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domingo, 30 de octubre de 2011

EL DIOS TONTO, CIEGO, SORDO Y MUDO




A veces peco. No, sinceramente peco a cada momento. Fallo, caigo, una y otra vez. Y Dios parece que no se da cuenta. O se hace el tonto.

Miro alrededor: violencia, muerte, epidemias, guerra, falta de esperanza. ¿Cómo es posible la muerte de un inocente? ¿Por qué no hay medicina para quien se pudre de dolor en el hospital público? ¿Estará Dios ciego?

Grito. Comparto mi sinsabor al cielo. Pido el milagro, la cura mágica, la respuesta inmediata y la ausencia del dolor. No solo en mi vida, sino en la de los demás. Pero ni siquiera escucho el eco de mi voz. El cielo absorbe mi rabia e impotencia. Dios aparentemente está sordo.

Y cuando pido iluminación, conocer el camino que me lleve a la auténtica felicidad, la respuesta es el silencio. En el momento en que mi vida se parte en dos no termino de escuchar la voz de mi Creador. Cuando quiero que me ayude a decidir, simplemente permanece callado. ¿Enmudece mi Dios?

No es mi trabajo defender a Dios. Ya está grandecito para hacerlo solo. Lo que sí puedo hacer -y se me estrujan las entrañas si no lo hago- es compartir lo que experimento de su forma de ser en mi vida. Dar testimonio, le llaman algunos.

La pedagogía de Dios en mi vida no es un rayo fulminante al momento de pecar. Es la misericordia, el perdón amoroso, especialmente dado a quien no lo merece. No tengo como padre a un juez castigador, sino a un amigo que espera que incluso tropezando pueda madurar. Los ojos de Dios no están cerrados al sufrimiento humano. Es desde ahí, desde la cruz, desde donde se ha dirigido a nosotros, para mostrarse débil y sufriente. Tenemos un Dios que conoce nuestros dolores, porque los ha experimentado.

Y no es precisamente indiferente. Al hacer memoria de las dificultades que he tenido, veo que de todas esas muertes he sido resucitado. No recibo una palabra al oído, ni una nube cubre mi caminar en el desierto. Pero al ver atrás descubro su huella, su acción salvadora, su rescate constante. No me habla como yo he imaginado, pero no deja de mostrarme su amor, incluso desde el dolor y el sufrimiento. A veces los enamorados no necesitan ni una palabra para decirse lo mucho que se aman. Pues algo así.

Con todo esto, creo que no es ni tan tonto, ni tan ciego, ni tan sordo, ni tan mudo. No puedo medir las distancias en litros, ni el peso en kilómetros. Tal vez lo que deba hacer es dedicarle un buen tiempecito a Dios para ver cómo ha actuado en mi vida. Y al descubrirlo, tener la gratitud suficiente para, al menos, darle una sonrisa cada día. Es un buen comienzo.

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