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jueves, 22 de septiembre de 2016

SAN IGNACIO DE SANTHIÀ (1686-1770)


Textos de L'Osservatore Romano
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Ingresó en la Orden capuchina a la edad de 30 años, siendo ya sacerdote, para vivir la alegría de la obediencia. Destacó por su celo y asiduidad en la administración del sacramento de la penitencia y en la dirección de las almas, y por su sabiduría y prudencia en la formación de los novicios. Lo beatificó Pablo VI en 1966, y lo canonizó Juan Pablo II en el 2002.
Nació el 5 de junio del año 1686 en la localidad de Santhià, Santa Ágata, provincia de Vercelli (Italia). Ese mismo día fue bautizado con los nombres de Lorenzo Mauricio. Era el cuarto de los seis hijos del matrimonio formado por Pier Paolo Belvisotti y María Elisabetta Balocco.
Al morir su padre, cuando él tenía siete años, su madre lo encomendó a un piadoso sacerdote, pariente suyo, que se encargó de su formación intelectual y espiritual. Luego ingresó como seminarista en la colegiata de su pueblo. Hizo sus estudios superiores en la ciudad de Vercelli, y fue ordenado sacerdote en el otoño de 1710.
Al inicio, aceptó la propuesta de ser capellán instructor de una familia noble de Vercelli, los Avogadro, sin descuidar sus deberes estrictamente religiosos: colaboraba en las misiones populares organizadas por los jesuitas, entre los cuales escogió a su director espiritual, el P. Cacciamala.
En 1713 rehusó el cargo de canónigo rector de la colegiata de Santhià. En 1715 aceptó desempeñar el ministerio pastoral en una parroquia, pero un debate jurisdiccional sobre el nombramiento resultó providencial para su futuro, pues lo impulsó a dejar la sotana clerical para vestir el sayo capuchino.
El 24 de mayo de 1716, al ingresar en el convento noviciado de la Orden de Frailes Menores Capuchinos de Chieri (Turín), Lorenzo Belvisotti tomó el nombre de fray Ignacio de Santhià.
Después del noviciado y de la profesión religiosa solemne, fue prefecto de sacristía, director de acólitos y confesor, trabajando apostólicamente con un celo extraordinario.
En 1731 el capítulo provincial le encomendó la formación de los candidatos a la vida capuchina como maestro de novicios en el convento de Mondoví (Cuneo). Con gran acierto supo sostener a los novicios en las pruebas más arduas.
En agosto de 1744 fue enviado como capellán de las tropas del rey de Cerdeña, Carlos Emanuel III, durante la guerra contra las armadas franco-españolas (1744-1747). Con gran caridad asistía a los militares heridos o contagiados en los hospitales militares de Asti, Alessandria y Vinovo.
Restablecida la paz, fue destinado al convento del Monte de los Capuchinos, en Turín, donde residirá veinticinco años, hasta su muerte.
Dividía su actividad entre el convento y la ciudad. Cada domingo explicaba la doctrina cristiana y la regla franciscana a los hermanos legos y cada año dirigía los ejercicios espirituales a su comunidad. En la iglesia era el confesor más solicitado. También realizaba un apostolado fecundo bendiciendo en sus casas a las personas que ya no podían acudir a él hasta el convento.
Los milagros se iban multiplicando y el pueblo lo bautizó como «el Santo del Monte». A su convento acudían innumerables personas, sencillas e ilustres, atraídas por su fama de santidad, entre ellas muchos miembros de la casa real de Saboya. El cardenal arzobispo le pedía con frecuencia que le diera a conocer los casos de personas más necesitadas, para prestarles ayuda.
Murió el 22 de septiembre de 1770, a los 84 años, en la enfermería del convento, donde se hallaba desde hacía un año. Fue canonizado por el papa Juan Pablo II el 19 de mayo del 2002.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 17-V-02]
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De la homilía de Juan Pablo II
en la misa de canonización
 (19-V-2002)
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,22-23). Con estas palabras el Resucitado transmite a los Apóstoles el don del Espíritu y, con él, el poder divino de perdonar los pecados. La misión de perdonar las culpas y de acompañar a los hombres por las sendas de la perfección evangélica fue vivida, de modo singular, por el sacerdote capuchino Ignacio de Santhià, que, por amor a Cristo y para progresar más rápidamente en la perfección evangélica, se encaminó tras las huellas del Poverello de Asís.
Ignacio de Santhià fue padre, confesor, consejero y maestro de muchos -sacerdotes, religiosos y laicos- que en el Piamonte de su tiempo recurrían a su guía sabia e iluminada. Aún hoy sigue recordando a todos el valor de la pobreza, de la sencillez y de la autenticidad de vida.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 24-V-02]
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Del discurso de Juan Pablo II a los peregrinos
que fueron a Roma para la canonización
 (20-V-2002)
Saludo, ante todo, a los peregrinos provenientes de Piamonte, que, junto con los queridos capuchinos, se alegran por la canonización de Ignacio de Santhià. El amor a Cristo, el deseo de perfección y la voluntad de servir a los hermanos impulsó a este paisano vuestro a dejar un ministerio eclesial ya bien encaminado para abrazar la pobreza y la austeridad de la Orden capuchina.
Las crónicas lo recuerdan siempre diligente y disponible para acoger a las numerosas personas que se dirigían a él. Escuchaba sus problemas y dificultades, y para ellas se hacía diariamente ministro del perdón de Dios, hasta el punto de que fue llamado «padre de los pecadores y de los desesperados».

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