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martes, 21 de marzo de 2017

Conferencia de Cuaresma




“Santificado sea tu Nombre”


El tiempo de Cuaresma es tiempo para tomar conciencia de nuestra vocación. San Benito dice que es el tiempo en el que nuestra vocación monástica debe reencontrarse a sí misma, su verdad, la que deberíamos vivir todo el año (cfr. RB 49,1-3). Y la Iglesia llama a todos los fieles a renovar su vocación cristiana, su vocación bautismal. La Cuaresma es como una profundización del catecumenado, aquello que la mayor parte de nosotros no ha hecho desde su bautismo, para alcanzar la renovación de las promesas bautismales en la noche de Pascua y poder avanzar en el camino de nuestra vida como renacidos de la muerte y resurrección de Cristo.

Vivir de la vida de Cristo

¿De qué debemos purificarnos de modo que nuestra vida y vocación se renueven en el misterio pascual?
Lo que significa una novedad para nosotros en la Pascua de Cristo es el hecho de que con el Bautismo y la Eucaristía, junto con la conversión, acogemos la gracia de estar unidos a Cristo, de ser incorporados a Él, de vivir en comunión con Él. Resucitando de nuestra muerte, Cristo nos da el vivir su vida, que se convierte para nosotros en la única vida, nuestra verdadera y única vida, porque solo la vida de Cristo ha vencido nuestra muerte.

La Cuaresma debe despertar en nosotros esta conciencia y esta realidad. Nos debe reconducir a vivir de la vida de Cristo, sin la que estamos como condenados a nuestra muerte. Con Cristo, por Cristo, en Cristo, no somos más condenados a nuestra muerte, sino agraciados con su vida, con la vida eterna.

¿Cómo merecemos la gracia de la vida de Cristo y en Cristo?
Una gracia se merece acogiéndola, abriéndose a ella. Por esto, la ascesis cristiana y, por lo tanto, la ascesis cuaresmal, es una ascesis de apertura a la gracia, una ascesis que abre el corazón para acoger lo que se le da, lo que no merece y que se le da gratuitamente.

San Benito, en el capítulo 49 de la Regla, sobre la observancia cuaresmal, insiste precisamente en las prácticas que, en cierto sentido, tienen sobre todo la finalidad de “vaciarnos” para permitir a la gracia de Dios llenarnos cada vez más. Insiste en la oración como petición, como súplica hasta las lágrimas, insiste en la lectura como espacio de silencio y atención que damos a la Palabra de Dios, insiste en la compunción del corazón, como si nuestro corazón, inflado de orgullo y vanidad, debiera ser “golpeado” y “pinchado” para “desinflarse” de sí y dejarse llenar del soplo del Espíritu Santo. Y después insiste en la abstinencia, es decir, en “disminuir”, en “sustraer” de nosotros la comida, la bebida, el sueño, la locuacidad, la superficialidad que nos hacen estar “llenos” de nosotros, llenos de “yo” más que de Dios, llenos de vacío en lugar de plenitud.

Dejar espacio a Dios

Hoy quisiera profundizar en un solo aspecto de este camino cuaresmal y monástico propuesto por san Benito, un punto que me parece urgente centrar en nosotros mismos y en nuestras comunidades: el aspecto de la oración, y, precisamente, de una oración que deja espacio a Dios en nuestra vida.

En Etiopía, leyendo una biografía del Venerable P. Félix María Ghebreamlak, el monje africano de Casamari que ofreció su vida para que naciese la vida monástica cisterciense en África, me ha emocionado la respuesta que dio en su lecho de muerte a aquellos que le decían que pidiese lo que necesitase: “¡Recen y ayúdenme a rezar!”.
Me parece que esta respuesta va a lo esencial de nuestra necesidad y de la ayuda que debemos prestarnos, si queremos verdaderamente ayudarnos a vivir nuestra vocación, cristiana y monástica, con verdad y plenitud. Debemos orar los unos por los otros, pero también ayudarnos a orar, porque la oración no es solo un bien objetivo, sino, sobre todo, subjetivo. La oración no es importante solo y, ante todo, por aquello que se pide, sino por lo que ella escomo relación con el Señor. Quien reza profundamente, en el fondo, no tiene necesidad de nada más, porque tiene la relación con Dios, la amistad de Dios y todo lo demás se le da por añadidura.

En la oración que nos ha enseñado Jesús, el Padrenuestro, existen siete peticiones. Ahora bien, entre ellas hay una en la que tenemos, creo yo, la tendencia de “pasar de largo”, sin detenernos demasiado en ella, porque es una petición especial, diferente de las demás, en el sentido de que no pide nada en concreto o que logremos definir. Sin embargo, esta petición es la primera: “Santificado sea tu nombre”.

Un instante decisivo

Jesús, conforme a su corazón de Hijo de Dios, debía sentir de una forma especial las expresiones de los Salmos que alaban el nombre de Dios. En efecto, muy a menudo los Salmos alaban o invitan a alabar el nombre de Dios, porque es bueno, porque es sublime, porque es amable.

Pero hay un momento particular en la vida terrena de Jesús en el que el sentido y el significado de la santificación del nombre del Padre se expresa y se revela en toda su profundidad, y pienso que es allí donde debemos entender lo que debe significar para nosotros la invocación “Santificado sea tu nombre”.

Se trata de un momento clave en la vida y en la misión de Jesús, un momento en el que se nos revela que la glorificación del nombre del Padre es el sentido profundo del misterio pascual, de la muerte y resurrección del Hijo. Es en el capítulo 12 del Evangelio de Juan. Un poco antes, Jesús ha resucitado a Lázaro, lo que llevó al Sanedrín a tomar la decisión de matarlo (Jn 11,53). Después vino la unción de Betania (12,1-11), seguida de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén (12,12-19). Después de esto, Juan relata el episodio de los Griegos que piden a Felipe: “Queremos ver a Jesús"” (12,21). Cuando Jesús es informado de este deseo de los Griegos, es como si para Él se hiciese una conciencia clara y definitiva de que había llegado la Hora de la Pasión y Resurrección, y lo expresa así:
“ ‘Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado. En verdad, en verdad os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará. Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará.  Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre’. Entonces vino una voz del cielo: ‘Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez’.” (Jn 12,23-28)

Por lo tanto, Jesús es consciente de que debe morir, que debe morir para resucitar y dar vida a la Iglesia, al Reino de Dios en toda su fecundidad eucarística. En un cierto punto parece que en las palabras de Jesús se diese un momento de duda, un momento de tentación, de escapar al destino de grano de trigo que debe morir para dar mucho fruto. San Juan, que no relata como los Sinópticos la agonía de Getsemaní, quizá la sintetiza aquí en una pregunta que Jesús se plantea, pero para responder enseguida con un acto de libertad y fe en el que nos da todo el sentido de su Pasión y Muerte: “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora.  Padre, glorifica tu nombre.” (Jn 12,27)

“¿Y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora?”
Jesús podría haber dicho esto; habría podido pedir esto al Padre, y el Padre lo habría escuchado enseguida. El Padre habría anulado inmediatamente la hora de la Pasión y Muerte del Hijo, la hora de nuestra Redención. No era ninguna obligación para Dios el salvarnos. Pero precisamente dirigiéndose al Padre con la turbación y la angustia humana que prueba, Jesús coloca la hora que vive en su fuente de amor, en el Amor trinitario infinito que ha querido y decidido esta hora desde toda la eternidad.

Jesús tiene casi un arrebato de rabia al responderse a esta pregunta, como si la petición al Padre de salvarlo de esta hora fuese una tentación del demonio, como cuando respondía a las tentaciones en el desierto, al comienzo de su misión, o cuando rechaza con ira la tentativa de Pedro de oponerse a su Pasión. Aquí dice: “¡Mas para esto he llegado a esta hora!”.

Rechazar la Cruz sería para Jesús un renegar todo su camino, toda su misión, como anular toda su venida al mundo, la Encarnación, todos los años de su vida humana, escondida y pública. Todo esto no habría tenido sentido, no se cumpliría, habría sido en vano, inútil.
Juan describe este momento crucial en dos frases, pero es verdaderamente un momento en el que, en el fondo, se ha decidido todo, en el que todo nuestro destino, el destino de toda la humanidad, se ha decidido.

Los Sinópticos, decía, han descrito este instante más difusamente en la agonía de Getsemaní. También allí Jesús rechaza la tentación de volver atrás, de anular el designio del Padre de salvarnos a través de la Cruz. En los Sinópticos, lo que resuelve la tentación extrema de Jesús es el abandono a la voluntad del Padre (Mt 26,39.42; Mc 14,36; Lc 22,42).
En Juan se da seguramente también este aspecto, expresado por lo demás en todo su Evangelio – “He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 6,38; cfr. 8,29) – pero es como si en este momento crucial aquello en lo que se apoya la libertad de Jesús para sacrificarse por nosotros, más que la voluntad del Padre es su gloria: “Padre, ¡glorifica tu nombre!”.

La tristeza mortal

También aquí, como en Mateo y Marcos, la prueba de Jesús comienza por una profunda angustia interior que Jesús no esconde. En todas las ocasiones la expresa aludiendo a los Salmos: “Mi alma está triste hasta la muerte” (Mt 26,38; Mc 14,34; cfr. Sal 41,6.12 y 42,5). En Juan hay una alusión al Salmo 6,4: “Ahora mi alma está turbada” (Jn 12,27).

Es importante meditar sobre esta tristeza del alma de Cristo porque es la nuestra, la que expresan los Salmos y los Profetas, la tristeza humana provocada por miles de peligros, pero, sobre todo y finalmente, por la muerte y el pecado. Jesús hace suya nuestra tristeza, nuestra ansiedad y miedo de pecadores frente a la muerte, incluso siendo Él inocente, sin pecado y de naturaleza divina. Jesús ha asumido nuestra humanidad no solo hasta la muerte, sino también hasta la angustia que el hombre experimenta ante la muerte.

Quizá la expresión más acertada de esta tristeza mortal, de la angustia existencial de toda la humanidad que Jesús asume, la tristeza que se esconde detrás de aquella sencilla expresión “Mi alma está turbada”, se encuentra en el Salmo 87):

“Señor, Dios mío, de día te pido auxilio, de noche grito en tu presencia;
llegue hasta tí mi súplica, inclina mi oído a mi clamor.
Porque mi alma está colmada de desdichas, y mi vida está al borde del abismo;
ya me cuentan con los que bajan a la fosa, soy como un inválido.
Tengo mi cama entre los muertos, como los caídos que yacen en el sepulcro,
de los cuales ya no guardas memoria, porque fueron arrancados de tu mano.
Me has colocado en lo hondo de la fosa, en las tinieblas del fondo;
tú cólera pesa sobre mí, me echas encima todas tus olas.
Has alejado de mí a mis conocidos, me has hecho repugnante para ellos:
encerrado, no puedo salir, y los ojos se me nublan de pesar.
Todo el día te estoy invocando, tendiendo las manos hacia ti.
¿Harás tú maravillas por los muertos? ¿Se alzarán las sombras para darte gracias?
¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia, o tu fidelidad en el reino de la muerte?
¿Se conocen tus maravillas en la tiniebla, o tu justicia en el país del olvido?
Pero yo te pido auxilio, por la mañana irá a tu encuentro mi súplica.
¿Por qué, Señor, me rechazas, y me escondes tu rostro?
Desde niño fui desgraciado y enfermo, me doblo bajo el peso de tus terrores,
pasó sobre mí tu incendio, tus espantos me han consumido:
me rodean como las aguas todo el día, me envuelven todos a una;
alejaste de mí amigos y compañeros: mi compañía son las tinieblas.”

Cuando leemos y escuchamos los relatos de quien ha sufrido en los campos de concentración, de quien vive en la miseria, de quien sufre enfermedades incurables, físicas o psíquicas, de quien sufre de fuertes depresiones, de quien pierde a personas queridas, de quien vive en la soledad, de quien es abandonado, de quien es traicionado, de quien no tiene trabajo, etc., etc.; y cuando pensamos en los momentos más oscuros de nuestra vida, no encontramos exageradas las expresiones de este Salmo. Nos ayuda a intuir un poco el inmenso sufrimiento interior de Cristo, porque Él acoge y asume en sí, en su corazón, en su alma, todo el sufrimiento inocente y culpable del mundo. También Él, poco antes de morir, habría podido gritar: “Mi compañía son las tinieblas”. Hay santos, como la Beata Madre Teresa de Calcuta, que han pasado casi toda su vida en este estado de tristeza mortal, como participación misteriosa y mística de la agonía espiritual de Jesús.

La luz de la glorificación del Padre

Pero si subrayo todo esto es para que resalte mejor la luz que Cristo ha acogido y dejado penetrar en esta experiencia, la luz de la glorificación del Padre. Porque en el momento en el que toda nuestra tristeza mortal pesa sobre su alma, Cristo nos introduce enseguida en su resolución, en la transformación que nuestra tristeza recibe en su alma, en su libertad, en su oración.
Toda nuestra tristeza angustiada, toda la angustia triste y mortal de la humanidad entera, pasa en el alma, en la libertad y en la oración de Jesucristo, y Él la transforma, la “resuelve”, convirtiéndola en obediencia y glorificación. Los Sinópticos ponen el acento en la obediencia; Juan también, pero revelándonos que la obediencia de Jesús está animada por el deseo de la gloria del Padre, de la santificación de su Nombre: “Padre, ¡glorifica tu nombre!”.
Y el Padre se hace eco de este grito y deseo del Hijo: “Entonces vino una voz del cielo: ‘Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez’.” (Jn 12,28)

Así pues, toda la Pasión se convierte para Jesús en el acto supremo de la glorificación del nombre del Padre. El Padre glorifica su nombre en el Hijo que sufre, muere y resucita para nuestra salvación. La glorificación del nombre del Padre es como la corriente profunda del alma de Cristo, la razón profunda de su obediencia, de su misión, del don y sacrificio de toda su vida. Y es precisamente dentro de esta corriente profunda, eterna, donde Jesús lanza la tristeza mortal que recibe de nosotros y por nosotros, y todo el sufrir y morir que asume para salvarnos. Y haciendo esto, Jesús nos da acceso a esta corriente profunda que en Él y por Él salva nuestra vida de la tristeza, de la angustia, del sufrimiento y de la muerte, es decir, nos permite vivir esta realidad de nuestra vida, inevitable antes o después, con la misma libertad y caridad con la que la ha vivido Él.

Precisamente es esto lo que Cristo nos urge a pedir y acoger en la primera invocación del Padrenuestro: “¡Santificado sea tu nombre!”.
Como he dicho antes, nosotros oramos normalmente esta frase “de paso”, porque no nos parece muy consistente. Sin embargo, en esta petición se resume todo el Padrenuestro, porque en ella está toda la oración de Jesús y, sobre todo, toda la Pasión, Muerte y Resurrección como Jesús le ha vivido, precisamente diciendo: “Padre, ¡glorifica tu nombre!”. Y hemos visto que esta petición, es escuchada inmediatamente por el Padre, que responde enseguida, con la velocidad de un rayo, y la potencia de un trueno: “¡Lo he glorificado y lo glorificaré otra vez!” – “Y la multitud que estaba allí, y había oído la voz, decía que había sido un trueno.” (Jn 12,29)

Cada uno de nosotros debería registrar, ajustar siempre su oración sobre esta nota, sobre esta primera nota del Padrenuestro, que es una nota de adoración, una nota en la que el orar, antes de ser algo que controlamos nosotros, que sabemos lo que quiere decir y porqué lo hacemos,  es una manifestación humilde de lo que somos ante Dios, para que manifieste su gloria, la gloria de su nombre de Padre. Y en esto alcanzamos todo, porque si Dios puede manifestar su amor de Padre en nosotros y a través de nosotros, también a través de nuestras tristezas y angustias, entonces obtenemos todo, todo se ha cumplido, todo ha sido salvado.

¿Y qué quiere decir glorificar el nombre del Padre?
Quiere decir poner en el corazón del mundo la Misericordia, porque el nombre del Padre es su presencia, su bondad que actúa en el mundo. Santificar el nombre del Padre quiere decir reconocer que el Dios que domina todo es un Padre amoroso. Con la Pasión y la Cruz, con la Muerte, Jesús ha permitido al Padre abrazar toda la tristeza humana, todo el sufrimiento humano, todos los pecadores, como en la parábola de Lucas abraza el padre al hijo perdido y vuelto a casa (Lc 15,20).

Cuando oramos diciendo: “Padre nuestro que estás en el Cielo, santificado sea tu nombre”, pedimos y obtenemos todo, porque pedimos y acogemos el abrazo del Padre a toda la humanidad, a toda la tristeza y sufrimiento de la humanidad que Jesús ha cargado sobre sí mismo. Un abrazo seguro, porque a esta petición hecha en nombre de Cristo, el Padre responde enseguida, a nosotros, como a Él: “¡Lo he glorificado y lo glorificaré otra vez!”.

Santificado sea tu Nombre sobre nosotros

Por lo tanto, esta es la oración esencial y total que permite al Padre acogernos no solo con aquello que hace o da, sino con aquello que es, con la Paternidad que es, con el Amor que es. Es como pedir a Dios que nos ame. Pero Dios es Amor y nos ama desde toda la eternidad. Por lo que esta oración es más un acto de adoración, de reconocimiento de que Dios es Dios, que una petición. Pero una adoración que acoge para nosotros, para todos, lo que Dios es, que hace espacio en nuestra libertad, en nuestro corazón, en nuestra vida, y, por lo tanto, en el mundo, a lo que Dios es, al Amor paterno que Él es.

Recientemente, me ha impresionado lo que contaba sobre su experiencia el Siervo de Dios Card. François-Xavier Nguyen Van Thuan predicando los Ejercicios en el Vaticano:

“Durante mi larga tribulación de nueve años de aislamiento en una celda sin ventanas, a veces bajo la luz eléctrica durante muchos días, a veces en la oscuridad, me parecía que me ahogaba por el calor y la humedad, al límite de la locura. Era todavía un obispo joven, con ocho años de experiencia pastoral. No podía dormir; me atormentaba el pensamiento de tener que abandonar la diócesis, de que se derrumbasen tantas obras que había puesto en marcha por Dios. Experimentaba como una rebelión en todo mi ser.
Una noche, desde lo profundo del corazón, una voz me dijo: ‘¿Por qué te atormentas así?” Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has hecho y deseas seguir haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, de albergues para estudiantes, misiones para la evangelización de los no-cristianos…: todo eso es una obra excelente, son obras de Dios, ¡pero no son Dios! Si Dios quiere que abandones todo eso, hazlo enseguida, y ¡ten confianza en Él! Dios hará las cosas infinitamente mejor que tú. Él confiará sus obras a otros que son mucho más capaces que tú. ¡Tú has elegido a Dios sólo, no sus obras!’.
Esta luz me dio una paz nueva, que cambió totalmente mi modo de pensar y me ayudó a superar momentos físicamente casi imposibles. Desde ese momento, una fuerza nueva llenó mi corazón y me acompañó durante trece años. Sentía mi debilidad humana, renovaba esta elección ante las situaciones difíciles, y la paz no me faltó nunca.”
(F.X. Nguyen Van Thuan, Testigos de Esperanza, Ciudad Nueva, Madrid, 2000, pp. 54-55.)

He aquí que nosotros estamos siempre demasiado preocupados porque suceda algo, porque algo cambie, porque Dios actúe, haga, intervenga, sobre todo a través de aquello que hacemos nosotros, en lugar de desear, ante todo, que Dios sea, y sea lo que Él es, y lo sea en nosotros, y en el mundo, a pesar de todo.

Cuando se tiene esta conciencia adoradora del misterio de Dios, no se teme ya la propia impotencia e incapacidad de actuar, de hacer, de obtener lo que queremos, no se teme ya la pobreza y fragilidad de nuestras personas y comunidades, no se temen ya más los errores. Pero a condición de ofrecer nuestra impotencia, miseria y fragilidad en la oración que, con Cristo, pide constantemente al Padre santificar y glorificar su nombre de Padre bueno de todos los hombres.

Esta es la conciencia que María expresa en el Magnificat: “el Poderoso ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo” (Lc 1,49). Porque su Nombre es santo es por lo que Dios hace cosas grandes en nuestra miseria.

En el rito de la Misa etiópica, durante la Comunión, el pueblo recita esta hermosa oración:

“Santo, Santo, Santo, Trinidad inefable, permíteme recibir este Cuerpo y esta Sangre para la vida y no para la condena; hazme obtener un fruto agradable a ti, de modo que viviendo en el cumplimiento de Tu voluntad pueda presentarme ante la presencia de Tu gloria.
Te llamo en confidencia Padre e invoco Tu Reino, oh, Señor, sea santificado Tu nombre sobre mí, porque tú eres poderoso, alabado y glorioso.
A Ti la gloria por los siglos de los siglos.”

“Padre, ¡santificado sea Tu Nombre sobre mí!”
Esta es quizá la oración más esencial y total que se pueda expresar, la oración de Jesús por excelencia, la que permite al Espíritu Santo transformarnos a nosotros mismos y a todos los hombres en hijos de Dios.


P. Mauro-Giuseppe Lepori, Abad General O. Cist.
Conferencia de Cuaresma – Roma, Casa Generalicia, 26 de febrero de 2012

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