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miércoles, 11 de octubre de 2017

Evangelio del Día miércoles 11 Octubre 2017

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Miércoles de la vigésima séptima semana del tiempo ordinario

San Juan XXIII
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Leer el comentario del Evangelio por
Homilía del siglo V sobre la oración: «Enséñanos a orar»

Jonás 4,1-11.

Jonás se disgustó mucho y quedó muy enojado.
Entonces oró al Señor, diciendo: "¡Ah, Señor! ¿No ocurrió acaso lo que yo decía cuando aún estaba en mi país? Por eso traté de huir a Tarsis lo antes posible. Yo sabía que tú eres un Dios bondadoso y compasivo, lento para enojarte y de gran misericordia, y que te arrepientes del mal con que amenazas.
Ahora, Señor, quítame la vida, porque prefiero morir antes que seguir viviendo".
El Señor le respondió: "¿Te parece que tienes razón para enojarte?".
Jonás salió de Nínive y se sentó al este de la ciudad: allí levantó una choza y se sentó a la sombra de ella, para ver qué iba a suceder en la ciudad.
Entonces el Señor hizo crecer allí una planta de ricino, que se levantó por encima de Jonás para darle sombra y librarlo de su disgusto. Jonás se puso muy contento al ver esa planta.
Pero al amanecer del día siguiente, Dios hizo que un gusano picara el ricino y este se secó.
Cuando salió el sol, Dios hizo soplar un sofocante viento del este. El sol golpeó la cabeza de Jonás, y este se sintió desvanecer. Entonces se deseó la muerte, diciendo: "Prefiero morir antes que seguir viviendo".
Dios le dijo a Jonás: "¿Te parece que tienes razón de enojarte por ese ricino?". Y él respondió: "Sí, tengo razón para estar enojado hasta la muerte".
El Señor le replicó: "Tú te conmueves por ese ricino que no te ha costado ningún trabajo y que tú no has hecho crecer, que ha brotado en una noche y en una noche se secó,
y yo, ¿no me voy a conmover por Nínive, la gran ciudad, donde habitan más de ciento veinte mil seres humanos que no saben distinguir el bien del mal, y donde hay además una gran cantidad de animales?".

Salmo 86(85),3-4.5-6.9-10.

Tú eres mi Dios: ten piedad de mí, Señor,
porque te invoco todo el día;
reconforta el ánimo de tu servidor,
porque a ti, Señor, elevo mi alma.

Tú, Señor, eres bueno e indulgente,
rico en misericordia con aquellos que te invocan:
¡atiende, Señor, a mi plegaria,
escucha la voz de mi súplica!

Todas las naciones que has creado
vendrán a postrarse delante de ti,
y glorificarán tu Nombre, Señor,
porque tú eres grande, Dios mío,

y eres el único que hace maravillas.


Lucas 11,1-4.

Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos".
El les dijo entonces: "Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino;
danos cada día nuestro pan cotidiano;
perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación".


Extraído de la Biblia: Libro del Pueblo de Dios.



Leer el comentario del Evangelio por :

Homilía del siglo V sobre la oración
Atribuida erróneamente a san Juan Crisóstomo; PG 64, 461 (cf. breviario, viernes después de Ceniza)

«Enséñanos a orar»

    El bien supremo es la oración, la conversación familiar con Dios. Ésta es la relación que tenemos con Dios y la unión con él. Igual que los ojos del cuerpo quedan iluminados al ver la luz, asimismo el alma que tiende hacia Dios queda iluminada por su inefable luz. La oración no es efecto de una actitud exterior sino que viene del corazón. No queda reducida a unas horas o a momentos determinados sino que es una actividad continua, tanto de día como de noche. No nos contentemos orientando nuestro pensamiento a Dios durante el tiempo dedicado exclusivamente a la oración, sino que cuando otras ocupaciones nos absorben –como son el cuidado de los pobres o cualquier otra ocupación dirigida a una obra buena y útil- es importante mantener al mismo tiempo el deseo y el recuerdo de Dios, a fin de ofrecer al Señor del universo un alimento muy suave, sazonado con la sal del amor de Dios. Podemos sacar de ahí una gran ventaja para toda la vida si consagramos a ella buena parte de nuestro tiempo. 

    La oración es la luz del alma, el verdadero conocimiento de Dios, la mediación entre Dios y los hombres. A través de ella el alma se eleva hacia el cielo y abraza al Señor con un abrazo inexpresable. Como un niño de pecho hace con su madre, el alma llama a Dios llorando, hambrienta de la leche divina. Expresa sus deseos más profundos y recibe regalos que sobrepasan todo lo que se puede ver en la naturaleza. La oración con la cual nos presentamos con respeto delante de Dios, es gozo para el corazón y descanso del alma.


Contemplar el Evangelio de hoy

Día litúrgico: Miércoles XXVII del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 11,1-4): Sucedió que, estando Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación».
Comentario: Fr. Austin Chukwuemeka IHEKWEME (Ikenanzizi, Nigeria)
«Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos»
Hoy vemos cómo uno de los discípulos le dice a Jesús: «Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos» (Lc 11,1). La respuesta de Jesús: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación» (Lc 11,2-4), puede ser resumida con una frase: la correcta disposición para la oración cristiana es la disposición de un niño delante de su padre.

Vemos enseguida que la oración, según Jesús, es un trato del tipo “padre-hijo”. Es decir, es un asunto familiar basado en una relación de familiaridad y amor. La imagen de Dios como padre nos habla de una relación basada en el afecto y en la intimidad, y no de poder y autoridad.

Rezar como cristianos supone ponernos en una situación donde vemos a Dios como padre y le hablamos como sus hijos: «Me has escrito: ‘Orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?’. —¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: ¡tratarse!’» (San Josemaría).

Cuando los hijos hablan con sus padres se fijan en una cosa: transmitir en palabras y lenguaje corporal lo que sienten en el corazón. Llegamos a ser mejores mujeres y hombres de oración cuando nuestro trato con Dios se hace más íntimo, como el de un padre con su hijo. De eso nos dejó ejemplo Jesús mismo. Él es el camino.

Y, si acudes a la Virgen, maestra de oración, ¡qué fácil te será! De hecho, «la contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial (...). Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo» (Juan Pablo II).

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