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lunes, 21 de agosto de 2017

San Bernardo de Claraval.

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Su familia. Su infancia. 

Tescelín el Moreno, oficial del duque de Borgoña, y la dulce y encantadora Aleta o Alicia fueron bendecidos por el Señor con siete hijos: Guido, Gerardo, Bernardo, Humbelina, Andrés, Bartolomé y Nivardo. Todos serán santos o beatos.      

Este santo matrimonio – los dos son venerables y beatos- supieron educar cristianamente a sus hijos: el primero en ser llamado a la vocación fue Bernardo. De ellos aprendió el niño aquel amor a Jesús y a María, de cuyas dulzuras había después de empapar sus admirables escritos. Pero le faltó su madre cuando más necesitaba de ella. Él fue quien, uno a uno, fue arrastrando a todos hacia el claustro.  

Bernardo estaba dotado con todos los dones que puede envidiar una persona: tipo elegante, inteligencia despierta, simpatía arrolladora, corazón ardiente. Su hermosura juvenil, su esbelta y varonil estatura, su rostro perfectamente perfilado, con ojos azules en los que, al decir de sus biógrafos, "resplandecía una pureza angelical" por donde asomaba la belleza y el encanto de su alma, fueron todos estos atractivos un constante peligro para su virtud. Así juzgó necesario dar un adiós al mundo y encerrarse en el nuevo monasterio del Cister, recién fundado por San Roberto. 

Su vocación  al Claustro. 

Bernardo fue el verdadero reformador de la vida religiosa y hasta cristiana de la Edad Media. Llevaba catorce años aquel monasterio, fundado por San Roberto con veintiún compañeros en 1098, sin que ingresara en el mismo ni un solo monje, cuando San Bernardo se presenta al frente de aquellos fervorosos novicios a acrecentar la nueva familia cisterciense, y si esto sucedió al principio no es extraño que cuando, a los veinticinco años de edad, y tan sólo dos de monje, fuera nombrado abad fundador del Claraval, consiguiera que durante los treinta y ocho años que duró su prelacía llegara la Orden a contar hasta 343 monasterios, de los cuales 63 fueron derivaciones del mismo Claraval, y que llegaran a más de 900 los monjes que hicieron en sus manos la perpetua profesión. 

“Aquí estarás encerrado hasta que pase Bernardo”, “escóndete, que no te vea Bernardo”. Así hablaba la esposa a su marido, la joven a su novio y las madres a sus hijos. Tal era el imán que despedían aquellos ojos grandes y aquella palabra arrebatadora de corazón enamorado. A todos los arrastraba a su monasterio. Arrastró a sus hermanos, a su sobrina, a su cuñada, a su madre… 

“El hombre que se enamoró de Dios”, “el reformador del Císter”, “el amado de María”, “el cantor de María”, “el ojos grandes”… Todo esto se ha dicho y muchas más cosas de este gran hombre que influyó en la iglesia de la Edad Media más que los reyes y papas de su tiempo. 

Estos eran los lemas que eligió para sí y que encierran toda su rica vida y espiritualidad: 

- “Alcanzar a Cristo”: una vez que abandonó el mundo ya nada le importaba más que esto, ser todo de Cristo y sólo para Él. 

-“Absortos en Cristo”: Era un alma profundamente contemplativa. Pasaba horas y horas ensimismado en Dios y en las obras de la naturaleza que le llevaban a Dios. 

-“Pendientes de Cristo”; “conscientes de Cristo”. 

Estos lemas eran guías para él y para su hermana Humbelina a quien amaba con toda su alma. Él sabía muy bien que su misión no era otra que la de continuar la obra comenzada por Cristo en su alma al abrazar la vida del Císter. Estos lemas le servían como espuelas para amar más y más al Señor y servir a los hermanos. 

Su acción y su influencia. 

La acción de Bernardo no se limitó a sus monasterios (fundó casi de 350; y atrajo al seguimiento de Cristo en la vocación del claustro más de 900 vocaciones, como hemos dicho), sino que llamó la atención a reyes, príncipes y papas cuando vio que no iban por buen camino. Estos mismos jerarcas acudían a él sabedores de que siempre les diría la verdad. 

El siglo XII es turbulento de herejías y cismas, que llegan a producir tal confusión que aun las almas de buena voluntad no aciertan a saber dónde está la verdad. No puede ante esto permanecer encerrado en su claustro manejando la pala y el azadón, cuando lo que se necesitaba era el manejo de la pluma y de la palabra, y por eso salta San Bernardo a la acción, decidido a atajar aquel incendio que amenazaba destruir la casa del Señor. Es el árbitro de su siglo, buscado y solicitado, para intervenir y aminorar las frecuentes contiendas que en aquella tan agitada época sin cesar existían, y el monje tan recogido y silencioso que después de muchos años no sabrá cómo es la techumbre de la iglesia del Cister.  

Bernardo supo hermanar en sí mismo como pocos a María y a Marta del evangelio. Así es San Bernardo, la vida activa más agitada con la contemplación más encumbrada de la mística. Es un soldado, un guerrero, un político y a la vez un asceta rígido, un director espiritual de conciencias y un formador y fundador de monasterios. Era contemplativo donde los haya y celoso apóstol como ninguno.; predicó Cruzadas, dirigió batallas, pasaba largas horas en oración.  

Asiste a concilios, aconseja a los Pontífices, disputa con los herejes; estaba tan firme y animoso, que no dudó en aceptar el encargo que le confiara el papa Eugenio III de predicar la segunda Cruzada para libertar a los Santos Lugares del poder musulmán. Cincuenta y seis años de edad tenía entonces San Bernardo, colectando triunfos contra la herejía y el cisma, por su palabra eficaz y su santidad. 

Bien ganado tenía el descanso por el que tanto suspiraba en su monasterio del Claraval, de donde nunca hubiera salido a no ser forzado por la obediencia y por su ardiente amor a Cristo y a su Iglesia, pero la voluntad divina dispuso que fuera precisamente entonces cuando emprendiera una muy larga peregrinación, acompañada de una actividad prodigiosa y totalmente inexplicable dado el estado tan precario de su salud, tan minada hacía años por la austeridad y penitencia con que trataba a su cuerpo, que estaba tan quebrantada que muchos de sus hijos creían que su vida tocaba a su fin. He aquí la severidad del asceta que se tomaba rigurosa cuenta a sí mismo y se pregunta incesantemente: "Bernardo, ¿a qué has venido a la Religión? ¿Por qué has abandonado el siglo?" 

Y con la antorcha encendida de la Palabra de Cristo,  recorre toda Francia, Alemania y Flandes, y donde no puede resonar su voz serán sus cartas y emisarios en Inglaterra, España, Italia, Hungría, Polonia y, en fin, en Europa entera. Las ciudades en masa salen a su paso para escuchar su palabra, presenciar y admirar los milagros que sin cesar hacía, sanando un sinnúmero de enfermos y alistándose en la cruzada en tal cantidad, que pudo escribir al Papa: "Las ciudades y castillos quedan vacíos, y difícilmente se encontrará un hombre por cada siete mujeres". 

Su amor a la Santísima Virgen 

Amaba a Jesús con toda su alma: “Jesús es miel en la boca, melodía al oído y júbilo en el corazón”, con frecuencia decía. En fin, de modo asombroso y sorprendente admiramos en él la dulcísima miel de su bondad y caridad sin límites, que se paladea sin llegar nunca a cansar, de sus sermones, sobre todo cuando habla o escribe sobre la Santísima Virgen. 

Se le llama a San Bernardo el último de los Padres de la Iglesia, pero sólo en el orden cronológico no en el teológico y doctrinal, y menos aún en lo que toca a la Mariología. En esto no hay quien le aventaje. No se puede dar un solo paso sin contar con San Bernardo o citar sus escritos.  
Sirva como ejemplo la fórmula de estos tiempos en la que escritores piadosos y directores de almas coinciden con unanimidad: "A Jesús por María", en la que se quiere condensar la Mediación universal de la Santísima Virgen como Madre de Jesús y nuestra, y Corredentora de los hombres. Pues bien; esta fórmula precisamente está inspirada en San Bernardo, ya que viene a ser la doctrina fundamental tantas veces repetida en sus escritos.  

Explica, por ejemplo, el trascendental consentimiento de la Virgen a las palabras del ángel en la Anunciación, o del sermón de la Natividad de María, llamado del "Acueducto" por presentar a María como verdadero acueducto de la vida de Dios para los hombres; o de los sermones de la Presentación y Purificación, Anunciación, Asunción… Es necesario leer los sermones y saborearlos en toda su integridad. 

Los que quieren progresar en su amor a la Madre de Dios, necesariamente tienen que leer los escritos de San Bernardo por la claridad y el amor con que habla de ella.  

De su corazón brotaron el Acordáos,el final de la Salve, el “en las angustias invoco a María”, siendo cantor como pocos de las glorias de la Madre del cielo."Acuérdate oh Madre Santa, que jamás se oyó decir, que alguno a Ti haya acudido, sin tu auxilio recibir". El pueblo vibraba de emoción cuando le oía clamar desde el púlpito con su voz sonora e impresionante. 

“Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte a la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola no te desesperarás. Y guiado por Ella llegarás seguramente al Puerto Celestial”.   

 Sus bellísimos sermones son leídos hoy, después de varios siglos, con verdadera satisfacción y gran provecho. Amó tiernamente a María como pocos lo hayan hecho, concluyendo su devoción  a la Madre de Dios con esta frase:      

 NO ERES MAS SANTO PORQUE NO ERES MAS DEVOTO DE MARÍA”    

    Moría el 1.1153. Había nacido el 1.090. 63 años de santidad y ejemplo indescriptible e inabarcable para la Iglesia y todos sus hijos. 


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