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Revoluciones y continuidades |
No sólo ocurre en nuestro tiempo: en otras épocas y
lugares, ha logrado una gran aceptación la idea de que
el mundo humano da saltos, de que hay revoluciones y
progresos que provocan modos nuevos de pensar y de vivir.
Por
eso resulta frecuente hablar de revoluciones: revolución científica, revolución industrial,
revolución tecnológica, revolución informática, revolución médica, revolución cultural, revolución política,
revolución artística, y un largo etcétera de revoluciones.
Esta idea triunfa
desde un hecho que es difícil de negar: en la
historia humana se producen cambios consistentes. No es lo mismo
vivir en un poblado donde hay que ir a tomar
el agua potable que está en un pozo, que vivir
en una ciudad donde el agua llega cómodamente a casa
a través de un sistema complejo de tuberías. No es
lo mismo afrontar una enfermedad con algunas hierbas que, se
espera, tienen propiedades curativas, que afrontarla en un hospital lleno
de aparatos y con una amplia gama de estrategias de
intervención.
Sin embargo, fijarse demasiado en las revoluciones y en los
cambios implica el riesgo de dejar de lado elementos de
continuidad que atraviesan todas las épocas y todos los lugares.
Porque el hombre del mundo cibernético tiene miedos y ansiedades,
como también tenía miedos y ansiedades el hombre del Neolítico.
Alguno
dirá que hace 200 años morían millones de niños porque
no había llegado la revolución sanitaria. Es cierto. Pero una
mayor permanencia en el tiempo de tantos hombres y mujeres
que en el pasado morían de modo precoz no elimina
lo que es constante en la naturaleza humana; por ejemplo,
tener deseos y buscar la realización de planes a corto
o a largo plazo.
En cada ser humano existe una serie
de elementos constantes, que valen para quien vive en un
rascacielos como para quien se escondía en una caverna. ¿Cuáles
son algunos de esos elementos? Somos libres y somos parte
de un grupo. Somos impulsivos y podemos pensar con mayor
ponderación ciertos asuntos. Somos enamoradizos y tenemos una capacidad de
odio que puede ser destructora. Somos frágiles ante los elementos
y capaces de usar la fuerza del viento o del
átomo para canalizarla en beneficio propio o de otros.
Hay revoluciones
y hay continuidades. Sobre todo hay una continuidad que no
podemos apagar ni con lecturas, ni con fiestas, ni con
la entrega apasionada al trabajo (realizado en el campo o
ante una computadora): la que surge desde el deseo de
inmortalidad.
Es cierto que nacemos sin que nadie nos hubiera pedido
permiso, como ha sido observado tantas veces. Pero mucho de
lo que escogemos cada día depende de nosotros. En la
amplia gama de elecciones que hay a nuestra disposición, intuimos
más o menos vagamente que está en juego, en primer
lugar, nuestra felicidad temporal y la de quienes viven más
o menos cerca de nosotros. Además, de un modo más
profundo, somos conscientes de que lo que se dé tras
la muerte también depende de lo que ahora hacemos o
dejamos de hacer.
Por eso, tanto el hombre que salía de
una choza para ir de cacería, como el hombre que
sale de su casa para ir a una oficina altamente
sofisticada, sabían y saben que un día llegará el momento
de decir adiós a este mundo incierto para introducirnos en
el mundo misterioso de lo eterno, en el horizonte donde
Dios lo es todo y donde sólo vale haber vivido
según la justicia, el amor y la verdad. Tres palabras
que ninguna revolución ha podido dejar atrás, porque están inscritas
de modo indeleble en el corazón de cada ser humano.
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