Juan Francisco comienza a sentirse devorado
por la prisa en llenar su tarea apostólica.
Varios
jesuitas son destinados a atender a los apestados, nuestro estudiante
reclama con insistencia ese puesto para él. Pero siempre recibe igual
respuesta: "El ministerio de cuidar de los apestados es sólo para
los sacerdotes, que pueden mejor que los otros, cuidando los cuerpos,
sanar las almas". La peste sigue haciendo estragos entre enfermos y
enfermeros. En tres años morirán víctimas de la caridad, por atender a
los apestados, 87 jesuitas. Su deseo persiste más intenso a la vez que
una paz inmensa llena su alma. El fogonazo de su prisa lo va madurando
ante el sagrario. La explosión llega el día en que ingenuamente
manifiesta que "se siente culpable, no de haber concebido unas
aspiraciones excesivas, sino de haber sido demasiado lento en engendrarlas
y harto cobarde en procurar su cumplimiento”. Puesto que para atender a
los apestados es preciso ser sacerdote, conjura a su superior para que se
le ordene cuanto antes, y con toda sencillez le ofrece en recompensa
aplicar por él treinta misas, “por considerarle uno de sus mayores
bienhechores".
Las
filas de los sacerdotes se han aclarado mucho con la epidemia. Urge el
enviar refuerzos a esas regiones arrasadas antes por los hugonotes y ahora
por la peste. Los superiores acceden, Pero al mismo tiempo le señalan que
la posibilidad de alcanzar la profesión solemne de cuatro votos quedará
seriamente comprometida al alternar los estudios con un apostolado
prematuro. Para Regis no era despreciable la profesión solemne; pero en
la balanza de valores, su anhelo por hacer venir a Dios a la tierra, en
sus manos, cada día, y su prisa por enviarle al cielo las almas que le
pusiera en su camino, pesaba incomparablemente más. En la fiesta de la
Santísima Trinidad, a los treinta y tres años de edad, decía su primera
misa. Terminada su formación, pasa nueve meses en un diminuto colegio
supliendo a un profesor enfermo. En adelante, los ocho años que aún le
quedan de vida será catequista y misionero rural.
Los
caminos que nos llevan a Dios son tan numerosos y variados como lo somos
las personas que los recorremos. En estos caminos se da la misma
diversidad física y moral que existe entre unos hombres y otros. Los
hombres ignoramos si Dios marca igual "distancia" a recorrer,
igual “cima" a escalar para todos, porque no lo podemos medir. En
cambio, lo que sí podemos apreciar es que en la carrera de la santidad
hay “velocidades" y tensiones diferentes. En este aspecto diremos
que Juan Francisco de Regis llevaba el "motor" muy
revolucionado. El fervor de su espíritu había encontrado un cuerpo
fuerte, que lo podía secundar. Sus contemporáneos afirman con toda
seriedad que “realizaba él solo el trabajo de diez buenos operarios“.
En cuarenta y tres años de vida, veinticuatro como religioso, diez como
sacerdote y ocho como catequista y misionero, logró que la voz popular le
calificara unánimemente con el nombre de "santo”. Y tanto mereció
en ese corto espacio de tiempo a los ojos de Dios, que el abogado de su
causa de beatificación, refiriéndose a las declaraciones de sus
contemporáneos, pudo afirmar: "Todos estos testimonios deben tener
tanto mayor peso para la Sagrada Congregación cuanto que los franceses,
nadie lo ignora, no pecan, de ordinario, en estas materias por exceso de
credulidad. Es por lo que, ante tantos prodigios y milagros evidentes, una
especie de soplo divino y nacional parece levantarlos para proclamar la
gloria de Dios y la santidad de su servidor".
Comienza
a misionar la región de Montpellier y Sommiéres, espiritualmente
destrozada por el calvinismo. En seguida su predicación llama la atención.
No dice sólo lo que sabe, sino que lo que dice parece que lo ve, aunque
se trate de los más profundos misterios. Al oírle, al mirarle predicar,
los corazones se sentían tocados, y las lágrimas de los más
recalcitrantes corrían. No obstante, su oratoria no era florida. Un
predicador de fama, Guillermo Pascal, que le oyó, nos declara: "¡Cuán
vanas son nuestras preocupaciones en pulir y adornar nuestros discursos!
Las muchedumbres corren a escuchar las simples catequesis de este hombre y
las conversiones se producen, mientras que nuestra esmerada elocuencia no
obtiene ningún resultado o es de escasa duración".
Esta
atracción extraordinaria por escucharle nunca decayó. Años más tarde,
en Puy, sus catequesis serán sonadas de verdad. En el proceso de
beatificación afirmaron sus promotores que "el milagro está en que
en una gran ciudad un hombre de aspecto miserable, siempre vestido de
remiendos, sin ningún talento oratorio, que no decía nada fuera de lo
ordinario, de un estilo mediocre y grosero, manifestara un tal soplo del
espíritu divino, que arrastrase a Dios todas las almas", No faltaron
oradores "de fama” que, movidos por la celotipia, avisasen a su
padre provincial de que "el padre Regis, por santo que fuera,
deshonraba a su ministerio por las inconveniencias y trivialidades de su
lenguaje. El púlpito cristiano exige una mayor dignidad". Al día
siguiente acusador y provincial fueron a escucharle mezclados entre la
masa. El superior quedó impresionado, declarando al acusador simplemente:
“Quiera el cielo que todos los sermones fueran impregnados de esta unción.
El dedo de Dios está ahí. Si yo habitase aquí, no perdería ninguno de
sus sermones”.
Sus
servicios como misionero son reclamados más al norte, en el Vivarais,
región montañosa y refugio casi inexpugnable de la herejía. Desde hace
más de un siglo la diócesis de Viviers rara vez había tenido obispo, y,
si lo tuvo, no pudo visitar su diócesis a causa de las guerras
religiosas. Todos los beneficios estaban en poder de los hugonotes, y del
conjunto de las iglesias diocesanas sólo tres quedaban en pie. Sólo había
veinte sacerdotes para toda la diócesis, con una formación teológica
reducidísima, ya que para ordenarlos sólo se exigía entonces tres meses
de seminario antes de cada orden mayor. Como cabe suponer, la corrupción
de costumbres era espantosa. Los ministros de Dios, en lugar de
remediarlo, lo fomentaban con su vida libertina y los seglares que se decían
católicos no tenían de ello más que el nombre.
Fue
aquella una misión de desbroce para preparar la visita del obispo. La
confirmación no se daba sólo a los niños, sino a gentes de todas las
edades. El poder de seducción sobrenatural del padre Regis comienza a
manifestarse entonces. Fue famosa la conversión de una célebre mujer
hugonote, irreducible hasta entonces a todos los intentos. Bastó con que
el padre le dijera al verla: "Bueno, amiga mía, ¿no quiere usted
convertirse?", para que ella respondiera con agrado: "Me lo pide
usted con tanta gracia... "
La
atención de nuestro misionero se fijó, ante todo, en convertir y
santificar a los sacerdotes. El celibato eclesiástico dejaba en muchos
casos bastante que desear. A los que vivían según los deberes de su
estado, los reforzaba en su virtud y los elogiaba delante del obispo. A
los otros trataba de convertirlos humilde y respetuosamente siempre en
privado. Si, pasado un tiempo, ni con ruegos ni amenazas venían a
mandamiento, los abandonaba a la justa severidad del prelado.
La
sanción de alejar a los viciosos produjo cierto descontento, que se
tradujo en acusaciones sobre que su predicación estaba llena de sátiras
e invectivas sangrantes, que sembraban el desorden en las parroquias. Esto
último era cierto. Venía a romper “el orden establecido"
malamente.
Monseñor
De Suze tenía el temperamento fuerte. Hijo de noble familia de militares,
"estaba mejor constituido para mandar un ejército que para dirigir
una diócesis". Juan Francisco no se defiende de las acusaciones.
Recuerda que su regla le invita, por amor a Cristo, a sufrir como
oprobios, falsos testimonios e injurias sin haber dado ocasión para ello.
Se contenta con manifestarle que "dadas sus pocas luces, no duda de
que se le habrán escapado muchas faltas". Las controversias entre
los obispos de Francia y los religiosos en general habían llegado en esta
época al paroxismo. Las quejas calumniosas que llegan hasta Roma afectan
vivamente al padre Vitelleschi, entonces padre general de la Compañía de
Jesús, a causa de esa situación difícil. La conducta de Juan Francisco
fue calificada de indiscreta, con muestras de simplicidad, e indicándose
a su superior que no bastaba con apartarle de aquella misión, sino que
debía ser castigado en proporción a su falta.
El
vicario general de la diócesis hizo ver su error al obispo; este,
impulsivo, pero recto, hizo llamar inmediatamente al padre, y en público
le dio grandes muestras de aprecio, "exhortándole a combatir siempre
el vicio con igual discreción". Espontáneamente volvió a escribir
al padre general, pero esta vez para hacerle grandes alabanzas del celo,
prudencia e inmensa caridad de su súbdito, al que sólo reprochaba el
prelado el prodigar su salud, sin preocuparse de los avisos. Dios permitió
la humillación de su siervo por la calumnia, pero para dejar mas patente
su virtud ante los superiores al no haber querido defenderse. Su fama había
sido públicamente restablecida, pero su humildad le mantenía en la
convicción del fracaso. Se le había aconsejado tanto la discreción y la
prudencia para lo sucesivo, que cualquiera que no fuese tonto comprendería
que se le consideraba desprovisto de tales virtudes. Su carácter fogoso y
noble se acomodaba mal con esa prudencia humana, hija de una sociedad
avejentada.
Sus
ideales de apóstol se fijan ahora en el entonces Canadá francés. El
evangelizar a los algonquinos, iroqueses y hurones resultaba tremendamente
duro y heroico, debido a la pobreza de la misión, inclemencias del país,
falto de civilización, y a la posibilidad próxima del martirio; pero allí
todo era nuevo, sin límites ni celotipias. Después de mucho orar y de
convencerse de que no es el despecho del fracaso, sino el deseo del
martirio, lo que le impulsa, pidió ese destino. Las respuestas a sus
sucesivas instancias fueron siempre esperanzadoras; pero, a pesar de los
deseos del padre general de enviarle, la misión era muy pobre para poder
mantener a más misioneros. Cinco años más tarde morirá Juan Francisco,
y su "Canadá" serán las montañas del Vivarais, y sus verdugos
su propio celo y su ilimitada caridad.
Y
comienza la época cumbre de Regis. Con el ideal puesto en la esperanza de
ir pronto a romperse en el Canadá y a morir allí mártir, empieza a
misionar las aldeas perdidas entre picachos y nieves. De tal manera se
entregó sin reservas, que pronto aquellos rudos aldeanos le apellidaron
unánimemente "el santo". Pecadores endurecidos que lloran públicamente
sus pecados, enemistades ancestrales que desaparecen, libertinajes que se
suprimen, fervores que renacen, ésa es la estela que señala su paso en
medio de masas de montañeses que recorren muchas millas para venir a
escucharle y a confesarse con "el padre santo”. Las facilidades del
apostolado no las buscaba para su persona, sino en orden a sus prójimos.
Sus catequesis sorprendentes en Puy y sus audaces obras sociales en la
ciudad las realizaba en los hermosos días de primavera y verano. Entonces
el recorrer las montañas no hubiera dejado de tener su encanto para él,
nacido en el campo. Pero era ésa la época de cosechar las reservas para
los crudos días invernales.
En
la ciudad sus catequesis congregan de ordinario a cinco mil personas, que
invaden hasta los altares laterales de la iglesia más capaz para
escucharle. A la predicación une las obras de caridad. Pronto se le llama
"el padre de los pobres". Organiza la caridad, pero él mismo
mendiga de puerta en puerta. Las chabolas le son familiares y corren de
boca en boca curaciones y prodigios realizados en favor de los pobres.
Lucha sin descanso contra la prostitución y los seductores, y no sin
dificultades funda un asilo de arrepentidas. Cada una de ellas es una
conquista que resuena en la ciudad, mezclándose en el relato los
insultos, bofetadas y bastonazos que el padre ha recibido por su rescate.
Pero la cruz más pesada de esta época tal vez sea la obediencia a su
rector, hombre pusilánime, que, asustado por los comentarios de “Ios
prudentes”, restringe el celo y regula estrechamente la caridad del
padre. La obediencia es perfecta; pero a veces la lucha interna le causa
fiebre. Tras la prueba, Dios le da otro rector que le apoya en sus santas
“locuras".
No
nos ha dejado ningún escrito sobre su vida interior este auténtico
contemplativo en la acción. Hombre de gran austeridad y penitencia, que
pasaba gran parte de la noche en oración, tras de jornadas inverosímiles
de viajes a pie, predicando y confesando de continuo, sin reparar en la
comida o el descanso. Hombre endiosado que “no tenía más que a Dios en
la boca, a Dios en el corazón, a Dios delante de los ojos",
"que veía a Dios en todas las cosas", "que predicaba, no
lo que sabía, sino lo que veía". Hombre de una fe extraordinaria,
capaz de provocar los milagros hasta lo increíble. Y hombre, en fin, que
supo dejar hacer a Dios en él maravillas. Ante un hombre tan grande nos
quedamos un poco descorazonados para imitarle; pero pensemos que esas
maravillas no las hizo él. Estoy cierto de que el más asombrado era el
propio Juan Francisco de Regis al contemplar la grandeza de Dios al
trasluz de su miseria humana.
San
Juan Francisco Regis
|
Francisco nace en 1597 de familia acaudalada en Narbona, Francia y a los 19 años empieza a no sentirse a gusto en la vida mundana. Siente aversión por los placeres mundanales. Y súbitamente cae en la cuenta de que la santidad no será conseguida por él si sigue viviendo entre las gentes mundanas. Cerca de su ciudad había una abadía de monjes que lo estimaban, pero a él le atraía más la Compañía de Jesús, porque los Jesuitas se dedicaban más al apostolado entre el pueblo. Pidió ser admitido entre los jesuitas y en su noviciado demostraba tal fervor que uno de sus compañeros llegó a declarar: "Juan Francisco se humilla él mismo hasta el extremo, pero demuestra por los demás un aprecio admirable".
Siendo estudiante, el compañero de habitación lo acusó ante el superior diciéndole que Regis en vez de dormir lo suficiente pasaba muchas horas rezando en la capilla. El Padre Rector le respondió: "No le impidas sus devociones. No te opongas a sus comunicaciones con Dios. a mi me parece que este joven es un santo y que un día nuestra Comunidad celebrará una fiesta en su honor". Y esta respuesta resultó profética.
A los 33 años fue ordenado de sacerdote y al año siguiente lo destinaron a un trabajo que estaba muy de acuerdo con sus aspiraciones y con su fuerte constitución física: dedicarse a predicar misiones entre el pueblo. Y se dedicó a este trabajo con tal energía que sus compañeros exclamaban: "Juan Francisco hace el oficio de 5 misioneros". En 43 años de vida, 24 como religioso, diez como sacerdote y 9 como misionero popular, logró inmensos éxitos y tuvo el mismo calificativo en todos los sitios donde estuvo predicando: "el santo".
A diferencia del estilo muy elegante y rebuscado que se usaba entonces para predicar, el padre Juan Francisco se dedicó a predicar de manera extremadamente sencilla, con estilo directo, a veces hasta rayando en demasiado ordinariote, pero que iba directamente al alma y con una elocuencia y un fervor, que los pecadores no eran capaces de no conmoverse al escucharle. Sus sermones atraían a las multitudes formadas por católicos y herejes, gente buena y gente corrompida, pobres y ricos, sabios e ignorantes. Le encantaba predicar a los pobres, pero decía que con sus sermones había logrado convertir también a muchos ricos.
Los oyentes comentaban: "Este padre no dice solamente lo que sabe, sino que parece que lo que está diciendo lo estuviera viendo". Al escucharle se conmovían aun los corazones más indiferentes. Un predicador de fama fue a escucharle, y después decía a sus colegas: "El Padre Juan Francisco predica con extrema sencillez y convierte pecadores por millares y nosotros que predicamos con tanta elegancia, ¿a quién logramos convertir?".
Otro testigo afirmaba: "Lo que a mí me admira es que un hombre de tan pobre presencia, con su sotana llena de remiendos, diciendo lo que todos dicen, sin adornos en su lenguaje, siendo a veces tan duro en su hablar, tiene tan grande inspiración divina que uno no es capaz de escucharle y seguir en paz con sus pecados".
Algunos doctores se dirigieron al superior de los jesuitas diciéndole que el Padre Regis predicaba muy burdamente. Que un modo de predicar así era un deshonrar la altísima dignidad de predicador. Entonces el superior provincial se fue con su secretario a escuchar un sermón del santo, mezclados entre el pueblo. El superior quedó tan profundamente impresionado por su predicación, que les dijo a los acusadores: "Ojalá quisiera Dios que todos los misioneros predicaran con toda unción como este sacerdote. El dedo de Dios está aquí. Si yo viviera en esta región, no me perdería ni un solo sermón de este padre".
Un párroco afirmaba: "En mi parroquia, después de una misión predicada por el Padre Juan Francisco, mis parroquianos cambiaron de tal manera, que a mí me parecía que eran otras personas".
El Sr. Obispo lo envió a misionar a una región que durante 40 años había sido invadida por los calvinistas, y en la cual la corrupción de costumbres era espantosa y el anticatolicismo era tan feroz que el mismo Sr. Obispo no podía nunca aparecer por allí. Y el poder de convicción del Padre Regis fue tan arrollador que las conversiones se obraron por montones. Una de las más terribles calvinistas, al oír que el santo sacerdote le preguntaba: "¿Y Ud. cuándo es que se va a convertir?", sintió una fuerza de la gracia de Dios tan avasalladora, que le respondió: "Pues, ¡me quiero convertir ahora mismo!", y en verdad que dejó su mala vida pasada y empezó a vivir como una buena católica.
Como con sus predicaciones acababa con muchos vicios, aquellos que vieron afectados con esto sus malos negocios, lo acusaron con calumnias ante el Sr. Obispo y hasta en Roma. El padre sufrió mucho con esto, pero afortunadamente Dios hizo que el secretario del obispo se diera cuenta de las mentiras que le estaban inventando y le defendió ante Monseñor, el cual escribió a Roma, hablando muy bien del gran misionero.
Mientras tanto el santo seguía misionando por las regiones más apartadas y de más difícil acceso. Y las multitudes lo seguían. Los campesinos se encontraban y el saludo que se daban era: "Vamos a escuchar al santo". Y en las ciudades, los templos se llenaban hasta más no poder, y los feligreses repetían: - Vayamos a oír al santo.
A muchísimas mujeres las sacó de la vida corrompida y las encaminó hacia una vida virtuosa. Los vicios que convirtió fueron incontables.
A las tres de la madrugada estaba levantado. Pasaba la mañana confesando y predicando y la tarde consiguiendo ayuda para los pobres. Muchas veces se olvidaba de comer.
A dos ciegos les hizo recobrar la vista. Con la imposición de las manos curó a muchos enfermos. Su despensa daba y daba a los pobres y no se agotaba y el milagro más grande que conseguía era convertir a los pecadores de su mala vida.
Se fue a predicar una misión a una región terriblemente fría y apartada. Por el camino lo sorprendió una tempestad de nieve que le impidió continuar el viaje y tuvo que pasar la noche en medio de terrible ventarrón y en plena nieve. Y le sobrevino una pulmonía. Sin embargo así de enfermo pronunció tres sermones el primer día de la misión y dos el segundo día. Toda la mañana de este día la pasó confesando. En ayunas celebró la misa a las dos de la tarde, y cuando se dirigió a su confesionario para seguir su labor heroica, cayó desmayado.
Lo llevaron a la casa cural y poco antes de morir exclamó: "Veo a Nuestro Señor y a su Santísima Madre que preparan un sitio en el cielo para mí". Y luego exclamó: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu", y murió. Era el año 1640.
Al visitar el sepulcro de San Juan Francisco Regis, se propuso después el joven San Juan Vianey, ser sacerdote, costara lo que costara. Es que los ejemplos de su vida son admirables.
Confesor (1597-1640) La tensión entre los católicos y los calvinistas franceses, alimentada por los intereses políticos de la Casa de Valois y la Casa de Guisa, fue aumentando en Francia; estallará la guerra civil en el siglo XVI y se prolongará durante el siglo XVII.
En uno de los períodos de paz en que se despierta el fervor religioso con manifestaciones polarizadas en torno a la Eucaristía y a la Santísima Virgen, en nítido clima de resurgimiento católico, nace Juan Francisco en Foncouverte, en el 1597, de unos padres campesinos acomodados. Cuando nació, ya había pasado la terrible Noche de san Bartolomé del 1572 en la que miles de hugonotes fueron asesinados en París y en otros lugares de Francia, con Coligny, su jefe.
Y faltaba un año para que el rey Enrique IV, ya convertido al catolicismo, promulgara el Edicto de Nantes que proporcionaría a los hugonotes libertad religiosa casi completa. Juan Francisco decidió entrar en la Compañía de Jesús. Estaba comenzando los estudios teológicos, cuando se declara en Touluose la terrible epidemia de peste del año 1628. Hay abundantes muertes entre enfermos y enfermeros hasta el punto de fallecer 87 jesuitas en tres años.
Como hacen falta brazos para la enorme labor de caridad que tiene ante los ojos, no cesa de pedir insistentemente su plaza entre los que cooperan en lo que pueden para dar algo de remedio al mal. Se hace ordenar sacerdote precisamente para ello, aunque su decisión conlleve dificultades para la profesión solemne. Quiso ir al Canadá a predicar la fe; pretendía ir con deseo de martirio; hace gestiones, lo solicitó a sus superiores que le prometieron mandarlo, pero aquello no fue posible.
Su Canadá fue más al norte de Francia, en la región del Vivarais, donde vivió el resto de su vida. Allí comienzan los lugareños a llamarle «el santo» y se llenan las iglesias más grandes de gente ávida de escucharle. Organiza la caridad. Funda casas para sacar de la prostitución a jóvenes de vida descaminada.
No le sobra tiempo. Pasa noches en oración y la labor de confesionario no se cuenta por horas, sino por mañanas y tardes. Así le sorprendió la muerte cuando sólo contaba él 43 de edad: derrumbándose después de una jornada de confesionario, ante los presentes que aún esperaban su turno para recibir el perdón.
Cinco días después, marchó al cielo. Era el año 1640
Oremos
Tú, Señor, que concediste a San Juan Francisco de Regis el don de imitar con fidelidad a Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por intercesión de este santo, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra vocación, tendamos hacia la perfección que nos propones en la persona de tu Hijo. Que vive y reina contigo.
San Juan Francisco Régis, S.I. and ryan | |
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San Juan Francisco Régis |
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Santo confesor | |
Nombre | Juan Francisco Régis |
Nacimiento | 31 de enero de 1597 Fontcouverte, Francia |
Fallecimiento | 30 de diciembre de 1642 Lalouvesc, Francia |
Venerado en | Iglesia Católica Romana |
Beatificación | 18 de mayo de 1716, por el Papa Clemente XI |
Canonización | 16 de junio de 1737, por el Papa Clemente XII |
Órdenes | Compañía de Jesús |
Festividad | 16 de junio |
Hijo de Jean Régis y Margarite de Cugunhan, estudió en el Colegio Jesuita de Béziers. Entró en el Noviciado de Toulouse en 1616. Se ordenó como jesuita a los 31 años. Enseñó gramática en los Colegios de Billau de 1619 a 1625,de Puy-en-Velay de 1625 a 1627 y Auch de 1627 a 1628, tras lo cual pasó largos años predicando entre los pobres en zonas controladas por los hugonotes, viviendo en el Colegio jesuita de Montpellier.
Su estilo de prédica era sencillo y directo, excelente para el entendimiento de los analfabetos. Estableció refugios para prostitutas y trabajó con las víctimas de la peste en Toulouse. Estableció la Confraternidad del Bendito Sacramento. Recaudaba dinero y comida de la gente próspera para dársela a los pobres.
Falleció de neumonía cuando desarrollaba una misión en La Louvesc. San Juan María Vianney y San Marcelino Champagnat fueron grandes devotos suyos, imploraron su intercesión para poder salvar los escollos que les dificultaban el ingreso al seminario.
Fue beatificado el 18 de mayo de 1716, y canonizado el 16 de junio de 1737. Su fiesta es el 16 de junio.
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