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jueves, 28 de abril de 2016

LA SONRISA DE DIOS ES LA SONRISA DE MARÍA


La sonrisa de Dios es la sonrisa de María
María, nos invita a imitarla en un complaciente abandono a la palabra de Dios, que puede decirnos desde su obediencia,


Virgilio, el gran poeta latino, pagano, que ha tenido una gran influencia en la literatura universal, dice que el “niño comienza a conocer a su madre por la sonrisa”, anunciado proféticamente que la sonrisa de Dios es la sonrisa de María después del pecado, una vez que ella aceptó convertirse en la Madre de su Hijo Jesucristo, proporcionándole su Cuerpo precioso, un cuerpo necesario para realizar en los hombres y para los hombres la redención y la salvación de todo el genero humano.

Y hoy nos encontramos, ya en las inmediaciones de la Navidad, dejando atrás a Isaías y a San Juan Bautista, con el personaje central del Adviento, a María la Madre de Jesús, que nos dejará a las plantas del mismísimo Hijo de Dios encarnado.

Por eso, hoy queremos asistir embelezados al encuentro de dos mujeres pobres, gente del pueblo, las dos embarazadas, una de edad avanzada y la otra apenas una jovencita que tuvieron un papel destacado en la historia de la Salvación de nuestros pueblos.

Se trata de Isabel, la anciana, la que concibió en su seno prodigiosamente, ya en su ancianidad y María, que apenas en su adolescencia ofreció su cuerpo para que Dios realizara entre los hombres el prodigio inaudito de enviar para estar entre los hombres y para siempre a su mismísimo Hijo.

El encuentro no podía ser más agradable y simpático: “En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo en las montañas de Judea, y entrando, saludó a Isabel”. 

Fue ese viaje, el primer recorrido eucarístico, la primera vez que Cristo aún en el seno de su Madre, como el mejor tabernáculo, sagrario o manifestador pudo acercarse a los hombres y llevarles la presencia, la fuerza y la alegría del Espíritu Santo que lo había encarnado precisamente en el seno de aquella mujer singular.

Esa presencia y ese abrazo, hicieron que Juan Bautista, santificado en ese momento con la presencia del Espíritu Santo, saltara de gozo en el seno de su propia madre, que no escatimó la alabanza y la ternura a la mujercita que venía a atenderla en su propio parto:

“¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre... Dichosa tú que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor!”.

Esas solas palabras, en las inmediaciones de la Navidad, nos sugieren muchas preguntas que no podemos dejar de contestar, porque ahí va implicada nuestra propia alegría, nuestra felicidad y en última instancia, nuestra propia salvación: ¿En qué creyó María, y qué le fue anunciado de parte del Señor?.

Podemos aventurar las respuestas diciendo que María le creyó al Padre que con un profundo respeto, una entrañable ternura, se acerca a la criatura, se abaja casi, para “pedirle”, hay que subrayarlo, para pedirle que se dignara ser la madre del Salvador. No se le impone la maternidad, no se la violenta, aunque se trate del Señor de Cielos y Tierra, dueño de todo.

Eso es ya una primera lección para los machistas, para los hombres que se creen superiores y con derecho a tratar a la mujer como su esclava, como simple objeto de placer y como una máquina de hacer hijos y criaturas muchas veces infelices.

María le creyó al Padre, y desde entonces se convierte en mujer “eucarística” toda la vida, dedicada en cuerpo y alma a su Hijo que con su Cuerpo logrará la santificación para todos los hombres.

La actitud de María, nos obliga entonces a imitarla en un complaciente abandono a la palabra de Dios, que puede decirnos desde su obediencia, “Hagan lo que él les diga”, no duden, pueden fiarse de la palabra de mi Hijo que pudo cambiar el agua en vino y que puede hacer del pan sencillo de los hombres nada menos que su propio Cuerpo y su propia Sangre, haciéndose para todos los hombres “pan de vida”.

A María le fue anunciada la presencia del Hijo de Dios que sería también hijo de María, a quien recibe amorosamente, anunciando a todos los bautizados la necesidad de recibir así como ella recibió la carne mortal, de Cristo, recibamos nosotros las especies sacramentales, las especies de pan y de vino, el Cuerpo y la Sangre del Señor.

María acertó a decir a Dios que aceptaba el compromiso de dedicarse totalmente a su Hijo con un famosísimo “Fíat”, hágase, realícese, consúmese en mí todo lo que tu palabra quiera, para enseñarnos a decir reverente y alegremente el “Amén” cada que recibimos presente con todo su ser humano-divino a Cristo en las especies de pan y de vino.

Ese fíat de María hizo que pronto pudiera recibir en sus brazos y arropar con todo cariño a Jesús, el Salvador de los hombres:

"Y la mirada embelezada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?” (Juan Pablo II).

Ese fíat de María le bastó y la fortaleció internamente, para prepararse a acompañar a su Hijo en todo momento, sin reparar en subir hasta cerca de él en alto de la cruz, correspondiendo a lo que el profeta le había anunciado:

“Y a ti una espada traspasará tu propia alma."

Pero si María tuvo que pasar por el Calvario y la cruz para acompañar a su Hijo, tuvo también la dicha de estar entre los apóstoles de su Hijo, acompañándoles en la oración y sosteniendo su esperanza en la resurrección de su hijo.

El Papa San Juan Pablo II, de quien estoy tomando todas estas ideas, de su encíclica sobre la Eucaristía, la cual recomiendo encarecidamente que lean todos mis cristianos catoliquísimos, nos hace asistir al momento sublime cuando María pudo escuchar en labios de los apóstoles “éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros.

Aquel Cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la cruz”.

Todo esto ha sido necesario para que nosotros podamos pasar una Navidad muy especial, acompañados de María, preparando no una cena ni unos vinos ni unos regalos, ni siquiera unos abrazos, a menos que se parezcan al abrazo de María a su prima Isabel, sino a preparar nuestros corazones para abrazarnos a Cristo hecho Carne y Sangre en el Sacramento Eucarístico, y recibirlo reverentemente como lo hizo María en la cuna de Belén. Será así la mejor de las Navidades.

Sonriendo con María, recibamos al Hijo de Dios hecho carne.

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