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martes, 1 de diciembre de 2015

Francisco en África: la parábola del árbol y la puerta de la misericordia y de la paz





Casi seis días completos, intensos, repletos, emocionantes, apasionantes, agotadores, inolvidables; dos decenas de alocuciones y cerca de treinta comparecencias públicas; lluvia, sol, calor, belleza, pobreza, injusticia, esperanza, multitudes, expectación mundial, entusiasmo de los católicos y simpatía por parte de los otros creyentes; cercanía, gestos de amor y de misericordia por doquier; y, sobre todo, siembra a manos llenas de Evangelio y de humanidad mejor. ¡Qué más se puede pedir a este nuevo y extraordinario viaje del Papa Francisco!
Si el Editorial de ecclesia de la pasada semana sostenía que, precisamente en medio del actual contexto de dificultades tan graves, este viaje, singularmente a República Centroafricana, era todavía más necesario que nunca –aunque fuera en paracaídas…, como declaró Francisco-, los hechos han demostrado su acierto, su grandeza, su servicio, su profecía y testimonio para la paz. La Iglesia y el mundo necesitan, sí, testigos creíbles, audaces, coherentes, comprometidos con la paz; una paz que –con palabras de Francisco en su visita a un campo de refugiados en República Centroafricana- solo es posible con amor, amistad, tolerancia, perdón y misericordia; una paz apremiante, necesaria y obligatoria para todos, máxime para los cristianos y para los creyentes en otros credos religiosos, porque «todos somos hermanos». Y no hay Dios que no sea el Dios de la paz y no hay, ni puede haber, creyente, que no sea servidor, testigo y artesano de la paz. Porque el Dios «a quien buscamos servir es un Dios de la paz» y su nombre santo «no debe ser usado jamás para justificar el odio y la violencia».
         África es el nuevo -inmenso, bellísimo, desconocido y tan explotado y lacerado- continente de la esperanza. De la esperanza para la Iglesia católica, que sigue creciendo de manera muy significativa y alentadora, y de esperanza para la entera humanidad. Dicen que África es la tierra de los gestos, de los signos, de las parábolas y de las fábulas con «moraleja». En este sentido, uno de los símbolos más comunes y hasta sagrados es el árbol, es plantar un árbol, expresión de encuentro con la naturaleza, de tradición, de don, de esfuerzo, de siembra, de espera, de esperanza. Plantar un árbol es un gesto cargado de futuro, que inspira confianza, es «una invitación a seguir luchando contra fenómenos como la deforestación y la desertificación». Plantar un árbol –habla, de nuevo, Francisco- «nos provoca a seguir confiando, esperando y especialmente comprometiendo nuestras manos para revertir todas las situaciones de injusticia y deterioro que hoy padecemos».
         No ha sido la primera vez que el Papa ha plantado un árbol. Ni será la última. Lo hizo en Jerusalén; lo repitió en Roma, junto a los presidentes de Israel y de Palestina, y el patriarca Bartolomé I; lo realizó también en Paraguay, y quizás en otros lugares. Ahora acaba de hacerlo asimismo en Nairobi, en un lugar y fecha bien emblemáticos: la sede u oficinas de Naciones Unidas (UNON) y en las vísperas mismas del comienzo de la Cumbre en París sobre el cambio climático (ver páginas 15 y 16 de ecclesia de hoy).
         El nuevo árbol de Francisco en Kenia, y por ende en África y en el mundo, es un «elocuente signo de esperanza», una apremiante llamada a los humanidad y una ferviente plegaria a Dios para que sostenga los esfuerzos de los que trabajan por «cultivar una sociedad solidaria, justa y pacífica».
         Preciso será también hacer una «parada», una «escala», en la etapa de Francisco en República Centroafricana. Por tantos y, muchas veces, dolorosos de todos conocidos. Por ello, emociona, alecciona, interpela la firme decisión –ya gozosa realidad- del Papa de visitar este país, al que ya viajó también Juan Pablo II en 1985. Y conmueven las palabras y los gestos de Francisco, entre los que sobresale, por su valor paradigmático y globalizador, la apertura de la primera puerta del Año Jubilar de la Misericordia precisamente allí, en la catedral de su capital, en Bangui.
         Era hasta ahora una catedral ignota, desconocida, del «montón», hasta «insignificante»… Una catedral de ladrillo, sin historia, sin belleza… Y ya es para siempre un nuevo símbolo de la misericordia, del amor, del perdón, de la reconciliación, de una Iglesia y de un mundo mejores. “Laudato si`”, Laudato si`. Y el resto, en nuestras manos y en las de Dios.

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