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Obispo y Doctor de la Iglesia
(313-386)
El siglo IV es una época de luchas teológicas, las más agitadas, las más encarnizadas que han existido en la Iglesia. Los grandes doctores discuten, argumentan, satirizan, manejan la pluma como una maza, lanzan opúsculos en infolios, que son bombas. Pero en medio de los polemistas y los luchadores aparece un hombre que, sin apartarse un punto de la ortodoxia, se esfuerza por mantenerse alejado del campo de batalla; en medio de aquella literatura militante y tumultuosa brilla un libro de aire reposado, de sencillo acento, tono íntimo y emocionante, en cuyas páginas encuentra un sedante el espíritu fatigado por el ruido de las controversias. Son las Catequesis de San Cirilo de Jerusalén.
Origen desconocido, juventud escondida en el silencio de la vida monástica, vida enamorada de la paz y lanzada por las circunstancias a todos los tumultos de la lucha. Obispo en 348, se ocupa en instruir a su pueblo, en atraer con su mansedumbre a los herejes, en acudir al socorro de los necesitados. Con motivo de un hambre general, no teme deshacerse de los tesoros de la iglesia. Las luchas fratricidas entre obispos se presentan a sus ojos como un peligro de escándalo para los débiles; se llena de tristeza al ver las divisiones que desgarran a la Iglesia, y quiere ser neutral; pero siempre reprobando los dos errores extremos, el arrianismo y el sabelianismo. Comulga con los eusebianos y con los intérpretes puros de Nicea, tal vez sin darse cuenta del alcance de la cuestión que se debatía entre ellos. Pero los arríanos le odian, porque han visto en él un enemigo. Es acusado, depuesto, expulsado de la ciudad santa. Tres veces le lanzan al destierro, y la última de ellas se ve obligado a andar errante por las ciudades de Asia y por las lauras cenobíticas durante once años (367-378). Pero asiste al triunfo definitivo de sus ideas, toma parte en el concilio ecuménico de Constantinopla (382) y se extingue poco después, alegre de ver que va renaciendo la concordia en los espíritus. La Iglesia le honra como el príncipe de los catequistas. La catequesis en su tiempo era la enseñanza oral que preparaba a los catecúmenos a la recepción del bautismo. En este género sencillo y popular, San Cirilo nos dejó verdaderas obras maestras. Todas ellas datan del primer año de su episcopado. No las escribió él mismo; las predicó, y los estenógrafos las recogieron. Su palabra tiene las cualidades y los defectos del estilo hablado e improvisado: es práctica, viva, apremiante, cordial y, a veces, patética. Las digresiones y los paréntesis la entorpecen de cuando en cuando; pero siempre se ve el espíritu claro, metódico y preciso. Desde la introducción, Cirilo habla del pecado y la penitencia; en la tercera instrucción empieza a tratar del bautismo; consagra doce a explicar las sentencias del Símbolo, y en las cinco últimas da una cabal inteligencia de los ritos y ceremonias del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía. Son las catequesis mistagógicas, en las cuales su lenguaje se reviste de una gracia más suave, de una más tranquila y afectuosa cordialidad.
Hay una circunstancia que añade nuevo interés a esta obra famosa, y es que San Cirilo escribe antes de la aparición de los grandes doctores y en medio de las discusiones más ruidosas. No obstante, el fondo de su doctrina es de una ortodoxia irreprochable. Hablando de la Trinidad, expone así sus creencias acerca de este misterio, que era el motivo de tantas divisiones: «Nuestra esperanza está en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. No predicamos tres Dioses. ¡Callen los marcionistas! No admitimos en la Trinidad ni confusión, como Sabelio, ni separación, como hacen otros.» Estas últimas palabras son una alusión evidente a los partidarios de Arrio. «El Padre perfecto—añade—engendra al Hijo perfecto. No podemos decir: Hubo un tiempo en que el Verbo no existía.» Tal vez uno de los misterios que con más precisión y energía ha expuesto San Cirilo es el de la presencia real. Sus expresiones en este punto se han hecho clásicas. «Bajo la figura del pan—dice a sus neófitos—recibís el Cuerpo de Cristo, y bajo las apariencias de vino recibís su Sangre, y esa recepción hace de vosotros un solo cuerpo y una sola sangre con Él.» Notable es también esta frase que nos describe la manera de presentarse los fieles a la sagrada mesa: «Haced de vuestra mano izquierda como un trono en que se apoye la mano derecha, que ha de recibir al Rey. Santificad luego vuestros ojos con el contacto del Cuerpo divino y comulgad. No perdáis la menor partícula. Decidme: si os entregasen pajuelas de oro, ¿no las guardaríais con el mayor cuidado? Pues más preciosas que el oro y la pedrería son las especies sacramentales.»
Se ha observado, por unos con malicia y por otros con escándalo, que Cirilo no habla nunca de Arrio y los arríanos, que evita cuidadosamente las palabras que eran objeto de discusión, y que no emplea una sola vez la palabra omousios. Este proceder es un acto de prudencia, y se explica por el carácter de su auditorio y el temperamento de su espíritu. Quiere hacer una obra de edificación, no de controversia. Le disgustan las fórmulas que pueden aumentar la división, hace cuanto puede por no herir a los adversarios, y elimina toda expresión capaz de turbar los espíritus. A los términos filosóficos, recientemente introducidos, prefiere las fórmulas consagradas por la antigüedad. No es un teólogo al estilo de San Atanasio; es un catequista que instruye piadosamente; pero como catequista ocupa un puesto distinguido entre los maestros del pensamiento cristiano, cuyos escritos forman la riqueza permanente de la Iglesia.
Invensibles de la sierra
ResponderEliminarAltamira tlaxco puebla
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